15 de octubre de 2018

CUANDO EL TAMAÑO DEJA DE SER UN ASUNTO PRIVADO


Aunque leguleyos, políticos y filósofos se empeñen, las diferencias entre lo público y lo privado no se fundan en la política, el uso o en el concepto de propiedad. Para comprobarlo basta dejarse sorprender por la visión de una ciudad cualquiera, esté viva o muerta, sean sus ruinas o el más vulgar plano turístico, para ver que lo privado puede ser distinguido de lo público, antes que nada y de manera intuitiva, por una mera cuestión de tamaño. Lo pequeño es privado, además de hermoso. 
Por eso no cuesta diferenciar lo particular de la ciudad como espacio cuarteado, semejante a la escritura o a una argamasa que todo lo cose: sean manzanas o chalecitos. Porque lo privado ofrece una escritura y una caligrafía de pequeños espacios que finalizan en sí mismos.
Tal es la capacidad del tamaño de la arquitectura para describir lo doméstico, que aunque el uso de cada cuarto sea incierto o perdido, simplemente por medio de sus dimensiones somos capaces de distinguirlo como “propiedad particular”. 
Es cierto que el tamaño de la casa es compartido con tumbas, capillas y otros usos. Y es cierto, igualmente, que no todo lo privado encaja en un tamaño nítido: encontramos entre sus márgenes desde el palacio al refugio. Pero hay un álgebra primitiva en lo doméstico relacionada con el tamaño que proviene de lo que alcanzamos con los brazos y la mirada, un tamaño de la construcción en relación al cuerpo, semejante al que hace que ante las sillas, los vestidos, y algunos otros objetos, los reconozcamos en espera de un cuerpo ausente.
Desde antiguo se cree que el hogar tiene su origen en el fuego, como un centro que irradia física y espiritualmente. Pero quizás si entendiéramos la casa desde el mero problema de su tamaño, podríamos decir mejor que la casa es más una distancia a ese fuego primitivo. Una distancia que alcanza a influir en su espacio inmediato y construirlo. Porque el tamaño hace la habitación, y tras ella, lo que íntimamente significa la casa. La habitación se encuentra entrelazada con el hombre por medio de una sutil red de costuras que llamamos escala, al igual que se encuentran vinculados el agua y un vaso por medio de una sustancia aparentemente invisible pero cierta. Por eso la habitación, por sus dimensiones, es  la primera homotecia del hombre. 
Hemos dicho en otra ocasión que los cambios en el tamaño de la casa determinan cambios sociales. La cuestión del tamaño determina incluso sus fundamentos políticos. Por eso cuando el mundo de la especulación inmobiliaria trata de cambiar el tamaño de la casa por motivos en apariencia sólo económicos, tal vez convenga recordar que aun es posible ejercer cierta resistencia por medio del tamaño. Porque quien lucha por un tamaño, lucha para mantener la idea de lo que es la casa misma. Y no se debe aspirar a una casa que por lo menos no tenga un tamaño intimamente infinito. 

8 de octubre de 2018

DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"


La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano. 
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas. 
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño… 
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento. 
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada. 
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”. 
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos. 
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.

1 de octubre de 2018

LA ARQUITECTURA SEGÚN UN FABRICANTE DE ASPIRADORAS


“Hemos hecho un pacto entre los seres humanos y nuestro entorno, y a eso le llamamos casa.”(1) 
El autor de esta esplendorosa definición de la casa es uno de los mejores conocedores de lo que es hoy el hogar contemporáneo, el fabricante de aspiradoras Colin Angle. Que la definición provenga del inventor de un robot que escanea los espacios de nuestros hogares y nuestras costumbres con la excusa de la limpieza automática del polvo no es de extrañar. Hoy las aspiradoras aspiran más que suciedad, aspiran a conocernos mejor que nosotros mismos… 
Pero ese es otro asunto. 
Volvamos por ahora a esa hermosa definición. En ella se reconocen dos partes conscientes y capaces de llegar a un objetivo compartido: el hombre y el entorno, y un pacto deseado que es a la vez la conclusión y el símbolo que llamamos casa. Efectivamente desconocemos los términos de dicho acuerdo, pero se requiere inteligencia para comprender los deseos de un entorno que aun se muestra silencioso, o al menos difícil de descifrar. El entorno puede que sea enigmático pero ya no agresivo y se comunica en un lenguaje inteligible. 
Hoy el entorno quiere llegar a un acuerdo tanto como nosotros. El entorno es, pues y claramente, civilizado, y le reconocemos no solo consciencia sino capacidad de llegar a un pacto cierto, o dicho de otro modo, una inteligencia propia. Como se ve, el entorno ya no es la salvaje naturaleza del pasado que gobernaba a su antojo nuestro destino. Dado que hay casas, parece claro que hemos llegamos a comprenderlo siquiera mínimamente, (y él a nosotros). Incluso fuera de la casa ese pacto se mantiene, porque nuestra posición relativa respecto a la casa no es trascendente para el acuerdo. Es decir, la casa no es ya refugio, sino que es el símbolo de un entendimiento. 
Que distinta es esa otra definición de la casa de Camilo José Cela y tan admirada por Oiza: “Fruto del amor del hombre con la Tierra, nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola”. Que distinta, porque en ella la casa es un hijo amado que nos protege de una madre imprevisible, trémula pero amada, una madre tan gigantesca que en ocasiones es amenazante por su propio tamaño. 
Indudablemente ambas coinciden en señalar que la casa ocupa papel mediador, cosa que es trascendente. La consciencia de que el entorno ha cambiado de escala también lo es. El entorno se ha empequeñecido o el hombre lo ha civilizado casi todo, tanto da. En medio, la casa se muestra como lugar de diálogo y terreno neutral entre el afuera y nosotros. Y eso es un descubrimiento. Para aquellos amantes de lo que significa la casa, esa definición parece un regalo mayor que el de los propios robots de limpieza.

(1) Romero, Rubén, “entrevista a Colin Angle”, En El país. Retina, número 9, Septiembre de 2018, pp. 40.

