7 de noviembre de 2016

EL SECRETO QUE ANDREA PALLADIO ESCONDIÓ EN EL SÓTANO

En la Villa Rotonda la planta del zócalo es una planta de sótano áun sin estar bajo tierra. Y lo es porque como todas las plantas sótano que se precien de serlo contiene, como señalaba Bachelard, los secretos enterrados y los misterios de los felices habitantes de la superior planta nobile. Mientras cientos de miles de turistas y arquitectos adoradores de Andrea Palladio sacan imágenes a mansalva de la cúpula, de sus frescos y de sus maravillosas escaleras, la planta del sótano oculta, junto a los usos despreciados, un revelador secreto. 
En el centro de ese sótano podemos encontrar cuatro muros curvos, no muy gruesos, cercanos y concéntricos, que sustentan el forjado de la planta superior. Cuatro muros que en buena medida son un exceso desde el punto de vista funcional. Podrían, de hecho, haberse sustituido por un sólo soporte central. Sin más. Pero Palladio se ve obligado a liberar el centro, porque la línea que pasa por el eje de las habitaciones no debe ser interrumpida. Porque en esa obra todo eje debe estar libre. Incluso el eje vertical debe permanecer libre ya que coincide en la planta superior con el centro de la cúpula. 
Cabe pensar que esa jerarquía en la toma de decisiones respecto a ese pilar ausente tiene algo cercano a lo puramente arquitectónico. (Si es que existiese algo semejante a lo puramente arquitectónico). Desde luego puede discutirse la legitimidad de esos cuatro muros curvos desde el punto de vista estructural o constructivo, pero no desde el punto de vista de la lógica seguida en la totalidad de la obra, es decir, de su coherencia interna. 
El resto de las plantas surgen hacia arriba como un tronco con unas raíces bien asentadas. Pero podemos imaginar que si se destruyeran esas plantas superiores, si ocurriese un cataclismo que eliminara libros y estudios sobre cómo era esa villa perdida, solamente a través del entendimiento de esa planta “enterrada” y de su secreta liberación del centro, se podría, prácticamente, extrapolar la cúpula superior y hasta su forma. 
Y hasta sus habitantes. 
Y hasta su época.

31 de octubre de 2016

¿QUÉ DIABLOS ES EL ESPACIO?


Entender las relaciones entre el cuerpo y el espacio como una manifestación artística estuvo muy de moda en los años setenta. Por entonces, experiencias como inclinar suelos, fabricar espacios inhabitables y apoyarse en paredes de modo inverosímil constituían una alternativa a los parques de atracciones infantiles. 
Mientras artistas y espectadores comenzaban a saltar, pasear o escalar por las instalaciones de los museos, casi siempre acompañados de gritos y exclamaciones indecorosas, los directores de los mismos, algo desconcertados, no tuvieron más remedio que esgrimir una forzada y tolerante media sonrisa. A fin de cuentas era arte… 
Reivindicar el cuerpo como instrumento de contacto con el mundo, era no sólo un acto de desacralización de los museos y de las prácticas artísticas, sino de pura política. Y lo era porque como acto igualitario, cualquiera podía experimentar aquellas experiencias artísticas sin conocimientos previos ni soportar largos discursos teóricos. Para experimentar el placer del espacio, bastaba “jugar en él”, participar de sus ofrecimientos. 
Como puede imaginarse el espacio pronto fue abandonado como tema de museo. El espacio y las placenteras relaciones con el cuerpo debían estar enclaustrados en el día a día hasta volverse, de nuevo, invisibles. Sin embargo allí se aprendió una cosa que tal vez los tiempos nos hagan conveniente recordar: del mismo modo a como sentimos la utilidad de la mano izquierda, un dedo o un tobillo sólo cuando se inutilizan o están escayolados, el espacio nos hace tomar consciencia del cuerpo. El espacio hace presente la individualidad de cada uno de nosotros. Nos particulariza en su relación con él.
Lo cual recuerda esa anécdota de David Foster Wallace: "Hay dos jóvenes peces que nadan y a cierto punto encuentran un pez anciano que va en la dirección opuesta, hace una señal de saludo y dice: 'Hola muchachos, ¿cómo está el agua?' Los dos peces jóvenes nadan un poco más y luego uno se vuelve al otro y le espeta: '¿Qué diablos es el agua?'". 
Pues lo mismo con esa otra sustancia invisible: '¿Qué diablos es el espacio?'. Es eso que te permite ser consciente de ti mismo.

24 de octubre de 2016

CÓMO TORTURAR A UNA LINEA (O A UN ARQUITECTO) HASTA QUE CONFIESE



A un paleontólogo solvente que encontrara estas antiguallas en futuras excavaciones, seguramente no le costaría aventurar que se trataba de instrumentos para extraer la piedra de la locura de un cerebro enfermo practicando sanguinarias lobotomías, o al menos que servían como aparatos de tortura de alguna civilización poco avanzada y canibal. Y tal vez algo de razón tuviese. 
Sin embargo semejantes herramientas fueron empleadas para proporcionar pequeños escalofríos de placer a los vetustos arquitectos acostumbrados al dibujo a mano. Hoy todos esos instrumentos han quedado relegados por buenos motivos a los museos de historia Sin embargo en su forma conservan aun y misteriosamente algo de la precisión requerida en ciertos oficios. 
Esos raros útiles hablan de una delicadeza que toma cuerpo frente a la intangibilidad actual de los ceros y unos informáticos. No sabemos ya ni cómo ni en qué sentido se empleaban estas amenazantes mandíbulas metálicas, ni falta que hace, pero desde luego su uso requería de una mano y de unos dedos que ajustaran sus ruedas y engranajes con una precisión afilada y exacta, como la que se espera de los profesionales de la orfebrería, la cirugía o la relojería.
Como puede imaginarse la tortura de trazar líneas con tales armas era un martirio recíproco: para el que las trazaba y para las propias líneas, que nunca estaban seguras de acabar siendo suficientemente limpias o determinantes. Nunca acababan bien, siempre requerían tiempo de secado, siempre podían representar una debilidad en la mano que las trazaba, o una inseguridad, o un desgaste. O de una cuchilla suicida que rectificara bordes y errores. 
No cabe la nostalgia. Pero si cabe pensar en el poco sentido que tiene aferrarse fieramente a la incesante mutación de dichos aparatos. Porque igual que nosotros vemos tiralíneas, bigoteras y compases como algo caduco, con los siguientes por venir pasará lo mismo. Porque aunque su manejo hablan de la limpieza y destreza del que los usaba, lo importante del tiralíneas nunca fue el tiralíneas. Y eso, en realidad, no ha cambiado tanto.

17 de octubre de 2016

SI LAS PAREDES CALLARAN


Ahí, invisible, pervive un hombre apretando el barro con sus manos. Desde las huellas lo imaginamos amasando el muro de esa enorme vasija sobre la que va dejando rastros, como si además de levantar una tapia hubiesen estado peinando la vieja superficie húmeda en torno a la puerta y su dintel. Las manos modelaban el muro y a la vez lo acariciaban, como se acaricia a una bestia salvaje aun adormecida y tierna. 
La superficie del muro se ha resquebrajado con el paso del tiempo como un rostro con la edad. Así el muro conserva en su forma dos gestos solapados pero firmemente cosidos. El instante de la construcción del adobe húmedo y el del firme paso de los años, de los días. El reloj de ambos gestos es la humedad: la lenta pero irremediable pérdida de agua. 
Al otro lado del interior sombrío que procura el muro de entrada, otra puerta enmarca un tronco retorcido y nudoso que es la imagen misma de la sequedad. Ese tronco, misteriosamente, se encuentra emparentado con la falta de humedad que craqueló el primer muro, de modo que en el conjunto solo parece haber luz y sed. 
Pero hay algo más. 
La dignidad de unos pocos medios que han sido bien empleados. Una secuencia de luces digna. Un algo de coherencia que grita al otro medio mundo que, para la arquitectura, menos es más que suficiente.

