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1 de abril de 2024

ELOGIO DE LA CARTA DE AJUSTE

Cada cambio de cartucho de la impresora, además de teñir nuestros pulgares de una imborrable mancha de azul o negro, arroja un desperdicio en forma de hoja impresa relleno de una costosísima rejilla de cian, magenta y amarillo. Por mucho que se intente detener semejante eyaculación cromática, la impresora, impertérrita, continúa su labor hasta no haber completado su mecánica tarea. La hoja resultante aspira, con su utilidad intempestiva, a poder ajustar la correcta impresión de colores, letras y líneas... Pese a que la mayor parte de las veces acaba arrugada de mala manera en la papelera, lo cierto es que recurrimos a ese ajuste cuando la pobre y temblequeante calidad de lo impreso nos asoma al borde de la desesperación.
Como una carta de ajuste musical, Johann Sebastian Bach compuso el "clave bien temperado" para cada sonido que puede hacerse con un piano o un órgano. Escrito en dos partes, una en 1722 y la otra en 1744, se asemeja a una carta cromática y aspiraba a ofrecer un sistema de afinación “temperado” que rectificara el viejo e imperfecto sistema griego. El conjunto ha pasado a la historia como una obra maestra, no solo como método de afinación. Los ecos de ese sistema de ajuste sonoro aun resuenan en la música culta, tanto como en los beatles, John Williams, cientos de anuncios publicitarios y en cada punteo de guitarra eléctrica de heavy metal.
Cuando la emisión televisiva no era de veinticuatro horas seguidas, se rellenaba el espacio sin programación con una imagen fija que tenía mejor intención y aspecto que la televenta de electrodomésticos y colchones. Una coloreada y particular carta de ajuste diseñada por un ingeniero danés llamado Finn Hendil, con un borde ajedrezado, servía de marco a una parrilla que contenía en su centro un gran círculo lleno de colores. Cada una de sus partes servía para ajustar el tamaño de la imagen, la frecuencia, el color, el contraste y hasta la convergencia del tubo catódico. Su particular diseño pervivió en antena, cada vez más arrinconado en canales secundarios de la parrilla pública, hasta su definitiva desaparición en el año 2005.
La arquitectura se debe a si misma, y más en este tiempo de incertidumbre donde toda obra parece destinada a no poder corroborar su valor, una sencilla carta de ajuste. Si el tiempo de lo canónico pasó, al menos una carta de ajuste nos permitiría ir tirando. Y valdría, para que, cada egotista encumbrado sobre su propio discurso, dejase que la obra contrastase su verdadera relevancia. Cuando cualquiera cree que todo vale lo mismo o que todo "depende", conviene recordar que no es así. Que, como sucede con las opiniones, las hay que están calibradas y nos acercan a una dimensión más profunda de la vida y de la arquitectura, y las hay que son simple ruido edificado, que, en el mejor de los casos, no tiene goteras. Que existe una jerarquía del valor, y del saber, que resulta imperativo defender.
Every printer cartridge change, in addition to staining our thumbs with an indelible blue or black mark, throws out a waste in the form of a printed sheet filled with a costly grid of cyan, magenta, and yellow. No matter how much one tries to stop such a chromatic ejaculation, the printer, imperturbable, continues its work until it has completed its mechanical task. The resulting sheet aspires, with its untimely utility, to be able to adjust the correct printing of colors, letters, and lines… Despite the fact that most of the time it ends up crumpled badly in the trash, the truth is that we resort to this adjustment when the poor and trembling quality of the printed material brings us to the edge of despair.
Like a musical test card, Johann Sebastian Bach composed the “well-tempered clavier” for each sound that can be made with a piano or an organ. Written in two parts, one in 1722 and the other in 1744, it resembles a chromatic card and aspired to offer a “tempered” tuning system that rectified the old and imperfect Greek system. The set has gone down in history as a masterpiece, not only as a tuning method. The echoes of that sound adjustment system still resonate in classical music, as well as in the Beatles, John Williams, hundreds of commercials, and in every electric guitar riff of heavy metal.
When television broadcasting was not twenty-four hours straight, the space without programming was filled with a still image that had better intention and appearance than the telesales of appliances and mattresses. A colored and particular test card designed by a Danish engineer named Finn Hendil, with a checkered border, served as a frame for a grid that contained a large circle full of colors in its center. Each of its parts served to adjust the size of the image, the frequency, the color, the contrast, and even the convergence of the cathode tube. Its particular design survived on the air, increasingly cornered on secondary channels of the public grid, until its definitive disappearance in 2005.
Architecture owes itself, and more in this time of uncertainty where every work seems destined to not be able to corroborate its value, a simple test card. If the time of the canonical passed, at least a test card would allow us to keep going. And it would be worth it, so that every egotist perched on his own discourse, let the work contrast its true relevance. When anyone believes that everything is worth the same or that everything “depends”, it is worth remembering that it is not so. That, as with opinions, there are those that are calibrated and bring us closer to a deeper dimension of life and architecture, and there are those that are simple built noise, which, in the best of cases, does not leak. That there is a hierarchy of value, and of knowledge, that it is imperative to defend.

