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12 de diciembre de 2022

¿ES ESTE EL ÚLTIMO MINIMALISMO POSIBLE?


A comienzos del siglo XX la tienda más pequeña del mundo era esta zapatería de Londres. El ocupante de aquel cuchitril, posa, medio centauro medio pordiosero, ocupando un inhóspito lugar bajo un escaparate. El tendero permanece a la altura del betún esperando a su clientela. Esa ciudad, acostumbrada como está a la convivencia impertérrita con lo sórdido, retrata la situación como una curiosidad más de sus calles. Hoy, en el Londres actual, ese diminuto negocio pasaría por un atractivo ejercicio de minimalismo
La vulgarización de lo “minimal” es un hecho. En poco más de cincuenta años su universo ha sido despojado de las aspiraciones esencialistas de origen aristocrático con que nació. Lejos de su contacto con el arte y la alta cultura ha pasado directamente a calificar a lo diminuto. Los apartamentos minimalistas triunfan por doquier. Los anuncios inmobiliarios que emplean el calificativo como recurso de venta se multiplican mientras tras la palabra solo vemos verdaderos zulos pintados de blanco. Ya ni siquiera son necesarias geometrías de líneas rectas y depuradas. Hoy en esa zapatería se despacharían deliciosos bollitos, se serviría té y aparecería fotografiada en Instagram bajo la etiqueta de “minimal”. No se trata del fin de un mero proceso de vulgarización, cosa que ya se había producido en los suplementos de decoración hace años, si no de una transformación semántica que ha terminado por arrastrar las formas. Al menos en arquitectura, ya no existe lo pequeño.
Este nuevo tipo de minimalismo, sin aura, no remite ya a la sencillez extrema, ni siquiera al lema “menos es más” sino a lo pequeño privado de todo encanto. De hecho se trata ya del último adjetivo posible cuando lo pequeño no es más que lo pequeño sin trascendencia. 
Por si alguien pensaba que el "menos es más" no daba para más...

15 de noviembre de 2021

EL MUSEO AGOTADO. EL FUTURO DEL MUSEO.


“Más vale una visita a un jardín que cien visitas a un museo” decía Ernst Jünger. Lejos ya de ser la casa de las musas, de ser un contenedor de trastos del pasado o la primera obra de arte de la colección que contiene, hoy la visita a cien museos vale menos que la visita a una floristería. Esta depreciación del museo como espacio de encuentro con nuestra memoria proviene de su uso indiscriminado y su cruel explotación comercial durante los últimos veinticinco años. La inflación torticera de la tipología del museo, espoleada por urbanistas y políticos, que pretendieron evitarse planes urbanos y ordeñar votos y turismo gracias a lo que parecía una teta infinita, ha terminado por secar el dulce manantial imaginativo que permitía pensar sobre ellos. 
La renovación del museo, inevitablemente llegará. Pero cabe intuir que desde un lugar diferente: gracias al paciente silencio con el que nos contemplan sus habitantes interiores… Por mucho que el contenido de todo museo sea el fruto de un expolio, de una injusticia, o de desigualdades para nosotros hoy insoportables, el silencio de esas obras es y será una enseñanza. El olor culpable que desprenden por distintos motivos los frisos del Partenón, el busto de Nefertiti, o las señoritas de Avignon, difícilmente podrán ser mitigados sino es por la intermediación del museo. Solo cuando entendamos que esos espacios son lugares de reconciliación volverán a ser significativos. Lugares donde viajar al pasado y regresar sanos y salvos. Es decir, lugares de perdón. 
Ese es el momento al que se refiere Álvaro Siza cuando dice que un museo debe ser propiamente “un nada”. Una nada donde no debe haber “propiamente espacio, ni paredes, ni suelo, ni techo, ni luz. Ni espesores, ni aberturas, ni sensación de interior ni de exterior”. Entonces serán nada, efectivamente. Una nada riquísima en silencio y en tiempo. En lugar de la actual apariencia de precipitado y superficial lugar de citas que tan bien retrata la imagen de Christopher Broughton desde los ojos de la Gioconda.

