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20 de octubre de 2024

ENTRE DOS AGUAS

Junya Ishigami, Zaishui Art Museum

Caminar sobre las aguas es un acto divino. Caminar por debajo es un ejercicio más o menos profundo de submarinismo. Entre estas aguas, las que aluden a los lugares intermedios no son muy claras. Estar entre dos aguas supone, de hecho, navegar en las procelosas corrientes de la indecisión.
Las inundaciones sumergen las ciudades en un paisaje de casas despojadas de raíces. El agua en una crecida de un río borra los vínculos de la arquitectura con las calles, los jardines y las aceras, haciendo de los edificios enormes picatostes que flotan sobre una fría y repugnante sopa marrón. Cuando el río Fox inunda la casa Farnsworth, se convierte de pleno en un ruinoso barco fantasma.
El agua dentro de los edificios provoca innumerables problemas y por ello la sensatez invita a no adentrarse en terrenos tan pantanosos. Sin embargo, el enfrentarse a esos retos ha dado a la humanidad ocasiones para mostrar su ingenio. Venecia es una buena prueba. Otra es la obra de Scarpa o, como en la imagen, de Ishigami.
Caminar bajo un pantalán a punto de mojarnos los pies puede considerarse una idea infantil. Lograr que el agua no destruya ni el edificio ni su contenido requiere de una energía y una madurez que desborda lo que se considera la veteranía y la solvencia profesional. El agua y la arquitectura nunca han guardado buenas relaciones. El hormigón acaba sucio y corroído, el acero se pudre y los vidrios y el aluminio se recubren de una insoportable costra calcárea de suciedad blanca. El único remedio imaginable para poder pasear por el interior de obras que dejan pasar el agua con esta candidez es un ejército de limpieza armado con recogedores limpiafondos de lodo y hojas, y horas y horas de mantenimiento. En ocasiones, en pocas ocasiones, rinde la ganancia.
Walking on water is a divine act. Walking beneath it is a more or less deep exercise in diving. Somewhere in between, things become less clear. Being between two waters, in fact, means drifting in the treacherous currents of indecision.
Floods drown cities in a landscape of houses stripped of their roots. When a river rises, it erases the ties architecture has with streets, gardens, and sidewalks, turning buildings into giant croutons floating in a cold, repulsive brown soup. When the Fox River floods the Farnsworth House, it becomes a full-blown ghost ship.
Water inside buildings causes countless problems, which is why common sense suggests steering clear of such murky waters. Yet, facing these challenges has given humanity a chance to show its ingenuity. Venice is a good example. So is the work of Scarpa or, as in the image, Ishigami.
Walking under a pier, just about to get your feet wet, might seem like a child’s game. Preventing water from destroying both the building and its contents requires a level of energy and maturity that far exceeds what’s considered professional expertise and reliability. Water and architecture have never been on good terms. Concrete ends up dirty and corroded, steel rusts, and glass and aluminum get coated with an unbearable crust of white grime. The only imaginable solution for strolling through structures that let water in so candidly is an army of cleaners armed with skimmers, mud scoops, and leaf collectors—plus hours and hours of maintenance. On rare occasions, just very rare occasions, it pays off.