25 de marzo de 2024

SECTARISMO TRANSPOLÍTICO

Cuando el colonialismo, lo ecológico o el trasunto del género o del color de la piel parecen ocupar el centro del debate académico occidental, el hecho de que ninguna de esas temáticas sean capaces de generar por sí mismas ni media obra de arquitectura decente, por muy performativa que quiera pergeñarse, da que pensar.
La pugna para imponer el discurso de lo políticamente correcto, o su derivada, el de la cancelación, está intrínsecamente limitado a mirar todo bajo su propia óptica y volverse de un onanismo vergonzante o peor, de un radicalismo intransigente y sectario camuflado bajo el aspecto de un mundo de falso bienestar y de cosmopolitismo universal. Sobre todo porque lo transpolítico no pasa de ser más que una voluntad, un clima, pero no una verdadera agenda o un proyecto. Estamos instalados en un clima mental gobernado por un fantasma de una fatua negatividad propositiva. El mundo de la exaltación de la diferencia está dejando aflorar uno de los mayores debates en el terreno de la arquitectura: un abismal y nada gratuito sectarismo, (junto a un victimismo de traca) y una incapacidad escandalosa para producir nada relevante.
El mercado transpolítico de la arquitectura es excluyente e intolerante bajo una capa de igualitarismo. Esa es la batalla que se libra hoy con su artillería más gruesa en la universidad americana y en los museos de arte modernos. Y en arquitectura puede detectarse en un discurso donde se intenta que difumine sus bordes con el arte y se borre el concepto de valor a cambio de integrar el más escolástico matiz de sensibilidad. Sin embargo, no puede olvidarse que en este clima de suspicacia, a todo se le puede encontrar un pero. El dilema y la urgencia no es cómo salir del atolladero del penúltimo discurso, sino preguntarnos si el atolladero es real o ficticio. ¿De verdad hay que elegir entre los hormigones blancos y la solidez de la madera maciza frente al fluor neobrutalista en descomposición y unas fútiles burbujas de vidrio? Resistirse a la propagandista simplificación de los polos es heroico. Preferir lo bueno antes que lo que no ofende a nadie o exalta la diferencia, es suicida. Pero ese es el verdadero activismo de la arquitectura. Ese es el lugar desde el que construir verdadero bienestar social derivado de la cultura. Sin rebajas. Lo demás es pura voluntad de poder.
When colonialism, ecological concerns, or the shadow of gender or skin color seem to dominate the center of Western academic discourse, the fact that none of these themes are capable of generating even half a decent piece of architecture on their own, no matter how performative one might try to make it, gives pause for thought.
The struggle to impose the discourse of political correctness, or its derivative, that of cancel culture, is intrinsically limited to viewing everything through its own lens and becoming either embarrassingly self-indulgent or, worse, entrenched in intolerant and sectarian radicalism camouflaged under the guise of a world of false well-being and universal cosmopolitanism. Especially because the transpolitical will never be more than just that—a desire, a climate—but not a true agenda or project. We find ourselves in a mental climate governed by the specter of a futile propositional negativity. The world of celebrating difference is giving rise to one of the most significant debates in the realm of architecture: a glaring and anything but gratuitous sectarianism (along with an impressive victim complex) and a scandalous inability to produce anything relevant.
The transpolitical market of architecture is exclusionary and intolerant beneath a veneer of egalitarianism. That is the battle being waged today with its heaviest artillery in American universities and modern art museums. In architecture, this can be detected in a discourse where attempts are made to blur its boundaries with art and erase the concept of value in exchange for integrating the most scholastic nuances of sensitivity. However, it cannot be forgotten that in this climate of suspicion, a fault can be found in everything. The dilemma and the urgency lie not in how to escape the quagmire of the latest discourse, but in asking ourselves whether the quagmire is real or fictitious. Do we truly have to choose between white concrete and the solidity of solid wood versus decaying neo-brutalist fluorine and futile glass bubbles? To resist the propagandist simplification of poles is heroic. Let's stick with what's good not just what's inoffensive to nobody or exalts the difference. That is the real activism. That is the place from which to build true social well-being derived from culture. Without discounts. The rest is pure will to power. 