15 de julio de 2019

CASTIGADO AL RINCÓN


La expresión "¡Castigado al rincón!" se ha sustituido, en no sé qué malhadado momento y debido a no sé qué pérfida pedagogía, por la de "¡A pensar al rincón!". Con ello no nos damos cuenta del tremendo daño se ha hecho a la palabra "rincón", ya que ha dejado al descubriendo su extraordinaria capacidad como lugar para pensar. La cantidad de satisfacciones que reportan los rincones han quedado entonces expuestas impúdicamente. E incluso se han quitado a los castigos lo mejor de su penitencia: el consuelo de un solitario runrun sin molestias. 
Esa capacidad de los rincones para curar las heridas no debe ser pasada por alto. Por algo los rincones son los lugares de resguardo entre los cruentos asaltos de los boxeadores. En el rincón nadie nos puede atacar. Los rincones brindan una extraordinaria protección animal a nuestras espaldas. Y hasta señala que tenemos espaldas.  
Por eso habría que rehabilitar los rincones como lugar de castigo infantil (camuflado ahora de pensamiento tranquilizante) y empezar a emplear pedagogías que no usaran la arquitectura como medio punitivo. Y menos los rincones. Porque la arquitectura no es un castigo. Al menos, no consciente.
En los rincones nos rodean tres aristas y desplegamos el cuerpo a su alrededor de un modo particular y cercano. El horizonte de los rincones es al que llegan nuestras extremidades y nuestros ojos miopes. Alrededor de los rincones, construimos una burbuja de espacio particular y basta hacer un experimento, como este del artista polaco Zbigniew Warpechowski, para que percibamos el rastro de ese espacio primordial. Este tradicionalista de vanguardia que era el performer grafitero de la imagen, con la simpleza de marcar las paredes, parece que ha quedado investido del aura de los superhéroes o los santos. Si así fuera, lo sería, ni más ni menos, gracias al halo que proveen los rincones, que nos hacen santos involuntarios del espacio privado.
Para que luego los despreciemos como lugares de inútiles castigos. 

15 de octubre de 2018

CUANDO EL TAMAÑO DEJA DE SER UN ASUNTO PRIVADO


Aunque leguleyos, políticos y filósofos se empeñen, las diferencias entre lo público y lo privado no se fundan en la política, el uso o en el concepto de propiedad. Para comprobarlo basta dejarse sorprender por la visión de una ciudad cualquiera, esté viva o muerta, sean sus ruinas o el más vulgar plano turístico, para ver que lo privado puede ser distinguido de lo público, antes que nada y de manera intuitiva, por una mera cuestión de tamaño. Lo pequeño es privado, además de hermoso. 
Por eso no cuesta diferenciar lo particular de la ciudad como espacio cuarteado, semejante a la escritura o a una argamasa que todo lo cose: sean manzanas o chalecitos. Porque lo privado ofrece una escritura y una caligrafía de pequeños espacios que finalizan en sí mismos.
Tal es la capacidad del tamaño de la arquitectura para describir lo doméstico, que aunque el uso de cada cuarto sea incierto o perdido, simplemente por medio de sus dimensiones somos capaces de distinguirlo como “propiedad particular”. 
Es cierto que el tamaño de la casa es compartido con tumbas, capillas y otros usos. Y es cierto, igualmente, que no todo lo privado encaja en un tamaño nítido: encontramos entre sus márgenes desde el palacio al refugio. Pero hay un álgebra primitiva en lo doméstico relacionada con el tamaño que proviene de lo que alcanzamos con los brazos y la mirada, un tamaño de la construcción en relación al cuerpo, semejante al que hace que ante las sillas, los vestidos, y algunos otros objetos, los reconozcamos en espera de un cuerpo ausente.
Desde antiguo se cree que el hogar tiene su origen en el fuego, como un centro que irradia física y espiritualmente. Pero quizás si entendiéramos la casa desde el mero problema de su tamaño, podríamos decir mejor que la casa es más una distancia a ese fuego primitivo. Una distancia que alcanza a influir en su espacio inmediato y construirlo. Porque el tamaño hace la habitación, y tras ella, lo que íntimamente significa la casa. La habitación se encuentra entrelazada con el hombre por medio de una sutil red de costuras que llamamos escala, al igual que se encuentran vinculados el agua y un vaso por medio de una sustancia aparentemente invisible pero cierta. Por eso la habitación, por sus dimensiones, es  la primera homotecia del hombre. 
Hemos dicho en otra ocasión que los cambios en el tamaño de la casa determinan cambios sociales. La cuestión del tamaño determina incluso sus fundamentos políticos. Por eso cuando el mundo de la especulación inmobiliaria trata de cambiar el tamaño de la casa por motivos en apariencia sólo económicos, tal vez convenga recordar que aun es posible ejercer cierta resistencia por medio del tamaño. Porque quien lucha por un tamaño, lucha para mantener la idea de lo que es la casa misma. Y no se debe aspirar a una casa que por lo menos no tenga un tamaño intimamente infinito. 