21 de julio de 2024

LA COCINA FUERA DE LA COCINA

Kitchen, Ole Scheeren Dean and Deluca Design, Miami
Cuando el dormitorio se ha convertido en oficina y escenario, cuando el baño ha dejado de ser un espacio de intimidad, no es de extrañar que la cocina haya dejado de ser una habitación para reducirse a tres electrodomésticos y una pila donde rellenar la botella de agua antes de ir a pilates.
Entre todas, la metamorfosis de la cocina ha sido la más silenciosa y profunda de la casa. Las cocinas de humo y vapores, las que nutrían nuestra cotidianidad con olores de hogar y promesas de sustento, han encontrado refugio en la comida prefabricada y en las “dark kitchens”. La venta de pizza congelada es un negocio milmillonario que no hace más que crecer en todo el mundo. La comida mediterránea, asiática, las hamburguesas gourmet y los sándwiches que llegan a la mesa a lomos de ciclistas en cajas térmicas se preparan en el mismo local y por los mismos cocineros. Sin ventanas, comensales, ni escaparates las cocinas fantasmas son tecnificados puntos de logística que operan fuera de la vista. A la vez, los restaurantes han convertido la alta cocina en un espectáculo al que es imposible sustraerse. Las estrellas michelín ultravisibilizan sus realizaciones. El kimchi y el alginato sódico invaden las redes sociales y los estantes del supermercado. La web del restaurante de lujo promete una experiencia culinaria a la que hay que ir preparado como se va a una circuncisión. Entre la cocina convertida en una caja negra y la experiencia religiosa de comer, está el mundo del comer sano y los “foodies”. Solo que ya nadie puede hacer otra cosa que preparar ensaladas ya que los antiguos pucheros han perdido su sitio y las recetas de cuchara requieren de un tiempo y de la compra de productos que poco a poco se vuelven imposibles de encontrar.
En este panorama el espacio dedicado a preparar la comida en nuestras casas se ha ido reduciendo. A la vez que crece la venta de microondas y hornos de aire, disminuye la de metros lineales de encimera de Ikea. Con cada llamada de teléfono a un delivery, la cocina se repliega. La arquitectura de la cocina ha dejado de ser una estructura fija para convertirse en una entidad viviente y fuera de casa. En la cocina fantasma los sistemas de gestión de pedidos y los sensores que monitorean cada aspecto del proceso culinario tienen un ritmo frenético y preciso. Las dark kitchens gentrifican las cocinas domésticas. Lo que antes era un almacén vacío a las afueras de la ciudad ahora es un hervidero de actividad culinaria multiétnica manejado por las mismas manos. La inteligencia artificial y la automatización prometen llevar la eficiencia a niveles aún más altos, quizás hasta el punto de que las manos humanas sean reemplazadas por brazos robóticos. De la cocina entendida como lugar hemos pasado a la cocina como punto de mero mantenimiento vital. Su arquitectura se reduce, encoge y se mezcla dentro de la casa.
El futuro tal vez sea “kitchenless”, es decir con cocinas fuera de las cocinas. O con particulares que cocinan en sus propias casas para los demás, como ya sucede en la India. El tiempo y el dinero mandan. Los argumentos para mantener el espacio de la cocina en casa por motivos de pura salud no son, por ahora, competitivos. Ni siquiera las cocinas cooperativas son una buena respuesta. Pero cualquier reivindicación de productos de proximidad, de vida sana y de alimentación responsable comienza con disponer de un espacio propio para la cocina doméstica. Tarde o temprano los estudios clínicos, energéticos y sociales reivindicarán que el espacio de las cocinas rentaba más que tener la cocina fuera de casa. Como sucede ya con el tabaco.
When the bedroom has become an office and stage, and the bathroom has ceased to be a private space, it’s no surprise that the kitchen has shrunk to just three appliances and a sink to fill a water bottle before heading to Pilates.
Among all transformations, the kitchen’s metamorphosis has been the most silent and profound of homes. Kitchens filled with smoke and steam, nourishing our daily lives with homey aromas and promises of sustenance, have found refuge in prepackaged meals and "dark kitchens." The frozen pizza industry is a multibillion-dollar business that continues to grow globally. Mediterranean, Asian food, gourmet burgers, and sandwiches delivered by cyclists in thermal boxes are all prepared in the same location by the same cooks. Without windows, diners, or storefronts, ghost kitchens are tech-driven logistics hubs operating out of sight. Meanwhile, restaurants have turned haute cuisine into an inescapable spectacle. Michelin stars spotlight their creations. Kimchi and sodium alginate flood social media and supermarket shelves. A luxury restaurant’s website promises a culinary experience requiring as much preparation as a major ritual. Between the black box kitchen and the religious experience of dining, lies the world of healthy eating and “foodies.” Yet, few can do more than make salads, as traditional pots have lost their place, and slow-cooked recipes demand time and ingredients that are increasingly hard to find.
In this landscape, the space for food preparation at home has been shrinking. As microwave and air fryer sales soar, linear feet of countertop from Ikea dwindle. With each delivery call, the kitchen retracts. Kitchen architecture has shifted from a fixed structure to a living entity beyond the home. In ghost kitchens, order management systems and sensors monitoring every culinary process move with a frenetic precision. Dark kitchens gentrify domestic kitchens. What once was an empty warehouse on the city outskirts is now a hive of multiethnic culinary activity, managed by the same hands. Artificial intelligence and automation promise even greater efficiency, potentially replacing human hands with robotic arms.
We’ve shifted from understanding the kitchen as a place to seeing it as a mere point of vital maintenance. Its architecture contracts, shrinks, and blends within the home. The future may be “kitchenless,” with kitchens existing outside traditional spaces. Or with individuals who cook in their own homes for others, as already happens in India. Time and money dictate. Arguments for keeping kitchen space at home for health reasons are currently not competitive. Even cooperative kitchens are not a good answer. However, any advocacy for local products, healthy living, and responsible eating begins with having a dedicated space for home cooking. Sooner or later, clinical, energy, and social studies will claim that having kitchen space at home is more beneficial than outsourcing it. Just as has happened with smoking.

25 de abril de 2022

LOS ASESINOS DE LO COTIDIANO

A menudo se olvida que una de las principales funciones de la arquitectura - y en concreto de la más elemental de ellas, la casa - no es tanto ofrecer cierta protección climática o brindar algo de significación, sino dar sustento a algo aún más profundo e invisible: la posibilidad de lo cotidiano.
Lo cotidiano es el campo base de la existencia y sólo en situaciones dramáticas la arquitectura es su más importante soporte. La guerra, una catástrofe o el acecho de otras formas de destrucción se ceban con el ser humano y hacen de todo algo excepcional. Sin embargo una vida llena de excepciones resulta extenuante. El abrir un grifo, el no pasar frío, el poder descansar sin depender de nadie más que de nuestro sueño o nuestras habituales preocupaciones, se vuelven actos extraordinarios en situaciones como las que se viven hoy en los cofines de Europa. No es posible una existencia razonable, ni acaso una forma de vida digna, si a todo hay que dedicarle energías sin fin, si lo cotidiano es perseguido y asesinado. Habitar una catástrofe es un oxímoron. 
Sin embargo aun en esos momentos la arquitectura, apenas en pie, mantiene la heroica obligación de ofrecer lo poco que quede de ella, sus huesos, los restos de sus muros o sus rincones, como el primer paso a la hora de poder reconstruir los hábitos. En esos rincones se inicia la búsqueda psicológica de un necesario “sentirse a salvo”, es decir, de habitar. En ellos, entre el polvo de los escombros, late la voluntad de estar en paz. 
La casa, o lo que quede de ella, es y será siempre el primer lugar de toda reconstrucción. Desde allí es donde mejor se escucha, por mucho que haya un insoportable estruendo exterior, ese rumor y esa necesidad de resurrección de lo cotidiano.