10 de octubre de 2016

AXONOMETRÍA, NUDISMO Y VIDEOJUEGOS

Cada sistema de representación encierra una teología (o una antropología). 
Así, entre todos ellos, la axonometría ha transitado desde el anatema al santoral. La perspectiva “egipcia”, la “militar” o la “caballera” son nombres que hablan de sus usos y de sus reinados. Como un afluente que aparece y se oculta, esta especial máquina de mirar es un signo de las ansias de claridad o de opacidad de cada época. En cada una, desde su primigenio uso en China, pasando por la exploración de sus fundamentos teóricos en el siglo de las luces, hasta el neoplasticismo, la perspectiva axonométrica ha ofrecido la posibilidad de la transparencia antes de que el vidrio copara esa idea. (Aunque la comprensión completa de lo representado que ofrece cada axonometría con un solo golpe de vista es infinitamente más clara que la nube de reflejos y engaños de ese material artero y resbaladizo). La visión axonométrica ha sido la de los rayos X antes de la aparición de los rayos X. 
Por eso frente a la perspectiva renacentista, la visión axonométrica ofrece una desnudez pornográfica de lo representado. Bajo esa mirada cósmica, todo objeto se contempla de una vez y por completo. Es el nudismo completo de la forma. La axonometría es un mirar en perspectiva pero infinitamente alejada de lo representado. Tanto que objetualiza la arquitectura y todo lo que toca: como un brutal escarpelo mecánico. 
La axonometría encubre, en su afán de aprender la totalidad simultánea del objeto, la imposibilidad real de la jerarquía de sus partes: cada uno de sus dibujos deshace la necesidad de que lo representado posea una cara principal. No se revela con su dibujo la frontalidad de una fachada, por eso toda axonometría es el signo mismo de la transparencia y de la estratificación de la arquitectura. 
Puede que por esa capacidad haya recuperado en nuestro tiempo un inesperado protagonismo gracias al uso que de ella hacen videojuegos y catálogos de montajes de muebles: la axonometría sobrevuela paisajes y permite intuir pantallas por superar, alejados del subjetivo punto de vista. La axonometría permite averiguar dimensiones y posiciones de huecos y tornillos, incluso la precisa forma de las piezas de todo actual puzzle mobiliario... 
Ni Dios mismo ve en perspectiva su creación, sino que lo hace con una mirada axonométrica. (Aunque Choisy y Stirling demostraron que no solamente era la manera en que Dios veía el mundo, también era el modo en que lo veía el demonio: imágenes desde el fondo de los infiernos ofrecían en sus dibujos la miserable vista que tendría de la obra en construcción un gusano cósmico...) 
Ningún otro sistema de representación ha tratado de ser, en fin, más pedagógico. Ni más moralizante.

3 de octubre de 2016

LO QUE SCHINKEL HIZO CUANDO TUVO QUE EXPLICAR COMO SE APRENDE ARQUITECTURA



Es leyenda que Karl Friederich Schinkel dio comienzo a su vocación artística al visitar una exposición y quedar sobrecogido con una obra allí colgada. Y es leyenda que renunció a su vocación de pintor al pasear entre los cuadros de otra exposición pocos años después (1). (Desde entonces poca gente ha vuelto a tener la fortuna de recibir el aliento de las musas en esos lugares, por lo general más abarrotados de personas que de obras). 
Berlín, Mies y la Arquitectura le deben, cuanto menos, gratitud. 
Schinkel ejerció como arquitecto del siglo XIX, pero fue especialmente talentoso y con unas dotes inusuales para prescindir de todo lo superfluo, de la decoración y de las artes aplicadas. Curiosamente, y a pesar de que su vocación se había despertado como una conversión repentina, lo cierto es que tuvo ocasión de pergeñar un lugar donde los arquitectos pudieran aprender tan incierto oficio sin recurrir a las musas ni a sucesos paranormales: construyó una escuela de Arquitectura en 1831. 
Sin entrar en los pormenores de la vieja enseñanza que se impartía entre las paredes de la Bauakademie, puede decirse que el resultado era un edificio que hablaba del porvenir de la modernidad: desde su inesperada austeridad, a su estructura de pórticos de acero, la obra suponía una ventana al futuro por la que Mies Van der Rohe supo asomarse. 
Cualquiera diría que la parquedad formal de su planta podría encarnar sencillamente el espíritu mismo de la arquitectura. Todo era allí rígido, reticulado con un ritmo incesante de quinientos cincuenta y cinco centímetros. Ni un descanso. Aparentemente. 
En una esquina, apenas en un detalle de toda la planta, existe un pequeño paso en diagonal. Diminuto, casi inapreciable. Una puerta oblicua, medieval, frente a la racionalidad de la retícula para resolver el problema de entrar a una estancia en esquina desde el pasillo de circulación central. Un lugar inspirado. Necesario. Una pequeñísima diagonal, un acento que parece decir a cualquiera de los alumnos que estudiasen entre sus paredes: la arquitectura es oficio, y medida y ritmo, pero también un especial ingenio que sabe ver oportunidades más allá de la lógica convencional para introducir la excepcionalidad. O dicho de otro modo, el signo de una especial mirada, solo propia del arquitecto. El edificio ya no existe, tras la guerra y sus sucesivos intentos de reconstrucción y destrucción no se ha logrado que se volviera a levantar, salvo una esquina y un pobre andamiaje recubierto por unas lonas. Por supuesto sin aquella diagonal tan inapreciable como significante. 

(1) Las dos obras que supusieron su particular caída del caballo fueron un boceto del arquitecto Friedrich Gilly para un monumento de Federico el Grande y el cuadro «Monje en el mar» de Caspar David Friedrich. Mejor que ese cuadro de Friedrich, se dijo Schinkel a si mismo en un inusual arrebato de autoconsciencia, él no llegaría a pintar. Y dejó la pintura para dedicarse a construir.

26 de septiembre de 2016

TENDEDEROS Y DEBILIDADES

El tendedero está constantemente amenazado en su fragilidad, no porque haya encontrado sustituto en la tecnología de las lavadoras secadoras, sino porque a la ropa y su lavado diario parece que destinarle varios metros cuadrados de suelo que se paga a precio de media vida de hipoteca, es mucho. Demasiado. 
La función del tendedero es tan frágil que muy a menudo acaba siendo eliminada por una más poderosa. Así, ese habitáculo siempre reducido cuando está incorporado a la casa acaba siendo convertido en trastero, en almacén de bicicletas o canibalizado por la inminente reforma de la cocina. Además, el aire de la ciudad moderna, más que secar la ropa, la ensucia, decimos como excusa. 
Por eso con el paso del tiempo se tiende la colada en lugares interiores y un poco vergonzantes de la casa y empleamos para ello provisorias estructuras arácnidas, que en su torpe montaje mantienen el sonido de un cascabeleo animal. El tendedero nos persigue entonces por la casa, nos zancadillea, siempre está en medio, como una molestia que se oculta a las visitas y que a oscuras se esquiva con dificultad. 
Sin embargo el tendedero encarna la necesaria dosis debilidad que toda casa posee, al recordarnos que nos revestimos de ropa interior, camisas gastadas y sábanas que envejecen con nosotros. Y que la vida de la casa no es en todos sus rincones ni compacta, ni monumental. 
Vista desde la entrada de la casa, a la debilidad del habitar que representa la ropa tendida, Alvar Aalto dedicó hace casi cien años unas hermosas palabras. Aalto elogiaba esas cuerdas no como un adorno de la vida, sino como sustancia medular de la arquitectura en su vida cotidiana. Aunque “lo más sensato sería que el lector, de entrada, no se pusiera a colocar cuerdas entre `las columnas de entrada del hall´, para tender la ropa de su progenitura” (1). Porque claro, una cosa es confesar una debilidad y otra convertirla en espectáculo. 

