30 de enero de 2017

EN CADA VENTANA DEBE VERSE EL MUNDO ENTERO


A finales de los años sesenta un equipo de ingenieros de la NASA responsables de la misión Skylab encargó al diseñador de la botella de Coca Cola y mil otras cosas, el prestigioso Raymond Loewy, un estudio para la ocupación interior de aquella estación espacial. Intuyeron que si un hombre iba a estar en el espacio quizás su supervivencia iba a depender de que su habitat fuera aceptable y no las meras sobras entre millares de cables, tubos y aparatos de vuelo. 
Loewy en seis años produjo más de tres mil diseños para adecuar la estación del Skylab a las necesidades de los astronautas. Entre ellos, incluyó una innecesaria y peligrosa ventana para poder ver el exterior desde la nave. 
A la vuelta del exitoso viaje, en el Salón Oval de la Casa Blanca, los astronautas agradecieron ante el presidente de su país esa diminuta pero costosa ventana, un ojo de buey no mayor que el de un camarote de barco, pero dispuesta en el lugar adecuado. Les había permitido contemplar su hogar en la lejanía y evitar la claustrofobia y el tremendo estrés que provoca el espacio. De un modo misterioso les había hecho sentir conectados con sus casas. 
Aquella ventana, innecesaria desde el punto de vista de la lógica de la ingeniería aeroespacial, resulta suficientemente explicativa de la extrema necesidad de esos despreciados elementos para cualquier ser humano y, por añadidura, para la arquitectura. 
A veces se olvida que una ventana es el primer paso para poder llegar tomar conciencia de nuestro lugar en el mundo. Para mirar y también poder reconocernos mirando. Aunque la ventana no pueda abrirse y no permita que entre aire fresco. El poder ver las cosas es el primer paso para alcanzarlas. Para soñarlas. 
Aquella ventana nos recuerda que desde cada uno de esos agujeros debería siempre poderse ver un mundo, completo. Acostumbrados a resolverlo todo con inmensas cortinas de vidrio de carpinterías invisibles olvidamos que esa es la mínima de las obligaciones de una ventana.

23 de enero de 2017

POR FIN DEMOSTRADA LA VALIDEZ DEL “POSTULADO DEL ÁRBOL” EN ARQUITECTURA.


Un reputado grupo de estudiosos por fin ha logrado demostrar que en arquitectura se cumple el conocido como “postulado del árbol”. Dicho postulado dice, por no recurrir a las tediosas demostraciones físico-estadísticas que lo justifican, que la supervivencia y el éxito de una obra de arquitectura se funda en la cantidad y profundidad de los intercambios que realiza con su entorno más invisible. 
En realidad, esta sesuda hipótesis resulta una variación de un postulado extraordinario del mundo vegetal, intuido anteriormente por la botánica y cuya validez ha sido demostrada gracias a un grupo de investigación tal vez financiado por un plan estatal comandado por notables catedráticos eméritos de las más americanas universidades. El caso es que el estudio en cuestión asegura que la pervivencia de un árbol está condicionada a la profundidad a que haya sido capaz de clavar sus raíces y el número de hongos compartidos entre ellas. Ya ven. Tanto para eso. Sin embargo no conviene dejarse engañar por su aparente simpleza, porque el postulado tiene su enjundia. 
A pesar de su aparente novedad fue un juntapalabras quien mejor supo encontrar una formulación precisa a este postulado hace mucho tiempo, Federico Hebbel, aunque desgraciadamente solo llegó a inscribirla en su losa sepulcral en lugar de una revista con suficiente índice de impacto: “Si el árbol se echa a perder, aunque sea en el peor de los suelos, es sólo porque no clava sus raíces lo bastante hondo. Toda la tierra es suya”. Lo hermoso de esa lapidaria sentencia es lo que dice en su última frase: “toda la tierra es suya”. Porque significa que toda ella pertenece a la obra de arquitectura (y al árbol), lo que implica también que esa tierra son de usted, y mías, a cambio de clavar suficientemente fuertes las garras bajo ella y que nuestras raíces estén suficientemente bien conectadas. 
De este postulado se deriva, también y recíprocamente, que la obra pertenece a esa tierra, y por puro amor a la lógica del razonamiento, también usted y yo. Lo cual es destapar un sentido de la propiedad muy poco economicista. (Esto último, por cierto, no estaba ni siquiera esbozado en el rotundo descubrimiento de aquellos egregios catedráticos). 
La arquitectura se sostiene, por acabar, gracias a esa garra feroz que la engancha al terreno y la conecta con otras obras hasta el centro de la tierra, y esa otra garra de la tierra hacia ella. Y si pervive es porque ambas se abrazan mutuamente con suficientes energías como para sobrevivir sin estrangularse.
Respiremos. Por fin ha sido demostrada indirectamente la necesaria vinculación de la arquitectura con el lugar donde se posa y con el resto de las obras de arquitectura. Ahora solo falta corroborar si los ensayos han sido correctamente realizados y tienen suficiente validez en este inesperado campo, porque siendo algo científico, ya se sabe, lo mismo en dos días sale otro descubrimiento anulando el anterior...

16 de enero de 2017

LA HABITACION DE ENSEÑAR A PENSAR


El eminente y olvidado pedagogo, Christian Heinrich Wolke, profesor de la igualmente egregia institución del Philanthropinum, en Dessau, preocupado por la enseñanza de la inteligencia ideó una habitación llena de objetos, secretas mirillas y armarios con la deliciosa intención de constituirse en una eficaz herramienta para “enseñar a pensar”. La habitación modulada con una retícula que era ocupada por cajones, números, imágenes y un sinfín de otros estímulos era, según la creencia del siglo XVIII, una idea desde la que estimular a la juventud a salir de la abulia mental o de la ignorancia.
En aquella habitación sin afuera - aun a pesar de disponer de ventanales desde los que contemplar pájaros y especies vegetales - flotaban las personas y los muebles como puros objetos. Y se dice literalmente, porque en la retícula una persona y un dodecaedro son seres equivalentes.
En aquel interior latía una extraña utopía, aunque no se si precisamente sobre el enseñar a pensar sino más bien sobre la retícula misma. En realidad la retícula como espacio continuo e indiferenciado, supone una amenaza en si misma porque sitúa al hombre frente al laberinto de lo perpetuamente repetido. Una idea que asomó muchos años después y en un lugar muy distinto.
Curiosamente la modernidad de la retícula de esa habitación de enseñar a pensar coincide con la que empleó el estudio italiano Superstudio en los años 60 y 70 del siglo XX. Aunque para Superstudio la retícula no suponía incluir en su interior ningún objeto. Su maraña de líneas y ejes no tenían la intención de contener más que la propia retícula como sistema infraestructural y laberíntico. Aunque lo más fascinante de la coincidencia en ambos casos es que, como suele suceder en la naturaleza, toda semejanza de formas se deriva de objetivos funcionales semejantes.
Puede que por eso, en ambas utopías la idea de la ocupación de las mentes y territorios por medio de una retícula fuese de hecho el mejor objeto de pensamiento posible. En fin, muchas veces lo mejor de las habitaciones de enseñar a pensar es que enseñan a pensar sin la necesidad siquiera de las propias habitaciones…