14 de junio de 2021

RESTAURAR A MIES

 


Definitivamente, el siglo XXI es el siglo de Mies van der Rohe. También y paradójicamente, el de su restauración. En los últimos veinte años la musealización de sus edificios - tarea postrera y realizada in extremis si la comparamos con la de Le Corbusier - se ha convertido, incluso, en una ocasión para mitificar, más si cabe, un intangible “espíritu miesiano”. 
Si lo sucedido con el Pabellón de Barcelona, que como sabemos era una pura reinvención guiada y publicitada como una auténtica sesión de espiritismo, (ni la palabra reconstrucción parece adecuada), lo ocurrido con el Crown Hall y los Apartamentos en Lake Shore Drive, a manos de Krueck and Sexton, el McCormick Center en el IIT de Chicago a manos de Koolhaas, o la Galería Nacional de Berlín recientemente recuperada por David Chipperfield, (por no hablar de las obras de Chicago, desde la Carr Memorial Chapel al Chicago Federal Center), son un ejercicio de pura arqueología forense. Bajo la excusa de “para Mies era importante hasta la textura de la pintura”, la reparación de la Galería Nacional de Berlín ha supuesto, por ejemplo, diez años de trabajo, el desmontaje de 35.000 piezas (que han sido restauradas y recolocadas en su posición original como un puzzle desquiciado) y un presupuesto que multiplicaba, con mucho, el coste original del proyecto.
Llegados a un punto, y como ha dicho Koolhaas, Mies necesita ser protegido de sus defensores. A menudo el sacerdocio se convierte en un secuestro, o en algo aun peor, en un vil negocio. (Del que no puede excluirse que Mies mismo no fuese en gran medida responsable). Sin embargo hoy sus exegetas, teóricos, archivistas, directores de sus muchas fundaciones, académicos y arquitectos a cargo de su mantenimiento, no son conscientes de que la industria Mies se acerca a su colapso... Una vez que todo Mies se ha restaurado, embalsamado y pulido, ¿acaso quedará algo más que una tienda de recuerdos privada de todo misterio?
Hoy la multinacional Mies factura millones gracias a ser una empresa de vigilancia, o si se quiere, gracias a la venta de la sombra de un Mies despojado del aura de arquitecto y convertido en artista. Puede que lo que tocó Mies, el cuerpo de Mies, sea en realidad el verdadero producto. ¿Es eso lo más miesiano que nos queda?

3 de agosto de 2020

CUANDO LA CASA SE HACE PEQUEÑA


No es precisamente de ontología de lo que trata la película Downsizing (Una vida a lo grande) de Alexander Payne. Sin embargo no puede decirse que la pregunta que pone sobre la mesa sea insignificante: tanto desde un enfoque medioambiental como de recursos, el ser humano sería menos dañino si fuese más pequeño. La ciencia ficción puede permitirse esas fantasías. Sin embargo la idea no es mala. Y a falta de la tecnología para reducirnos, por ahora podemos encoger las cosas. 
La reducción de tamaño aumenta el rendimiento, sin embargo se trata de una operación en la que flota algo de secreta violencia. Y como prueba basta mirar la incomodidad que suscita la reducción de tamaño entre asientos ejercida por las astutas compañías aéreas desde hace décadas. La propia arquitectura no ha sido ajena a la cruenta batalla del tamaño de las cosas: el encogimiento del espacio de preparación de alimentos dio lugar a la cocina Frankfurt en 1926. Por mucho que Kahn llegara a decir que toda cocina tiene la secreta vocación de ser un salón, en aquella diseñada por Margarete Schütte-Lihotzky la sobremesa o la conversación a la hora de recoger los platos no tenía cabida. Hoy incluso basta con un número de teléfono o un clic. En poco más de cien años la optimización de recorridos, materias y espacios han hecho de la casa algo tremendamente pequeño. Los dormitorios y salones se redujeron en la vivienda de Klein como si hubiesen pasado por aquella otra máquina encogedora inventada por Wayne Szalinski. Hoy tendederos y pasillos se encuentran amenazados por el mismo progresivo encogimiento. Y hasta existe un mercado empecinado en decir que una casa cabe en una mísera quincena de metros cuadrados… 
Mientras las casas encogen, dentro, parece que nosotros crecemos. Un poco como Alicia en el país de las Maravillas. Entre que las llenamos de trastos y que se hacen pequeñas por pasar inesperadamente mucho tiempo en su interior, creo que por fin se han convertido en trajes. Y no muy holgados.

13 de marzo de 2020

QUEDARSE EN CASA


Ulises tardó diez años en completar el viaje de regreso a Ítaca. Julio Verne necesitó ochenta días en dar la vuelta al mundo. En 1790, Xavier de Maistre decidió viajar cuarenta y dos días alrededor de su alcoba. Confinado en su casa tras participar en un sombrío duelo, hizo de su dormitorio un paisaje completo digno de ser visitado. Aquel encantador viaje al interior de su cuarto, además de reportarle una merecida fama, dinamitó el inquebrantable vínculo entre la casa y el habitar rutinario. En el interior doméstico era posible encontrar el mundo entero. (Cosa que indudablemente inspiró a Borges una pequeña esfera tornasolada en la que era posible ver todo el espacio cósmico).
Desde ese momento el imaginario de la casa quedó abierto de par en par. Desde nuestro dormitorio nos ha sido concedida la dicha (tantas veces olvidada) de ver la simultaneidad del universo. Sin disminución de tamaño. En toda su complejidad. Y sin necesidad de salir a la calle
Hoy el acto particular de permanecer confinados en la casa adquiere nuevos sentidos. Desde la casa no sólo vemos el mundo, sino que el interior doméstico repercute intensamente en él. Este cordón umbilical súbitamente visible despierta una hermandad entre habitantes conectados, viajeros de habitaciones, que desborda, y con mucho, el sentido de la privacidad y de la intimidad doméstica. Si lo doméstico se asociaba a la pereza y al conformismo, hoy la permanencia en la casa es un acto solidario mayúsculo. 
Tanto como decir que nuestras casas han recuperado súbitamente una de las dimensiones que pensábamos más denigradas: su sentido hospitalario. En su sentido literal y en su doble dirección: como refugio y como lugar de auxilio.