24 de septiembre de 2018

CUATRO ESQUINITAS


Cuatro sillas esquineras de 1980 en perfecto estado de conservación. Precio: 3250 dólares. Autor: Steven Holl. Cuatro sillas que no valen en realidad como sillas de comedor, ni de trabajo. Cuatro sillas que, en todo caso y aunque no lo parezcan, son más un juego conceptual que simples sillas
Su geometría es ciertamente sofisticada y su modo de construcción no resulta nada convencional. Los encuentros entienden bien lo que es una esquina, y ofrecen un aceptable ángulo para un asiento cómodo. No es poco, pero no justifican su precio. Puede que porque no sea eso lo importante. Porque la clave es que esas sillas ofrecen dos familias de habitaciones con ellas. Y son pocas las sillas que regalan habitaciones. (La silla Barcelona, entre ellas). 
Una de esas habitaciones invisibles está generada por el mueble resultante de juntarlas espalda con espalda, formando entre todas una especie de chimenea. Un mueble en torno al cual se circula, exento, que dispara la visión de quien ocupe cada asiento hacia un horizonte infinito, igual a como hacía Palladio en su Villa Rotonda. Aunque tal vez no persigan propósitos tan elevados y sólo sea un modo de guardarlas en un trastero. Nunca se sabe. 
La otra combinación posible es más rica y no admite ser llevada a un almacén. Porque de enfrentarlas surge una habitación que se tensa según la distancia a que se coloquen. Esa relación con forma de cuadrado encierra, a su vez y por tanto, tres posibles habitaciones alternativas: en la primera, sentados en la diagonal opuesta podríamos casi tocarnos y escuchar todo susurro sin excesiva incomodidad. Esa habitación cercana a los 240 centímetros de lado es la habitación familiar. Más allá nacería la habitación de lo social, donde es posible hablar y escucharse cómodamente. Esa habitación de conversar es de 540 centímetros de lado como máximo, porque a partir de esa distancia se construye otro tipo de espacio donde el hablar pierde naturalidad al necesitarse forzar la voz, y donde se pierden los gestos no verbales. A partir de ahí aparece una tercera habitación, no ya de convivencia, sino de observación y vigilancia. 
Cuatro habitaciones selectas. Si se piensa con calma, hay casas que tienen menos. Hay casas que se conforman, de hecho, con mucho menos. Y habitantes que también. A ver si resulta que esos travesaños de madera de arce salían a cuenta...

17 de septiembre de 2018

LA CASA DEL CALOR


Cuando llega el estío las casas modernas se convierten en hornos. Hoy el único frescor de la casa se logra costosamente con aire acondicionado o bajando a la piscina de la urbanización. Ya ni la sombra caliente del pavimento permite salir a la fresca. (Tampoco es que la escala de las calles del extrarradio inviten mucho a ello). 
Dentro, el solazo atraviesa los cristales de las casas hasta tocar el suelo laminado y recalentarlo como una parrilla. Nada amansa la fiereza solar, porque ya no hay toldos, ni pérgolas, ni aleros, ni celosías que se interpongan en ese rectilíneo y lacerante recorrido. Todo se ha vuelto tan barato con la excusa de la limpieza formal que ya ni llevando sombrero y gafas de sol en el salón podemos protegernos de la calima sino es recurriendo al mando a distancia del split. 
Antes todo era más sucio, es verdad, y más lento y más sudoroso, pero los parrales, con sus enredaderas, o los jardines cercanos a las casas de gruesos muros atemperaban el ambiente. La casa de sombra y de huecos pequeños protegía con sus paredes encaladas al pobre habitante. Las paredes sudaban antes que nosotros, traspiraban. Cualquiera que haya vivido la sensación de una casa respirando sabe también del secreto funcionamiento de los botijos y de las fresqueras. Pequeñas sabidurías perdidas en la ciudad. 
Allí el frescor no solo se lograba por lo pesado de los muros sino que hasta los abanicos, las telas, y las velas colgadas de los patios atenuaban el bochorno.
Bochorno, bonita palabra. Hay arquitectura que evita el bochorno y otra que es bochornosa. Parece que todo esto no hace sino abrir la lata de la nostalgia. Pero es que en verano se echa tanto de menos alguna corriente de aire; algo de confort sin el zumbido insoportable del aire acondicionado; algo de piedad por parte de la arquitectura. Un gesto de protección es siempre tan bien recibido. Y más si es eficaz, y no solo postureo climático.

10 de septiembre de 2018

LA CASA DE UNA SOLA FACHADA


Por mucho que el Abate Laugier fantaseara sobre el origen de la arquitectura como una sencilla cabaña hecha de troncos y ramas, lo cierto es que cualquiera interesado por el origen de la arquitectura sospecha que el nacimiento de la habitación humana fue más bien el refugio que brindaron las cuevas. La protección primigenia que ofrecen esas casas de una sola fachada frente al agua de la lluvia pero también frente al frío o al calor exterior es tan evidente como sencilla. Por eso, aún hoy, cada oquedad en la tierra es un santuario del acto de habitar. 
La cueva protege con eficacia, y seguramente de ahí viene la profunda metáfora de la casa y de la tierra como madre, antes que como suministradora de alimentos. El espacio excavado, esculpido y horadado de la casa de una sola fachada conforma una arquitectura oscura, sin aristas claras y donde el sentido de la orientación proviene de la fachada con luz. Pero si las casas de una sola fachada, tienen sus ventajas desde un punto de vista climático, no sucede igual con el aire que se almacena sin renovación en sus cámaras siempre sobrecargadas. Las casas de una sola fachada son reductos de oscuridad, de un olor reconcentrado y húmedo. 
La casa de una sola fachada a duras penas construye ciudades, aunque si comunidades. Pero a los efectos del habitar humano, lo excavado conforma un conjunto de tipologías rico y variado, que va desde las minas, las bodegas, los enterramientos, los bunkers, las criptas, los garajes, los depósitos y las canteras. 
La cueva es un refugio óptimo frente al exterior pero también frente al tiempo. Preservan la memoria y el pasado. Hasta un tenue caballo dibujado en sus paredes tiene mayores visos de eternidad que sobre cualquier otra superficie conocida. Sin embargo el espacio de la cueva es siempre primitivo, y por eso contiene, más que habitantes, una ensoñación arqueológica. Ante es cierto que en toda cueva siempre nos preguntamos por la naturaleza o costumbres de sus inquilinos anteriores. Porque siempre los hubo. 
En la casa de una sola fachada no hay pasillos sino pasadizos y túneles. Tampoco hay habitaciones como tales sino cámaras y rincones. No hay paredes o armarios sino nichos y grietas. Al otro lado de habitación de la casa de una sola fachada hay un espacio macizo infinito, que se dibuja negro y sin fin, y no un vecino ruidoso. 
De la casa de una sola fachada podemos aun aprender mucho en relación a lo ecológico, decíamos, pero sobre todo en cuanto al habitar primordial. Porque nos ofrece la posibilidad de pensar la habitación desde presupuestos alejados de la pura mercantilización del espacio sin cualidades que nos rodea. Pensar en términos de rincones o de grutas, de sonido o de contraluces para una habitación es renovarla. Y no es mala cosa pensar en esos términos para la casa en lugar de solo metros cuadrados y la posición de la televisión o la cama.