(1) Aalto, Alvar, “Del umbral a la sala de estar”, Revista Aitta, 1926. Ahora en Alvar Aalto, de palabra y por escrito. El Croquis Editorial, Madrid, 2000.

19 de septiembre de 2016

BELLEZA


Hermosísima y ya eterna, asomada a nueva York, esta dama universal no ha dejado de maravillar a generaciones. Si hubiese que definir lo que es el encanto no se me ocurre mejor ejemplo que el que desprende la protagonista de esta imagen tomada desde el hotel Ambassador en marzo de 1955. 
Luciendo su exuberante juventud, en aquel Nueva York retratado a mediados de los años cincuenta, hasta el aire parecía recién inaugurado. 
Desde aquí su belleza no es solo la de la naturalidad: asomarse a la ciudad con gracia es un atributo nada fácil de lograr. Una vez que nos hemos acostumbrado el encanto parece cosa que cualquiera bien vestido puede adquirir, que basta con tener buena planta. Pero si observamos con detenimiento el modo en que mira, la postura o el preciso tejido con que se viste, basta para darse cuenta que han sido trabajados con un cuidado extremo. Y es que la operación de construirse como una figura capaz de imprimir carácter allí donde se está, la poseen apenas un puñado de elegidos. 
Así es como aparece la sexy Lever House, dama de acero inoxidable y vidrio, chispeante, como una estrella. Tan sexy que hasta hace palidecer a esa otra estrella del primer plano que era Marilyn. 
En un lugar bien situado pero irregular, el sabio Gordon Bunshaft, uno de los arquitectos más importantes del siglo XX - aun trabajando en una ingeniería que hacia arquitectura clasicista en la primera planta y moderna en la segunda- erigió esta belleza de vidrio ritmado. Inesperadamente para la tradición de rascacielos de Nueva York, la torre de oficinas de la compañía de jabones Lever era la primera modernidad de vidrio en la ciudad, su primer muro cortina. Sumado a eso, sobre un ligero basamento Bunshaft practicó una perforación que convirtió en jardín, “desperdiciando” costoso terreno edificable. La torre se apoya dulcemente en ese cuerpo que forma la calle, pero lo hace sin deformarlo. Las bandas de vidrio verdoso crecen desde allí sobre una estructura precisa y esbelta como un vestido de alta costura. 
¿Quién en su sano juicio no iba a quedar cautivado por una modernidad tan hermosa, tan brillante? El poder de convicción que emana de la belleza es aplastante. 
Con la belleza no se discute. Solo nos obliga a mirarla. Sin parar.

12 de septiembre de 2016

LA ARQUITECTURA NO ES UNA HABITACIÓN VACANTE


La arquitectura siempre contiene un habitante. Y eso aun antes de ser habitada. Al proyectar esta paradoja es de las más productivas para no olvidar que el futuro de la obra debe sustituir ese molde imaginado en el proyecto, por el habitante real. 
Dicho de otro modo, la arquitectura nunca es una habitación vacante. Cada obra construida mantiene un sistema previo de relaciones con el hombre, sea con sus medidas o con sus sueños, que hace imposible concebirla deshabitada aunque permanezca vacía. Toda habitación tiene preformado un habitante fantasma que se convierte en el acontecimiento fundacional para el espacio que le rodea. De ese modo cada obra de arquitectura es un recipiente de esa criatura hechizada por el espacio aun antes de tener nombre y cuerpo propio. 
Por eso mismo cada habitación construida necesita ser formateada para que el encaje entre lo construido y lo habitado se produzca de un modo honesto. Porque el espacio necesita ser verazmente ocupado por cada habitante real para que la arquitectura esté finalmente completa. La arquitectura entra en carga como tal cuando ese habitante soñado, fantasmagórico pero cierto con el que trabaja el arquitecto al proyectar, se sustituye por el de la vida real, con sus traumas, muebles, costumbres y olores. 
Consecuentemente solo existe una indecencia intolerable en hecho de habitar, y no consiste en el buen o mal gusto de quien compra sus muebles en una superficie comercial o los hereda de sus antepasados, sino en delegar la tarea del primer habitar en decoradores u otra gente de mal vivir. Porque fingir ese exorcismo, como si se pudiese falsificar una casa que está hecha de juegos infantiles, de llantos y guisos supone falsear, como si fuera un teatrillo de bibelots y muebles falsamente envejecidos, la vida misma. 
El ornamento no es el delito. El delito es fingir la vida.
Así cuando el habitante real abandone su habitación tampoco ésta quedará vacía: “aunque la casa esté muda y cerrada, yo, aunque no estoy en ella, estoy en ella.”(1). Porque no hay habitaciones vacantes, decíamos.

(1) Jiménez, Juan Ramón, “Corazón en la Mano”, en Segunda antología poética: (1898-1918), Madrid, Espasa-Calpe, 1987, p.177

5 de septiembre de 2016

ARQUITECTURA DESVIADA

Una ligerísima desviación en lo ortogonal, de apenas unos grados, deshace la arquitectura del opresor ángulo recto. Sin embargo, ¿quién es capaz de percibir esa tiranía? ¿A partir de que desviación no somos conscientes de la rectitud de una esquina?
El propio Euclides, progenitor de la geometría, no estuvo nunca interesado en definir el ángulo recto como aquel que tiene noventa grados. ¿A quién le importa saber que son los grados? Euclides dice que “cuando una línea recta que está sobre otra hace que los ángulos adyacentes sean iguales, cada uno de los ángulos es recto, y la recta que está sobre la otra se llama perpendicular a la otra recta”. Es decir, nos ofrece la comprensión de lo que un ángulo recto con un tipo de precisión que sobrepasa la necesidad de entender lo que es un grado. Lo cual es instructivo. 
El escultor Eduardo Chillida justificaba su abandono de la arquitectura precisamente por ese despotismo del ángulo a noventa grados: "Creo que el ángulo de noventa grados admite con dificultad el diálogo con otros ángulos, sólo dialoga con ángulos rectos. Por el contrario los ángulos entre los ochenta y ocho y los noventa y tres grados, son más tolerantes, y su uso enriquece el diálogo espacial. ¿No son por otra parte los noventa grados una simplificación de algo muy serio y muy vivo, nuestra propia verticalidad?".(1)
Efectivamente el ángulo que formamos respecto a la tierra que nos soporta no es el de la precisión matemática de la simple plomada. Somos huesos y músculos en un milagroso equilibrio que poco tiene que ver con la precisión de los noventa grados. Y sin embargo en lo avanzado por Chillida se trasluce una iluminación añadida: el ángulo de noventa grados resulta siempre una simplificación. Es, de hecho, la representación del mismo simplificar. Con la salvedad de las matemáticas y de la metafísica, es el signo más puro de lo abstracto. Esto se debe a que el ángulo recto es más un sistema de relaciones que un ángulo en sí mismo. Cada ángulo de noventa grados es por tanto y antes que nada, una idea del mundo, que solo llega al puerto de la realidad cotidiana desde la pura abstracción, desde el mundo de las ideas. Algo, a nadie se le escapa, difícilmente compatible con la arquitectura. Ni siquiera el ángulo recto al que cantó Le Corbusier en su oscuro poema escapa a este hecho…:

La espalda en el suelo...
¡Pero me he puesto en pie!
Ya que tú estás erguido
hete ahí listo para actuar.
Erguido sobre el plano terrestre
de las cosas comprensibles
contraes con la naturaleza un
pacto de solidaridad: es el ángulo recto

Por eso desde antiguo no hay modo mejor de hacer tangibles los euclidianos ángulos rectos en cada obra, con la seguridad de que son ángulos rectos-correctos, que ese otro ingenio pitagórico elemental del triángulo de tres, cuatro y cinco medidas en cada uno de sus lados. Cosa que no deja de ser un juego abstracto, pero que al menos es la traducción a la realidad de más calado de que disponemos porque llega desde la medida. Pero que habla de cómo se construyen las cosas con una pedagogía de lo concreto que maravilla.