20 de enero de 2020

COSAS QUE SUCEDEN BAJO LA LÍNEA DE FLOTACIÓN



Parte del volumen asoma hasta la altura de las ruinas cercanas. El resto crece hacia la tierra, para dar cabida al edificio y sus usos. Entre esas dos tensiones puede más el peso, y el edificio se hunde. El foso a su alrededor es más que un gesto. Es arquitectura. 
Apenas hay forma en este sarcófago semienterrado que es la obra del Memorial del campo de concentración de Rivesaltes, en Francia. El proyecto de Rudy Ricciotti y Passelac&Roques, un simple cajón de hormigón ocre, no parece esconder muchos matices sin embargo su valor, que cualquiera que se tome el trabajo que merece estudiarlo verá recompensado, está en saber situarse en relación al horizonte
La línea de flotación de una obra, como la de los barcos, representa una parte importante de su significado como forma. Cambiar la línea del horizonte está al alcance de muy pocas disciplinas. Tal vez la aeronáutica y la espeleología sean las más capacitadas para hacerlo. Sin embargo la arquitectura no necesita de la literalidad del vuelo o del enterramiento cavernario. Porque a la arquitectura le basta con colocarse sabiamente en relación a esa línea horizontal donde fugan las perspectivas de nuestra mirada. 
En este monumento el suelo se excava, y en esa relación con el terreno recuerda las obras de los arqueólogos del siglo XIX cuando descubrían figuras que luego se han mostrado inmensas, o a la de los artistas del landart... 
Por lo demás, el zócalo ni siquiera es accesible en su parte superior. No se asemeja en nada a esa famosa casa de Capri donde se puede incluso montar en bicicleta si se es un poco osado. El objetivo de esta terraza intransitable es la de construir una línea casi horizontal. No se subraya con eso unas vistas deliciosas como sucedería con la cubierta de un barco, sino algo más allá. Con esa masa y gracias a su posición, la mirada desciende. Y bajamos inconscientemente la cabeza. Lo cual es significativo y difícil de lograr en arquitectura.
Hay motivos para sugerir esa reverencia inconsciente. En ese lugar laten algunos de los recuerdos más dolorosos de la historia de Francia.

29 de abril de 2019

VIRTUDES DE UN CIERTO DESORDEN


El “cuarto del arquitecto” es un completo desorden. Con trastos encima de toda superficie, ni la mesa ni la silla pueden ser usadas. No cabe nada más en los armarios. Hasta por el suelo tiene sus cosas olvidadas. El cuarto del arquitecto parece definitivamente instalado en la adolescencia. 
Aparentemente el problema es que el desorden se entiende como una calamidad que afecta a la propia moral de las cosas. Y por eso resulta inaceptable. El orden se ha vuelto una de las penúltimas tiranías del mundo contemporáneo. Perder tiempo en encontrar cosas perdidas atenta contra el dios del rendimiento y la productividad. Lo cual es un pecado grave. 
Y así anda el arquitecto, entre el sentimiento de culpa y la innata necesidad de tener ante su vista su material de trabajo. Porque aun así, manejarse en el desorden, sea simbólico o real, corresponde al propio y específico modo de hacer del arquitecto. 
Basta fijarse en su estancia, para ver que, al menos, sus cosas no andan por ahí de cualquier modo. Aunque desordenadas, todas están puestas en pie. 
Seguramente no hay manera de proyectar sin ese inexplicado desorden. Un caos que mezcla cosas, que establece conexiones casuales y que permite enlazarlas. Quizás porque sin ese específico pero pragmático desorden - pregunten a Bo Bardi que para eso es la autora del precioso dibujo - no habría ciudades tan ricas, a veces incluso tan ordenadas. Ni arquitectura siquiera. 