3 de septiembre de 2018

POLVO DOMÉSTICO


La limpieza de las casas no arranca con el invento de las escobas y luego de las aspiradoras. Ni siquiera a nivel simbólico. La limpieza es algo más que el mero acto de librarnos de la porquería porque implica a la vez a la sociedad y a nuestra relación psíquica con “lo sucio”. 
Si el felpudo es el símbolo iniciático de la entrada de la casa en relación a la limpieza, en su interior, los rituales no son menores. Desde los actos de purificación de todas las religiones, al bíblico “sacudirse el polvo de los zapatos”, existe un mundo de actos destinados a la idea de lo limpio en el hogar. De todos ellos, los más ancestrales están relacionados con la pureza del dormitorio y de los utensilios de comer.
La limpieza es un acto animal que el hombre ha transformado y trasferido a su habitar diario. Cuando el hombre se hizo ser humano, adecentaba su casa cambiando las hojas secas por otras frescas y sacaba al exterior los restos de alimentación que atraían insectos. Desde entonces esta rama de la limpieza, que no coincide psicológicamente con la de los propios detritos humanos, no es una cuestión de nuestra relación con la pura suciedad sino con algo que penetra en nuestros hogares como un intruso, y que mancha nuestra vida diaria. La suciedad no es sólo el anuncio de la enfermedad sino que en la casa representa otro tipo de amenaza que tiene que ver con la moral.
La suciedad es materia fuera de su sitio. Es decir, la suciedad es un signo de un desorden estructural. De ello se deduce que pasar el polvo, la aspiradora, fregar o barrer provoquen, a la vez que un leve dolor de riñones, una especie de exorcismo de lo oculto. Limpiar la casa es un trabajo de Sísifo que se hace con la secreta furia del que sabe que todo volverá a ensuciarse. 
Incluso el limpiar mismo, paradójicamente, ensucia. Y entonces la arquitectura debe tomar medidas. La limpieza de las ventanas, cuando no es peligrosa, chorrea. El fregar mismo mancha las paredes que necesitan protegerse con rodapiés. Los baños se forran con superficies resistentes, cristalizadas o gresificadas, como cámaras acorazadas a esa sucia humedad que provoca mohos y hace que la pintura se desprenda… Blindamos la arquitectura, pero el polvo se adhiere con sus ventosas a las superficies, deja rastros verticales sobre los radiadores, se acumula en forma de pelusas descomunales que ruedan con las corrientes de aire como seres vivos sin rostro, o se depositan como una costra sobre los muebles inaccesibles… 
Contra la suciedad el único remedio es dar cobijo a un batallón de la limpieza que tiene su propio rincón en la casa. El llamado rincón de la aspiradora o el escobero, oculta, a su vez, la fregona y su cubo, el recogedor y el cepillo, cien trapos viejos, y mil botes rojos, verdes, blancos y azules, especializados como pócimas de amor a la limpieza, aunque, eso sí, clasificados según su PH.
Si se piensa, ese rincón de la limpieza hace las veces del viejo altar que la cultura romana tenía para los dioses lares. Hoy veneramos la limpieza de una manera semejante. Tal vez porque secretamente sabemos que la porquería, el polvo, está formado en gran medida por nuestras propias células muertas. Y limpiar la casa es un poco limpiarnos de ese nosotros que fuimos.

27 de agosto de 2018

VAMOS A LA CAMA


La cama es un mueble que no lo es, porque carece de la necesaria movilidad, y que ocupa generalmente tanto como la habitación donde se encuentra. Su posición relaciona su uso con el de otros muebles de superficie horizontal como son las mesas. Pero nada tiene que ver con ellas. 
Las camas de Thomas Jefferson, la de Felipe II y la de Luis XIV, permitían trabajar, escuchar misa y recibir a los súbditos, respectivamente. La de Le Corbusier estaba elevada a una altura inusual con la excusa de poder ver el paisaje cómodamente recostado. Pero la mayoría de nuestras camas son solamente rectángulos acolchados cuyas simples funciones son las relacionadas con el descanso y otras no menos apreciables, pero en nada relacionadas con la de esos casos ilustres. Entre sus especímenes concretos la “cama de matrimonio” es una de las más destacables. 
Hay quien dice que “la cama de matrimonio” fue una institución inventada en época de Napoleón para documentar una figura social y probar su solidez. El hecho de emplear una cama de matrimonio dota de un estatuto especial a quien duerme en ella y es prueba incluso de la solidez legal de una pareja. De hecho al abandono del lecho conyugal es una prueba de su ruptura. 
En lo que a la arquitectura concierne, lo importante de esas plataformas blandas es que cada uno de sus propietarios posee su lado. Es decir, es un rectángulo dividido pero sin fronteras visibles. La batalla por cada centímetro de sus dos subparcelas y todo lo que las cubre, se da a vida o muerte en función del peculiar clima del dormitorio.
Por eso toda cama de matrimonio, por la mañana, es una topografía de esa lucha a oscuras, donde sus arrugas dejan plasmada la huella de los cuerpos y su actividad. Una batalla que se borra al hacer la cama. Operación que requiere de espacio alrededor y un ahuecado general de todos los aditamentos del maldito rectángulo, porque obliga a bordearla y abrir ventanas y cerrarlas y cambiar sábanas en un trabajo sin fin a base de dejarse los riñones. 
Ahora que lo pienso, en realidad las camas so esos inventos que sirven para descansar de hacer la cama.

20 de agosto de 2018

LA LUZ VIENE DE DENTRO


La luz, como el color del cielo, es un misterio que comienza en el fondo de nuestra retina. Aunque para la moderna psicología y fisiología del ojo, la luz es una sustancia que acaba recolectada en un rincón del cerebro gracias a chispazos neuronales, cualquier arquitecto sabe que es precisamente el camino inverso el que sigue: sale desde un rincón cerebral hasta hacernos entender el universo y lo que nos rodea. 
La luz es una proyección, que se extiende hacia el exterior, por mucho que la realidad diga lo contrario. Por eso y antes de llegar al infinito, el filtro de la arquitectura nos hace comprender sus cualidades más profundas. Aunque cada ser humano posee un modo de ver la luz que es personal, cuando esa sustancia atraviesa el filtro humanizador que supone lo construido, todo cambia. Entonces somos seres humanos con cosas en común, y compartimos algo más que una insulsa genética. 
Es la arquitectura quien toma forma gracias a la luz a la vez que la interpreta, la pondera y nos permite contemplar el mundo de un modo cultivado. Fue el Zaratustra de Nietzsche, quien se levantó con la aurora, “se colocó delante del sol y le habló así: « ¡Oh gran astro!¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras aquéllos a quienes iluminas!”. La luz necesita de la arquitectura tanto como la arquitectura del sol, dice sin modestia. Tal vez solo así se puede comprender lo que representa la luz para el hombre y hasta qué punto no puede sino entenderla como una sustancia humanizada. 
Sólo así cobra sentido la fachada del veneciano Redentore de Palladio, la definición de arquitectura de Le Corbusier o el porqué de las piedras erigidas en Stonehenge. La luz da forma a las piedras y a nosotros mismos con ellas, y tan presente está el binomio de la luz y la arquitectura que se ha convertido en uno de los símbolos predilectos de la humanidad para retratarse en el tiempo y ser conscientes de él.