13 de enero de 2017

LA HERENCIA DE LOS DESHEREDADOS


La arquitectura es un arte de toneladas más que de kilogramos. Por eso no es fácil hablar de la ligereza de una obra y menos aun conseguir que ésta ofrezca siquiera una sensación de liviandad semejante a las nubes, a la hoja de un árbol o a un cuadro de Turner.
El valor de la casa Guzmán, recientemente demolida obra de Alejandro de la Sota, estaba concentrada precisamente en haber logrado esa sensación grácil, como de casa de papel, apenas explorada en la arquitectura moderna española. Sólo por esa heroicidad merecía pervivir. Que su autor fuese Alejandro de la Sota parece significativo pero secundario. Alejandro de la Sota habría estado conforme con la apreciación. 
Sin embargo con esta pérdida late alguno de los dramas no solamente de la arquitectura sino del propio siglo XX. ¿A quien pertenece la Arquitectura cuando ésta es irrepetible? ¿No se convierte entonces en patrimonio del hombre? ¿Cómo ha podido destruirla alguien que la pudo vivir y comprender a lo largo de los años? ¿Acaso no tiene la arquitectura ninguna capacidad de mejorar la vida de quién ha podido disfrutarla? 
Las primeras preguntas pueden ser respondidas recordando la fabulosa novela “Billar a las nueve y media”, donde una saga de tres generaciones de arquitectos destruían la obra erigida por sus progenitores sucesivos. El freudiano asesinato del padre estaba presente en aquella Alemania de Heinrich Böll, como también estaba presente el intento del hijo por construir algo aun más memorable y mejor. Sin embargo el drama de la casa Guzmán es que no existe el legítimo intento que late en la catedral románica cuando es arrasada por la gótica o la renacentista... Simplemente existe con esta destrucción una puerta abierta al abismo de la barbarie. Cuando se abren esas simas, el ser humano, en su conjunto, es peor. 
Las últimas preguntas nos atosigan aun más. Porque dejan sin respuesta el sentido redentor de la creación estética. Y son semejantes a las que Steiner se hacía en otro contexto: ¿Cómo era posible que alguien después de tocar y entender perfectamente a Bach fuese capaz de cerrar la tapa del piano y aniquilar miles de seres humanos en un campo de concentración?. No tenemos respuestas para esa pregunta. Y si bien el interrogante de Steiner está planteado en un extremo, lo sucedido en la casa Guzmán pertenece a su órbita: el disfrute estético no nos exime de la barbarie. 
En la parábola bíblica del “hijo pródigo” la vuelta al hogar, aun a pesar de haber dilapidado la herencia paterna, fue recibida como una fiesta. En el mundo de la cultura no hay posibilidad de aplicación de esta parábola. Porque el camino de vuelta se ha destruido junto con la herencia. 
De la casa Guzmán solo quedan para nuestros hijos unas fotos y nuestros pesados comentarios. 
Ojalá no aparezca otra ocasión de asomarse a estos vértigos.

9 de enero de 2017

LA DUREZA DEL LAPICERO, O POR QUÉ EN OCASIONES MIES DIBUJABA CON UN PURO EN VEZ DE FUMÁRSELO


Para los mitómanos y los místicos “el papel en blanco” aun es el territorio mental preferido de la incertidumbre y de la grandeza creativa de la arquitectura. Se equivocan. La auténtica dificultad de ese proceso estuvo siempre un escalón antes que en la blancura inmaculada del papel: en la elección del lapicero con el que comenzar a trazar la primera línea
Antes, cuando la arquitectura se dibujaba a lápiz, la dureza del grafito marcaba el carácter del dibujo pero también de quien lo usaba, más que cualquier otra decisión de partida. Desde la dureza extrema del 10H, cortante como el filo de un bisturí, a la blandura de un algodón negro de un 8B, esas gradaciones no eran simplemente una habilidosa combinación de arcilla y grafito, sino hasta una filosofía. Cuentan que cuando al arquitecto sueco Sigurd Lewerentz, acostumbrado a dibujar con un 6H, se le acercó una estudiante blandiendo un dibujo realizado con un 2H, irónico, le preguntó si se iba a dedicar a partir de ese momento al dibujo en lugar de a la arquitectura… 
La dureza de esa mina de grafito determinaba el tipo de papel y hasta al tipo de dibujante y de proyecto, porque de su elección dependía de modo transversal la cantidad de veces que se podían arrastrar los instrumentos de dibujo sobre lo ya dibujado sin mancharlo, sin arruinar su limpieza o sin cortar o agujerear el propio papel. Inevitablemente un dibujo muy trabajado estaba configurado desde la extrema dureza de un lapicero o desde la extrema habilidad de su dibujante, que paseaba por el papel con una mina más blanda sin el pecado de la suciedad. Por eso con el tiempo, en la memoria de la arquitectura la precisión y la dureza construyeron una imagen indisociable en el dibujo. 
Y sin embargo ahí estaba también Mies van der Rohe, pensando duro y afilado como ningún otro, pero dibujando con un grafito gordo y blando. Con los puños de la camisa milagrosamente limpios, con una ligereza y una postura que no permiten horas y horas de esfuerzo. Casi con gracia, como los calígrafos japoneses. Como si para la precisión necesaria de su arquitectura se debiese dibujar en el extremo, o con un grafito grueso semejante a uno de sus puros, (en ocasiones como ésta parece estar dibujando con la ceniza de uno de ellos), o en otros casos, con un escalpelo. Pero de ningún modo con un HB tibio y a medio camino de nada. Porque en el fondo ese quizás fuera el mayor de los problemas en la elección de un lapicero - y tal vez de la arquitectura - las medias tintas.
Hoy la simple gradación de grises informáticos, del 250 al 255, está privada de esas connotaciones...Y conste que no se dice con asomo de nostalgia.

2 de enero de 2017

ARQUITECTURA DEL “NO”. ANTIMANIFIESTO


“No al espectáculo, no al virtuosismo, no a las transformaciones, a la magia y al hacer creer. No al glamour y la trascendencia de la imagen estelar, no a lo heroico, no a lo antiheroico, no a la imaginería basura, no a la implicación del intérprete o del espectador. No al estilo, no al amaneramiento, no a la seducción del espectador gracias a los trucos del intérprete, no a la excentricidad, no al conmover o ser conmovido”. 
Hay momentos en los que uno se cansa de tanta cosa que acaba por no querer más cosas. Ni una más. En esos instantes simplemente se clama porque a uno le dejen en paz. E incluso se es capaz de escribir un antimanifiesto. 
Los años sesenta, que fueron un disparate en casi todo, fueron también ocasión, como siempre que aparecen excesos, de ver voces dedicadas a ese solitario, gratificante y antiproductivo arte del antimanifiesto. Éste de Yvonne Rainer, bailarina y coreógrafa aquellos años de plástico y música pop, es de los más elocuentes, ejemplares e imperecederos. Harta de soportar excesos de la danza moderna pero también de la clásica, harta de soportar todo lo que no fuera la propia danza, lanzó al mundo un escrito sobre el hartazgo mismo. 
El caso es que si los manifiestos pueden ser reivindicativos de un instante, de una ideología, si siempre quieren ser la punta de lanza de una incierta vanguardia, si sus aspiraciones son territoriales o políticas, incluso aglutinadoras o propagandísticas, con los antimanifiestos no sucede nada de eso. 
Un antimanifiesto no espera que se sumen a él más personas, ni pretende acaparar poder o influencia; un antimanifiesto simplemente es una declaración de puro empacho, por eso todo antimanifiesto es igual, en el fondo, al resto de los antimanifiestos. O dicho de otro modo, solo hay un antimanifiesto posible: el que lo hace contra el resto. Y eso, claro, une mucho porque los hastiados son legión. También en arquitectura. 
Pero atención, que estar harto no significa negarse a todo. Bachelard en “La filosofía del no” dijo: “La filosofía del no, no es psicológicamente un negativismo y tampoco lleva, frente a la naturaleza, al nihilismo. Procede de una sensibilidad constructiva. Pensar bien lo real es aprovecharse de sus ambigüedades para modificar el pensamiento y alertarlo”. Cuando existe un empacho de forma o de espectáculo y la digestión es lenta o difícil, es el momento de esas consideraciones espirituosas en torno a estas formas del “no”. Benditos estos breves paréntesis temporales en que miramos a los antimanifiestos con tanta consideración. Porque son momentos donde, a pesar de la fatiga, todo está por venir. Saber qué no queremos hacer es ingresar en la sana "filosofía del no" de los fatigados pero no exhaustos.

