23 de febrero de 2015

VIVIMOS SIN MAESTROS


Habitamos un panorama de obras menores y no de monumentos verdaderamente celebrados. Es el signo de nuestro tiempo. Hoy los arquitectos vivimos sin maestros. Sin embargo en arquitectura el que es huérfano es porque quiere, o por el cansancio de otear un horizonte en el que no se encuentra la tierra firme que suponen esos faros.
Parece claro, no obstante, que cada época fabrica sus maestros. En arquitectura y al contrario de lo que pudiese parecer, los maestros no hacen sus discípulos, sino que es al contrario: son los discípulos los que los inventan. (Y conste que llevar a cabo esa labor es de las cosas más necesarias para la supervivencia disciplinar). 
Giorgio Grassi, dijo hace tiempo que en esto de la maestría la hay de dos tipos: la de los que nos animan, los que nos refuerzan en los momentos de tribulación, los nos insuflan ánimos y nos acompañan, en fin, la de los maestros “tutelares”. Y luego están los otros, los que nos marcan el rasero de lo que significa la profesión, los que nos dejan en soledad y nos la exigen, los que nos martirizan con su exigencia y nos impiden caer en la autocomplacencia del trabajo fácil (1). 
Grassi se olvidaba decir que el ansia moral de maestría de la que habla tiene dos importantes cláusulas encubiertas: la primera consiste en que, desafortunadamente, el decirse hijo de un maestro supone recibir una herencia que puede dejarle a uno sepultado por la carga de la parálisis o la infidelidad. (Algo más costoso de saldar que cualquier impuesto de transmisión patrimonial). 
La otra es que el arquitecto ahijado se encuentra, súbitamente, rodeado de una parentela insoportable de cuñados, hermanos, primos y tíos. Y en las reuniones de familia, ya se sabe, incluso ante el menor pavo de Navidad, todo puede llegar a convertirse en una disputa sobre la mayor o menor traición hacia su herencia.
En su taxonomía Grassi obviaba recordarnos también que están incluso los maestros dedicados a esa incierta y azarosa tarea de realizar obras maestras. Porque a los maestros, además de sus discípulos, los hacen sus obras. Y que a veces ni siquiera esto último es necesario.
Hoy nuestro tiempo pide a gritos, además de ver con admiración los años sesenta y encumbrar nuevamente a los Smithson, a los Eames, a Molezún, a de la Sota, o a Oiza, obras que puedan interferir, simplemente y en profundidad, en el trabajo presente o futuro de los demás.

(1) GRASSI, Giorgio: “Antiguos Maestros”, en Arquitectura lengua muerta y otros escritos, Ediciones del Serbal, 2003.

16 de febrero de 2015

TODA PUERTA ES INFRANQUEABLE


Respiramos inconscientemente. Una parte recóndita del cerebro obliga a nuestros pulmones a hincharse y soltar el aire sin pensar. El acto es involuntario y sin embargo vital. Sin esa inconsciencia estaríamos destinados a expirar.
De modo semejante se percibe la arquitectura por la mayor parte de sus habitantes, cada día y a cada momento. La arquitectura permanece al fondo de la vida, salvo en instantes en los que nos exige algo vigorosamente voluntario, como la respiración antes de una zambullida. Esos son los instantes en que traspasamos cada umbral infranqueable. Sin la invisibilidad que lo cotidiano confiere a la arquitectura, toda puerta permanecería sellada.
“Estoy en el quicio, dispuesto a entrar en mi habitación. Es una empresa muy complicada. Ante todo, debo luchar contra la atmósfera, que presiona cada centímetro cuadrado. Luego deberé tomar tierra sobre un pavimento que viaja a la velocidad de treinta kilómetros por cada segundo alrededor del sol (...) verdaderamente es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que no un físico por el quicio de una puerta”(1).
Ante cada puerta debemos hacer el voluntario esfuerzo por vencer el paralizante vértigo del umbral. Porque traspasar una puerta exige tanto una firme voluntad como cierto desconocimiento.
En un relato de Kafka, Ante la ley, un campesino espera ante un umbral custodiado por un guardián inaccesible. Allí ve pasar su vida hasta que antes de expirar escucha la maldad ciega de su guardián: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”.
La resistencia de las puertas sería insoportable de vencer si fuésemos conscientes de las dificultades que encierran. Para traspasar una puerta basta respirar y dar un paso al frente, antes de volver a la arquitectura invisible de cada día.

(1) Tafuri, Manfredo, Massimo Cacciari, and Francesco Dal Co. De la vanguardia a la metropoli: crítica radical a la arquitectura. Barcelona: Gustavo Gili, 1972, pp. 114.