13 de agosto de 2018

CIUDADES FRÁGILES Y NECESARIAS


Las ciudades son leves accidentes en el tiempo y en la naturaleza. Por mucho que las veamos grandes, inabarcables e irreversibles, por mucho que las comparemos unas con otras y las hagamos competir por su población o tamaño, son de una levedad incomparable. Incluso las nubes, a pesar de su fragilidad y vapor, son más impresionantes y más perdurables.
Cada ciudad está llamada a desaparecer. Porque ni siquiera ellas son ajenas al ciclo de la vida. Nacen, crecen y mueren. Y con suerte, sus esporas se difuminan por otros lugares, gracias a ciclos migratorios, actividades económicas novedosas o fruto de la pura casualidad.
Las ciudades crecen y mueren, lo enseña la historia, y como organismos vivos se encogen o expanden y se reforman con el simple paso del tiempo. Esta capacidad cambiante de las ciudades no deja de ser maravillosa porque esconde la propia relación del hombre consigo mismo.
La ciudad pasa, pero la ciudad es el futuro. El hombre debe a las ciudades y a su fragilidad las enfermedades y su progreso como seres humanos. Hoy, más que nunca antes en la historia, somos conscientes de que gracias a ese invento, el hombre ha llegado más lejos que con cohetes y vacunas. Porque debemos más a la ciudad, como especie, que al invento de la penicilina o el cultivo de la patata. 
El que esté en favor de la defensa de la naturaleza y no lo esté en defensa de las ciudades, como otra más de las especies vivas, se olvida que el hombre depende de ambas para su pervivencia.

6 de agosto de 2018

PARAR A TIEMPO


No es fácil parar a tiempo. Y menos saber dónde. Entre otras cosas porque el parar, el detenerse, es, en sí mismo, significativo. A veces parar es rendirse, y otras no saber seguir. A veces detenerse habla de lo incompleto y otras significa "sígase como lo hecho hasta ahora", igual que sucede con el musical término “da capo”. Lo inacabado reclama en muchas ocasiones una especie de silencio, pero en otras, solamente pide ser rellenado con la imaginación. Porque el vacío es espacio en espera que debe rellenarse en nuestra mente.
Como un cuaderno de caligrafía incompleto rescatado de la infancia, uno se pregunta por el motivo de su inacabamiento, "¿Se habría terminado el curso?", "¿quién era ese que dejó la tarea a medias?","¿Fue culpa del profesor o de la inconstancia y cansancio del alumno?"...
En arquitectura uno de los más preciosos lugares donde sentir el peso de ese inacabamiento es el ornamento. Porque es en esa decoración prescindible donde se ofrece un tiempo latente, detenido. El ornamento inacabado, aquí de Piranesi, pero fácil de encontrar en toda la historia, desde el elocuente silencio en una de las fachadas del palacio de Carlos V en Granada, a las columnas inacabadas del templo de Segesta, en Sicilia, nos recuerdan que ya otros se comunicaron a través del abandono de las cosas antes de haberlas concluido. Que la rendición en el detalle a veces es distracción, a veces cortesía y otras tareas a descifrar. Que el abandono de la obra, sea causada por la ruina económica, por una falta de medios con los que continuar, es siempre emisor de significado.
Si el abandono del ornamento corresponde a una desaparición del artesano, a la falta de materia, o de las energías, entonces el ornamento no es un delito. Lo que es un crimen del ornamento inacabado es cuando no dice nada de nada. Cuando ni siquiera asoma allí, en el detalle sin concluir, esa debilidad que hace que la arquitectura sea tan humana.

30 de julio de 2018

LAS CARTAS SOBRE LA MESA


Las mesas provienen de un ser vivo enhiesto que se derriba, trocea y desbasta gracias al violento oficio del carpintero, hasta concluirse en otro ser horizontal que se usa para leer, conversar y comer. El cambio entre la horizontalidad de la mesa y la verticalidad del árbol del que proceden sus tableros simboliza un cambio en el universo estético de las cosas. 
La mesa, la inglesa “table”, era una simple “tabla”, porque al principio se empleaba sin patas. La tabla se apoyaba tras la comida en la pared hasta mejor ocasión. Pero desde ese momento y como eco del horizonte mismo, la mesa se convirtió en un plano técnico sobre el que se mueven todos los objetos e instrumentos del ser humano: libros, jarras o platos. Todo lo que se coloca sobre una mesa adquiere el carácter de objeto. Porque la mesa objetiva el mundo. 
Tanto es así que hace lo mismo con todo aquel que la emplea. Secciona en dos al invitado como con una cuchilla: así vemos asomar un tronco y su cabeza por la línea de su horizonte e imaginamos unas piernas que ya no percibimos en continuidad. De ese modo las personas son bustos y los objetos cosas a observar en su mismidad. 
Sin embargo en torno a la mesa se da la convivencia del ser humano, la amistad y las negociaciones. La mesa se ha convertido en un símbolo de lo social y del diálogo. Y basta pensar lo que supone no sentarse a una mesa a comer, el mero comer en solitario de la hamburguesa o del sándwich, para comprobar como desaparece toda conversación. Los modales en la mesa y las buenas maneras, son sinónimos. Ningún otro mueble exige educación a la hora de su uso. Gracias a la mesa tenemos cubiertos y amigos. Nos reunimos en torno a las mesas. Son el centro de discusiones, de operaciones y altares de ofrendas. La mesa organiza un espacio propio y hasta el tiempo en la casa, mucho más que la cama. Pasamos de la mesa del desayuno, a la del trabajo y a la de la comida, para luego reunirnos en torno a la mesa de la cena y reposar las gafas o teléfonos de nuestro cansancio en esas pequeñas mesas que son las mesillas de noche. La mesa articula, como un secreto maestro de ceremonias el quehacer diario y ni lo percibimos. 
Pero de todos los usos posibles de las mesas, los mejores son los que les dan los niños, para quienes son habitaciones dentro de las habitaciones. Y a veces hasta cosas mejores…

23 de julio de 2018

LA LUZ INTRUSA


La luz entra en nuestros hogares por las rendijas de las puertas, por las ventanas, por los huecos abiertos en las paredes y los techos. Percibimos la luz a veces como un ser rectilíneo, violento e intruso, que rompe el tranquilo aire de la casa y lo desgarra como un cuchillo. En esas ocasiones la luz ejerce una intimidación que pasa extrañamente desapercibida en el exterior, pero que, a su paso por la arquitectura, la deja marcada como se marca una bestia con un hierro candente. Sin embargo otras veces su presencia es calmada y difusa, como un líquido lechoso que se cuela e inunda la estancia, hasta borrarse con el paso de las horas. 
En el día a día la luz se burla de nosotros. La vemos, lenta, reptar por el suelo y luego subir por las paredes de las habitaciones hasta desaparecer, como un reptil incansable. Otras sentimos su presencia como un fantasma impreciso, que cobra intensidad y se apaga, en un ciclo repetido y sin fin. Hasta que al día siguiente nos despierta sin amabilidad ni contemplaciones, metamorfoseada, clavándose como un largo alfiler al fondo de nuestras retinas dormidas… 
La luz nos incomoda con su perpetuo deslumbramiento o con una ausencia que nos impide leer y atender a los detalles de las cosas. Siempre sobra o falta luz, y hasta en los postreros momentos, clamamos por ¡más luz!, porque nunca encontramos su cantidad precisa, justa y medida. 
Cabe imaginar, que precisamente por eso, para atenuar y domesticar la intimidación de esa radiación salvaje, o el control de su bruma, el hombre inventó la arquitectura. (Y luego, mucho más tarde, las gafas de sol). Inmanejable, como el tiempo, y con quien tanto tiene que ver, la luz sin embargo, actúa como fluido que debe ser canalizado. La luz hace de la arquitectura un problema de fontanería, de alta fontanería. Desde su comienzo la arquitectura pastoreaba la luz como se hace con diques y canales. Con sus muros y paredes, la luz se logró amansar, se moldeó y se convirtió en algo resonante para la existencia del hombre. Y es importante señalar que la luz fue controlada en la arquitectura antes que la temperatura y el agua corriente. Lo que da idea del orden de prioridades de la historia de la humanidad.