26 de diciembre de 2016

EL DERECHO AL INFINITO


El pescador, primero dispuso una plataforma alejada de las mareas y del agua, luego, un sombrajo. Tras esperar largo tiempo a los siempre impuntuales peces, otro día se animó a arrastrar un sillón hasta allí. Desde entonces el puesto de pesca se convirtió en una terraza. Las alfombras, cojines y el resto de lo que podemos considerar pequeñas comodidades adicionales hicieron aparecer la idea de estar en medio de un salón. Hasta las posibles ampliaciones o mejoras en espera prometen ser capaces de inventar un nuevo nombre para ese estaribel desordenado pero lujoso. 
Los materiales son de aluvión, no hay diseño, se trata simplemente de algo provisorio. Pero en el conjunto algo resulta envidiable. A toda la humanidad debería reconocérsele ese derecho de construir sus propias habitaciones, pero sin perder ese otro derecho fundamental que es el derecho a que esas estancias contengan el infinito. Ese sería el principio de “otra” dignidad elemental que no es la de la simple y necesaria “vivienda digna”. 
Verdaderamente hasta que no se acabe con la miseria que genera un habitar digno no es posible ningún elogio esteticista a la favela, ni a lo precario, pero si es posible maravillarse ante algo de orden muy diferente: la vida que se apropia del horizonte marino y mejora lo consuetudinario con sus propios medios. Esos terrenos si merecen la atención de cualquiera a quien interese el origen de la arquitectura. Busquen en teorías, arquitectos, u obras del pasado si quieren averiguar cuáles son las aspiraciones de la arquitectura, pero será más rápido encontrarlo en un lugar mucho más íntimo, innato y elemental del hombre: cuando éste junta cosas en torno a un infinito.

19 de diciembre de 2016

POR QUÉ A LA ARQUITECTURA SE VA DE PEREGRINAJE


¿Dónde están las Suites de violonchelo de Bach? ¿dónde los Preludios de Chopin? ¿a qué lugar pertenece la Novena Sinfonía de Malher? ¿Cuáles son las señas o el distrito postal de la música? ¿Acaso la música es del lugar donde se guardan los manuscritos de sus partituras? 
La música es una de las realizaciones humanas más volátiles pero otro tanto podría decirse de las matemáticas. ¿Dónde está dos por dos es cuatro? una verdad matemática no necesita domicilio para probar su validez. Sea en Eritrea, en Mogadiscio o en Berlín, las cuestiones matemáticas están por encima de todo lugar. En el portal de tu casa o en la Galaxia más lejana, no dejará de ser cierto que la serie de los números primos empieza con el número uno, o que tres más dos resulta ser cinco. 
Tal vez otras disciplinas como la pintura o la escultura puedan hacer que sus obras pertenezcan a un lugar. La Gioconda es ya una dama parisina y el cuadro de las Hilanderas es un fiel habitante del Museo del Prado. Sin embargo, en la pintura sabemos por la historia que esa pertenencia a un lugar es meramente circunstancial y temporal. La ecuación Señoritas de Avignon y Nueva York es, lo sabemos, casual. 
De este modo, a las matemáticas y a la música, incluso a la pintura, se las puede sacar de romería. Pero no a la arquitectura. A la arquitectura se va de peregrinaje. 
La arquitectura de las viejas catedrales es de un lugar porque algo la sujeta a la tierra, como un viejo árbol que se agarra al terruño, y desesperado cruje y se retuerce si el viento o las inclemencias del tiempo le amenazan. Algo sustancial parece aferrar al suelo a un templo griego o a una pobre iglesia prerrománica como si una savia circulara en un doble sentido, alimentando a esos dos seres mutuamente dependientes. En la arquitectura el peso de cada piedra, o cada cimentación se hunden mucho más hondo de lo que se imagina. En cada lugar ocupado por una obra se elevan fuerzas que crecen hacia la luz y el viento. 
Hay, entre ese suelo y la obra, fuerzas que se tensan en una doble dirección y que impide a la arquitectura ser un arte viajero (a pesar de que exista algún loco multimillonario norteamericano capaz de arrastrar un palacete renacentista a Arkansas). Por eso mismo, la arquitectura pertenece a un lugar antes que a un dueño, y no puede desprenderse de él sin arrastrar tras de sí algo de tierra y hasta algún bramido inaudible.

12 de diciembre de 2016

PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA


El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura? 
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre. 
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera. 
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.

5 de diciembre de 2016

EL REMEDIO DEFINITIVO PARA DESATASCAR PROYECTOS Y OTRAS MIL COSAS HABITUALMENTE PARALIZADAS


Durante el renacimiento muchos mapas no tenían su parte superior dirigida hacia el norte, como es costumbre, sino hacia oriente. El principal argumento era que el sol nace precisamente hacia oriente y en esa misma posición habían de ser dibujados, es decir, los planos debían “orientarse”. La palabra “orientar” coincide en su raíz latina con ese “nacer” solar. Poco después se empezó a decir que una obra de arquitectura estaba bien “orientada” cuando recibía correctamente la luz del sol a lo largo del día. 
A finales de los años cuarenta el uruguayo Joaquín Torres García, dibujó un famoso plano que colocaba la Patagonia en la parte superior del mundo. Su “escuela del sur” reclamaba de ese modo una completa reorientación mundial. Ese poner las cosas patas arriba supuso una liberadora revolución ideológica para todo un continente. Un simple cambio de orientación puede alterar el modo en que miramos las cosas y puede abrir ventanas a nuevas formas de ver. El derecho y el revés es una manía gravitatoria que ha impregnado ideológicamente y cargado de prejuicios todo lo que ha tocado. Dislocar el punto de vista supone abrir una puerta a lo impensado.
El revés de las cosas parece ser algo rico y productivo, puede incluso convertirse en un terreno lleno de energía y plenamente abonado para la imaginación. Tanto es así que si lo pensamos el arte abstracto debe a este descubrimiento de la reversibilidad gran parte de su éxito. 
Por eso mismo dar “la vuelta al mundo” tal vez sea la única manera que queda de ser creativos cuando hasta la palabra creatividad se ha agotado. Con los cambios de orientación monumentales los objetos, las arquitecturas dibujadas y los procesos del proyectar parecen reclamar ser sacados de la anodina y paralizante mirada cotidiana. Es decir, existe una cara invisible en cada dibujo u objeto que reclama que nos asomemos tras ella. 
Cuando las cosas solo se ven de un modo, un giro de ciento ochenta grados nos recuerda que la culpa es de esas anteojeras invisibles de las que todos somos portadores. Cuando no se sabe cómo seguir, lo mejor es darle la vuelta. Si un dibujo, un objeto se ha convertido en un ser mudo, lo recomendable es darle la vuelta. Si no hay nada nuevo en lo que se tiene delante, antes de despreciarlo hay que darle la vuelta. Darle la vuelta, porque hasta los callejones sin salida son, al menos, dos cosas a la vez.