5 de septiembre de 2016

ARQUITECTURA DESVIADA

Una ligerísima desviación en lo ortogonal, de apenas unos grados, deshace la arquitectura del opresor ángulo recto. Sin embargo, ¿quién es capaz de percibir esa tiranía? ¿A partir de que desviación no somos conscientes de la rectitud de una esquina?
El propio Euclides, progenitor de la geometría, no estuvo nunca interesado en definir el ángulo recto como aquel que tiene noventa grados. ¿A quién le importa saber que son los grados? Euclides dice que “cuando una línea recta que está sobre otra hace que los ángulos adyacentes sean iguales, cada uno de los ángulos es recto, y la recta que está sobre la otra se llama perpendicular a la otra recta”. Es decir, nos ofrece la comprensión de lo que un ángulo recto con un tipo de precisión que sobrepasa la necesidad de entender lo que es un grado. Lo cual es instructivo. 
El escultor Eduardo Chillida justificaba su abandono de la arquitectura precisamente por ese despotismo del ángulo a noventa grados: "Creo que el ángulo de noventa grados admite con dificultad el diálogo con otros ángulos, sólo dialoga con ángulos rectos. Por el contrario los ángulos entre los ochenta y ocho y los noventa y tres grados, son más tolerantes, y su uso enriquece el diálogo espacial. ¿No son por otra parte los noventa grados una simplificación de algo muy serio y muy vivo, nuestra propia verticalidad?".(1)
Efectivamente el ángulo que formamos respecto a la tierra que nos soporta no es el de la precisión matemática de la simple plomada. Somos huesos y músculos en un milagroso equilibrio que poco tiene que ver con la precisión de los noventa grados. Y sin embargo en lo avanzado por Chillida se trasluce una iluminación añadida: el ángulo de noventa grados resulta siempre una simplificación. Es, de hecho, la representación del mismo simplificar. Con la salvedad de las matemáticas y de la metafísica, es el signo más puro de lo abstracto. Esto se debe a que el ángulo recto es más un sistema de relaciones que un ángulo en sí mismo. Cada ángulo de noventa grados es por tanto y antes que nada, una idea del mundo, que solo llega al puerto de la realidad cotidiana desde la pura abstracción, desde el mundo de las ideas. Algo, a nadie se le escapa, difícilmente compatible con la arquitectura. Ni siquiera el ángulo recto al que cantó Le Corbusier en su oscuro poema escapa a este hecho…:

La espalda en el suelo...
¡Pero me he puesto en pie!
Ya que tú estás erguido
hete ahí listo para actuar.
Erguido sobre el plano terrestre
de las cosas comprensibles
contraes con la naturaleza un
pacto de solidaridad: es el ángulo recto

Por eso desde antiguo no hay modo mejor de hacer tangibles los euclidianos ángulos rectos en cada obra, con la seguridad de que son ángulos rectos-correctos, que ese otro ingenio pitagórico elemental del triángulo de tres, cuatro y cinco medidas en cada uno de sus lados. Cosa que no deja de ser un juego abstracto, pero que al menos es la traducción a la realidad de más calado de que disponemos porque llega desde la medida. Pero que habla de cómo se construyen las cosas con una pedagogía de lo concreto que maravilla.


(1) CHILLIDA, Eduardo, Preguntas, Discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1994, pp. 44.