25 de mayo de 2020

SACAR A LOS OBJETOS DE PASEO


Todos podemos salir de paseo, pero ¿ha pensado alguien en los objetos? ¿no hay nadie que les saque a que se aireen?
De hacerlo reconoceríamos máquinas de coser juguetonas, radios y televisores que prácticamente se olisquean o ladran cuando se encuentran con otras, batidoras en brazos de algún setentón y prismas grandes como san Bernardos que cabría identificar con neveras o lavadoras... El resto serían meros bichos extraños. Y a esos, como serpientes, iguanas o loros, sacarles fuera daría más problemas que otra cosa.
Los objetos tienen una rara capacidad de permanecer y arraigarse en nuestra vida doméstica. Y por eso tienen tendencia a no salir, salvo en caso de mudanza o limpieza. A diario, se quedan tranquilamente en casa y nos reciben con algo de buen humor cuando volvemos. Han nacido para quedarse incrustados en alguna encimera, en las esquinas de los cuartos y en los armarios, sin embargo, se comportan como unos habitantes más y tienen sus humores y sus propios gustos. Algunos se ensucian por sistema, como niños pequeños, otros son caprichosos y se estropean cuando más se los necesita... Por eso, y por mucho que su programada obsolescencia sea parte de una política capitalista salvaje que los condena al ostracismo cuando han cumplido su tiempo útil, un poco como sucede con los animales abandonados, son verdaderos en-seres de compañía. Nos escoltan y ofrecen casi el mismo consuelo que algunos seres vivos.
Esas cosas son extensiones nuestras, y por eso, tal vez merezcan airearse. Igual que nosotros.

17 de febrero de 2020

SOBRAS


Cualquier espacio de la ciudad puede tener una vida secreta. Lo cual es una buena metáfora de que en la ciudad no sobra nadie, ni nada. (Como mucho las basuras estorban y son un problema de salubridad, pero por lo que respecta a lo demás. Eso no).
El suelo es un bien precioso y en las ciudades cualquier rincón puede y debe reutilizarse. Gordon Matta-Clark ya se dio cuenta de esa orfandad que sufrían los jirones que sobraban en el planeamiento urbano de New York cuando se dedicó a comprarlos y a etiquetarlos como obras de arte. En el año 1973 denominó a la reconfortante actividad de resarcir a esos trozos olvidados con el artístico calificativo de “Reality Properties, Fake estates”. Se hizo con quince de esos pedazos. Pocos años después volvieron a ser de propiedad pública porque nadie se encargó de pagar los impuestos que correspondían a su inútil posesión. 
El caso es que no es necesario que ningún arquitecto alternativo venga a decirnos de la secreta utilidad de esas sobras entre edificios para que los vecinos inmediatos sepan de su valor. (Que no de su precio). Esos solares vacíos e informes fueron apreciados como espacios educativos en la posguerra holandesa por parte de Van Eyck. Y gracias a ellos se demostró que los jóvenes pueden adquirir sentido cívico. 
A veces son un lugar para instalar un columpio, para fumar a escondidas o para, incluso, instalar un campo de deportes. En ellos no siempre huele a urinario. En esos espacios ni siquiera la geometría es lo más importante. Porque al fútbol, como a ser ciudadano, (o como para ser arquitecto) se juega con las paredes y con los amigos.

23 de diciembre de 2019

LAS CASAS HUELEN


Cada casa esconde su propio olor. Abrir la puerta de una casa ofrece una soberana bofetada o una caricia sobre la pituitaria. Ambas situaciones pueden ser interpretadas como un símbolo de lo que pasa dentro. 
Las emanaciones interiores, producto de los guisos, los perfumes y los cuerpos de sus habitantes, se adhieren lentamente a las cortinas, a los tejidos de los muebles y a las paredes con mayor fijación que los ácaros. Pero esa suciedad invisible no la entendemos propiamente como una inmundicia sino como una huella o un eco de la vida. Esos olores describen a los habitantes tanto más que sus perfiles en las redes sociales o su pasaporte. Olores dulzones, amargos o desapacibles retratan a sus habitantes mejor que la foto familiar expuesta en el salón. Penetrar en una puerta de un hogar ajeno es enfrentarse a un universo olfativo diferente. En algunas personas descubrimos afinidades por el olor de sus casas. Esos olores nos predisponen inconscientemente para la amistad o para lo contrario. Por eso el mundo de los mensajeros, carteros y porteros es más rico de lo que imaginamos. 
Me pregunto si esa olvidada dimensión olfativa de la arquitectura que aparece tras cruzar una puerta debiera ser proyectada y pensada por el arquitecto del mismo modo que los fabricantes de automóviles son cuidadosos en extremo a la hora de ofrecernos la deliciosa experiencia del olor a coche nuevo. En cualquier caso la idea no sería nueva. La arquitectura de Luis Barragán es aún más magistral precisamente por contemplar esa dimensión olfativa. Generalmente hemos entendido su arquitectura gracias a sus sabios colores pastel, a la delicadeza geométrica de sus sombras y sus umbrales. Pero son sus olores y sus perfumes los que hacen que sus casas sean pura magia: porque huelen a madera de la selva, a veces a humedad y a interior. Las casas huelen, y Barragán lo sabía. El arquitecto grande lo sabe y trabaja también como un perfumista. 
Ahora que lo pienso, ¿no eran Herzog y de Meuron quienes soñaban con diseñar un perfume con aroma de hormigón y de asfalto?