(1) CHILLIDA, Eduardo, Preguntas, Discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1994, pp. 44.

29 de agosto de 2016

LA CASA DE HORMIGÓN DE EDISON


El hormigón fue el material que presagiaba la modernidad misma. Durante apenas quince años, en todo el mundo occidental esa sustancia gris se trató de perfeccionar porque en ella se veía la posibilidad cierta no sólo de hacer fortuna sino de obtener el pasaporte para entrar de lleno en el siglo XX. 
Sorprendentemente y casi a la vez que Perret gritaba por su estudio francés su legendario “¡yo hago hormigón!”, en América, Thomas A. Edison era el propietario de la quinta productora de cemento de su país y trataba de llevar adelante el sueño de construir viviendas con ese material. Y por completo. Desde los peldaños, sus cubiertas y sus ventanas. Afortunadamente para la arquitectura moderna este invento de Edison fracasó. 
El resultado de algunas de sus casas aún se mantiene en pie en New Jersey para dar fe más de su optimismo material y de su estética del siglo XIX, que para otra cosa. Edison que había llegado a patentar mil inventos, literalmente, trató de encofrar cada una de esas casas con un molde de acero de más de dos mil trescientas piezas antes de verter el hormigón de una sola tongada. El sentido común más elemental podría adelantar problemas de vibrado del hormigón, enormes tensiones internas y hasta su peso, como barreras que resultaron tan insoslayables que hasta Edison abandonó. Y no era fácil que Edison abandonara nada. (Hasta que no logró que el filamento de su bombilla funcionara no se detuvo. Llegó a probar con más de seis mil sustancias diferentes). 
Verdaderamente la intuición de Edison si estaba muy justificada en aquel esfuerzo, porque vincular el tema de la construcción del hormigón con la arquitectura de la vivienda eran temas del porvenir. Y conste que aunque hoy nos parece una obviedad, otros inventores del hormigón se dedicaron a aplicarlo a cosas verdaderamente inverosímiles: árboles, barcos y hasta muebles. 
A Le Corbusier mismo le dio por inventar un sistema de construcción de hormigón que llamó algo así como Dom-Ino… Por cierto, sin mucho más éxito de ventas que el de Edison. Aunque si de publicidad.

22 de agosto de 2016

MOSCAS Y DETALLES


Recuerdo de estudiante que un buen amigo, acostumbrados como estábamos todos a tomar tediosos apuntes sobre papel, se convirtió en un inesperado bromista dibujando pelos sobre la vacía inmensidad de nuestros distraídos papeles en blanco. Un simple trazo, ligeramente curvo y realizado con cierta maestría, bastaba para que el ensimismado receptor de semejante dibujo pasase un buen rato tratando de espantar aquella capilaridad huérfana a manotadas. En su regocijo llegaba hasta a dibujar la sombra de esas pestañas impertinentes para dotar de realismo a la chanza… 
La broma no es nueva en realidad. Cuenta Vasari que Giotto pintó un día en la nariz de una figura que había comenzado Cimabue, una mosca tan real que el maestro, al reanudar su trabajo, intentó varias veces espantarla con la mano antes de percatarse de su ficción. Para Vasari aquella mosca era el emblema de la nueva maestría de los medios de representación, como si la conquista de la verdad en la pintura hubiera pasado por la conquista de ese detalle verosímil. Para Vasari, Giotto supera a Cimabue no por sus temas sino por su capacidad de detallar, aunque fuese de más. 
Igualmente en arquitectura existen esos detalles que uno quisiera espantar a manotadas. Aunque por una cuestión de orden en ellos se conjugan otros factores añadidos al del engaño de un pelo o un moscardón. El detalle hiperrealista de la arquitectura en apariencia en nada se distingue del que no sobra. Aunque el detalle que se intenta espantar a manotadas pertenece a la categoría de lo superfluo: cientos de miles de tiradores sobrediseñados, los encuentros que se complican sin talento en un sitio innecesario y que llaman la atención a destiempo, la materia de más, los remates y encuentros que mejor hubiese estado dejarlos en crudo… 
Ojalá se pudiesen espantar a simples manotadas también esos detalles en arquitectura, pero la maldición es que ahí se quedan. Ni se pueden borrar ni ocultar. Con ellos se convive. Como una almorrana o un grano… 
Aunque, ahora que lo pienso, las manotadas a esos detalles ya las da el tiempo.

15 de agosto de 2016

LA CONEXION MANO CEREBRO


Una sombra nebulosa, una mano y dos ojos sin cuerpo. Poco más se necesita para parir un símbolo. Quizás una explicación icónica de ésta sea hoy más pobre que la capacidad de sugerencia de la propia imagen. Poco importa el mensaje oculto frente a la extraordinaria conexión entre las partes y el orden de lectura que ofrece. 
La dirección en la que circula la energía en la imagen es claramente descendente: como un rayo en forma de mano, los ojos parecen abrirse ligeramente, como recién despertados. La mano, la bendita mano, es la perfecta e insuperable correa de trasmisión para esos ojos que no se han abierto aun del todo, y que permanecen como dos moluscos encerrados para proteger algo valioso. Como si esa ligera caricia fuese la única vía de despertar una mirada, medio desvelada o medio adormecida, de su natural letargo. 
Como se puede comprender a nadie le importa esa nube cerebral de la que nace la mano. De eso todo el mundo tiene de sobra. Importa lo otro. Importa el relámpago que cae hacia la mirada. Desde luego en arquitectura se ve, con ojos que ven, gracias a esa conexión que toca lo más sensible de la mirada con las yemas de los dedos. Si encima esos ojos tuviesen clavados dos lapiceros, como los bornes de esa batería, la cosa estaría aún más clara y requeriría aun de menor explicación.

8 de agosto de 2016

LA CASA DE MANTEGNA


La casa de Andrea Mantegna es al exterior de una vulgaridad nada llamativa. La autoría de la casa en cuestión no se aclaró nunca. Muchos hablan de Francesco di Giorgio Martini, del ingeniero Giovanni da Padova, de Luca Fancelli o del mismísimo Alberti como los autores, en parte o en todo, de lo allí erigido. Aunque no importa en exceso el nombre del autor para la sorpresa del juego austero que aun contiene. Un juego de geometría elemental antes que de bellos acabados. Y por ello un extraordinario ejemplo de lo que es una arquitectura difícil de destruir. 
Semejante al palacio de Carlos V de Granada, al Altes Museum de Schinkel, al parlamento de Le Corbusier en Chandigard, o la Neue Staatsgalerie en Stuttgart, de James Stirling, semejante a tantos ejemplos que ya no nos extrañan, la inserción de un simple círculo en una planta cuadrada es una simplicidad nada llamativa. Sin embargo no es nada natural en un patio cilíndrico acabar viendo el cielo recortado con forma de cuadrado. Requiere de una innegable y vieja habilidad compositiva. (Y conste que uno es muy consciente de que las palabras habilidad y composición no pertenecen a la contemporaneidad político-arquitectónica más puntera y fluorescente). 
A pesar de ese patio circular de una planta de altura, más arriba se recompone la geometría del cuadrado externo y se produce uno de esos ecos que en arquitectura acaban siendo tan sobresalientes, porque hablan del tiempo y aluden a la memoria del habitante en su recorrido
Cuentan que Mantegna abandonó esa casa antes de morir, pero cabe imaginar pasando por ese patio, día tras día, y pintar con su luz y contemplar ese recorte de cielo cuadrado en un patio circular, como si el efecto de ese patio fuese capaz de retratar a su propio habitante y la perspectiva misma.