17 de diciembre de 2018

VENTAJAS DEL MALENTENDIDO


A pesar de su encanto, en el día a día usamos los malentendidos de una manera deshonrosa. Nos excusamos por ellos cuando en realidad han sido agrias discusiones donde no había malentendido alguno. Tal vez por eso los malentendidos están poco valorados en todos lados, también en arquitectura. Sin embargo a todos ellos les debemos no solo innumerables momentos de alegría sino verdaderas oportunidades para acercarnos a lo profundo de la vida. Tal vez incluso a lo más perdurable. De hecho, las mejores obras de arquitectura son aquellas que no se entienden del todo, las que levantan ampollas en nuestra imaginación y nos espolean. Y las más prescindibles son las que se entienden a la primera, las que no ofrecen resistencia y eliminan todo esfuerzo. 
Por eso "el malentendido es la salsa del conocimiento" e incluso, como decía Lacan, constituye la forma idónea de entender (1). Los malentendidos surgen, no en la lectura de los edificios, sino de interpretar sus espacios intermedios. Es decir, en arquitectura se producen cuando leemos algo con dos sentidos pero no podemos elegir, sino que mantenemos ambos flotando, en suspenso y sin aclararnos. Esos cambios de dirección mental, sus oscilaciones, son de la misma familia que la de los errores de la percepción que encantaban a Gombrich. Y a ellos pertenecen los juegos en blanco y negro de copas que son amantes y niñas que son ancianas... 
Sin embargo el verdadero malentendido es una delicia que desgraciadamente cuesta encontrar. Porque un mal proyecto no es fruto de un malentendido, sino de un perfecto entendimiento. Curiosamente el campo del malentendido no es puramente coincidente con el de lo "complejo y lo contradictorio". Pero los reconocemos de inmediato con una mueca parecida a una sonrisa. Aparece en la Galería del Palacio Spada de Borromini, por ejemplo, pero no cuando vemos que Borromini nos ha engañado con su juego, sino cuando vemos que se ha recreado en un procedimiento que abre una brecha en la concepción del mundo impuesta por la perspectiva renacentista, pero no ofrece alternativa, sino solo su abismo
Hoy existen arquitecturas que se recrean de nuevo en el malentendido como uno de los signos más preclaros de nuestro tiempo. Podemos encontrarlas en las obras de Tom Emerson, en las de Kersten y Van Severen, en las de Vylder, Vinck y Taillieu… Basta mirarlas y, felizmente, entender poco a primera vista.

(1) Citado por Vicente Verdú, que a su vez cita a Estrella de Diego, que a su vez cita a Lacan. Un maravilloso ejemplo de malentendido. Seguro que Lacan nunca pensó en decir semejante brillantez.

10 de diciembre de 2018

HARTOS DE RECIBIR GOLPES


Todo sucede aproximadamente en medio segundo. Sus primeras milésimas están invadidas por la sensación de sorpresa, pero, de pronto, algo estalla. Solo sentimos un gancho, que llega directo a la mandíbula, y que alude a la torpeza de esos mili-segundos sin entender que hemos sido noqueados. Entonces caemos en la cuenta. Pero desde el suelo. Ya es demasiado tarde… 
Cuando nos golpea una imagen, y somos conscientes de que es imposible, aquí por su falta de peso pero puede deberse a cualquier otro motivo, aparece un levísimo sentimiento de culpabilidad. Curiosamente, y por un momento, no acusamos al autor, sino a nosotros mismos... Pero, todo ha sucedido tan rápido. De hecho, nuestro dedo pulgar ya ha pasado a la siguiente imagen
Si hasta hace menos de diez años las imágenes de arquitectura llegaban a nosotros con cierta lentitud y las acusábamos de superficialidad, hoy los algoritmos que nos proveen de ellas han acelerado el proceso de noqueo hasta volverlo sistemático e invisible. El caso es que en este tiempo se ha basculado de la imagen seductora a la ultrapopular, por medio de estos mecanismos de sorpresa ininterrumpida. 
No hay en esas imágenes ni un ápice de humor, ni un golpe de ingenio que el fotógrafo quiera compartir de un modo cómplice con el espectador. Pero no porque el fotógrafo no lo desee, sino porque ya no hay tiempo para el ingenio, ni los matices. No importa siquiera que sean o no reales. El algoritmo funciona bajo la premisa de secuestrar la atención un instante más. Ya ni siquiera es un problema de superficialidad de lectura sino de otro orden. 
Sin embargo y si cada imagen ha perdido la capacidad de ser leída de modo individual, si es posible hacerlo con el conjunto, aunque desde fuera. Interponer un filtro entre ellas y nuestro dolorido cerebro resulta útil. Seguiremos viendo imágenes aceleradas y hasta produciéndolas a pesar de que en este tipo de ciclos no quepa encontrar la arquitectura más puntera, la que ofrezca novedades o verdaderos avances disciplinares. Pero mirarlas en sus gestos generales, en sus tonos, como con los ojos entornados, se ha vuelto el último modo de captar el espíritu de los tiempos.

8 de octubre de 2018

DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"


La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano. 
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas. 
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño… 
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento. 
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada. 
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”. 
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos. 
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.

30 de julio de 2018

LAS CARTAS SOBRE LA MESA


Las mesas provienen de un ser vivo enhiesto que se derriba, trocea y desbasta gracias al violento oficio del carpintero, hasta concluirse en otro ser horizontal que se usa para leer, conversar y comer. El cambio entre la horizontalidad de la mesa y la verticalidad del árbol del que proceden sus tableros simboliza un cambio en el universo estético de las cosas. 
La mesa, la inglesa “table”, era una simple “tabla”, porque al principio se empleaba sin patas. La tabla se apoyaba tras la comida en la pared hasta mejor ocasión. Pero desde ese momento y como eco del horizonte mismo, la mesa se convirtió en un plano técnico sobre el que se mueven todos los objetos e instrumentos del ser humano: libros, jarras o platos. Todo lo que se coloca sobre una mesa adquiere el carácter de objeto. Porque la mesa objetiva el mundo. 
Tanto es así que hace lo mismo con todo aquel que la emplea. Secciona en dos al invitado como con una cuchilla: así vemos asomar un tronco y su cabeza por la línea de su horizonte e imaginamos unas piernas que ya no percibimos en continuidad. De ese modo las personas son bustos y los objetos cosas a observar en su mismidad. 
Sin embargo en torno a la mesa se da la convivencia del ser humano, la amistad y las negociaciones. La mesa se ha convertido en un símbolo de lo social y del diálogo. Y basta pensar lo que supone no sentarse a una mesa a comer, el mero comer en solitario de la hamburguesa o del sándwich, para comprobar como desaparece toda conversación. Los modales en la mesa y las buenas maneras, son sinónimos. Ningún otro mueble exige educación a la hora de su uso. Gracias a la mesa tenemos cubiertos y amigos. Nos reunimos en torno a las mesas. Son el centro de discusiones, de operaciones y altares de ofrendas. La mesa organiza un espacio propio y hasta el tiempo en la casa, mucho más que la cama. Pasamos de la mesa del desayuno, a la del trabajo y a la de la comida, para luego reunirnos en torno a la mesa de la cena y reposar las gafas o teléfonos de nuestro cansancio en esas pequeñas mesas que son las mesillas de noche. La mesa articula, como un secreto maestro de ceremonias el quehacer diario y ni lo percibimos. 
Pero de todos los usos posibles de las mesas, los mejores son los que les dan los niños, para quienes son habitaciones dentro de las habitaciones. Y a veces hasta cosas mejores…