20 de mayo de 2019

MULTIPLES TÁCTICAS DE ARQUITECTURA


Si las estrategias se han vuelto imprescindibles para el arquitecto, las tácticas son la ocasión del habitante de hacer con esa arquitectura lo que buenamente pueda. Porque mientras que el proceso del proyectar es estratégico, el de habitar es puramente táctico. En el sentido que ambas palabras tendrían en un campo de batalla. Precisamente la arquitectura surge en ese terreno intermedio. 
Desde ese punto de vista las tácticas del habitar resultan siempre transgresoras. Porque en realidad el que ha definido previamente lo normativo que subvertir es el arquitecto por medio de la coherencia del proyecto. Ante eso el habitante solo puede habitar tergiversando lo proyectado, puesto que la vida con su riqueza no puede preverse por completo. 
Los arquitectos, ante el primer clavo sobre una pared recién concluida sienten el mismo dolor que una trepanación en su propio cerebro. No hay explicación posible para algo que no debiera ser doloroso, pero es un hecho. Ella o Él, que han tratado con mimo el crecimiento de la obra, que ha cuidado los detalles y la lisura de esas paredes, de pronto son despojados de su progenie por unos salvajes habitantes, que sin entender sus desvelos, ocupan con sus trastos, generalmente vulgares y sin orden, a destruir toda limpieza. 
El relato táctico no es más generoso con la otra parte. ¿Cómo es posible que los cajones tropiecen con la ventana?, ¿o que el interruptor esté situado en tal o cual sitio infame, o que las habitaciones o los armarios no sean un poco más grandes? 
Ese malestar compartido y no necesariamente simétrico tiene lugar en una habitación construida, en cuya intersección se produce, sin embargo, un hecho mágico y poco relatado. Con el día a día, y la recolocación de la vida en torno a esas habitaciones se diluirán los roces. Y, como sucede con los zapatos nuevos al domarse, de pronto la casa se dará en nosotros y nosotros en ella. 
Ese modo progresivo de habitar, con sus leyes y secretos, ha sido poco valorado por los tiempos en que el objetivo de la arquitectura no era el habitar sino el impresionar. Sin embargo ese habitar rozando, puliendo, es capaz de establecer lazos recíprocos con lo construido capaces de abrir canales que habitualmente permanecen ocluidos. Ese modo diario de ocupar el espacio y dejarse ocupar por él, abre la vida a un modo de entendimiento de las cosas diferente. Ese modo de habitar, en realidad, supone un verdadero buen vivir nada despreciable. 
En el conjunto intersección entre lo estratégico y lo táctico, y por mucho que suene a lejana utopía, se da la disolución de la baja y la alta cultura, y el discurso elitista o popular de la arquitectura misma. En ese espacio intermedio ya no hay niveles, salvo de disfrute. Todo un camino que explorar.

18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.

21 de enero de 2019

TÁCTICAS SALVAJES


Aquí parece que cada habitante parece estar condenado a cumplir con las estrictas reglas impuestas por el edificio. Tras el vidrio uniforme y repetido como una celda, todos los inquilinos deberían desarrollar una existencia semejante. Sin embargo algo sucede en medio de esa retícula monótona que trata de ser trasgredido. Es el escenario de una batalla. Y es que los seres humanos no tienen remedio. A la mínima, customizan todo.  
Si las estrategias de poder parecen imponer al habitante un modo de vida, con sus tácticas de ocupación, los habitantes ejercen una especie de rebeldía callada que puede resultar de lo más creativa. En el fondo, porque nadie respeta las reglas del habitar. O en el fondo, porque puede que la arquitectura no haya nacido para imponer reglas a nadie, sino para cumplir las suyas. Puede que porque las reglas, en realidad, estén constantemente redefinidas. Por eso y una vez que hay un habitante, comienza el festival del habitar.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.