1 de agosto de 2016

VER MÁS LEJOS


El uso de una escalera de mano en un lugar donde no hay que cambiar una bombilla, hacer un trabajo de bricolage casero o adecentar una habitación con pintura es algo tan anómalo como llamativo. Salvo para la inutilidad de otear el horizonte. 
Antes de la aparición del ojo que todo lo ve de los satélites militares y de internet, la escalera de mano ya fue empleada como instrumento de arqueología. Maria Reiche con una escalera de aluminio en ristre investigó en las pampas peruanas las líneas de Nazca. La imagen de la arqueóloga encaramada en esa escalera ha servido de imagen publicitaria para la reciente bienal de Arquitectura de Venecia como modo de "reportar" desde un frente borroso. Ascender para ver no se sabe qué es un ejercicio que parece inútil. Y encima hay que arrastrar la dichosa escalera, como esas familias en las cabalgatas de los Reyes magos. Con algo de fe, pero no en los reyes magos, sino en ver mejor
El caso es que ascender un poco, como hace también aquí el cineasta Billy Wilder, da una perspectiva diferente de las cosas. Y de eso se trata, de buscar la perspectiva diferente que inaugura toda posible creación. Porque sin cambiar el lugar desde donde se mira, sin cambios de mirada, no hay cambios de otro orden. El resto permanecen mirando, pero solo el que ve ligeramente más lejos puede cambiar el punto de vista de los demás. Así pues hay que insistir en el esfuerzo de llevar la dichosa escalera. Aunque sea llevarla idealmente. Como hizo el autor de esta imagen, Charles Eames, consciente de que alguien sobre ese tipo de podio, aun en el desierto, era símbolo suficiente de alguien en búsqueda de cosas elevadas. 
Hay para quien esas escaleras de mano y cada obra de arquitectura valen para lo mismo. Por eso tengan mucho cuidado con esa gente que se sube en ellas para ver lejos. Y hasta que construyen para ver lejos. Porque bajan de allí empeñados en hacernos ver también a los demás más lejos de nuestra propia comodidad.

25 de julio de 2016

CLAVARSE ASTILLAS


Acariciando el lomo de un animal inmenso pero tranquilo y pacífico, así anda Paul Rudolph, con ese encofrado de tablas de madera. 
La figura de aquel viejo arquitecto heroico paseando sus manos desnudas por el inmenso entablado se muestra con un goce indisimulado. El molde de hormigón que iban a ser esas maderas dejarían indudables huellas en la obra, por eso, como si fueran los lomos de un animal portador de grandes cargas, reciben ese cariñoso y glotón halago. Aunque indudablemente también tiene algo de simbólico sobre la relación del arquitecto con la materia. 
Mientras, esa bestia doméstica de listones permanece tranquila, aunque como todo animal poderoso, tal vez suelte alguna coz, en forma de astillas entre las uñas del confiado arquitecto o cosas peores. No puede olvidarse que todo encofrado tiene algo de sudario. 
Bajo esas tablas quedarán esas caricias y hasta la madera misma. Esa piel en negativo del hormigón que es el encofrado guardará muchas historias tras de sí. Historias de árboles en bosques perdidos, de madera flotando y luego aserrada, de afanados carpinteros, de arquitectos golosos con sus obras y de obreros arrancando con furia ese envoltorio, para ver aflorar al fin, el gris sucio e indestructible del muro de hormigón. Hasta que suceda aquello el arquitecto sigue ahí, acariciando a la bestia para que permanezca en calma antes de recibir su carga. 

18 de julio de 2016

UN CORTE LIMPIO


Cuando la arquitectura se ofrece partida como un melón abierto, parece que nada más se va a esconder en su seno. Entonces parece que se dejan ver sus carnes y sus secretos, sin pudor, como en ropa interior, como un poco violados en su intimidad. ¿Quién no ha experimentado algo así al ver una sección? Porque las secciones nos descubren no solo el espacio y el tiempo de la construcción sino que nos desvelan un poco lo que debería ser descubierto no de un plumazo sino con ciertos desvelos y tiempo. 
El descubrimiento inmediato del interior que provoca una sección es algo indiscutiblemente violento, como una decapitación a guillotina, en la que siempre podemos imaginar un estremecedor ruido sordo al golpear con el suelo. Con suerte el corte ha sido limpio pero ¿dónde ha ido a parar la parte oculta? He ahí uno de los dramas de todo corte de la obra de arquitectura: una vez hecho no hay manera de reconstruir la intimidad desvelada, no hay manera de recomponer sus mitades. Por mucho que la parte oculta de la sección clame por volver a reconstituirse. 
Dicho esto y a pesar de esa violencia, el corte tiene una innegable utilidad porque nos permite averiguar si la obra está suficientemente madura. (A veces es mejor hacerse con media sandía a esperar la sorpresa de un insulso contenido completo). Media arquitectura a veces vale más que la arquitectura entera. Porque la sección no es siempre guillotina sino también un modo de honrar a la arquitectura. Es la exigua diferencia entre carniceros y cirujanos.

11 de julio de 2016

ROMPER EL LETARGO


Una cosa es la ciudad y otra muy diferente la vida que pasa por encima. Ese parece ser el mensaje secreto de las ciudades cuando aparecen en ellas las inclemencias de la meteorología. Si nieva, una plaza dibuja sus verdaderos recorridos y los hace presentes. Si aparece una lluvia repentina las aceras se habitan allá donde están cubiertas por las cornisas de los edificios, que parecen resguardar momentáneamente a sus ciudadanos. Si una ciudad se inunda vemos súbitamente la topografía que a diario permanecía oculta o una ciudad duplicada e inaccesible. Y así con todo...
El caso es que la presencia de lo inesperado deforma el modo de uso de la ciudad y de la arquitectura y de improviso la volvemos a percibir un poco revivificada. Percibimos lo regular subyacente o lo invisible cuando aparece la necesidad del uso alternativo, como si ese extrañamiento fuese capaz de hacernos habitantes de una ciudad hasta entonces intangible.
Por eso, tal vez no vemos nuestra ciudad, propiamente, salvo cuando aparecen ocasiones en las que lo imprevisto deshace nuestros hábitos.
Por eso se agradecen las obras en las ciudades, las manifestaciones y las fiestas patronales, que amén de ser incómodas, gracias a las flagrantes anormalidades que introducen, de pronto nos hacen un poco turistas de nuestros hábitos y nos dejan sentir como la ciudad misma nos mira habitándola. Como a veces sucede con los gatos o ciertas aves. Por esos momentos sabemos que las ciudades tienen ojos que nos miran, (que no son precisamente las ventanas de sus edificios).
Esa ocasión que abre las puertas a la extrañeza es un componente que debe, por tanto, tener cabida en cualquier arquitectura o ciudad, pero por si misma. Sin necesidad de esperar a esos cataclismos. Al menos si en algo pretende ser capaz de despertar a sus habitantes del diario letargo del habitar.
Un letargo confortable que impide ver hasta la belleza de la realidad que nos rodea.