28 de noviembre de 2016

Y SI EL FRACASO DE LE CORBUSIER NO ESTABA DONDE SUPONÍAMOS…


Escuché hace años a Javier Carvajal rememorar un encuentro con un Le Corbusier ya anciano. Le Corbusier, frustrado, se dolía de no haber sabido sacar adelante sus proyectos más importantes: desde el Palacio de los Soviets, bandera de la arquitectura moderna, hasta el Hospital de Venecia… Desde luego, la perspectiva de lo logrado es un misterio insondable para el sujeto que hace el examen de conciencia, pero de cara al exterior se corre el peligro de que ese examen pueda ser entendido como una simple pose.
Recientemente han sido declaradas patrimonio de la humanidad muchas de sus obras. Algunas se han incorporado a tan inconmensurable catálogo aun sin ser obras maestras. No importa demasiado. El mero hecho de su protección es un síntoma de que Le Corbusier es historia. Claro que si Le Corbusier es pasado, me pregunto si cabría considerar también sus fracasos, esos que tanto le dolían, también como patrimonio de la humanidad.
Tal vez en Le Corbusier haya un fracaso más real y mucho menos inmenso que la cacareada crítica a su urbanismo. Sucede que con el paso de las décadas en Le Corbusier no podemos encontrar fácilmente un fracaso en lo grande. (Ni siquiera me atrevería hoy a considerar un fracaso el esfuerzo y la inocencia de tratar de convertir a la humanidad, por completo, a lo moderno, ya que eso, en cierto modo, lo logró). Seguramente en Le Corbusier el fracaso de mayor calado se encuentre en lo menudo.
El paso del tiempo hizo ver la modernidad como un invento débil, cuando en realidad solo ha sido cuestión de tiempo ver aparecer, primero sus fisuras y luego sus sucesivas restauraciones. (Las obras aun vejadas por amputaciones o sobreañadidos las veremos rehabilitadas antes de lo que podemos imaginar). Pero no sucederá lo mismo con su cosmología de seres inanimados, que ha sido boicoteada por el paso de los años sin posibilidad de salvación. Las cosas de Le Corbusier han reclamado un trato que no han sido capaz de preservar ni siquiera las vitrinas de los museos.
Esas cosas parecen haber dicho mientras desaparecían: vosotros, admiradores de lo moderno, haced con vuestra vida lo que gustéis, pero a nosotros dejadnos en paz, mantenednos lejos de vuestras disputas y vuestras teorías. Nuestra tarea es mucho más seria que la de prestar oído al superficial espíritu de la época. Nosotros, las cosas, estamos en el centro de la realidad, somos sus cimientos. No nos interesan vuestras ironías ni vuestros entusiasmos juveniles. Nuestro destino es la duración limitada por la vida misma y no en devaneos narcisistas con ansias de eternidad.
Esas cosas de Le Corbusier han ido apagando su voz. Se han ido apilando allí donde la arquitectura reclamaba mayor duración, han sido mutiladas, amontonadas e insalvables. Efectivamente la vida, ya lo decía Le Corbusier, siempre pasa por encima. Ese es su fracaso.
O quizás sea el necesario signo de debilidad que tiene todo acto verdaderamente humano.

21 de noviembre de 2016

RASTRILLA HASTA QUE NO SIENTAS LOS RIÑONES


Las piedras ancladas al suelo de este jardín de Rioan-ji desde tiempos inmemoriales permanecen agrupadas e imperturbables como constelaciones de estrellas. Recubiertas de musgo como bosques en miniatura, el espacio entre ellas se tensa como la cuerda de un arco y se hace posible pensar que en un mundo de liliputienses se podría cruzar a nado entre esos archipiélagos que no están ni muy cerca ni excesivamente lejos. Tras un par de horas de meditación se puede concluir, más tranquilo, que el vacío es un espacio mejor configurado y más real que las propias piedras... 
¡Ay Japón! Con sus cerezos en flor, sus templos sintoístas, la meditación zen y sus jardines de gravilla que reflejan la luna... 
Y hete aquí que en medio de esta tranquila meditación, en ese jardín que legendariamente no deja ver sus quince piedras a la vez, y donde cada una tiene sus nombres y apellidos, como las montañas de un paisaje familiar, uno se encuentra al monje de turno con la cerviz vencida por el rastrillo. Pisando un poco como sobre las puntas de los pies, como una bailarina, marchando hacia atrás casi sin ver, con la amenaza de que "lo fregado" se vaya a malograr... 
Y dale que dale cada mañana antes de que lleguen los turistas, rastrillando una gravilla que en algún momento debe llegar a odiarse...Y dale al rastrillo diario que recoge las hojas secas que caen del otro lado de la tapia milenaria... Y uno, utilitarista incorregible y ya distraído, se pregunta si no sería mejor la vida del monje en cuestión con un palo del rastrillo un poco más largo y un sopla hojas de esos, vespertinos y ruidosos... Y luego te arrepientes y te llamas a ti mismo borrico e insensible. Para concluir que el único consuelo de este trabajo diario es que las cosas bonitas cuestan. (Al menos lo mismo que las feas). Y que ya puestos, qué hermosa ocupación esa de rastrillar grava como las olas del mar o las estaciones o las nubes. Y que la naturaleza imita al arte. Y que sin esa gravilla que es la arquitectura que difícil sería ver las nubes, o las estaciones o ser sensibles al diario oleaje marino…

14 de noviembre de 2016

LO QUE TAL VEZ SUCEDA AL MUDARSE DE UNA CASA DORADA A UNA CASA BLANCA



Una casa dorada no es una simple caja de caudales, la representación de un Midas revivido, o el simple guiño posmoderno de un decorador de famosos.
Lo inmediato es calificar semejante casa de hortera o de kitsch, pero no es posible hacerlo sin caer en el abismo elitista de la superioridad moral del que emite el juicio. ¿Qué lectura hacer pues de un lugar tan marcadamente obsceno? ¿Es posible leer algo en un espacio dispuesto sólo para deslumbrar, es decir, para no dejar ver nada tras él? 
Todo lo que contiene esta casa es la representación de lo caro, de lo ostentoso, de lo exclusivo, pero no en un sentido de la exclusividad basado en la calidad, sino en el precio. En ese sentido el oro parece recubrirlo todo. Pero, ¿alguien sabe cuál es la forma del oro? El oro es amorfo. Las pepitas extraídas del lecho de un río no son una forma como tal sino un simple granulado; el lingote, como ladrillo bancario, es una forma dada por motivos de puro almacenamiento. En fin, el oro, como el acero, es un material sin forma, aunque frente a éste, el oro goza del prestigio exterior de lo cálido. Con el oro puede hacerse aquello que se quiera. No obstante el oro toma forma gracias a la habilidad de quien lo trabaja. Podríamos decir, por tanto, que se solapan aquí dos tautologías: “el oro es dinero” y “el tiempo es oro”. 
En cada uno de los objetos de esta casa existe esa combinatoria de oro y de tiempo. Una infinidad de tiempo dedicado por personas, pagadas no para lucir su talento, sino para que el tiempo invertido en dar forma a lo dorado se hiciese presente. Porque el oro es, en definitiva, tiempo traducido a forma. (También existe allí tiempo dedicado a asegurar el brillo del oro, para asegurar que no exista nada polvoriento. Ni una huella en el cristal de una mesa sería tolerable porque sería el signo de una debilidad).
Sin embargo no es oro todo lo que reluce: el oro y lo dorado representan una misma idea, pero se extiende el abismo de la falsedad entre ambos. En realidad entre la idea de lo macizo o la del recubrimiento de lo dorado solo existe la coincidencia externa del brillo amarillento. Es decir, en esta casa la noción de autenticidad ha pasado forzosamente a un segundo plano.
Por otro lado ese espacio es una representación del ornamento entendido como lujo obsceno, vacío, opaco como un espejo. Aunque merece la pena observar que se trata de un lujo plenamente occidental. (En oriente el lujo puede traducirse en un abanico que transita desde las piedras preciosas con que se incrustan las paredes de un palacio en Arabia, al lujo de lo modesto pero infinitamente sofisticado de Japón). Aquí la idea del lujo falsificada es la de Francia del siglo XVII. Todos esos dorados, reflejos y brillos están importados de la sala de los espejos de Versalles, salvo por el insignificante detalle de que esta casa no está en medio de los jardines de Le Roy sino en una planta cuarenta y cinco en Nueva York, construida con la altura ruin de una planta más de oficinas. No es posmodernidad. No hay ironía ni humor, no es siquiera una cita. Es otra cosa. Y no es una cuestión de buen o mal gusto. 
No existe nada ahí que acoja la intimidad. Es un lugar de recepciones convertido en casa, un ready made, sólo que a lo Jeff Koons. Es la imagen de un espacio exclusivamente público, como el metro de Moscú. Es una especie de Casa Farnsworth dada la vuelta, una forma de exterioridad cuyo reverso ha sido amputado. Es una maquinaría política, capaz de emitir propaganda en cada destello. Es, en fin, la promesa del poder absolutista al que aspira un rey Sol. Una promesa cumplida, por cierto. 
Una casa blanca, tal vez sea capaz de atenuar los efectos producidos por semejante espacio a lo largo de los años.
Merece recordarse que somos lo que habitamos. Incluso nos convertimos en lo que habitamos.

