30 de abril de 2018

EL TAMAÑO (DE LAS CASAS) SI IMPORTA


“Una casa grande es una casa hermosa” dijo Nouvel a finales del siglo XX, y con ello, además de volver a emparejar las ideas de lujo y de tamaño, estaba señalando que hasta el mismo concepto de tamaño de la casa seguía siendo un fenómeno cultural a debate.
Cuando hoy el mercado inmobiliario trata de hacer pasar por lujosas casas indecentemente pequeñas, lo cierto es que su tamaño es la causa de muchas de las situaciones que hoy damos por supuestas en el habitar, en la política y hasta en el modo en que vivimos y nos relacionamos con nuestros semejantes. Porque la historia del tamaño de la casa es un fenómeno cultural tan relevante para occidente como el invento del fuego o el cultivo de cereales. 
Si la modernidad inventó la “vivienda mínima” a principios del siglo XX por motivos puramente económicos amparándose en el funcionalismo, lo cierto es que el tamaño de la casa ha pertenecido a un debate de mayor alcance. De hecho es el único lugar donde la arquitectura y la política han estado verdaderamente imbricadas.
La reducción del tamaño de la casa y su propiedad en el siglo XVII dio origen al concepto de intimidad como hoy lo entendemos. Cuando en los Países Bajos las casas se redujeron y empezaron a pertenecer a una naciente burguesía, se reformuló no solo el concepto de burguesía misma, sino hasta un nuevo mundo donde padres e hijos formaban un núcleo de intimidad que dejó de compartirse con sirvientes, familiares, invitados y amigos. La casa holandesa, situada entre canales y estrechos muros medianeros de ladrillo, cambio de tamaño y, junto a eso, cambió la sociedad entera. Hasta entonces, ni siquiera los niños y los padres se relacionaban del mismo modo. Fue gracias al cambio de tamaño del hogar cuando se vieron alteradas las tareas domésticas, quien se ocupaba de ellas y el hasta el orden de la vida privada. Mientras, en ciudades como París y Londres las casas permanecían llenas de gente a la hora de dormir y comer, y la privacidad no existía como tal. Al menos en el sentido que nosotros le damos. Si hoy sentimos que nuestra intimidad está amenazada en las redes sociales, basta imaginar lo que era habitar en aquellas grandes casas llenas de desconocidos que comían del mismo puchero y dormían en la misma cama. 
El tamaño de las casas es un fenómeno arquitectónico y político antes que puramente económico. Y esto conviene subrayarlo porque durante la mayor parte de la historia donde el hombre ha vivido a cubierto en el interior de ese invento denominado casa, la mayoría lo ha hecho durmiendo y viviendo rodeado de un gran número de personas, e indirectamente eso ha servido como soporte a una ideología política. Hasta el mismo concepto de “ascenso social” tiene que ver con esas grandes casas y su primitiva topología de relaciones espaciales. 
Por eso cuando se habla de una casa grande o pequeña no podemos olvidar como cada simple reducción de superficie juega un papel en las costumbres tal, que incluso es capaz de generar conceptos como el de “comodidad” mismo. 
Porque el tamaño importa. Y desde luego cuando la sociedad cambia el tamaño de sus casas debemos estar prevenidos para otro tipo de cambios. A ellos les debemos los cimientos que han construido muchas de nuestras modernas costumbres, miedos y amenazas.

