Es leyenda que Adolf Loos proyectaba por teléfono. Descolgaba, y al otro lado del aparato, mandaba levantar el brazo al constructor hasta la altura de los hombros. Esa debía ser la altura del zócalo. Sencillo y sin dejar huellas. Toda una novedad.
Y no tanto por la cuestión telefónica sino por esa falta de rastros gráficos para lograr una obra.
Desde que el arquitecto deja de construir con sus propias manos se ve obligado a afinar la comunicación con quienes ejecutan sus trazas. Puede que por ello se hayan hecho necesarias ciertas correas de transmisión vinculadas al dibujo desde antiguo. Sobre paredes y suelos se han acumulado habitualmente, no solo materiales, sino las instrucciones para darles orden.
Los viejos dibujos de “traza y montea”, dibujos con los que se facilitaban las líneas maestras de la obra, se obtenían plantillas, se marcaban los despieces y se realizaban detalles a escala natural, se guardan en las entrañas de la arquitectura desde tiempos remotos.
Las obras custodian en sus paredes, ya bajo decenas de capas de pintura o bajo frescos intocables, trazos inéditos de Palladio, Aalto, Borromini, o aquí, Sverre Fehn.
Sus dibujos se ocultan allí, bellamente fundidos con la argamasa y la materia de la arquitectura. Bajo esas paredes, como fósiles, se guardan pues, indirectamente, los cuerpos de sus autores. Como sepulcros secundarios.
Puede que por ello visitemos sus obras con doble veneración. Por la maestría de las obras y por la secreta autoridad de las órdenes dadas para lograrlas.