16 de julio de 2018

TEORÍA DEL BULTO EN ARQUITECTURA


En arquitectura, el bulto, como el grano, merece su propia teoría. Una teoría del bulto debiera contemplar esas hinchazones de la arquitectura que sobresalen hacia el exterior como hernias. Le Corbusier fue un maestro en el manejo de estos bultos y podemos contemplar alguno de los mejores en Ronchamp a modo de confesionario. En España el maestro de los bultos disimulados es Alejandro de la Sota. Que hasta los convierte en cajas para que se noten menos. 
Habría que aclarar que los bultos y las jorobas pertenecen a la misma categoría de deformaciones. (Y que en nada se asemejan a las de la escultura y su problemática del bulto redondo). Así, en arquitectura, jorobas y bultos son una alteración, digamos, topográfica de la tersa pared o de la superficie limpia. El bulto, desde el punto de vista de la forma, asoma y no se puede contener. Es decir, en el bulto existe una fuerza latente en una dirección. 
Por ello, los bultos son la manifestación de algo insano: son un síntoma de esa enfermedad interna que llamamos programa. En realidad, el programa no satisfecho en el interior, como no cabe, debe asomar y lo hace en forma de esas mochilas o jorobas. El bulto es, por tanto, un símbolo. El bulto es un sacrificio de la forma, que se vuelve impura, tosca y fea, a cambio de resolver algo que se considera más importante: el uso. Podría pues considerarse la última declaración del funcionalismo en una época donde el funcionalismo es indefendible. (O al menos el último reducto desde donde encontrar la conexión entre el organicismo y el funcionalismo).  
Igualmente, esos montículos son el signo de una dimensión no evidente. Detrás del bulto hay algo que está vivo, y es necesario. Por eso cuando el bulto aparece en la obra de arquitectura puede deberse a la sutileza o a la torpeza. Pero ambas, extremas. 
Trabajar con el bulto y hacerlo con profundidad y conciencia no es sencillo. Tarkovsky hizo un paisaje de bultos, como pistas de motocross, y de puro inquietantes no han dejado de ser un referente a lo surreal. El bulto aparece en todo proyecto de mantas, topografías y montañas. A veces el bulto cobra tal protagonismo que absorbe la totalidad de la obra. Entonces es la obra la que se vuelve un bulto del bulto. De este último caso Gehry es el mayor valedor.

9 de julio de 2018

EL TIMO DE LA MATERIA HUECA


La materia de la construcción está, en su mayor parte, hueca. Desde una torre a un ladrillo, la lógica de los huecos ha hecho de la arquitectura un prodigio de la buena disposición de los agujeros antes que de la buena colocación de la masa construida. 
En realidad, y como nos enseñaba ya la antigua física atómica, la materia es tan solo un hueco agitado por cargas eléctricas. Cuando tocamos a nuestra familia o las paredes de nuestra habitación, no hay más que un vacío impenetrable gracias a la movilidad de sus electrones y de su estable núcleo interno. Pero una cosa es intuirlo de lo infinitamente pequeño y otra pensarlo del día a día que habitamos. 
Pocas personas son conscientes de esta revolución secreta de la construcción. Y sin embargo escuchamos a los vecinos sin distinguir su conversación, o podemos habitar a trecientos metros del suelo gracias a la depurada técnica de la colocación de esos agujeros invisibles
Hoy, desde las estructuras alveolares a los falsos techos, el control climático de nuestras casas, de sus vidrios y carpinterías, y hasta de los ascensores mismos, son lo que son por el tamaño y la precisión de los huecos que dejan en sus intestinos. De hecho, hoy el vacío es más determinante que lo macizo. Cuanto mejor dispuestos están los huecos, más tecnológica es la materia. 
En el pasado, a base de poner y poner piedra, y masa, la arquitectura gozaba de estabilidad climática y física. Pero la inercia que provee lo macizo es costosa e inaccesible para la economicista mentalidad contemporánea. Por eso, paradójicamente, la ecuación “a más peso, más precio”, se rompió en algún momento en el mundo de la construcción. Hoy, construir con huecos no ha abaratado nada y esos agujeros se pagan, cada vez más, a precio de oro. Porque se pueden colocar a distancias cada vez más precisas. Aunque, como en el queso Gruyère, no hay descuento por sus agujeros. Se debe a que pagamos por su correcta y milimétrica colocación y por el cuidadoso relleno de gases inexplicables.
Menudo timo. O tal vez no…

2 de julio de 2018

CUIDADO CON LAS ESQUINAS


Si los rincones de la arquitectura están protegidos por su propia forma, no sucede lo mismo con sus aristas hacia el exterior. Desde los zócalos a las piezas esquineras, la arquitectura es muy sensible al desgaste en esos frágiles lugares. De ahí que en esas líneas se cambie y refuerce la dureza y la elección de la materia. Porque aunque construir una línea recta y que esa línea se mantenga en el tiempo parece un problema menor, la vida diaria demuestra que no lo es, en absoluto. 
Las ciudades de calles estrechas acaban devorando esas esquinas por el roce incesante. En primera instancia, cerca de las esquinas, las paredes solo se ensucian. Tras la aparición de un número creciente de manchas, generalmente perpendiculares a la arista, se pasa a los arañazos. Y con el paso del tiempo, y ya sin testigos y sin un autor cierto, la geometría de esa arista se difumina y multiplica, se abre y curva hasta desaparecer como tal. 
La vida es una gran autora de esas esquinas mordisqueadas, como hacen los cachorros de las mascotas domésticas con los sillones. Y por mucho que se blinden con piedra o materiales específicos, las esquinas, como los padres, sufren por el hecho de serlo. A pesar de eso, y aun siendo una parte de la arquitectura capaz de contener algo del dolor que supone todo acto de autodefensa, eso no las dota de un carácter huraño ni negativo. Los perfiles “guardavivos”, hablan de su vitalidad. Mantener viva una arista representa casi un objetivo terapéutico y preventivo para la totalidad de la obra. Porque ofrece la idea de una obra cuidada y juvenil. 
Si nuestro símbolo del envejecer son las arrugas, el de la arquitectura no son simplemente las fisuras, o las goteras, sino la más inmediata pérdida de nitidez de sus aristas.