18 de enero de 2016

PUENTE DE CASAS


En la trayectoria de todo arquitecto hay un proyecto iluminador. Un proyecto que es capaz de alumbrar mucho del camino por recorrer, y que a lo largo de las numerosas zonas en sombra que debe atravesar toda profesión, sirve como una luz al final de un túnel. Localizar ese proyecto es trascendente para entender el trabajo de un arquitecto. En Mies van der Rohe puede hablarse de sus torres de vidrio o en Palladio de la villa Valmarana como proyectos de esa trascendencia vital… No es necesario que sea el primer encargo, tampoco importa que sea el de mayor tamaño. Simplemente debe cumplir con un extraño entretejido entre lo biográfico y lo profesional en cuanto a madurez, dificultades afrontadas y nivel de autoconsciencia. 
En el caso de Steven Holl ese proyecto tal vez sea un olvidado puente de casas…
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años. 
Ni siquiera un puente de casas era una propuesta nueva para la propia ciudad de Nueva York: Raimond Hood había zurcido Manhattan con decenas de puentes edificados como rascacielos en forma de catenaria, allá por los años treinta, hasta transformar la ciudad por completo, hasta dejar que Manhattan dejase de ser una isla. 
La propuesta de Steven Holl se emplazaba sobre las vías por entonces recién abandonadas del highline en Chelsea, en Manhattan. Fue publicada en un número 7 de la revista Pamphlet a cargo del propio Holl, e iba precedido por toda esa genealogía de puentes edificados y proyectados de que éste tenía conocimiento. (Incluyendo además el puente edificado de Kreuznachy en Alemania y el de un concurso realizado por el mismo en Australia). 
Como se sabe, su proyecto nunca se realizó. Sin embargo además de proporcionarle algo de fama, algunos de los descubrimientos llevados allí a cabo le situaron en el andén de salida de sí mismo. 
En 1979, Steven Holl vivía cerca del ferrocarril que recorría el highline: “Yo estaba allí cuando pasó sobre sus vías el último tren lleno de cajas de pavo congelado”(1). El proyecto de sus casas situadas sobre las vías partía, por tanto, de una observación de su realidad cotidiana. Dibujadas en un cortante blanco y negro, cada una de esas casas heterogéneas era un puente que dejaba pasar en su base a las antiguas vías. Las siete casas parecían estar enfrentadas por carácter y por forma. Se fingía para cada una de ellas una historia diferente, incluso contrapuesta: estaba la casa de quien decide; la casa del incrédulo; la casa para un hombre sin criterio; la del enigma; la casa ideal; la casa de las cuatro torres, la de la materia y la memoria… 
Sobre el proyecto pesa la evidente influencia de John Hejduk. “Hejduk fue una enorme influencia - era un gran hombre-. La poesía está en el corazón de la arquitectura. Yo estaba fascinado por John.”(1). Desde entonces Holl incorporó a su arquitectura algo semejante a una función poética a la que nunca ha renunciado
El otro aprendizaje que extrajo de este proyecto se produjo en la construcción de la maqueta donde dio comienzo a una aproximación a la materia cercana a lo háptico que tiene toda su obra posterior: “Ese fue el comienzo de hacer los modelos de los materiales que pudieran ser los construidos. Estuve probando todas las pátinas que ahora utilizo. Probé pátinas verdes, amarillas, rojas, rosas, azules. Probé diferentes aleaciones en el acabado de bronce y con diferentes ácidos para extraer sus colores. Este modelo del puente de casas aun influye en mi trabajo actual.”(2) 
Es sorprendente como un proyecto, como un solo gesto, puede resumir la idea de arquitectura de toda una carrera. Desde luego eso simplifica mucho la tarea de hacer unas obras completas y hasta de explicarse a uno mismo. Claro que a veces descubrir esa obra clave se produce, fastidiosamente, de manera retrospectiva. 

(2) Steven Holl, GA Document Extra, número 6, Edición a cargo de Yukio Futagawa. Tokio, 1996, p.18

7 de septiembre de 2015

ARQUITECTURA, EN REALIDAD


Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.