7 de noviembre de 2016

EL SECRETO QUE ANDREA PALLADIO ESCONDIÓ EN EL SÓTANO

En la Villa Rotonda la planta del zócalo es una planta de sótano áun sin estar bajo tierra. Y lo es porque como todas las plantas sótano que se precien de serlo contiene, como señalaba Bachelard, los secretos enterrados y los misterios de los felices habitantes de la superior planta nobile. Mientras cientos de miles de turistas y arquitectos adoradores de Andrea Palladio sacan imágenes a mansalva de la cúpula, de sus frescos y de sus maravillosas escaleras, la planta del sótano oculta, junto a los usos despreciados, un revelador secreto. 
En el centro de ese sótano podemos encontrar cuatro muros curvos, no muy gruesos, cercanos y concéntricos, que sustentan el forjado de la planta superior. Cuatro muros que en buena medida son un exceso desde el punto de vista funcional. Podrían, de hecho, haberse sustituido por un sólo soporte central. Sin más. Pero Palladio se ve obligado a liberar el centro, porque la línea que pasa por el eje de las habitaciones no debe ser interrumpida. Porque en esa obra todo eje debe estar libre. Incluso el eje vertical debe permanecer libre ya que coincide en la planta superior con el centro de la cúpula. 
Cabe pensar que esa jerarquía en la toma de decisiones respecto a ese pilar ausente tiene algo cercano a lo puramente arquitectónico. (Si es que existiese algo semejante a lo puramente arquitectónico). Desde luego puede discutirse la legitimidad de esos cuatro muros curvos desde el punto de vista estructural o constructivo, pero no desde el punto de vista de la lógica seguida en la totalidad de la obra, es decir, de su coherencia interna. 
El resto de las plantas surgen hacia arriba como un tronco con unas raíces bien asentadas. Pero podemos imaginar que si se destruyeran esas plantas superiores, si ocurriese un cataclismo que eliminara libros y estudios sobre cómo era esa villa perdida, solamente a través del entendimiento de esa planta “enterrada” y de su secreta liberación del centro, se podría, prácticamente, extrapolar la cúpula superior y hasta su forma. 
Y hasta sus habitantes. 
Y hasta su época.

31 de octubre de 2016

¿QUÉ DIABLOS ES EL ESPACIO?


Entender las relaciones entre el cuerpo y el espacio como una manifestación artística estuvo muy de moda en los años setenta. Por entonces, experiencias como inclinar suelos, fabricar espacios inhabitables y apoyarse en paredes de modo inverosímil constituían una alternativa a los parques de atracciones infantiles. 
Mientras artistas y espectadores comenzaban a saltar, pasear o escalar por las instalaciones de los museos, casi siempre acompañados de gritos y exclamaciones indecorosas, los directores de los mismos, algo desconcertados, no tuvieron más remedio que esgrimir una forzada y tolerante media sonrisa. A fin de cuentas era arte… 
Reivindicar el cuerpo como instrumento de contacto con el mundo, era no sólo un acto de desacralización de los museos y de las prácticas artísticas, sino de pura política. Y lo era porque como acto igualitario, cualquiera podía experimentar aquellas experiencias artísticas sin conocimientos previos ni soportar largos discursos teóricos. Para experimentar el placer del espacio, bastaba “jugar en él”, participar de sus ofrecimientos. 
Como puede imaginarse el espacio pronto fue abandonado como tema de museo. El espacio y las placenteras relaciones con el cuerpo debían estar enclaustrados en el día a día hasta volverse, de nuevo, invisibles. Sin embargo allí se aprendió una cosa que tal vez los tiempos nos hagan conveniente recordar: del mismo modo a como sentimos la utilidad de la mano izquierda, un dedo o un tobillo sólo cuando se inutilizan o están escayolados, el espacio nos hace tomar consciencia del cuerpo. El espacio hace presente la individualidad de cada uno de nosotros. Nos particulariza en su relación con él.
Lo cual recuerda esa anécdota de David Foster Wallace: "Hay dos jóvenes peces que nadan y a cierto punto encuentran un pez anciano que va en la dirección opuesta, hace una señal de saludo y dice: 'Hola muchachos, ¿cómo está el agua?' Los dos peces jóvenes nadan un poco más y luego uno se vuelve al otro y le espeta: '¿Qué diablos es el agua?'". 
Pues lo mismo con esa otra sustancia invisible: '¿Qué diablos es el espacio?'. Es eso que te permite ser consciente de ti mismo.

24 de octubre de 2016

CÓMO TORTURAR A UNA LINEA (O A UN ARQUITECTO) HASTA QUE CONFIESE



A un paleontólogo solvente que encontrara estas antiguallas en futuras excavaciones, seguramente no le costaría aventurar que se trataba de instrumentos para extraer la piedra de la locura de un cerebro enfermo practicando sanguinarias lobotomías, o al menos que servían como aparatos de tortura de alguna civilización poco avanzada y canibal. Y tal vez algo de razón tuviese. 
Sin embargo semejantes herramientas fueron empleadas para proporcionar pequeños escalofríos de placer a los vetustos arquitectos acostumbrados al dibujo a mano. Hoy todos esos instrumentos han quedado relegados por buenos motivos a los museos de historia Sin embargo en su forma conservan aun y misteriosamente algo de la precisión requerida en ciertos oficios. 
Esos raros útiles hablan de una delicadeza que toma cuerpo frente a la intangibilidad actual de los ceros y unos informáticos. No sabemos ya ni cómo ni en qué sentido se empleaban estas amenazantes mandíbulas metálicas, ni falta que hace, pero desde luego su uso requería de una mano y de unos dedos que ajustaran sus ruedas y engranajes con una precisión afilada y exacta, como la que se espera de los profesionales de la orfebrería, la cirugía o la relojería.
Como puede imaginarse la tortura de trazar líneas con tales armas era un martirio recíproco: para el que las trazaba y para las propias líneas, que nunca estaban seguras de acabar siendo suficientemente limpias o determinantes. Nunca acababan bien, siempre requerían tiempo de secado, siempre podían representar una debilidad en la mano que las trazaba, o una inseguridad, o un desgaste. O de una cuchilla suicida que rectificara bordes y errores. 
No cabe la nostalgia. Pero si cabe pensar en el poco sentido que tiene aferrarse fieramente a la incesante mutación de dichos aparatos. Porque igual que nosotros vemos tiralíneas, bigoteras y compases como algo caduco, con los siguientes por venir pasará lo mismo. Porque aunque su manejo hablan de la limpieza y destreza del que los usaba, lo importante del tiralíneas nunca fue el tiralíneas. Y eso, en realidad, no ha cambiado tanto.