24 de noviembre de 2014

LAMETONES


Lametones indecentes. No puede esperarse otra cosa de ese culto mitómaniaco profesado hacia la arquitectura moderna y sus maestros. ¿Quién osaría detener a alguien que lame con la fruición de un caramelo colegial el travertino del Pabellón de Barcelona?. Nadie. Sería jugarse la vida. 
A estos extremos se llega cuando se impone un culto a los monumentos y a la monumentalización misma que hace de todo algo protegido, musealizado y digno de exageración. Sin embargo alguien debería recordar que esas obras, las obras maestras, no fueron concebidas para ser veneradas hasta el punto de la ciega genuflexión. Esas obras fueron instrumentos y como tales debieran ser usados. Instrumentos que son susceptibles de mejora y transformación. O dicho de otro modo, la obra de arquitectura es un material disponible para que cualquiera capaz haga con ellos algo mejor. Lo mismo que hay quien idolatra cada gesto de los maestros, alguien debiera ser capaz de demoler toda su obra si con esa destrucción lograse superar lo anterior. 
Aunque hablando de lametones, recuerdo haber contemplado uno semejante aunque de más trascendencia. No fue un gesto caníbal como éste de Carolyn Butterworth, sino el lametón de un maestro a un simple ladrillo para comprobar su porosidad y su calidad como materia. Era un lametón aun mejor que ese del comienzo, porque era de puro oficio. Y por tanto más significativo.

7 de julio de 2014

USOS CHOCANTES


Las alteraciones de la arquitectura más dramáticas no son totalizadoras ni fulminantes. Se producen de modo disimulado, como de tapadillo. Lenta e inexorablemente.
Primero alguien deja una bolsa o un bulto fuera de sitio que tarda en ser recogido, luego un leve movimiento del mobiliario, un banco o una silla. Luego el confesionario anticuado se sustituye por otro de materia menos noble. Más tarde con el crucifijo, las imágenes o el altar ocurre lo mismo... Luego y ante el fallecimiento del párroco, ante la ruina de un testero irreparable de la vieja parroquia, por la deslealtad del administrador, o por la ausencia de feligreses, tanto da, nada mejor que la venta.
Todo se vuelve luego incomprensible y los atributos del anterior espacio sagrado perviven en el nuevo taller de coches. El uso se ha trastocado, la relación con la función muestra un abismo. El abismo del uso perdido, como el que tienen arqueólogos frente a los cachivaches desenterrados.
No obstante, hay algo de la arquitectura que reclama su pasado. A pesar de los cables eléctricos colgados, la iluminación de fluorescentes y la plataforma elevadora, los mecánicos caminan, de seguro, despacio y ceremoniosos, pausados y en silencio. Las llaves inglesas no caen al suelo con el mismo ruido que en el resto de los talleres, sino que por siempre suenan igual que las campanillas de consagración...
Algo se conserva que hace que los coches se eleven como una ofrenda en un altar. La huella de la arquitectura imprime a los usos una dignidad difícil de trastocar. Como si existiese una religión de la forma. Quizás por eso la obra de arquitectura siempre permanece abierta al futuro. Por eso la arquitectura es la verdadera "opera abierta".

12 de mayo de 2014

CÓMO DESTRUIR LA ARQUITECTURA


Como todo el mundo sabe basta poco más que un pico, una pala y tiempo para destruir la forma de la arquitectura. Sin embargo esta destrucción, que sería una cuestión trivial, inmediata y punible por las sociedades civilizadas de no mediar una orden de demolición y unos kilos de dinamita, traza un límite entre todas las arquitecturas: las sensibles y las blindadas ante la aniquilación.
Este hecho, radical y amenazante en apariencia, pretendería más que animar a una revuelta aniquiladora de arquitecturas peligrosas, nefastas o feas, utilizar la destrucción de un modo propositivo. Del mismo modo que operar un cadáver ha supuesto una fuente irrenunciable de enseñanzas para generaciones enteras de matasanos, destruir la arquitectura puede producir exactos beneficios para un arquitecto. Porque seccionar cuerpos ya sin vida, destripar mecanismos y destrozar vehículos es, antes que un ejercicio de nigromancia, uno de aprendizaje.
Como puede imaginarse no son pues éstas cuestiones de pura destrucción sino que requieren un necesario grado de comprensión sobre la forma sobre la que se opera. Demoler un edificio supone saber de cálculo estructural al menos tanto como para construirlo.
¿Cómo destruir la arquitectura con un mínimo de elegantes movimientos?, ¿que partes recortar, demoler y derribar para que una obra pierda lo que de más profundo posee?. ¿Cómo destrozar el Pabellón de Barcelona?, ¿bastaría un par de kilos de pintura roja sobre sus pilares metálicos para aniquilar toda su dialéctica antigravitatoria?. ¿Cómo destruir el Panteon romano?, ¿sería suficiente permitir la entrada de luz desde uno de sus ábsides para provocar una pérdida de sentido?, ¿dejaría entonces de ser una obra de arquitectura para ser simplemente una ruina?... ¿Eliminando el orden salomónico del baldaquino de Bernini, la rampa de la villa Saboya o el lateral de las escaleras de la Biblioteca Laurenciana sería suficiente para destruir su maestría y su espíritu?
En este antiproyectar de la destrucción fingida hay un aprendizaje profundo. Sublimar ese especial modo de destrucción implica proyectar. El especial desandar el camino del arquitecto que parió la obra implica un mágico descubrimiento: el de su gestación.