20 de abril de 2015

LAS ESTRATEGIAS DE LA ARQUITECTURA, EN DOS PALABRAS


Las manos temblorosas de un anciano de ochenta y seis inviernos, esforzadas en mostrar la diferencia entre la sintaxis moderna y la orgánica es una poderosa imagen. La gravedad que desprenden está en saber que cuando el tiempo acucia, el último estertor se destina a prorrogar los mensajes vitales.
El caso es que siempre todo puede decirse de modo más sencillo.
Y al respecto a las estrategias de la arquitectura, basta una triada de verbos elementales para resumirlas todas: copiar, trasformar y combinar. 
Dicho así suena fácil, pero poder enunciar esta simpleza así me ha llevado seis años. 
De estas estrategias elementales de copiar, trasformar y combinar se derivan todas las demás. Si a eso sumamos que copiar es un acto imposible, ya que nunca el lugar, la materia, el cliente o los medios constructivos de la arquitectura son idénticos, y que toda copia acaba modificada por repetición, seriación o sus similares, y por tanto convertida en una estrategia de trasformación o combinación, queda una ecuación verdaderamente sencilla, en la que las múltiples estrategias se reducen a dos. 
Un binomio mágico, eso sí, y de cierta importancia, del que mana el resto de las acciones posibles con que se genera la forma de la arquitectura, en una cascada rica y productiva que riega la obra de cualquier arquitecto y época. 
De la estrategia de la trasformación nace el imitar, el deformar, el aumentar, el plegar, citar, recortar y todos sus derivados, tanto los basados en la consciencia posmoderna como en toda deformación… Arquitectos trasformativos son tanto Mies y Wright con sus operaciones sobre la apertura de la caja, como las contemporáneas deformaciones de lo paramétrico. 
Por otro lado, de la estrategia del combinar brota todo el universo de lo híbrido, del collage y de toda mezcla: el componer, añadir, incrustar, repetir, etc… El listado se extiende y ramifica como en un árbol genealógico extenso inagotable desde un Le Corbusier y la exigencia combinatoria de sus cinco puntos, a Koolhaas y sus “elementos” de arquitectura. 
Tanto es así que desde estos parámetros puede enunciarse una lectura compleja de la historia de la arquitectura. Asociar el periodo renacentista a un arte combinatoria y luliana, o el esfuerzo gótico a una estrategia de trasformación de la piedra, es un hecho tan cierto como poco desarrollado. Cada época tiene en su seno una estrategia prevalente, un eon que la recorre y que puntualmente aflora. El gen estratégico dominante determina el carácter preponderante de un momento histórico, y no ya en términos de “clásico” o “barroco”, o de “zorros” y “erizos”…
Sin embargo, y a pesar de estas elucubraciones, hacer una lectura de las estrategias de la arquitectura donde no exista la presencia de tensiones históricas que las desplacen como grandes masas tectónicas, es caer en el reduccionismo de la receta y vaciarlas de contenido. Conste, cabe decir después de todo lo anterior, que me interesa la concisión pero solo si no se pierde con ella los matices.
(A uno le gusta pensar que "E=mC2" o "cogito ergo sum" no son formulas vacías, por mucho que para desarrollar las profundidades que encierran se requiera unas buenas docenas de años).

21 de abril de 2014

EL MUSEO COMO ESTRATEGIA


Desde el punto de vista urbano, el siglo XX puede ser resumido mediante dos imágenes en cada una de sus mitades. La primera podría condensarse en torno a las posibilidades de configuración de la vivienda como espacio urbano; la segunda toma cuerpo en el objeto arquitectónico como generador de ciudad. La tosquedad de esta simplificación no le resta veracidad. Más si cabe si se identifica al museo como el mecanismo arquitectónico paradigmático de ese tipo de "urbanismo objetual". 
Sin embargo con el comienzo del siglo XXI el museo como última posibilidad de producir ciudad ha quedado tan obsoleto como inhabitada aquella casa de las musas de dónde procedía. De hecho las musas hace tiempo que emigraron de esos cuidados aposentos hoy llenos de todo menos de elevación, elegancia y entusiasmo.
El museo, como tipología, (o si se quiere como forma en búsqueda de mejora desde el Renacimiento), ha mostrado una de las mayores paradojas de la arquitectura occidental: si en un origen no tenía forma y era más bien solo un lugar de depósito de la memoria y de la rapiña de antigüedades, con el paso de los siglos se ha convertido en el lugar del depósito de la forma de su época. Un repaso a los objetos-museos del siglo XX basta para contemplar una historia de la forma de una manera exponencial. 
En el diseño del museo se han volcado gran parte de los esfuerzos formales pero también ideológicos de esa segunda mitad del siglo XX. No así los meramente funcionales. La Galería Nacional de Berlín, de Mies Van der Rohe es un lugar de mal funcionamiento pero es una exquisita idea de lo que idea de pureza miesiana podía aspirar a lograr. El Museo Guggenheim de Frank Lloyd Wright, supone un absurdo en cuanto a la disposición de sus cuadros en una pared y un suelo doblemente inclinado, pero es un dechado de poderosa espacialidad moderna. Otro tanto cabe hacer de Kahn, Venturi, Stirling, Piano o Gehry. 
Después de los maestros, la tematización de los contenidos del museo ha acabado por trivializarlo sin remisión. Apenas es posible ya tener un encuentro con la verdadera cara de las musas en espacios en los que el imprescindible acto de la contemplación es negado por el ritmo de visitas, o la disolución de todo individuo en una masa burbujeante y voraz. Las Meninas no son ya las Meninas, como la Gioconda no es ya ese cuadro pintado por Leonardo al no poder ser contempladas sin un contexto de suficiente calma. 
El museo, inundado de formas exuberantes, de turismo y de un mercado ocioso, vacío de musas, ya es solo la imagen del urbanismo del pasado: el museo se ha vuelto objeto de museo. 
Aunque precisamente por eso y pensado con más precisión: tal vez sea la ciudad el último museo vivo posible.

