25 de abril de 2016

HOMENAJE A LA LÍNEA DE PUNTOS

Las líneas de puntos crecen junto con las demás como el trigo y la cizaña. Tanto que viven sobre el papel en una realidad esquizofrénica, porque sin cesar se debaten entre lo prescindible y el olvido. 
Las líneas discontinuas son prácticamente líneas sin cuerpo. Ninguna parece ser capaz de transmitir la seguridad de que llegue a su destino. Una recta a trazos no es el recorrido más corto entre dos puntos, como pudiera ser el de la todopoderosa línea continua; en la línea de puntos hay contenida una especie de duda, como esos afluentes de los ríos que aparecen y desaparecen absorbidos por la tierra y de los que no tenemos seguridad de su real desembocadura. 
Formadas por diferentes gruesos, trazos y ritmos, las líneas de puntos constituyen un morse de señales ambiguas hasta que su contexto no determina su completo significado. Como hormigas enfiladas que pasean por un pentagrama invisible, son los signos empleados para representar lo que queda detrás de las cosas, las partes ausentes, las proyecciones, es decir, son el signo de lo invisible. Un techo, un vacío o una continuidad falsamente interrumpida son algunos de sus usos más nobles.
Pero las líneas de puntos necesitan ser protegidas, como las especies en vías de extinción, porque son frágiles. Las líneas de puntos desaparecen a la mínima. Cuando no es por una manipulación en el dibujo, sea eso la fotocopia o cualquiera de los procedimientos a que se someten las imágenes, es por puro desinterés sobre su importancia como código de representación. Entonces se acaban disolviendo y haciendo invisibles. Y de lo invisible se pasa enseguida a lo prescindible. 
Decimos que son las líneas más frágiles y sin embargo ofrecen una riqueza insustituible a lo que un dibujo puede significar como lenguaje ya que ejercen con sus trazos la misma utilidad que los hilvanes con la costura, aunque en el espacio. Los espacios se acaban uniendo gracias a esos pespuntes, tanto es así que suprimiendo algunas de esas líneas veremos sin sentido plantas de catedrales y hasta mucha de la mejor arquitectura moderna. 
(Se bien que también están esas otras líneas de puntos, las que tratan de enmascararlo todo como fuegos de artificio gráfico, y que camufladas entre un ejército de más y más cansinas líneas de puntos hacen que, con su uso decorativo, toda su respetable familia pierda valor). 
Por eso, a las primeras, a las honestas líneas de puntos va dirigido este sincero homenaje.

18 de abril de 2016

MONTAJE


Con el paso de los años al arquitecto le ha resultado doloso mantener en funcionamiento la pesada maquinaria del montaje. Porque el montaje es una herramienta correosa en la que se invirtieron fortunas en el pasado, pero tan delicada e incómoda de manejar como las antiguas máquinas de copiar planos de amoniaco. (Nadie sabe ya que máquinas así, junto al del tabaco, conformaban el olor más auténtico de los viejos estudios de arquitectura). 
Desde el cine, a las “cadenas de montaje” industriales, al ensamblaje artístico, el primer y substancial sentido de este proceso es equivalente: solo se trata de unir partes mayores y más pequeñas. Sin embargo en arquitectura la máquina de montaje es vista como algo del pasado, porque el montaje es difícil y parece que no ofrece rentabilidad. Aunque sea un arte tan necesario como el de la composición. Aunque los ruidos que se producen en la arquitectura gracias a su olvido o a su perfecto engrase transmitan mensajes valiosos. 
Igual que pasa en el cine. 
Eisenstein, decía que el montaje de una película no era tanto un problema de una secuencia de segmentos cuanto el logro de su simultaneidad. Tarkosvski decía por su parte que por las características del material ya filmado iba emergiendo el propio montaje. Como si en realidad, cada una de las piezas ya llevase aquel sentido de simultaneidad en su seno. Para uno, el montaje era cuestión de ritmo, para otro, de veracidad. (Igualmente Kahn o Lewerentz dirían que de alguna manera las peculiaridades de esos fragmentos ya están contenidas en las partes que se montan. Le Corbusier incidiría sobre el ritmo espacial de esas situaciones orquestadas como secuencias...) 
En realidad no importa el desacuerdo, puesto que para todos era algo inexcusable y central ya que en el montaje se sustanciaba el mensaje global y tomaba cuerpo la verdadera idea de una obra. 
La verdad es que la fe en aquella maquinaria del montaje no ofrece, a la vista de la actualidad, una rentabilidad contante y sonante, a pesar de que en la unión, sea de un coche, una película o la misma arquitectura, cualquiera puede ver que el montaje aporta una sensibilidad superior a la lograda por la mera suma de sus partes. O dicho de otro modo, aunque efectivamente ni aporta una cualidad, ni la subraya, simplemente, el montaje la permite aflorar. 
Y eso no es poco. 
El montaje es una maquinaria de “sacar a la luz”. Valiosa para quien esté interesado en extraer valor de esas profundidades que se producen en las uniones de las cosas, al juntar con oficio materias diversas o al ingletar la vida con la realidad. Es decir, el montaje es una especial maquinaria de trabajo vertical, como lo son las poleas de los pozos o como los ascensores de las minas. Esas máquinas, que son de la familia del mismo proyectar, son las que alimentan a la arquitectura de lo profundo.