17 de octubre de 2016

SI LAS PAREDES CALLARAN


Ahí, invisible, pervive un hombre apretando el barro con sus manos. Desde las huellas lo imaginamos amasando el muro de esa enorme vasija sobre la que va dejando rastros, como si además de levantar una tapia hubiesen estado peinando la vieja superficie húmeda en torno a la puerta y su dintel. Las manos modelaban el muro y a la vez lo acariciaban, como se acaricia a una bestia salvaje aun adormecida y tierna. 
La superficie del muro se ha resquebrajado con el paso del tiempo como un rostro con la edad. Así el muro conserva en su forma dos gestos solapados pero firmemente cosidos. El instante de la construcción del adobe húmedo y el del firme paso de los años, de los días. El reloj de ambos gestos es la humedad: la lenta pero irremediable pérdida de agua. 
Al otro lado del interior sombrío que procura el muro de entrada, otra puerta enmarca un tronco retorcido y nudoso que es la imagen misma de la sequedad. Ese tronco, misteriosamente, se encuentra emparentado con la falta de humedad que craqueló el primer muro, de modo que en el conjunto solo parece haber luz y sed. 
Pero hay algo más. 
La dignidad de unos pocos medios que han sido bien empleados. Una secuencia de luces digna. Un algo de coherencia que grita al otro medio mundo que, para la arquitectura, menos es más que suficiente.

10 de octubre de 2016

AXONOMETRÍA, NUDISMO Y VIDEOJUEGOS

Cada sistema de representación encierra una teología (o una antropología). 
Así, entre todos ellos, la axonometría ha transitado desde el anatema al santoral. La perspectiva “egipcia”, la “militar” o la “caballera” son nombres que hablan de sus usos y de sus reinados. Como un afluente que aparece y se oculta, esta especial máquina de mirar es un signo de las ansias de claridad o de opacidad de cada época. En cada una, desde su primigenio uso en China, pasando por la exploración de sus fundamentos teóricos en el siglo de las luces, hasta el neoplasticismo, la perspectiva axonométrica ha ofrecido la posibilidad de la transparencia antes de que el vidrio copara esa idea. (Aunque la comprensión completa de lo representado que ofrece cada axonometría con un solo golpe de vista es infinitamente más clara que la nube de reflejos y engaños de ese material artero y resbaladizo). La visión axonométrica ha sido la de los rayos X antes de la aparición de los rayos X. 
Por eso frente a la perspectiva renacentista, la visión axonométrica ofrece una desnudez pornográfica de lo representado. Bajo esa mirada cósmica, todo objeto se contempla de una vez y por completo. Es el nudismo completo de la forma. La axonometría es un mirar en perspectiva pero infinitamente alejada de lo representado. Tanto que objetualiza la arquitectura y todo lo que toca: como un brutal escarpelo mecánico. 
La axonometría encubre, en su afán de aprender la totalidad simultánea del objeto, la imposibilidad real de la jerarquía de sus partes: cada uno de sus dibujos deshace la necesidad de que lo representado posea una cara principal. No se revela con su dibujo la frontalidad de una fachada, por eso toda axonometría es el signo mismo de la transparencia y de la estratificación de la arquitectura. 
Puede que por esa capacidad haya recuperado en nuestro tiempo un inesperado protagonismo gracias al uso que de ella hacen videojuegos y catálogos de montajes de muebles: la axonometría sobrevuela paisajes y permite intuir pantallas por superar, alejados del subjetivo punto de vista. La axonometría permite averiguar dimensiones y posiciones de huecos y tornillos, incluso la precisa forma de las piezas de todo actual puzzle mobiliario... 
Ni Dios mismo ve en perspectiva su creación, sino que lo hace con una mirada axonométrica. (Aunque Choisy y Stirling demostraron que no solamente era la manera en que Dios veía el mundo, también era el modo en que lo veía el demonio: imágenes desde el fondo de los infiernos ofrecían en sus dibujos la miserable vista que tendría de la obra en construcción un gusano cósmico...) 
Ningún otro sistema de representación ha tratado de ser, en fin, más pedagógico. Ni más moralizante.

3 de octubre de 2016

LO QUE SCHINKEL HIZO CUANDO TUVO QUE EXPLICAR COMO SE APRENDE ARQUITECTURA



Es leyenda que Karl Friederich Schinkel dio comienzo a su vocación artística al visitar una exposición y quedar sobrecogido con una obra allí colgada. Y es leyenda que renunció a su vocación de pintor al pasear entre los cuadros de otra exposición pocos años después (1). (Desde entonces poca gente ha vuelto a tener la fortuna de recibir el aliento de las musas en esos lugares, por lo general más abarrotados de personas que de obras). 
Berlín, Mies y la Arquitectura le deben, cuanto menos, gratitud. 
Schinkel ejerció como arquitecto del siglo XIX, pero fue especialmente talentoso y con unas dotes inusuales para prescindir de todo lo superfluo, de la decoración y de las artes aplicadas. Curiosamente, y a pesar de que su vocación se había despertado como una conversión repentina, lo cierto es que tuvo ocasión de pergeñar un lugar donde los arquitectos pudieran aprender tan incierto oficio sin recurrir a las musas ni a sucesos paranormales: construyó una escuela de Arquitectura en 1831. 
Sin entrar en los pormenores de la vieja enseñanza que se impartía entre las paredes de la Bauakademie, puede decirse que el resultado era un edificio que hablaba del porvenir de la modernidad: desde su inesperada austeridad, a su estructura de pórticos de acero, la obra suponía una ventana al futuro por la que Mies Van der Rohe supo asomarse. 
Cualquiera diría que la parquedad formal de su planta podría encarnar sencillamente el espíritu mismo de la arquitectura. Todo era allí rígido, reticulado con un ritmo incesante de quinientos cincuenta y cinco centímetros. Ni un descanso. Aparentemente. 
En una esquina, apenas en un detalle de toda la planta, existe un pequeño paso en diagonal. Diminuto, casi inapreciable. Una puerta oblicua, medieval, frente a la racionalidad de la retícula para resolver el problema de entrar a una estancia en esquina desde el pasillo de circulación central. Un lugar inspirado. Necesario. Una pequeñísima diagonal, un acento que parece decir a cualquiera de los alumnos que estudiasen entre sus paredes: la arquitectura es oficio, y medida y ritmo, pero también un especial ingenio que sabe ver oportunidades más allá de la lógica convencional para introducir la excepcionalidad. O dicho de otro modo, el signo de una especial mirada, solo propia del arquitecto. El edificio ya no existe, tras la guerra y sus sucesivos intentos de reconstrucción y destrucción no se ha logrado que se volviera a levantar, salvo una esquina y un pobre andamiaje recubierto por unas lonas. Por supuesto sin aquella diagonal tan inapreciable como significante. 

(1) Las dos obras que supusieron su particular caída del caballo fueron un boceto del arquitecto Friedrich Gilly para un monumento de Federico el Grande y el cuadro «Monje en el mar» de Caspar David Friedrich. Mejor que ese cuadro de Friedrich, se dijo Schinkel a si mismo en un inusual arrebato de autoconsciencia, él no llegaría a pintar. Y dejó la pintura para dedicarse a construir.