7 de octubre de 2013

LA DISTANCIA DE LA ARQUITECTURA


Sobre la isla de Utterö, en un peñasco poco más grande que un huerto del archipiélago de Estocolmo, Sigurd Lewerentz erigió la tumba Bergen el año 1929. La intención del arquitecto sueco pasaba por la sacralización de ese insignificante terreno y dotarlo de algo del simbolismo necesario para hacer de el un lugar memorable. Empleó como únicos elementos para lograrlo, un camino, una lápida, un asiento y una cruz. 
Desde el embarcadero nacía un sendero que se adentraba en línea recta hasta el interior y que se interrumpe como se interrumpe una vida. En un claro entre los abetos y álamos, colocó una lápida de piedra. La proximidad de la tumba al camino provee de un momento de silencio, de pie. Más lejos pensó en un banco pequeño y rudo del mismo material que la losa, dispuesto a una distancia extraordinaria, casi lejana. Incómoda. 
Tal vez por eso la separación que aparecía entre tumba y banco en el plano de Lewerentz hoy se ha perdido, aproximada por el tiempo o las circunstancias. Apenas es posible ya reconocer siquiera el sendero de piedra. 
Sin embargo ese punto que supone la tumba, ese sumidero y centro, construía su carácter sagrado más que por su geometría o su forma, por esas distancias precisas al banco y al camino, como si la arquitectura fuese allí, antes de nada, un arte de la distancia exacta. 
Gracias a una distancia recorrida hasta al tumba se reconfigura el perímetro de la isla. Gracias a una distancia precisa tenía sentido una cruz, clavada como una estaca sobre un pequeño resalto a la espalda del banco y que hacía las veces de contra-punto a la losa horizontal. Esas distancias reclamaban un tipo de atención sorda más allá de lo que impone la forma, la materia y la métrica de los propios objetos. Esas distancias construyen límites sin nombrar sus perímetros. 
Sobre el plano de Lewerentz, dibujada en el interior de la propia isla, aparecía otra cruz, que con sus brazos abiertos hacia los puntos cardinales permanecía señalando una última distancia a considerar: la del norte inalcanzable. 
Puede que todo proyecto deba contener todas ellas.

30 de septiembre de 2013

TEOREMA DEL PEQUEÑO PUNTO BLANCO

Veermer hizo aparecer un pequeño punto blanco sobre una perla y sobre ese gesto y poco más, aún hoy se extiende su fama. Ese pequeño punto blanco no era ninguna novedad pero si una declaración estética. Fue costumbre durante el siglo XVI que los pintores flamencos colocaran esa pequeña pincelada de blanco sobre los jarrones y las frutas de sus pinturas. Derain lo recuerda emocionado y hace una brillante observación sobre su falta de veracidad. Ese punto blanco no sólo era innecesario, sino que en realidad no pudo ser percibido por ellos. No existe como tal ningún color ni una luminosidad semejante sobre ningún objeto. Esa pincelada era prescindible incluso desde el punto de vista de la composición. No obstante su importancia es capital.
André Bretón apostilla, “si enciendo una vela por la noche y la alejo de los ojos hasta que no pueda distinguir la llama, la forma de esa llama y la distancia que me separa de ella se me escapan. Sólo es un punto blanco. El objeto que pinto, el ser que está ante mí, sólo vive si hago aparecer en él ese punto blanco”.
Ese recurso del punto blanco fue rescatado conceptualmente por Barthes para la fotografía como el punctum: “ese azar que en ella me despunta” y que es capaz de hacer que una imagen adquiera suficiente consistencia como para clavarse como un dardo en nosotros. Ese mismo caso del pequeño punto blanco se da en literatura. “¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!”, gritaba exhausto Nabokov a sus alumnos.
En arquitectura este punto blanco se concentra en labrar un pequeño detalle, en un gesto leve, en un giro o en un matiz suficientemente denso que hace que la obra, de improviso, cobre “vida”. Ese pequeño punto blanco puede encontrarse en las Termas de Peter Zumthor bajo una profunda grieta de luz inútil. En el leve giro de la casa Stennas de Asplund, en el primer peldaño de la casa de Frank Gehry en Santa Mónica o en un pilar aparentemente prescindible de Lewerentz. La casa japonesa concentra un minúsculo brillo en medio de la sombra con idéntica sensibilidad. Un reflejo dorado es capaz de introducir luz al fondo de la casa, un punto blanco que se constituye en un conocido “elogio de la sombra”.
Descender hasta esos detalles es lo importante. Hurgar en ellos como hurga un animal en una herida. Profundizar hasta que brille al fondo, efectivamente. En arquitectura no son los detalles lo que cuentan, sino ese maldito detalle que hace de punto blanco.  