28 de enero de 2013

AUMENTAR

Las recetas para producir imágenes de arquitectura no han requerido nunca de imaginación a raudales. Sin ir más lejos, el agigantar un objeto de la vida cotidiana ha hecho de lo ordinario la principal fuente de cientos de gloriosas transmutaciones, reflexiones imprescindibles y escándalos no menores: la celebérrima columna de Adolf Loos para el Chicago Tribune, todo el trabajo de Oldemburg o los viajes de Gulliver, han contemplado el universo desde la posibilidad de un constante cambio de tamaño como fuente de sorpresas, riqueza plástica y pensamiento.
El agigantar, como su contrario el reducir, nos ofrecen un universo de imágenes, bien que bajo dos condicionantes irrenunciables: primero, saber que solo se trata de imágenes, y nada más que imágenes. En segundo lugar, y como ya apuntaba hace unos siglos Galileo con sus estudios óseos, saber que existen límites mecánicos a partir de los cuales todo gigante colapsa. Es decir, que el limite no es de tamaño sino de esfuerzos.
A estas dos condiciones Koolhaas añadió hace ya años su corolario, "Bigness": a partir de un aumento excesivo de tamaño, una sola idea de arquitectura no basta para lograr la congruencia de todas las partes.
De sobresaltar esas condiciones y su corolario, los aumentos pueden acabar resultando anómalos y carentes de garbo. Porque la arquitectura, entre otras dolencias, también puede sufrir de apendicitis, o de aumentos irrecuperables. Se ve en las obras del Brutalismo menos logrado, en el Gehry más excesivo o de mucha de la penúltima y reciente arquitectura del espectáculo holandesa. Donde, por cierto todo gigantismo termina en metástasis.
Por cierto, como otro tipo aumentos que, a base de ampliar y siliconarse, acaban demasiado lejos. Es decir, terriblemente insignificantes. Minúsculos y deformes. Entonces aparece su límite inferior: la pequeñez de lo grande.

12 de noviembre de 2012

REDUCIR


Loos decía que había que hacer siempre la arquitectura un poco más grande o más pequeña de lo esperado. Tal vez esa extrañeza sea lo mínimo que la arquitectura pueda ofrecer. Hacer palpable la fisura entre nosotros y el mundo. 
Desde el crecimiento infantil el mundo va menguando cada año. Los objetos se vuelven lentamente amables entre nuestras manos cada vez más adultas. Y todo se detiene sin explicaciones. Sin embargo el cuerpo guarda escondida esa irrepetible sensación. 
Hacer de ese antiguo crecimiento una espiral sin fin haría del mundo un lugar distinto. Aunque allí apenas se esconden cosas de la arquitectura que no rocen la atracción turística o de feria. 
Charles y Ray Eames recibieron el encargo de hacer una pequeña ciudad para ser recorrida en tren en 1957. Una ciudad a uno quince de su tamaño real. Con una torre de agua, edificios industriales, almacenes, y hasta una estación victoriana pintada en verde oliva y rojo. El propietario posa allí, orgulloso, en una ciudad ya destruida. 
Oíza sentía admiración por la casa Pegotti, donde apenas cabía una madre bajo su dintel de entrada, y donde en su cubierta de barquichuelo invertido, asomaba una sonriente niña, en un hueco en el que apenas cabía su cara. 
En las Vegas hay un Nueva York a uno nueve de su tamaño real. 
Convivimos como gigantes con miles de reproducciones y miniaturas. Jibarizamos el mundo como espectáculo. Imaginamos habitar maquetas. Y sin embargo, ¿Dónde empieza la arquitectura?. 
En algún lugar entre todos, existe una frontera, invisible y ceñida, donde aparece ese delicado arte del tamaño de las cosas.