23 de abril de 2018

SIN SALIR DEL ARMARIO


Una casa con muchos armarios es una bendición. De hecho, si decimos que una casa está mal situada o es sombría o estrecha, pero que tiene muchos armarios estamos manifestando su auténtica redención como hogar. Porque si los hoteles y restaurantes miden su aptitud por un incierto número de estrellas, las casas indudablemente lo hacen por el número de esos raros muebles. 
Efectivamente, los armarios son una parte marginal de la familia de los muebles porque no llegan a serlo del todo. Lo mismo les ocurre a las camas. De hecho podríamos decir que los armarios son habitaciones y no muebles si atendemos a que en ellos se habita y que tienen puertas como las estancias que los contienen. Los armarios son considerados hasta tal punto equivalentes a las habitaciones que cuando una casa carece de sótano, alguno de ellos hace las veces de ese cuarto subterráneo y oscuro, y entre sus baldas se esconde el pasado de sus habitantes y su memoria. 
Pero los armarios no son simples almacenes. En cierta medida son espacios de espera y de parada en los ciclos de la casa. El proceso de limpieza de sábanas y ropa, por ejemplo, pasa por esas habitaciones que se convierten en apeaderos y salas de espera. Así pues, los armarios son nodos. 
Los armarios no necesitan luz ni grandes requerimientos, salvo una pared donde apoyarse y unas puertas. A esas puertas Peter Smithson entonó una hermosa alabanza: “lo que el armario es a la casa, la casa lo es a la ciudad”. Su entusiasmo por lo que escondían le llevó a decir que una habitación podía ser un armario, que los coches eran un tipo especial de armarios (con ruedas) y que también lo eran los marcos de los cuadros, aunque estos últimos fuesen de un tipo especial debido a su poco fondo. 
La realidad de los armarios es que siempre esconden secretos y puede que por eso sean necesarios. También lo son porque nos liberan de prestar atención a las complejidades de la vida y nos evitan tener presentes todas las minucias con que nos atosigaría la vida de los objetos visibles de la casa. Por esta misma razón, si hubiese que hacer un relato de la historia del confort, no debiésemos empezar por la silla o la cama, sino más bien por el descanso que suponen los armarios para la mente. Porque los armarios descansan algo más primordial que la espalda o las piernas, descansan la vista. 
La historia de los armarios es la historia de la moderna comodidad. Lo que nos hace recordar que la historia de la casa es, en realidad, la historia del almacenaje: las casas son los cuartos en los que se depositan los descubrimientos ya obsoletos de la historia del hombre. 
Todo acaba guardado en ese armario que es la casa.

16 de abril de 2018

HABITACIONES OLVIDADAS


Las habitaciones no son entes estables a lo largo del tiempo. No lo son sus nombres ni sus usos, y hay un largo rosario de estancias engullidas por la historia de la arquitectura. Un proceso de lo más habitual, pero que “la casa” ha sufrido con especial virulencia. 
La habitación como espacio personal y con una función especializada es, en realidad, un invento relativamente moderno y puesto de moda por las clases pudientes cuando descubrieron que dormir, jugar y comer sin tener gente al alrededor era una gozada. Cuando los griegos y los romanos usaron las alcobas y los impluvios, o cuando en la edad media apareció lo que se conocía como “sala principal” en la planta superior de las casas, estaban dando comienzo las sucesivas privatizaciones del espacio doméstico en cada una de sus culturas. Desde esos instantes las separaciones de señores y criados se hacían palpables. Y, desde entonces, el empleo de las habitaciones como espacios funcionalmente diferenciados se ha desarrollado con saltos, abandonos y olvidos. “Gabinete”, “alcoba”, “tocador”, “sala de audiencia”, “salón privado”, “galería” y “sala de retiro”, constituyen un elenco de matices en las relaciones sociales antes que hermosos nombres, y hablan muy a las claras de la capacidad de las habitaciones de ser relatos culturales antes que simples contenedores de funciones. 
Con el paso de los años se han borrado de nuestra memoria muchas de aquellas estancias, mientras que otras han resurgido con energía gracias al rejuvenecedor viento que traen los nuevos tiempos. Cuando esto es así, épocas enteras se emparejan y relacionan. Término como el de “suite”, hoy ha reaparecido para los baños incluidos en los dormitorios y para denominar las estancias más lujosas de los hoteles. Aunque en su origen dicho término fue aplicado a las habitaciones con varias dependencias en continuidad desde el siglo XVII. Hoy el disponer de varios "ambientes" en las habitaciones de los hoteles y el modo de relación social de ese pasado se enlazan secretamente. Y en ambas, la idea de la continuidad de las dependencias es clave. Cuando las formas son semejantes lo son los motivos que las soportan.
Seguramente en el futuro, nuestros conocidos “tendederos”, “salones” o “comedores” pasen a mejor vida. Tal vez porque vemos cada día cómo cambia nuestra relación con la ropa y su limpieza, con el estar en un lugar común donde se pueda “recibir”, o donde se coma en ocasiones especiales…¿Qué será de entonces de esas queridas habitaciones? Lo que está claro es que no será su fin. Sólo pasarán al secreto trastero de las habitaciones olvidadas.