4 de julio de 2016

QUINIENTOS ERRORES


Hoy, aquí, con estas líneas, se cumplen quinientos escritos en el espacio intangible de múltiples. Es el momento, por tanto, de rendir homenaje a cada uno de ese medio millar de errores de los que tanto he aprendido. A cada uno de ellos, que inexplicablemente han goteado semana tras semana desde hace ya más de seis años, incansables por encima de mi propio cansancio, les debo sincera gratitud. A ellos y a quienes los habéis tolerado. 
La acumulación de malentendidos, de esfuerzos por decir de una manera más precisa o afinada pero sólo ser capaz de abandonarlo todo a un estado de perpetuo borrador, es un aprendizaje que finalmente he asimilado al de la posibilidad de ser arquitecto. Perpetrar quinientos errores consecutivos, en parte o por completo, le permite a uno engañarse pensando que cabe construir con palabras como se construye con ladrillos o madera o vidrio. (Se bien que la ficción de este paralelo es otro error, pero para mi ha sido, al menos, un error operativo).
He imaginado que cada una de esas palabras sostenían con su forma, sonido, ritmo y significado, relaciones semejantes al color, textura o dureza de los propios materiales de la arquitectura; que todo escrito y lo construido se debe a una estructura y un fin que en ocasiones hay que buscar a la vez del mismo acto de escribir o construir; que la materia de cada profesión es diferente y que cada una tiene sus propias prerrogativas, pero que en realidad todas las profesiones son la misma. Es decir, que la arquitectura sólo es un arte si también lo son la zapatería, la medicina, la quincallería o la cría caballar, cuando se ejercen de determinada manera... 
Cada uno de estos quinientos errores son, por tanto, un doble homenaje: a la arquitectura, a quien todos estos escritos rondan, y a sus lectores, los arquitectos, compañeros. A aquellos a quienes les ha entretenido, a quienes uno admira tanto y que mantienen el entusiasmo por esa denigrada herencia de Vitruvio. Y a esos otros arquitectos en potencia que han valorado en lo escrito algo que les resultaba resonante. 
Todos sabemos que el  fracaso es poco apreciado por la sociedad, que premia gozosa a quien acierta. El miedo al error es uno de los más paralizantes en el aprendizaje de la arquitectura. Sin embargo navegar con gusto por esos territorios no sólo es un placer sino un extraordinario estímulo. Porque las buenas relaciones con el error son las que condicionan todo aprendizaje y todo acto creativo. Así pues, permitidme presumir de estos errores, (algunos de pura torpeza, otros de fondo, y algunos, pocos, capaces de ser para mi tolerables), porque han hecho de quien esto escribe alguien cada vez más consciente de cometerlos. No hay falsa modestia en esto sino la mera constatación de que somos lo que son nuestros errores, mucho más que lo que sentimos como éxitos. Escribirlos en un papel o construirlos es sólo una manera de hacerlos públicos. De socializarlos. De sacarlos a paseo a que se aireen, y así, hasta la siguiente ocasión.
Gracias a ese millón y pico de amigos que habéis leído y releído este medio millar de fracasos parciales. Escribir ha sido un ejercicio de paciencia. De la vuestra. 
No tengo duda.
Gracias.

27 de junio de 2016

LA PLANTA EN EXTINCIÓN



La planta es una especie en peligro de extinción. Al dibujo de la planta de arquitectura me refiero. (El resto parece que peligra siempre en remotas zonas del planeta y alejadas de nuestra sensibilidad). 
Las plantas están amenazadas de extinción, decíamos, por motivos que a generaciones pasadas sorprenderían. Los nuevos modos de producción de la arquitectura, donde el “modelo” digital ofrece la promesa de un control absoluto de la obra, no trabajan ya con la representación como base del pensamiento de esta vetusta disciplina. Cortar un modelo por una sección horizontal no da como resultado una planta. Al menos en los términos que la planta significó para los arquitectos del pasado.   
La planta se encuentra abandonada a su suerte, apenas se la cultiva en oficinas jóvenes, en espacios orientales, o en grandes corporaciones, cuyas sensibilidades se encuentran desplazadas. Inevitablemente desplazadas. Sin embargo y dada la preocupación por la supervivencia disciplinar en que nos hayamos inmersos, la representación de la arquitectura tal vez sea de los últimos reductos propiamente del arquitecto. La representación de las plantas, por ello, es un territorio que no debiera descuidarse bajo la pena de una pérdida de “biodiversidad”. 
Porque cuando un arquitecto habla de una planta no se refiere a un dibujo más o menos logrado, sino más bien una forma de mirar específica. Tan específica que no es compartida por ninguna otra profesión, (ocupadas como están en plantas de más envergadura y follaje). Esa mirada no es la del historiador del arte ni en el ingeniero especialista en programas. Bajo la mirada del arquitecto, del arquitecto Louis Kahn, al menos, “la planta es una sociedad de habitaciones”(1). La planta es además un sistema económico de relaciones espaciales y un sistema político entre sus estancias… 
Y así todo. Pero más, mucho más, que un corte simplón y vacío. Y más que un dibujo. 

(1) Kahn, Louis, “La Habitación, la calle y el consenso humano”, ahora en Latour, Alessandra, Louis Kahn, Escritos conferencias y entrevistas, Editorial El croquis, Madrid, 2003, pp. 275. En su edición original en “the Room, the Street and Human Agreement”, AIA Journal, vol 56, nº3, septiembre 1971, pp. 33-34.

20 de junio de 2016

VENTANA, EN FEMENINO


Las ventanas emiten señales tan indescifrables como ciertas. Azorín decía: “Mirad bien esas casas: todas tienen ventanas; pero entre todas habrá una con una ventana pequeña, misteriosa, que hará que vuestro corazón se oprima un momento con inquietud indefinible… Yo no sé lo que tiene esa pequeña ventana: si hablara de dolores, de sollozos y de lágrimas.” (1).
Las ventanas son proyecciones hacia el exterior, emiten en una frecuencia casi inaudible pero extienden su mensaje como lo hace en la noche un animal desconocido.
Tras la ventana los escritores y los pintores de todos los tiempos han retratado mujeres tejerosas o contemplativas. “Si hay una esperanza de rescatar el espacio privado del círculo viciado y letal de la clausura, reside desde luego en estas mujeres limítrofes que se apoyan en el marco de la ventana, del lienzo, de la vida.” (2).
En la historia de los hombres, la mujer ha sido el alma del espacio doméstico y la ventana el mensaje de su confinada presencia. ¿Acaso el empleo de las fachadas completas de vidrio y la desaparición en arquitectura de las ventanas guarda alguna relación con los grandes avances de los movimientos feministas antes que con el desarrollo de la técnica constructiva del vidrio?...
Sin embargo las ventanas son por sí mismas seres transitivos, por su propia constitución, y tienen sentido gracias a ese carácter híbrido capaz de conciliar lo imposible sin ser necesaria la presencia luminosa de una mujer tras ellas. Es decir, si las ventanas son indudablemente de género femenino, no es puramente por una cuestión de historia o etimología. (A pesar de que el ventanuco, masculino, sea una mala ventana por pequeña y mal situada).
Las ventanas son de género femenino no porque esa fuera precisamente la manera habitual que tenían los hombres de proyectar su deseo, desde fuera, sobre la evanescente aparición de una mujer asomada a su quicio, (como dice Carmen Martín Gaite), sino porque sin ese carácter específicamente femenino no podría resolver la infinita complejidad de ser un mecanismo complejo y bifronte, volcado hacia dos mundos a la vez, de una manera hermosamente unitaria.