11 de abril de 2016

ENTUSIASMOS Y OLVIDO


Año tras año, un maravilloso y callado entusiasmo aparece entre algunos jóvenes en el aula de proyectos por un motivo en apariencia inocente y menor: el descubrimiento de las extraordinarias posibilidades de una retícula formada por hexágonos. No es de extrañar. Nadie que empiece a entender las razones de la forma puede no entusiasmarse al serle revelada una geometría que con el menor perímetro es capaz es encerrar la mayor superficie y, a la vez, constituir una retícula que no desperdicia huecos.
Se inicia entonces un proceso lleno de previsibles altibajos. Y a la vez que aparecen los hexágonos en el proyecto, con su centro imposible de domesticar y su exuberancia y las dificultades de dotarlos de una estructura o de partirlos o darles un uso razonable, cunde un desapacible desánimo...
Precisamente hasta que alguien, sea un estudiante con más experiencia, su profesor o la casualidad, les pone sobre la pista de una obra construida hace casi sesenta años por los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para el pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas...
Entonces puede verse resurgir de nuevo aquel arrebato inicial. Y se descubre la inteligencia de aquel viejo proyecto y la perspicacia de la posición dada a los soportes, y la necesaria variedad de la sección y del suelo, y las fotografías de las viejas imágenes del pabellón se vuelven modernas, y rejuvenecen ante unos ojos que las ven de nuevas. Todo se vuelve alegre. Hasta el mero descubrir la correspondencia entre estructura de esos paraguas y sus desagües se vuelve una fiesta. 
Aunque lentamente las soluciones de esos estudiantes se acaben pareciendo inexorablemente a la ofrecida en aquel pabellón olvidado, todo el proceso y sus altibajos se convierten en una verdadera lección, donde batirse con Corrales y Molezún se vuelve un privilegio de esa cofradía del hexágono, porque en verdad son ellos los que enseñan... 
Entre esos jóvenes arquitectos pocos llegan a saber que los motivos de su admiración aun permanecen construidos. Y que el proyecto que tantas enseñanzas les han brindado se extingue lentamente en la casa de campo de Madrid, sin que nada ni nadie, logre reanimarlo. 
Si se contabilizaran las enseñanzas que esa obra ejemplar ha consagrado a la sabiduría o la lógica de la forma; si se registraran cuantos arquitectos han sentido la tentación de copiar esa obra, o de profesar a Corrales y Molezún admiración como maestros secretos, al menos en la casa de campo debería haber un altar. Un altar donde poder llevar ofrendas por parte de los que alguna vez se sintieron miembros de esa religión de abejas cuyos sacerdotes aun perviven como justos maestros para muchos.

4 de abril de 2016

LA DISTANCIA JUSTA


Deberían enseñarse en cualquier escuela de arquitectura que se preciara de enseñar algo, y no más tarde del primer día que se entrara por la puerta, los límites perceptivos del ser humano: el punto a partir del cual no se ven detalles en las cosas; el umbral desde el cual no se percibe el movimiento, o la luz; la distancia a partir de la que no se distingue la identidad de un rostro o un olor. La biología del límite, en fin. Para saber al menos de qué no puede ocuparse un arquitecto.
Se aprendería que el sol no se ve en su movimiento sin una ventana o un gnomon que haga notar su velocidad; se aprendería que no se puede distinguir el color del iris de una persona a una decena de metros, que el detalle constructivo es un problema de distancia y otras centenas de cosas de extrema utilidad en el resto de los estudios... Ya luego, las demás enseñanzas, y los años, servirían para saber de qué sí puede ocuparse un arquitecto. Antes incluso que de la forma, la arquitectura se ocupó siempre de la distancia.
Luego, de lo demás. Porque de la distancia cuelga la magia de la buena medida de las cosas; de la medida se deriva el aprendizaje de las relaciones entre las cosas, de ésta, el concepto de ritmo, y de él, lo que significa una estructura, la construcción y hasta la forma... La historia de la arquitectura es un problema de distancia. El saber reducir, ampliar y dislocar la distancia es la base de esa necesaria empatía del arquitecto con el mundo y del mundo con la arquitectura. La precisa distancia es la base de la cortesía que ofrece la arquitectura para no mostrarse, ni apabullante ni insignificante, con el detalle, con la materia o con su tamaño. Por eso el arquitecto cultiva desde su nacimiento como servicio social el arte de la distancia adecuada - la distancia educada -
Claro que la arquitectura no acapara para sí la disciplina de la distancia, solo se ocupa de la distancia posible, de la infinita, de la real, de la distancia necesaria. Otros oficios se afanan por imponer distancias, hasta las distancias más absurdas...