26 de septiembre de 2016

TENDEDEROS Y DEBILIDADES

El tendedero está constantemente amenazado en su fragilidad, no porque haya encontrado sustituto en la tecnología de las lavadoras secadoras, sino porque a la ropa y su lavado diario parece que destinarle varios metros cuadrados de suelo que se paga a precio de media vida de hipoteca, es mucho. Demasiado. 
La función del tendedero es tan frágil que muy a menudo acaba siendo eliminada por una más poderosa. Así, ese habitáculo siempre reducido cuando está incorporado a la casa acaba siendo convertido en trastero, en almacén de bicicletas o canibalizado por la inminente reforma de la cocina. Además, el aire de la ciudad moderna, más que secar la ropa, la ensucia, decimos como excusa. 
Por eso con el paso del tiempo se tiende la colada en lugares interiores y un poco vergonzantes de la casa y empleamos para ello provisorias estructuras arácnidas, que en su torpe montaje mantienen el sonido de un cascabeleo animal. El tendedero nos persigue entonces por la casa, nos zancadillea, siempre está en medio, como una molestia que se oculta a las visitas y que a oscuras se esquiva con dificultad. 
Sin embargo el tendedero encarna la necesaria dosis debilidad que toda casa posee, al recordarnos que nos revestimos de ropa interior, camisas gastadas y sábanas que envejecen con nosotros. Y que la vida de la casa no es en todos sus rincones ni compacta, ni monumental. 
Vista desde la entrada de la casa, a la debilidad del habitar que representa la ropa tendida, Alvar Aalto dedicó hace casi cien años unas hermosas palabras. Aalto elogiaba esas cuerdas no como un adorno de la vida, sino como sustancia medular de la arquitectura en su vida cotidiana. Aunque “lo más sensato sería que el lector, de entrada, no se pusiera a colocar cuerdas entre `las columnas de entrada del hall´, para tender la ropa de su progenitura” (1). Porque claro, una cosa es confesar una debilidad y otra convertirla en espectáculo. 

(1) Aalto, Alvar, “Del umbral a la sala de estar”, Revista Aitta, 1926. Ahora en Alvar Aalto, de palabra y por escrito. El Croquis Editorial, Madrid, 2000.

19 de septiembre de 2016

BELLEZA


Hermosísima y ya eterna, asomada a nueva York, esta dama universal no ha dejado de maravillar a generaciones. Si hubiese que definir lo que es el encanto no se me ocurre mejor ejemplo que el que desprende la protagonista de esta imagen tomada desde el hotel Ambassador en marzo de 1955. 
Luciendo su exuberante juventud, en aquel Nueva York retratado a mediados de los años cincuenta, hasta el aire parecía recién inaugurado. 
Desde aquí su belleza no es solo la de la naturalidad: asomarse a la ciudad con gracia es un atributo nada fácil de lograr. Una vez que nos hemos acostumbrado el encanto parece cosa que cualquiera bien vestido puede adquirir, que basta con tener buena planta. Pero si observamos con detenimiento el modo en que mira, la postura o el preciso tejido con que se viste, basta para darse cuenta que han sido trabajados con un cuidado extremo. Y es que la operación de construirse como una figura capaz de imprimir carácter allí donde se está, la poseen apenas un puñado de elegidos. 
Así es como aparece la sexy Lever House, dama de acero inoxidable y vidrio, chispeante, como una estrella. Tan sexy que hasta hace palidecer a esa otra estrella del primer plano que era Marilyn. 
En un lugar bien situado pero irregular, el sabio Gordon Bunshaft, uno de los arquitectos más importantes del siglo XX - aun trabajando en una ingeniería que hacia arquitectura clasicista en la primera planta y moderna en la segunda- erigió esta belleza de vidrio ritmado. Inesperadamente para la tradición de rascacielos de Nueva York, la torre de oficinas de la compañía de jabones Lever era la primera modernidad de vidrio en la ciudad, su primer muro cortina. Sumado a eso, sobre un ligero basamento Bunshaft practicó una perforación que convirtió en jardín, “desperdiciando” costoso terreno edificable. La torre se apoya dulcemente en ese cuerpo que forma la calle, pero lo hace sin deformarlo. Las bandas de vidrio verdoso crecen desde allí sobre una estructura precisa y esbelta como un vestido de alta costura. 
¿Quién en su sano juicio no iba a quedar cautivado por una modernidad tan hermosa, tan brillante? El poder de convicción que emana de la belleza es aplastante. 
Con la belleza no se discute. Solo nos obliga a mirarla. Sin parar.

12 de septiembre de 2016

LA ARQUITECTURA NO ES UNA HABITACIÓN VACANTE


La arquitectura siempre contiene un habitante. Y eso aun antes de ser habitada. Al proyectar esta paradoja es de las más productivas para no olvidar que el futuro de la obra debe sustituir ese molde imaginado en el proyecto, por el habitante real. 
Dicho de otro modo, la arquitectura nunca es una habitación vacante. Cada obra construida mantiene un sistema previo de relaciones con el hombre, sea con sus medidas o con sus sueños, que hace imposible concebirla deshabitada aunque permanezca vacía. Toda habitación tiene preformado un habitante fantasma que se convierte en el acontecimiento fundacional para el espacio que le rodea. De ese modo cada obra de arquitectura es un recipiente de esa criatura hechizada por el espacio aun antes de tener nombre y cuerpo propio. 
Por eso mismo cada habitación construida necesita ser formateada para que el encaje entre lo construido y lo habitado se produzca de un modo honesto. Porque el espacio necesita ser verazmente ocupado por cada habitante real para que la arquitectura esté finalmente completa. La arquitectura entra en carga como tal cuando ese habitante soñado, fantasmagórico pero cierto con el que trabaja el arquitecto al proyectar, se sustituye por el de la vida real, con sus traumas, muebles, costumbres y olores. 
Consecuentemente solo existe una indecencia intolerable en hecho de habitar, y no consiste en el buen o mal gusto de quien compra sus muebles en una superficie comercial o los hereda de sus antepasados, sino en delegar la tarea del primer habitar en decoradores u otra gente de mal vivir. Porque fingir ese exorcismo, como si se pudiese falsificar una casa que está hecha de juegos infantiles, de llantos y guisos supone falsear, como si fuera un teatrillo de bibelots y muebles falsamente envejecidos, la vida misma. 
El ornamento no es el delito. El delito es fingir la vida.
Así cuando el habitante real abandone su habitación tampoco ésta quedará vacía: “aunque la casa esté muda y cerrada, yo, aunque no estoy en ella, estoy en ella.”(1). Porque no hay habitaciones vacantes, decíamos.

(1) Jiménez, Juan Ramón, “Corazón en la Mano”, en Segunda antología poética: (1898-1918), Madrid, Espasa-Calpe, 1987, p.177