25 de junio de 2018

SIN VENTANAS NI PUERTAS, NO HAY HABITACIONES

Cada ventana son siempre mil ventanas. Porque por ellas atraviesan las luces del amanecer y del crepúsculo, porque por ellas aparece la primavera y la bruma exterior y porque por ellas cambia cada día la habitación a la que pertenecen. 
Del mismo modo, cada puerta son siempre mil puertas. Porque cada puerta es una bienvenida diferente y un lugar que conecta con un exterior siempre cambiante. Porque tras cada puerta nos espera una rutina ligeramente deformada y porque gracias a ellas cambia la habitación a las que pertenecen. 
Por eso, cada habitación son mil veces mil habitaciones. Desde esa perspectiva, no todo depende de sus habitantes, sino del ligero cambio que suponen sus agujeros. De ese modo se puede comprender que no haya una verdadera habitación que no disponga de estos dos elementos esenciales. Como no hay una cara sin ojos ni boca que logre expresar algo.
Cuando Louis Kahn decía, “No hay una habitación que no tenga luz natural” se refería de un modo indirecto a la necesidad de su apertura y su fuga. Porque una habitación sin puerta ni ventana puede ser un cuarto, pero nada más. Tal vez esa interdependencia se deba a que gracias a la ventana sabemos de la forma de la habitación, (y no simplemente porque deje pasar la luz para verla, sino por su lógica esencial); y gracias a esa puerta conocemos su tamaño (y no sólo porque sepamos que las puertas son un eco de las personas). Así visto, puertas y ventanas conllevan habitaciones tras de sí. Y viceversa.  
Aparentemente las habitaciones son sólo los espacios entre tabiques destinados a un uso. Pero debido a esos huecos que superan lo epitelial de los tatuajes o lo extraño de los injertos, puesto que son parte de sus entrañas - pero que paradójicamente no incluye ninguna definición del diccionario - las habitaciones son un delicado mecanismo del ser: estamos en el mundo gracias a las “estancias”, del mismo modo a que somos gracias a tener “esencias”.

18 de junio de 2018

UN ACTO DE BIENVENIDA ELEMENTAL: EL FELPUDO


Como todo el mundo sabe, el felpudo es esa alfombra generalmente raída y algo descuadrada respecto a la puerta de la casa, cuya función primordial es la limpieza de los pies antes de entrar. Sin embargo sabemos, por el habitual convivir con esos rectángulos de fibra de coco, que sobre ellos reflexionamos fugazmente algunas cuestiones de nuestra más íntima existencia: allí buscamos las llaves y sobre ellos dudamos dónde hemos aparcado el coche o si nos habrán perdonado los habitantes del interior el último descuido o enfado. 
Pero además el felpudo es un signo de cómo se construyen las sociedades en relación a la propiedad privada. Son un signo de la confianza en el prójimo, puesto que es el único objeto privado de la casa que se deja al exterior, a pesar del riesgo de dejar de serlo. También es el único signo permanente de la singularidad de quien habita el interior: el felpudo es un retrato de los habitantes, que en este objeto horizontal, se muestran sociables, anónimos, juveniles o descuidados. Y todo ello aunque en primera instancia, conviene insistir, el felpudo sólo cumple con la función de la limpieza antes de cruzar el umbral de la casa y es, por tanto, la encarnación del gesto de entrar. (Y solo de entrar, porque al salir salimos purificados del hogar y con las suelas de los zapatos limpias). 
La historia del felpudo es la de un trozo de “felpa”, es decir, de un tejido. Pero coincide en su función con la del primer escalón, de piedra o de madera, dispuesto como umbral antes de acceder al interior. Así pues, su misión no está vinculada a la ligereza y a lo provisional del tejido sino a la simple necesidad purificadora que requiere entrar a cualquier hogar. Porque antes de entrar se debe limpieza a los habitantes o, mejor dicho, se debe limpieza al “interior”. En todos sus sentidos. El felpudo reúne, por tanto, una misión simbólica y una práctica sobre las intenciones de quien entra, por mucho que mensajes como “welcome”, “cuidado con el perro“, “o bienvenido a la república independiente de tu casa” lo banalicen como objeto…

11 de junio de 2018

BRILLANTE, PULIDO, SIN JUNTAS


Hoy el brillo es el símbolo del lujo. Ante el brillo somos los sujetos de un permanente efecto “black mirror”, también en la arquitectura. La tiranía del brillo y de lo pulido son hoy nuestro nuevo sistema político-arquitectónico. Aunque, eso sí, el brillo no se vota. 
Las cajas espejeadas de Dan Graham, las superficies sinuosas de Anish Kapoor, la arquitectura de Foster y los productos I-phone son la pureza encarnada en objetos que no reclaman ya ser tocados, puesto que su superficie no manifiesta impureza ni sombras. Las aristas de lo pulido se han convertido en un símbolo de la perfección aplazada. Cada junta promete desaparecer en el siguiente modelo y en la siguiente obra. Pero el brillo no se dibuja ni se planifica. Se dicta. Lo pulido se ha vuelto impermeable al pasado y a la memoria. El brillo disuelve la materia. Y con la materia, la gravedad y la construcción. 
Pero, ¿cómo ha llegado a fabricarse esa simbología del brillo y del pulimento como imagen del futuro y de la limpieza?, ¿Cuándo entró el brillo en nuestro vivir cotidiano? ¿Cuándo se llenó la arquitectura de superficies fantasmales? 
El brillo del hogar siempre fue mineral, breve y costoso. El brillo antiguo no aparece en la arquitectura de la casa salvo en objetos, joyas, roblones, tachuelas y pequeñas superficies bruñidas de espejos y metales. En las cocinas, en cazos de cobre, todo lo más, pero con la forma de un pobre reflejo bermellón. Las escenas domésticas del pasado solo contienen brillos como puntos estrellados, y sólo lo religioso se permite en la pintura un brillo agrandado como símbolo de lo sobrenatural. 
Desde el barroco, lo brillante comenzó a invadir la arquitectura gracias a los dorados, aunque fue mucho más tarde cuando llegó a asociarse con el pulimento. Hoy el binomio brillo-pulido encarna el ideal de la arquitectura del futuro. El plástico, glauco y opaco, ya no es capaz que de ofrecerse como una alternativa a esa simbología del futuro que ocupó la casa en los años cincuenta y sesenta. 
Hoy nuestras casas están cada vez más invadidas por azulejos, por pantallas de televisión y por teléfonos sin botones. Convivimos con sus brillos como un espejo sin fin. Nuestras casas brillan gracias a materiales cada vez más grandes, sin tornillos ni soldaduras, a la vez que toda una plétora de productos de limpieza aseguran que el brillo no engaña. 
Proféticamente, Tanizaki, en su “elogio de la sombra” se espeluznaba a principios de siglo cuando en Japón los baños empezaban a parecer espacios tecnológicos repletos de cerámica vitrificada. El brillo era, de hecho, lo más insoportable de lo moderno. Suponía una amenaza contra el pasado y su tradición que depositaba valiosas capas de sucio uso sobre las cosas. Hoy que ese brillo pulido y sin juntas procede en gran medida de sus fabricantes orientales de tecnología, el destino nos ha devuelto el invento como una paradoja agigantada e imparable. 
Sin embargo la casa parece el último reducto frente a esa invasión brillante. Aunque no por una autolimitación de los habitantes o una consciencia de su peligro. Si la pugna está en mantener la casa radiante porque significa que está limpia, en otras estancias, misteriosamente, lo rugoso y lo blando lucha por mantener el derecho inalienable del confort. Por eso hoy la casa encarna el campo de batalla de las tiranías ocultas del brillo y del confort. Luchan a muerte asesina por sus rincones. Y mientras miramos el terciopelo de las cortinas o el cuero del viejo sillón, consultamos las noticas sobre el brillo del plasma, no somos conscientes de los cadáveres que caen a nuestro lado como fantasmas. Pero ¿se imaginan cuando el brillo sea confortable?