9 de abril de 2018

EL FANTASMA DEL CENTRO DE LA CASA


Al principio, pero al principio del todo, un hombre casi animal recién expulsado del Paraíso o recién convertido en sapiens, tuvo que edificar un refugio frente a la inesperada hostilidad del exterior. En el centro de ese refugio que llamó casa, encendió, literalmente, un fuego. Desde ese acto fundacional, en cada una de las casas habitadas por el hombre ha pervivido tanto la necesidad psicológica de un centro como el mismo concepto de "centro". Sin embargo, con el paso del tiempo, ese lugar psíquico y físico no ha permanecido vinculado al fuego. Ni siquiera a una fuente de calor. Y ni siquiera ha permanecido en el centro… 
El fuego contenido medularmente en la casa se ha ido desplazando y disolviendo progresivamente entre sus estancias. Ese núcleo que calentaba y servía para cocinar se especializó, primero en un hogar abierto capaz de atufar de humo la casa entera, luego en braseros, chimeneas y cocinas, por un aparato de televisión y luego sustituido por elementos de toda índole, desde piscinas a recónditos servidores wifi… Lo cierto es que los sucesivos centros de la casa se han dispersado por las habitaciones en forma de radiadores, aparatos de climatización, cocinas y multitud de pantallas, hasta hacer que nada hoy agrupe la vida psicológica de sus habitantes. Tanto que ya no queda centro alguno en la casa, sino en todo caso “centros”. Y, por si no fuese suficiente, éstos ni siquiera son centrales, sino que se han sufrido una diáspora en zonas cada vez más privadas, donde la temperatura no depende de la chispa ni de las brasas, sino de ánodos, cátodos y aire. Por no haber, ya no hay ni “calefacción central” (ni quien la pague). Hoy cada estancia es prácticamente una casa autónoma, con más servicios e independencia que los que tuvo ninguna casa entera de hace cien años. 
Tal vez por eso, el centro psíquico de la casa, penitente e incansable, vacío de contenido pero personificado en una presencia invisible como un fantasma, no ha parado de buscar su lugar. 
De hecho, si en un momento de desvelo, en mitad de la noche, oyen leves crujidos en su casa, no crean que es por la dilatación de las tuberías, de los suelos o por el ruido insomne de los vecinos. Es producido por el leve murmullo de ese antiguo centro de la casa, que vaga buscando un sitio. Como un espíritu sin mucha posibilidad de redención, que va ligero y perdido, sin sábanas ni cadenas, pero que cuando se cruza con otros fantasmas, les pregunta: ¿usted cree en las personas?

2 de abril de 2018

UNA VERDAD INCÓMODA SOBRE LA COMODIDAD


La comodidad, palabra sacrosanta en nuestra vida doméstica y a la que nadie está dispuesto a renunciar, sufre una fractura en cuanto cruzamos el umbral de nuestros hogares. Fuera, la ciudad se muestra hostil y declaradamente contraria al confort. 
La ciudad con sus ruidos, contaminación y tráfico es el lugar de la única incomodidad posible en nuestro día a día. Quizás soportamos sus asperezas porque sirve al intangible bien de vivir juntos. Sin embargo de nuestras calles y plazas, de los parques y jardines se ha suprimido toda posibilidad de estar un tiempo sin sentirnos cohibidos por la presencia de los otros o por la creciente reducción de sus bancos, aceras o espacios sin resguardo de sombra o viento. 
A tal punto hemos dejado de exigir a la ciudad lo mismo que a nuestros hogares en términos de comodidad que, efectivamente, este mismo concepto es lo que hoy resulta más significativo a la hora de señalar las antiguas diferencias entre lo público y lo privado. Porque hoy lo público es aquello a lo que no exigimos que sea cómodo y lo privado aquello cuya comodidad es irrenunciable. 
La claudicación de la comodidad en lo público no solamente se limita al espacio urbano. También sufrimos la progresiva incomodidad de las ciudades en su burocratización. El empleo del espacio público está cada vez más reglado por normativas y por la aparición de elementos que lo esclerotizan. Se hace incómodo cruzar por pasos de cebra dirigidos con vallas, se hace incómodo pasear por las aceras crecientemente ocupadas por escaparates, y se hace incómodo hasta el vagar sin rumbo. 
Si se quiere disfrutar de la comodidad de una ciudad solo hay que pagar el canon de ocupar las terrazas de las cafeterías y restaurantes que desplegadas sobre sus aceras, con sus cercas de vidrio y sus sillones tapizados. Es en esa privatización del espacio público donde se nos recuerda que lo privado es cómodo. Y que si queremos sentirnos “a gusto”, volvamos a casa. 
Esas islas de comodidad en la ciudad demuestran como lo cómodo es uno más de los mantras del puro consumo. La comodidad es hoy el símbolo de toda relación comercial. Es el tono y el primer requisito que todo espacio mercantilizado debe poseer. Porque en la actualidad nada hay más cómodo que comprar. Por eso cuando nos sumergimos en lo mullido y lo confortable hay que empezar a sospechar qué nos quieren vender. Porque, nadie lo dude, ese es el espacio de venta preferido por el mercado y donde se produce una de las más importantes batallas por su control.
La verdad es incómoda por algo.