Al menos para un arquitecto, nada es imaginable que no sea por medio de la deformación o transformación de un recuerdo. En estos terrenos todo nace de la alteración de ese material bruto que es la memoria. Si eso es un hecho incontestable, aun más en arquitectura.
El haber asimilado, bien a través del uso prolongado de la mirada y de la mano, un paisaje, unos árboles y su movimiento permitía los artistas de oriente dibujarlos con mayor fidelidad que copiando del natural. Les permitía recrearlos mágicamente. En Europa algo semejante cabe decir de aquel conocido rinoceronte de Durero, dibujado por medio de una memoria prestada.
La creación es recreación, (y eso en el mejor de los casos).
Se proyecta de memoria, por eso no se puede proyectar sin ser habitante, sin estudio o sin la experiencia directa de la arquitectura. No es posible proyectar sin ser consciente de lo vividero, de lo vivible y, por encima de todo, de lo vivido.
¿De dónde sacar material para hacer arquitectura sino es de esa suave bolsa negra que es la memoria?. Se puede ser arquitecto de mal gusto, a fin de cuentas el mal gusto no es otra cosa que el buen gusto a destiempo; se puede ser un arquitecto incapaz de apreciar los matices del color, se puede incluso ser medio ciego, como Le Corbusier, y desambiguar el espacio por medidas interpuestas. Pero ser arquitecto desmemoriado, no. No es posible. Porque sin memoria se elude el tiempo (y la arquitectura es la huella del tiempo). Porque sin memoria no puede construirse el terreno sobre el que proyectar. Porque sin memoria caminamos solos y lo máximo a lo que podemos aspirar es a erigir un menhir. En este sentido el dibujo siempre fue el modo eficaz de empujar el recuerdo hacia el fondo de esa particular bolsa de viaje.
La primera construcción que todo arquitecto debe erigir es la de su propia y monumental memoria. Luego la compleja gestión de lo que conviene olvidar para poder operar con viveza.
Eso conviene no olvidarlo.
Eso conviene no olvidarlo.