12 de septiembre de 2011

OBRAS COMPLETAS



Es una sana costumbre de los músicos catalogar sus obras con un número de Opus. De ese modo, pueden descartar cuales pertenecen a una etapa de formación o cuales no son dignas de ser consideradas a la altura de sus exigencias.
Ante una obra no numerada el músico nos previene de su calidad y nos coloca ante ella con una disposición diferente. No escuchamos igual alguna pieza de Mahler o Beethoven no numerada ya que el mismo autor nos avisó de su falta de calidad.
No es el caso del resto de los artistas que no encuentran manera de eliminar, soslayar o hacer olvidar algunas de las suyas si no es por medio de la antología de las “obras completas”. Tal vez a eso se debe el cuidado exquisito con que algunos han dedicado sus últimas energías a tratar de hacer desaparecer papeles incompletos de cajones olvidados. “Es lo menos que un artista puede hacer por su obra: barrer a su alrededor”, decía Kundera hablando de Debussy. Es famosa alguna desobediencia al delegar esa necesaria limpieza en amigos o familiares: tales son los casos de Brod con la herencia literaria de Kafka y otras tantas viudas desamparadas.
Para cualquier artista es cuestión trascendente saber a partir de qué trabajo puede considerarse una obra“válida”. Y respecto a la tarea del arquitecto, qué trabajo debiera ser descartado incluso de las obras completas.
Con total seguridad, una futura revisión crítica, eliminará algunas casas de juventud de la antología Le Corbusier; también sucederá otro tanto con Louis Kahn; con muchas de las obras berlinesas de Mies; con algunas de las casas de los periodos premodernos de Aalto, aunque es de prever que no sucederá igual con sus edificios públicos...
La poda y la limpieza necesaria, seguramente afecte a sus figuras. Podemos soñar que aun no está verdaderamente hecha y que entonces los maestros serán aun mejores.
Pero eso ya solo sucederá en el futuro que es juez incierto, irrebatible y todopoderoso.

14 de abril de 2010

RESUMIR



Hay, para Borges, un instante en la vida de cada criatura que ilumina su existencia. Un instante en que cada ser es congruente con su verdadera esencia. Un instante que es capaz de resumirle y representarle. Aunque como tal, posiblemente al propio sujeto le pase desapercibido.
Que ese instante pase por alto a un artista o un arquitecto es aun más imperdonable. Saber quién  se es, saberlo verdaderamente, es la tarea de una vida. Por eso los momentos de incertidumbre son ocasión de ver aparecer planos de situación de uno mismo en los que el propio sujeto queda, sea consciente o no, destilado.
Es el caso de John Soane en la acuarela que pintó para él su ayudante Joseph Michael Gandy en 1818, todas sus obras se muestran como un resumen, a medio camino entre la vanitas y el retrato, en su momento de mayor zozobra personal.
En la acuarela Soane aparece sobre la mesa, en sombra, casi escondido, aunque una vez descubierto resulta imposible obviar su presencia. La jerarquía de las obras y su importancia se ponen de manifiesto por la iluminación y su posición relativa en la composición general. Sin embargo existe equilibrio entre su presencia, diminuta y sombría y la totalidad de las obras iluminadas. El centro de gravedad se haya desplazado por esa presencia terriblemente densa de su figura, que es capaz de mantenerlo todo en orden y establecer su equivalencia. Se trata de un pleonasmo: Soane y sus obras son la misma cosa.
Esos momentos dibujados se presentan como “la cifra de una vida” en las que el resumen acaba convertido en un autorretrato. Y son paradigmáticos. Suelen aparecer camuflados bajo la conocida formula de “obras completas”.