9 de febrero de 2015

LAS CIUDADES NO TIENEN BUHARDILLA


La ciudad no tiene un espacio digno donde almacenar sus recuerdos. Al igual que sucede en nuestros hogares, a la ciudad se le hace difícil desprenderse del armario heredado de la querida tía, o del bibelot comprado en aciago momento en un viaje de novios. Al igual que sucede en las casas, la ciudad almacena un mobiliario que habla de si mismo como un autorretrato. Pero al contrario de las casas que disponen de desvanes y trasteros, la buhardilla de la ciudad son sus calles y plazas más que sus depósitos municipales.  
Quién iba a decir que unas bañeras de granito provenientes de las Termas de Caracalla pudiesen encontrar mejor acomodo que en medio de una plaza a modo de fuente. Tal sucede frente al Palazzo Farnese de Roma. Escoltando la fachada de Sangallo y Miguel Ángel sobreviven dos restos de ese mobiliario ancestral que hacen destacar la frontalidad del palacio y ordenan el trasiego de la plaza. 
En la Plaza de la Concordia un obelisco egipcio más antiguo que París mismo dirige el tráfico, mientras apenas haya alguien entre los coches que sepa interpretar aquellos signos faraónicos o el origen del expolio que dio con esa monumental piedra en lugar tan remoto. 
La plaza de la madrileña diosa Cibeles ha desplazado su posición lenta pero inexorablemente en pocos siglos. Cerca, una estatua de Colón dirige hoy el tráfico con un brazo extendido, no hacia el continente americano sino hacia un aparcamiento subterráneo.
Un giro en la posición de los dioscuros, monumentales estatuas de Cástor y Pólux situadas al finalizar la escalinata que da a la plaza del Campidoglio romano, cambió el sentido completo de un espacio que desde ese momento se abrió plenamente a la Roma papal y al horizonte y no a los foros, como siempre había sido en la historia.
La colocación y el transporte de esas piezas son un espectáculo para la propia ciudad. También en Roma la erección del obelisco de la plaza de San Pedro supuso algo tan colosal como inenarrable. Porque para abordar el movimiento de semejantes muebles, no basta una voluntad particular que no sea la de reyes, papas, emperadores o algún alcalde con ínfulas de posteridad. 
Los muebles de las ciudades, por cierto, además de ordenar el tráfico, además de ser signos mudos e invisitables, son el fruto de uno de los mayores talentos urbanos, el del reciclaje puro.
Gloria a las ciudades que nada tiran, por mucho que nadie sepa ya de dónde proceden los viejos trastos de sus calles, porque ese acto supone, secretamente, que confían en un provenir donde volver a recolocarlas. Gloria, pues, a ese invento sobrehumano de la ciudad porque está invisiblemente preñado de futuro.

2 de febrero de 2015

LOS LIMITES DE LA ARQUITECTURA


Cualquier arquitecto puede admirar que con sólo un par de notas, Debussy, sea capaz de crear una atmósfera inmaterial e inefable, y siente el peso de saber que, por mucho que la arquitectura añada materia sin fin a su alrededor, jamás podrá lograr algo semejante. Cualquier arquitecto conoce la desazón de sentir las limitaciones de su disciplina. Sin embargo cada arte tiene sus objetivos y sus bordes. Cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una debilidad sino que la proveen de una fuerza incontenible.
Las limitaciones de la forma, las de la construcción e incluso las presupuestarias son la razón suprema de la arquitectura. Las limitaciones son la raíz de su poder creativo y de su misteriosa capacidad de representación de un tiempo y una sociedad. No valoraríamos el comienzo del renacimiento italiano, de las primeras obras de la modernidad o acaso de una capilla prerrománica si no viésemos en ellas las capacidades de una época, sus posibilidades materiales e incluso sus miedos, puestos al servicio de una obra que las represente.
El riesgo de la arquitectura no está en lanzarse a una descabellada espiral de invención sino en hurgar sobre sus límites, tratar de pasear por ellos como quien pasea sobre un delgada línea dibujada en el suelo. Y saber que el verdadero riesgo está en no llegar a explorarlos. Tantear esos bordes no supone fabricar una teoría de los obstáculos ni siquiera una teoría de cómo vencerlos, sino de adquirir conciencia de qué ese es precisamente el objeto de la disciplina arcaica de erigir edificios.
Consciente de las propias limitaciones disciplinares, Carl Sandburg describió la poesía como “el diario escrito por una criatura del mar, que vive en la tierra y desea volar”. Otro tanto cabría decir de la arquitectura. A pesar de envidiar la fluidez con que se desenvuelven los seres oceánicos y de ansiar el vuelo imposible desde sus torpes patas ancladas al barro, que hermoso es escarbar en sus profundidades y saberse allí rey y señor de aquellos territorios quizás despreciables.