8 de octubre de 2012

LINEA DE FLOTACIÓN


Al igual que hay quien cree que el tiempo se hace palpable gracias a los relojes, la fuerza de la gravedad logra hacerse visible, profundamente, gracias a la arquitectura.
La arquitectura no puede esconder la fuerza a la que debe su razón de ser, no puede postergar uno de sus principios más esenciales. Sin embargo ese juego de falsear, ocultar o destacar la trasmisión de la gravedad que la atraviesa, y ante el cual toda edificación se comporta como una gran tubería que la conduce y orienta hasta el vertedero invisible colocado en el centro de la tierra, ha obviado a menudo que su posición respecto al horizonte habla de esa fuerza, tanto más, que el peso sugerido por sus meros componentes.
La posición relativa de una construcción respecto al suelo, su línea de flotación, hace tan palpable la gravedad como pueda hacerlo la puntual deformación en el éntasis de una columna dórica o los pliegues y abombamientos de los equinos de sus capiteles. De ese modo, el conjunto ha manifestado históricamente la presencia de esa fuerza puramente vertical por la fingida atracción entre sus partes y sus esfuerzos internos, pero en esa línea de flotación, siempre han descansado las mayores posibilidades para hacerla presente y manifestar su dramatismo.
En el extremo de lo que eso significa, eludir la narración del encuentro de las cosas con el suelo provoca un desasosiego imprevisible, que han sabido explotar siempre los grandes artistas. Las Parcas flotantes o los perros hundidos de Goya, las telas de Rubens, las nubes pétreas de Bernini o todas las obras de Hopper, son ejemplos del misterio que desprende aquello que trastoca o esconde la relación de su peso con esa línea horizontal propia que traza cada obra. ¿Qué pensar de un perro hundido en lodo sino una lenta agonía?, ¿Qué cabe imaginar de una masa de piedra flotante, sino un milagro?, ¿Qué se puede esperar de una casa de la que no sabemos como llega al suelo, sino crímenes horrendos y habitantes tarados?.
Pensar en el lugar ocupado por esa secreta línea, - hermana de la del horizonte, paralela y rival-, en las obras maestras de la arquitectura, es el tema de toda una vida.
Tal vez hacer presente “cómo nos toca el mundo”, hacer visibles los signos invisibles que nos rodean, sea la más secreta tarea del arte.

26 de septiembre de 2011

MARÍA, ANTONIA Y MIES


María y Antonia son amigas, reza la publicidad de la que proviene esta imagen. Lo son por la vida y tal vez por compartir afición por el ganchillo. Ambas comparten también el “buen gusto” de quien posee una silla barcelona. Ambas sentadas, codo con codo, parecen disfrutar del cuero blanco y el acero pulido nacido en su día como trono para reyes.
El atractivo de la imagen se enraíza en el fenómeno del contraste y del gusto por la catástrofe visual. Pero, ¿Por qué ese choque?. Tal vez porque en ella se percibe, en estado puro, el insalvable abismo entre el estado mental de la modernidad y la posmodernidad
Para la modernidad la silla organiza y adecua la forma a la función con un sentimiento de satisfacción estética completa. Para la posmodernidad, la silla es un objeto que contiene todos los datos del acto del sentarse y su historia. La dependencia entre el espacio y el contexto donde se inserta es cultural, ya no solo física o de pura función.
Para la posmodernidad la silla no es un mueble más, un producto o una simple cosa, sino que es, sobre todo, un elemento de relación, una escenografía, un nodo de conexiones culturales que determinan su esencia. La silla es, junto con el automóvil, el objeto más diseñado y estudiado de nuestro tiempo. La posmodernidad sabe bien que cada silla siempre ha sido diseñada por alguien, y una buena colección de “obras de diseño” es, en buena medida, también una colección de autores. Igualmente hay quien colecciona trofeos de caza o cucharillas.
Por ese motivo cuando alguien se sienta en una, es acogido en el interior de un sistema completo de representación. Sentarse es un acto de pura comunicación y cabe por tanto la ironía.
La imagen choca porque Antonia y María están sentadas sobre el propio Mies.
No importa que ellas lo sepan, parece decir el publicista, ustedes, clientes cómplices, sí lo saben.

29 de agosto de 2011

CAMBIAR DE USO




Cuando Sixto V fue elegido Papa de Roma, pensó, como primer gran urbanista que era, en la necesidad de atribuir nuevo valor a una ciudad anclada al pasado. Aun hoy Roma le debe mucha de su eternidad.
Entre los últimos proyectos de su pontificado se encontraba transformar en 1590 el coliseo en una hilandería.
Ahí es nada.
Para ello en la planta baja se planeó colocar los talleres y en las superiores las viviendas de los operarios. “Y ya había comenzado la excavación del terreno que existía alrededor, y a explanar la calle que procede de la torre de Conti, y que va al coliseo, a fin de que fuese toda aplanada, como hoy día puede todavía reconocerse en los vestigios de tales excavaciones; y para ello se emplearon setenta carros tirados por caballos y cien hombres, de tal forma que si el Pontífice hubiese vivido un año más, el coliseo habría quedado reducido a viviendas”, es decir, ”se habría transformado en el primer barrio obrero y en la primera unidad manufacturera a gran escala”(1) Una lástima, efectivamente. De ese proyecto irrealizado cabe imaginar un desplazamiento del crecimiento de Roma hacia ese nuevo foco mercantil e industrial, nuevos barrios crecidos a la sombra de esos nuevos usos y un nuevo sentido para los foros.
También da que pensar como la buena arquitectura siempre admitió los cambios de uso, incluso con cierto gusto. De sala de Justicia a templo, de hospital a museo… en esa genealogía ilustre de los cambios de uso faltaba, para nuestra pobre y moderna imaginación, solo ese genial travestismo de coliseo a barrio obrero. La estrategia de cambiar de uso, no lo olvidemos, puede favorecer el nacimiento de nuevas tipologías, y aunque no afecta a la forma si lo hace a su significado.
Ni el soviético "barrio obrero" del Narkomfin, de Ginzburg, tenía semejante carga simbólica.

(1) FONTANA, Doménico, Libro secondo in cui si raciona di alcune fabriche fatte in Roma et in Napoli, Nápoles, 1603, pp. 18, (citado en GIEDION, Sigfried, Espacio, tiempo y Arquitectura, Hoepli Ediciónes, Barcelona, 1968, pp. 107. Título Original, Space, Time and Architecture, Harvard University press, Cambridge, Mass,)