(1) Azorín. Las Confesiones de un pequeño filósofo. Espasa-Calpe, Barcelona,1984 (1904), pp. 137
(2) Fernández-Galiano, Luis. El Espacio Privado, Cinco Siglos en Veinte Palabras, Centro Nacional de Exposiciones, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, Madrid, 1990, pp. 331

13 de junio de 2016

ESO QUE NO SE VE


Llevo tiempo con esta imagen en la cabeza. A todo el mundo las imágenes nos persiguen y están ahí, en espera, hasta que de pronto adquieren sentido. Nos dan sentido, como un mazazo. 
El caso es que esa pintura ha permanecido de ese modo para mí, del todo incomprensible, cerrada y opaca, rodeada de cosas y de personajes silenciosos. Seguramente porque ninguno de ellos logra ya captar nuestra moderna y distraída atención y eso aun a pesar de contener maravillosas historias cruzadas… Nada nos reclama tiempo de contemplación salvo, con suerte, ese espacio, extraño y magnético donde se da el relato, que en algo recuerda al de las grandes obras romanas aunque sin Roma alrededor.
Esa pintura sirve, ahora lo se, para llegar a decir que eso que llaman arquitectura ya no interesa. Nos ha dejado de interesar. Nos ha agotado. Supongo que estamos ya un poco hartos de tanto ruido en imágenes y por eso la arquitectura se ha vuelto invisible cuando verdaderamente aparece. 
Por eso, si aun algo en esta disciplina puede resultar apasionante, si hay algo por lo que creo que merece la pena mantener el entusiasmo o la elevación es por eso que no se ve; es por eso que parece no importar, que cuesta hallar y que se explica extraordinariamente bien en esta obra de hace cinco siglos: con su orden de modesto patio de casa de pueblo, de vulgar altana o de habitual terraza con vistas al mar, pero con sus bordes claros y trabajados, con su geometría precisa de dimensiones bien configuradas, con la dignidad sobrehumana de las personas pisándolo como una alfombra mágica capaz de dar sentido a sus actos… Entusiasma aun porque es un lugar bien delimitado, hermoso y bien compuesto, pero sobre todo porque alcanza a construir algo más de lo que se ve, algo que puede imaginarse, algo que puede sentirse. Algo intangible pero tan presente como los mismos personajes… 
(A estas alturas cabe admirar de la Arquitectura lo que no es arquitectura. Poco interesa ya una columna, pero por un intercolumnio logrado uno estaría dispuesto a perder el sueño, como aquel Paolo Ucello).
Lo que nos descubre ese suelo mágico de Giovanni Bellini es el techo que no vemos. Un techo invisible pero tan presente y tan cierto que ningún aguafiestas puede decir que no está ahí. Tan presente y tan cierto que sobrepasa el cielo, un techo alto y glorioso mayor que el de una catedral. Ese techo es el que aspira construir alguien que quiere poder hoy decirse a sí mismo arquitecto. 
La Arquitectura está cerca de ese techo que no está pintado pero que es tan verdadero como que sale el sol o que tengo hambre. Ese techo luminoso y tangible es la anti-Arquitectura a la que merece la pena aun atender. La que está no en las propias cosas sino gracias a ellas. 

6 de junio de 2016

JUSTO A TIEMPO


Aunque permanece invisible, cada una de las partes de la arquitectura lleva en su seno una notación semejante a la que se ha empleado tradicionalmente en la música con naturalidad: moderato, presto, allegro, adagio, etc… Estas medidas no declaradas son precisamente alguno de los elementos diferenciales en la arquitectura porque son un parte de un intangible "tempo" interno que lleva impreso cada obra.
Y aunque ese “tiempo” no se nombre, porque en arquitectura es suficiente con poner medidas a las cosas y acotar sus espacios para transmitir un ritmo de la materia y un ritmo en su aparición, eso no quita que no exista. La prueba de que cada espacio memorable logra transmitir un tiempo preciso es que al describir como se produce el acceso al banco de Copenhague de Jacobsen, pongamos por caso, éste se da como un evidente adagio; que al recorrer la rampa de la villa Saboya de Le Corbusier se descubre como algo moderato maestoso, y que el ascenso al podio de la Galería Nacional de Berlín o a la Acrópolis se da presto…
El carácter que adquieren unas medidas que se traducen de materia a tiempo y que hacen que el trascurso de una obra se realice con un número concreto de pasos y, por tanto, de segundos, y no muchos menos ni más, es un buen modo de descubrir que por mucha poesía o teorías con que se quiera envolver la arquitectura, al final puede analizarse su profunda verdad con un simple cronómetro y una cinta métrica.
Y conste que reducirlo a un cronómetro y cinta métrica es lo mismo que decir que todo eso de la arquitectura es cosa del logro de un ritmo cardiaco en sus habitantes. Así, al final, el aparato de medida perfecto de ese tempo siempre es el habitante y no un metrónomo, porque el tempo de la arquitectura, maravillosa y momentáneamente, está en quienes la habitan.

30 de mayo de 2016

LA ARQUITECTURA SON MUCHAS BIOGRAFIAS


En cada una de las acciones que ejecuta un hombre, por nimias o insignificantes que parezcan, se puede contemplar una biografía completa. 
Sin embargo en la arquitectura el solape y la superposición de los actos necesarios para su consecución inevitablemente conforman algo mayor que la suma de sus acciones individuales. Cada obra se vuelve una especie de registro de existencia colectiva donde se hace difícil diferenciar las huellas de cada uno de sus actores. 
En los rastros más particulares de los canteros medievales sobre las piedras labradas de las catedrales para contabilizar la tarea realizada o en los laboriosos capiteles de sus columnas, en las marcas de un simple fratasado donde se reconoce el movimiento del brazo del maestro albañil, o incluso en los planos que pone sobre la mesa el más capaz de los arquitectos, hay más símbolos precisos de la vida de la sociedad en que se insertan que de los propios individuos. 
La arquitectura se comporta como un coro vital, donde no triunfa ninguna en particular por mucho que exista un empeño por parte de alguno de los actores. Un empeño tremendamente costoso que a la mínima queda falseado, porque con extrema facilidad se vuelve artificial, aparece impostado y pierde la necesaria naturalidad que permite ver aparecer lo individual. Como esos malos actores que nos impiden olvidarnos que estamos ante una representación debido a su exceso de engolamiento. 
En el supuesto de que un hombre lograra por si mismo erigir una construcción, resonaría en ella la vida de los que antes fabricaron los útiles, los materiales o la biografía de los que antes erigieron construcciones con la misma intención de hacerlo en solitario. Incluso de lograrlo, hablaría no del hombre que llevo la obra a cabo sino del hombre, a secas; de la ambición genérica y universal de cualquier hombre. 
A la arquitectura no le es posible escapar de esta condición coral porque finalmente la obra sobrevive en soledad. Las obras solas no hablan de quienes las parieron como individuos sino que con cierta generosidad se muestran como esfinges, y sólo hablan del ser humano en el tiempo. 
He ahí donde aparece la única individualidad posible de la arquitectura: la biografía del hombre en un tiempo.