4 de junio de 2018

TERRAZAS DESDE DONDE SALTAR


Las terrazas sí que son un invento, (y no los pobres balcones). En las terrazas se nos da la oportunidad de tomar el sol, de leer y hasta de saltar por ellas sin perder el glamour. Saltar desde un balcón es cutre y de mal gusto, incluso como deporte de adolescentes borrachos. Pero hacerlo desde una terraza es otra cosa. Es más que una cuestión de estilo. 
La casa con terraza tiene, psicológicamente al menos, una habitación de más. La terraza es una habitación suplementaria que hace de toda la casa algo aéreo. Porque las terrazas, como las plataformas de despegue de los portaviones, casi parece que permiten a la casa volar por si misma. Las terrazas disparan y proyectan el hogar hacia el cielo y convierten casi cualquier casa en un ático. 
Las terrazas pueden construir la fachada de un edificio, cosa que los balcones no pueden ni soñar hacer. Las terrazas pueden incluso dar razón de ser a un edificio, y si no, basta recordar las Marina City Towers, donde solo la terraza es capaz, ella solita, de dar sentido, profundidad y riqueza a las dos torres gracias a esos pétalos hormigonados. 
Aunque lo más hermoso de las terrazas es que son un muestrario de la vida de las personas que las habitan. En el mobiliario de las terrazas triunfa tanto el plástico como todos los complementos que pondríamos encontrar en un exterior, incluyendo gnomos de cerámica, farolillos y césped artificial. Pero aun así las terrazas no pierden su aura y los matices de quien busca en ellas un jardín o una azotea. 
Esos planos aéreos, como el techo descapotable de los coches, es un “extra”. No sólo son una habitación “extra”, sino una extra-habitación. Un “extra” que es en si mismo un artículo de lujo y ni te cuento si se combina con la palabra “vistas”. Entonces constituyen el lujo supremo: la “terraza con vistas”. 
Quien pillara una, en lugar de un casoplón en la sierra.

28 de mayo de 2018

EL BALCÓN SATURADO



En teoría los balcones, o son extensiones de las habitaciones o prolongación de las ventanas, (a veces de la calle misma). Pero está claro que son espacios incompletos, porque no se sabe si crecen de dentro a fuera, o al revés, y necesitan entenderse como prolongación de algo. A veces son como hernias que les salen a las casas y otras como escenarios donde la calle se mete por ellos. 
El balcón es el lugar del pregón, de la recogida de los trofeos deportivos y del lucimiento de banderas en los edificios públicos, pero los de las casas son tan distintos que puede decirse que no pertenecen a la misma categoría de objetos. Porque los balcones en las casas no son símbolos de casi nada. Si tradicionalmente en España los balcones eran un lugar de exhibición y de cortejo, hoy, cuando no están llenos de tiestos, lo están de bicicletas. O son el último refugio de los fumadores domésticos, que encuentran en ese espacio el único lugar para no atufar al resto de los habitantes de sus malos hedores. 
En la práctica el balcón es, pues, un lugar convertido mayoritariamente en un armario sin trasera, y en un desecho hacia la calle. (Un proceso que, si estudia con atención, antes sufrieron los tendederos). En el balcón se acumula siempre y antes de nada un primer objeto: la polución. Es cuando nos asomamos a ellos cuando descubrimos lo sucias que están las ciudades y es entonces cuando nos preguntamos por la mugre que debe contener cada uno de nuestros pulmones. En el balcón descubrimos, consecuentemente, una aspereza adicional del habitar la ciudad: mirando a la ciudad desde allí nos vemos a nosotros mismos, por dentro, un poco engrisecidos. 
Puede que por eso el balcón se haya ido convirtiendo en un cuarto solamente perteneciente al exterior, un almacén de las cosas que no queremos ver a diario en la casa. El siguiente paso en su escala evolutiva es perpetuarlos como armarios o llenarlos de aparatos de aire acondicionado, pero sin preocuparse mucho del aspecto de los balcones del resto de los vecinos. Lo cual es un signo de la individualidad de sus habitantes, pero de una individualidad de sus trastos, una individualidad no voluntaria y sin sentido estético alguno. 
Es importante señalar aquí que el balcón no ofrece la misma cantidad de cosas que su pariente rica, la terraza. Entre ambas piezas, de hecho, hay un abismo de posibilidades y de diferencias a pesar de que se ocupan del mismo espacio intermedio. Porque en las terrazas se dan fiestas y se puede cenar o tomar el sol, y en los balcones nada de eso. En realidad los balcones siempre van a peor. Y no es por ser negativos. Pero es que los balcones son un asco. O mejor dicho, están siempre hechos un asco.
Puede que por eso se produzca la trasferencia de significado.

21 de mayo de 2018

MALDITOS RODAPIÉS


Los rodapiés son unos inventos de lo más razonable porque protegen el contacto de un suelo y una pared. Pero no porque ese contacto sea agresivo y paredes y suelos se lleven a rabiar. Sino porque los pies de las personas parecen tener la costumbre de manchar las paredes en ese preciso encuentro. Extrañamente los humanos juegan a dar patadas a las paredes en sus partes bajas. Y las paredes emplean ese escudo para parapetarse de nosotros. 
Podría pensarse que la historia del rodapié es tan vieja como la historia del zapato y de las paredes, pero no. La historia del rodapié coincide más bien con la de la limpieza. Cuando una pared aspira a permanecer limpia tiene que recurrir a esa junta. Por eso no es casualidad que podamos encontrar rodapiés en algunas pinturas de Vermeer, (aunque se trate de un solo modelo, un azulejo historiado blanco y azul que no casa con el suelo ni con sus paredes en diseño ni color), pero no en los cuadros de Velázquez. Lo cual es significativo de hasta qué punto el rodapié está ligado a la historia del limpiar la casa y de cómo cada país empieza esa historia en momentos diferentes. 
Y conste que el rodapié no es simplemente una pieza que protege de los humanos a las paredes sino que también sirve para esconder las humedades que ascienden por ellas, como trepando. Silenciosas. Y dejando manchas de moho a la mínima, precisamente en esos lugares. El material de los rodapiés, por eso mismo, trata de ocultar con su dureza o su resistencia al agua, esos desperfectos. El rodapié debe ser más fácil de limpiar que la pared misma. Y cuando crecen sobre la pared y suben por ella, cambian su nombre por uno más sonoro y con mejor fama: “zócalo”. Sin embargo ni zócalos ni rodapiés permiten arrimar ningún mueble a la pared, (salvo la estantería Billy de Ikea gracias a su mordisco con forma de rodapié de su esquina y con la que ningún rodapié real encaja). 
En fin, después de toda esta teoría del rodapié no sería justo olvidar que otra de sus principales razones es la de tapar los fallos de construcción del suelo en su encuentro con la pared. Tal es su éxito para esconder defectos que los rodapiés de esa “indecencia del mal ajuste” han pasado a ocupar lugares donde no hay pies, pasándose a llamar “copetes”. Hoy no hay encimera de cocina sin su copete. Nombre simpático pero que no hace sino distraernos de que en realidad son rodapiés para los ojos. Y entonces sí que son malditos rodapiés, porque no dejan ver la verdad de las cosas.