5 de septiembre de 2016

ARQUITECTURA DESVIADA

Una ligerísima desviación en lo ortogonal, de apenas unos grados, deshace la arquitectura del opresor ángulo recto. Sin embargo, ¿quién es capaz de percibir esa tiranía? ¿A partir de que desviación no somos conscientes de la rectitud de una esquina?
El propio Euclides, progenitor de la geometría, no estuvo nunca interesado en definir el ángulo recto como aquel que tiene noventa grados. ¿A quién le importa saber que son los grados? Euclides dice que “cuando una línea recta que está sobre otra hace que los ángulos adyacentes sean iguales, cada uno de los ángulos es recto, y la recta que está sobre la otra se llama perpendicular a la otra recta”. Es decir, nos ofrece la comprensión de lo que un ángulo recto con un tipo de precisión que sobrepasa la necesidad de entender lo que es un grado. Lo cual es instructivo. 
El escultor Eduardo Chillida justificaba su abandono de la arquitectura precisamente por ese despotismo del ángulo a noventa grados: "Creo que el ángulo de noventa grados admite con dificultad el diálogo con otros ángulos, sólo dialoga con ángulos rectos. Por el contrario los ángulos entre los ochenta y ocho y los noventa y tres grados, son más tolerantes, y su uso enriquece el diálogo espacial. ¿No son por otra parte los noventa grados una simplificación de algo muy serio y muy vivo, nuestra propia verticalidad?".(1)
Efectivamente el ángulo que formamos respecto a la tierra que nos soporta no es el de la precisión matemática de la simple plomada. Somos huesos y músculos en un milagroso equilibrio que poco tiene que ver con la precisión de los noventa grados. Y sin embargo en lo avanzado por Chillida se trasluce una iluminación añadida: el ángulo de noventa grados resulta siempre una simplificación. Es, de hecho, la representación del mismo simplificar. Con la salvedad de las matemáticas y de la metafísica, es el signo más puro de lo abstracto. Esto se debe a que el ángulo recto es más un sistema de relaciones que un ángulo en sí mismo. Cada ángulo de noventa grados es por tanto y antes que nada, una idea del mundo, que solo llega al puerto de la realidad cotidiana desde la pura abstracción, desde el mundo de las ideas. Algo, a nadie se le escapa, difícilmente compatible con la arquitectura. Ni siquiera el ángulo recto al que cantó Le Corbusier en su oscuro poema escapa a este hecho…:

La espalda en el suelo...
¡Pero me he puesto en pie!
Ya que tú estás erguido
hete ahí listo para actuar.
Erguido sobre el plano terrestre
de las cosas comprensibles
contraes con la naturaleza un
pacto de solidaridad: es el ángulo recto

Por eso desde antiguo no hay modo mejor de hacer tangibles los euclidianos ángulos rectos en cada obra, con la seguridad de que son ángulos rectos-correctos, que ese otro ingenio pitagórico elemental del triángulo de tres, cuatro y cinco medidas en cada uno de sus lados. Cosa que no deja de ser un juego abstracto, pero que al menos es la traducción a la realidad de más calado de que disponemos porque llega desde la medida. Pero que habla de cómo se construyen las cosas con una pedagogía de lo concreto que maravilla.


(1) CHILLIDA, Eduardo, Preguntas, Discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1994, pp. 44.

29 de agosto de 2016

LA CASA DE HORMIGÓN DE EDISON


El hormigón fue el material que presagiaba la modernidad misma. Durante apenas quince años, en todo el mundo occidental esa sustancia gris se trató de perfeccionar porque en ella se veía la posibilidad cierta no sólo de hacer fortuna sino de obtener el pasaporte para entrar de lleno en el siglo XX. 
Sorprendentemente y casi a la vez que Perret gritaba por su estudio francés su legendario “¡yo hago hormigón!”, en América, Thomas A. Edison era el propietario de la quinta productora de cemento de su país y trataba de llevar adelante el sueño de construir viviendas con ese material. Y por completo. Desde los peldaños, sus cubiertas y sus ventanas. Afortunadamente para la arquitectura moderna este invento de Edison fracasó. 
El resultado de algunas de sus casas aún se mantiene en pie en New Jersey para dar fe más de su optimismo material y de su estética del siglo XIX, que para otra cosa. Edison que había llegado a patentar mil inventos, literalmente, trató de encofrar cada una de esas casas con un molde de acero de más de dos mil trescientas piezas antes de verter el hormigón de una sola tongada. El sentido común más elemental podría adelantar problemas de vibrado del hormigón, enormes tensiones internas y hasta su peso, como barreras que resultaron tan insoslayables que hasta Edison abandonó. Y no era fácil que Edison abandonara nada. (Hasta que no logró que el filamento de su bombilla funcionara no se detuvo. Llegó a probar con más de seis mil sustancias diferentes). 
Verdaderamente la intuición de Edison si estaba muy justificada en aquel esfuerzo, porque vincular el tema de la construcción del hormigón con la arquitectura de la vivienda eran temas del porvenir. Y conste que aunque hoy nos parece una obviedad, otros inventores del hormigón se dedicaron a aplicarlo a cosas verdaderamente inverosímiles: árboles, barcos y hasta muebles. 
A Le Corbusier mismo le dio por inventar un sistema de construcción de hormigón que llamó algo así como Dom-Ino… Por cierto, sin mucho más éxito de ventas que el de Edison. Aunque si de publicidad.

22 de agosto de 2016

MOSCAS Y DETALLES


Recuerdo de estudiante que un buen amigo, acostumbrados como estábamos todos a tomar tediosos apuntes sobre papel, se convirtió en un inesperado bromista dibujando pelos sobre la vacía inmensidad de nuestros distraídos papeles en blanco. Un simple trazo, ligeramente curvo y realizado con cierta maestría, bastaba para que el ensimismado receptor de semejante dibujo pasase un buen rato tratando de espantar aquella capilaridad huérfana a manotadas. En su regocijo llegaba hasta a dibujar la sombra de esas pestañas impertinentes para dotar de realismo a la chanza… 
La broma no es nueva en realidad. Cuenta Vasari que Giotto pintó un día en la nariz de una figura que había comenzado Cimabue, una mosca tan real que el maestro, al reanudar su trabajo, intentó varias veces espantarla con la mano antes de percatarse de su ficción. Para Vasari aquella mosca era el emblema de la nueva maestría de los medios de representación, como si la conquista de la verdad en la pintura hubiera pasado por la conquista de ese detalle verosímil. Para Vasari, Giotto supera a Cimabue no por sus temas sino por su capacidad de detallar, aunque fuese de más. 
Igualmente en arquitectura existen esos detalles que uno quisiera espantar a manotadas. Aunque por una cuestión de orden en ellos se conjugan otros factores añadidos al del engaño de un pelo o un moscardón. El detalle hiperrealista de la arquitectura en apariencia en nada se distingue del que no sobra. Aunque el detalle que se intenta espantar a manotadas pertenece a la categoría de lo superfluo: cientos de miles de tiradores sobrediseñados, los encuentros que se complican sin talento en un sitio innecesario y que llaman la atención a destiempo, la materia de más, los remates y encuentros que mejor hubiese estado dejarlos en crudo… 
Ojalá se pudiesen espantar a simples manotadas también esos detalles en arquitectura, pero la maldición es que ahí se quedan. Ni se pueden borrar ni ocultar. Con ellos se convive. Como una almorrana o un grano… 
Aunque, ahora que lo pienso, las manotadas a esos detalles ya las da el tiempo.

15 de agosto de 2016

LA CONEXION MANO CEREBRO


Una sombra nebulosa, una mano y dos ojos sin cuerpo. Poco más se necesita para parir un símbolo. Quizás una explicación icónica de ésta sea hoy más pobre que la capacidad de sugerencia de la propia imagen. Poco importa el mensaje oculto frente a la extraordinaria conexión entre las partes y el orden de lectura que ofrece. 
La dirección en la que circula la energía en la imagen es claramente descendente: como un rayo en forma de mano, los ojos parecen abrirse ligeramente, como recién despertados. La mano, la bendita mano, es la perfecta e insuperable correa de trasmisión para esos ojos que no se han abierto aun del todo, y que permanecen como dos moluscos encerrados para proteger algo valioso. Como si esa ligera caricia fuese la única vía de despertar una mirada, medio desvelada o medio adormecida, de su natural letargo. 
Como se puede comprender a nadie le importa esa nube cerebral de la que nace la mano. De eso todo el mundo tiene de sobra. Importa lo otro. Importa el relámpago que cae hacia la mirada. Desde luego en arquitectura se ve, con ojos que ven, gracias a esa conexión que toca lo más sensible de la mirada con las yemas de los dedos. Si encima esos ojos tuviesen clavados dos lapiceros, como los bornes de esa batería, la cosa estaría aún más clara y requeriría aun de menor explicación.