23 de mayo de 2016

BENDITAS INSTALACIONES



Nadie es consciente de la belleza o del aire mismo que respira, hasta que falta. Y lo mismo puede decirse de las instalaciones. 
En la arquitectura las instalaciones nos proveen de caricias que ya no percibimos. De hecho han adquirido un grado de invisibilidad digno de la ciencia ficción. Queda muy lejos el tiempo en que la relamida y exhausta cultura occidental tenía que ir a buscar agua a diario o debía esforzarse para caldear mínimamente su hogar. El poder eliminar los más inmundos residuos a golpe de bote sifónico, el leer con nocturnidad e incluso el poder limpiar sencillamente las manchas de nuestra colorida indumentaria, son costosos lujos que provienen de las benditas instalaciones y a los que apenas concedemos ya atención. 
En la historia del hombre las energías dedicadas a realizar las más sencillas tareas domésticas requerían incluso de una sociedad articulada de un modo bien diferente al actual. La distinción kahniana entre espacios servidores y espacios servidos, tan pedagógica para hacer entender que hay usos que requieren de otros para llegar a funcionar, que existen relaciones de parasitismo y simbiosis entre espacios, sirve también para simbolizar una diferencia mucho más radical de otro orden: En el pasado la diferencia entre servidores y servidos no estaba arraigada en el espacio sino en las propias personas. Un conjunto muy amplio de la población estaba dedicada plenamente y en horario completo a las tareas que hoy hacen las instalaciones. Iluminar, ventilar, proveer de agua o limpiar eran comodidades que consumían vidas. 
Puede que por eso el desarrollo de las instalaciones resultara uno de los principales avances emancipatorios. Porque las instalaciones son antes que nada una operación sociopolítica de primer orden. Son su memoria y a veces un símbolo. 
Las instalaciones son como los derechos humanos. Todo el mundo debería poder acceder a ellas. 
Benditas instalaciones si la vida de las personas es mejor. Benditas instalaciones si además de su democratización lográsemos hacer inapreciable el recibo de la luz.

16 de mayo de 2016

MALDITAS INSTALACIONES


Hasta Palladio habría sido peor arquitecto de haber tenido que lidiar con las malditas instalaciones.
Como un goteo incesante de espacios ocupados pero no habitados, no ha dejado nunca de maravillarme que en algún momento de la posmodernidad las instalaciones adquiriesen tan buena fama que todo arquitecto, cuando podía, las enseñaba como una ofrenda a su propia modernidad. Como quien abre la gabardina enseñando sus naderías, como quien luce una medalla, el museo Pompidou de París, con su exuberancia jeroglífica de tubos exteriores fue una de sus imágenes más populares. (Creo que el “efecto Beaubourg” era eso en realidad y no otra cosa). 
Desde entonces cabe sospechar de todo arquitecto que enseña sus cuartos de máquinas como el que enseña trofeos de caza. Porque es como el que luce una colección de cuernos de acero inoxidable colgando de la pared y sacando pecho de su extraordinaria y falsa actualidad. 
Las instalaciones, como los gases nobles, ocupan más de lo necesario a cambio de la incierta promesa del confort. Verdaderamente estamos frigorizados o calefactados a capricho, pero mientras, el consumo se dispara, el mundo se calienta como una pelota en un microondas y la arquitectura no mejora ni un ápice. 
Porque las instalaciones siempre suenan, vibran, nos dan con el chiflete del aire en el cogote en el peor momento de una siesta, siempre consumen de más y siempre requieren una actualización y un mantenimiento imposible. 
Las instalaciones son una maldición y son las primeras causantes de haber permitido que el cáncer de la construcción sin fin se haya extendido por doquier, porque gracias a ellas cualquier lugar del mundo se ha vuelto habitable confortablemente. Como las atmósferas que las instalaciones ofrecen son humectadas y temperadas a conveniencia de un simple botón, se puede construir un paraíso en el desierto o en mitad de un glaciar. Mientras, el exterior solo puede contemplarse como en una pantalla de televisión porque el exterior es una parte invisitable y hostil. Vamos, que fuera no hay quien esté.
Es decir, las instalaciones son también las responsables de que la arquitectura y el lugar hayan dejado de estar en perfecta comunión. 
Ellas y algún arquitecto malintencionado.

9 de mayo de 2016

NO HAY DETALLES, SINO TROZOS


Por mucho que a veces se logre disimular, en arquitectura no hay detalles constructivos como tales sino pedazos unidos con mayor o menor habilidad.
Con suerte el detalle constructivo resulta una colisión irregular donde el oficio del arquitecto está presente si todos los sentidos del fragmento logran remitir a un algo superior que ofrezca la idea de integración y de unidad. Es decir, si se logran borrar las uniones o hacer que parezcan naturales o lógicas, el detalle parece consecuencia de algo superior. Aunque eso sea una ficción. Esa habilidad es parte del ingenio ancestral del buen oficio del arquitecto, que coincide con el de cualquier buen artesano (incluidos zapateros, herreros y carpinteros). Es en el saber coser fragmentos -que no en el hacer detalles- donde posiblemente se puede admirar el último reducto donde el arquitecto puede mostrar hoy su talento (ya que cualquiera puede hacer formas a mansalva y sin prácticamente ningún esfuerzo).
Octavio Paz definía el fragmento como una partícula errante, meteórica, que sólo cobra sentido frente a otras partículas. No es nada, afirmaba salomónico, sino es una relación. Son palabras esclarecedoras. Los fragmentos son partes huérfanas, afectadas por una orfandad congénita, porque poseen un pasado.
Tal vez por eso mismo la arquitectura está inmersa en un permanente esfuerzo por mantener unida una cadena de fragmentos a diferente escala: una puerta, una ventana, una barandilla, un suelo, una esquina… Incluso el material mismo de que se compone la arquitectura no ha logrado ser más que una suma de fragmentos. (El hormigón mismo es una argamasa de agua, arena, piedras, cemento y a veces hasta acero o peores aditivos, pero sin forma, ni sentido propio hasta que no ocupa todo su preciso lugar y adquiere solidez)
Es importante señalar que la arquitectura consiste más en una suma de fragmentos que en una suma de elementos constitutivos básicos. El fragmento está sucio, ha sido usado, tiene historia, y la historia mancha y deja huellas sobre las cosas; mientras que la historia del elemento arranca de una limpia abstracción, de una idea intocable. Es decir, los fragmentos por si mismos emiten un mensaje desde tiempos inmemoriales: no hay un detalle constructivo solitario ni un constructor solitario. Todos están conectados por una hermandad despedazada.
El detalle constructivo es, en fin, como cada parte de la arquitectura, un gran arte combinatoria.

2 de mayo de 2016

EL PRESENTE ETERNO



No resulta fácil catalogar las obras de arquitectura respecto al tiempo. ¿Qué fecha anotar para su datación, la de comienzo del proyecto, la de la finalización de la obra, la del primer croquis realizado o la de la firma de un simple contrato?
El "presente" de una obra es un tiempo que desborda la más fácil datación aparente de una pintura, un nacimiento, un hecho histórico o un poema, cuyas fechas pueden ser suministradas por sus propios padres. Tal vez porque la datación del presente de la arquitectura no es una cuestión de un año concreto sino de al menos un lustro.
Por eso está extendida la costumbre de entender el "presente" de una obra de arquitectura por una ambigua horquilla temporal, (que curiosamente coincide en cuanto al modo de datación con cataclismos como guerras, periodos políticos y hambrunas).
Así pues, no es fácil decir que una obra de arquitectura tenga un “ahora” propio. O dicho de otro modo, el "ahora" de la arquitectura es un conjunto, una construcción invisible que engloba y encierra los “ahoras” de cientos de "presentes" particulares y puramente biográficos. La arquitectura encierra un “ahora” complementario, colectivo, y de mayor espesor que el del mero presente de cada uno de los ciudadanos, proyectistas o promotores que la habitan.
La horquilla temporal que abarca el desarrollo de una obra resulta un extraordinario recipiente de instantes solapados y corales. Un verdadero “presente eterno” y un motivo más para pensar en la imposibilidad de hacer arquitectura como el que hace la fotografía de un instante.

(1) El título hace referencia al título homónimo del clásico estudio de Sigfried Giedion.