14 de mayo de 2018

LA PARED INCLINADA


La pared que no guarda los respetuosos y canónicos noventa grados con las demás es temida por inhabitable. La pared torcida es una maldición y basta pensar en Gaudí y sus casas de pisos para ver como en ellas todo parece resolverse subyugando la vida diaria a la tiranía del diseño de los muebles por parte del arquitecto. Por eso tradicionalmente la pared inclinada representa al arquitecto absoluto y a la inundación del diseño. 
La pared inclinada posee, puede que por eso, una mala fama evidente. La pared inclinada es irracional. Es contraria a la lógica de la distribución y a las costumbres. Lo lógico son habitaciones estables como cajas. Una caja de espacio fácilmente ventilable y habitable es moderna y limpia. En una caja de espacio prima lo óptimo. La caja de espacio es la unidad de medida estandarizada de la casa contemporánea del mismo modo que la unidad de medida del tamaño de un territorio son los campos de futbol. Por eso la pared inclinada es cara. Un derroche. 
La pared inclinada, puede que por representar un despilfarro, solo aparece en algunos momentos de la historia donde hay cierta necesidad expresiva o cierta irregularidad en el solar. Un solar imposible, inclinado y con resquicios, como ofrecen la mayoría de las viejas ciudades, invita a acumular esas paredes oblicuas en lugares donde no estorben. Se lleva lo irregular a los almacenes y, solo cuando el arquitecto es habilidoso, se lucen o se vuelven protagonistas del orden general de la planta. Porque las paredes inclinadas, también hay que decirlo, se ven, principalmente, gracias al dibujo en planta. O abriendo habitaciones con llave. 
Solamente los buenos arquitectos, los de músculo, se atreven con la pared inclinada como desafío. Coderch disfrutó con esa pared inclinada. Y lo hico como símbolo de libertad. Pero no de la libertad del arquitecto, sino porque lo oblicuo habla de fugas y de dimensiones mayores a la de la casa cuadrada y a la de sus habitaciones encajadas. Por el mismo motivo lo hace Siza en las suyas. Y Torres y Lapeña.
La pared oblicua no permite arrimar muebles, pero si la vida misma. Planificar una pared inclinada supone acercarse mucho a la vida de esa incierta habitación. Y la pared inclinada se hace entonces símbolo de la vida real, porque aunque aparentemente contraria al sentido común, la vida misma se encarga de su doma.

7 de mayo de 2018

EL MISTERIO DE LA ISLA COCINA


En nuestra vida pasamos en la cocina una media de 5 años. Pero los números caen en picado: desde las tres horas y media al día que un americano dedicaba a preparar la comida a finales de los años setenta, a la escasa media hora a finales de los años noventa, hoy el tiempo es cada vez menor (1). Algo que ni Masterchef ni los programas de cocina han remediado. 
Cuando la humanidad decidió emplear un cuarto específico para la preparación de alimentos, las personas de servicio que trabajaban en él y sus utensilios eran más determinantes del uso de esa habitación que su pura espacialidad. Luego, con la llegada del agua y mucho más tarde de toda la tecnología aportada por los electrodomésticos, tanto la limpieza, la preparación y la conservación de los alimentos, como la optimización de los recorridos entre que buscamos una sartén y abrimos la nevera, han supuesto una revolución en el modo en que nos comportamos. 
Por eso la cocina es la habitación testigo óptima para contemplar los avances humanos. Tal vez incluso sea su motor secreto. En la cocina no sólo se guisan alimentos sino la sociedad misma. La cocina representa un territorio de conquistas sociales camuflado bajo el brillo del acero inoxidable y de las microondas. Por eso hasta la actual isla en la cocina trae consigo una secreta revolución. 
Hoy la isla en la cocina no es simplemente una conquista del ideario americano de vida popularizado por las series de televisión, sino un símbolo que habla de la reducción del número de horas pasadas en esa habitación, de la disolución de sus bordes en medio del salón y del papel de la mujer en la sociedad.
En este sentido esa isla de muebles, como un altar, representa un paso más en la emancipación de la mujer como sujeto social ya no dedicado al cocinar para toda la familia. La mujer salió hace tiempo de aquel espacio y ya nadie se dedica a cocinar en la casa. Porque no hay tiempo para ello, pero también, porque es necesario su sueldo para el mantenimiento de la familia y que se sienta realizada con su trabajo.  
Sin embargo el de la igualdad de género no es su mensaje más sofisticado. La isla de la cocina suplanta, en gran medida, la vieja mesa de desayuno. Aunque se trata de una mesa especial, algo incómoda, al estar macizada de muebles que sirven para acomodar las vajillas y el utillaje de cocina que aun quiere mantenerse fuera de la vista. Es, pues, una mesa inmueble que invita a comer de pie en ella. Y no podemos olvidar que un lugar donde hemos abandonado sentarnos supone un cambio social de importancia, porque el sentarse es el origen del acto de reunirse, al menos en occidente. La cocina en isla es el lugar del breve desayuno familiar, café en mano, aunque donde los miembros de la familia ya no se ven las caras, ni apenas se hablan.
Es también la parte de la cocina que representa, como en una escenografía, que en la cocina ya no se cocina. La isla se convierte en el espacio de la recepción de los alimentos precocinados de la casa. Por mucho que tenga pila o fuegos, es la imagen del puerto de amarre de las bolsas de la compra antes de su almacenaje en la nevera. Un sitio para el lucimiento de los alimentos plastificados y para la comodidad de la compra antes que para el acto del cocinado.
En algún momento de su desarrollo se pasó de las penínsulas a las islas, un fenómeno que no sólo se ha dado en la tectónica de placas. Así, las islas cocina lograron desprenderse de las paredes. La isla cocina posibilita una gozosa doble circulación, a pesar de consumir mucho espacio. Por eso la isla acarrea un espacio invisible grande y lujoso. Y una casa grande que la acoja. Hasta ese punto ha calado el ideario de su forma de vida que ha llegado a simbolizar un estatus social. No sólo de cambio social, sino de lujo: ha suplantado por completo "el sueño americano". De hecho es la prosperidad misma hecha objeto. Es el objetivo vital y burgués de todo occidente, un sueño transnacional, capaz de ocupar la centralidad psicológica del hogar actual.  
Esa isla, finalmente, simboliza que lo que se come en cada casa se fabrica lejos. Que las cocinas dejaron desde hace tiempo de estar cerca. Y que necesitamos de servicio y servidores, pero que sean limpios e invisibles.
Esos misterios esconde la isla cocina, convertida en ideario de comodidad pero sobre la que pesan estos misterios.

(1) Eso manifiestan al menos los sesudos estudios de los especialistas del tema: hoy Ikea y antes Terence Conran en su "Diseño", ed. Blume, Barcelona, 1997.