25 de julio de 2016
CLAVARSE ASTILLAS
Acariciando el lomo de un animal inmenso pero tranquilo y pacífico, así anda Paul Rudolph, con ese encofrado de tablas de madera.
La figura de aquel viejo arquitecto heroico paseando sus manos desnudas por el inmenso entablado se muestra con un goce indisimulado. El molde de hormigón que iban a ser esas maderas dejarían indudables huellas en la obra, por eso, como si fueran los lomos de un animal portador de grandes cargas, reciben ese cariñoso y glotón halago. Aunque indudablemente también tiene algo de simbólico sobre la relación del arquitecto con la materia.
Mientras, esa bestia doméstica de listones permanece tranquila, aunque como todo animal poderoso, tal vez suelte alguna coz, en forma de astillas entre las uñas del confiado arquitecto o cosas peores. No puede olvidarse que todo encofrado tiene algo de sudario.
Bajo esas tablas quedarán esas caricias y hasta la madera misma.
Esa piel en negativo del hormigón que es el encofrado guardará muchas historias tras de sí. Historias de árboles en bosques perdidos, de madera flotando y luego aserrada, de afanados carpinteros, de arquitectos golosos con sus obras y de obreros arrancando con furia ese envoltorio, para ver aflorar al fin, el gris sucio e indestructible del muro de hormigón. Hasta que suceda aquello el arquitecto sigue ahí, acariciando a la bestia para que permanezca en calma antes de recibir su carga.
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18 de julio de 2016
UN CORTE LIMPIO
Cuando la arquitectura se ofrece partida como un melón abierto, parece que nada más se va a esconder en su seno. Entonces parece que se dejan ver sus carnes y sus secretos, sin pudor, como en ropa interior, como un poco violados en su intimidad. ¿Quién no ha experimentado algo así al ver una sección? Porque las secciones nos descubren no solo el espacio y el tiempo de la construcción sino que nos desvelan un poco lo que debería ser descubierto no de un plumazo sino con ciertos desvelos y tiempo.
El descubrimiento inmediato del interior que provoca una sección es algo indiscutiblemente violento, como una decapitación a guillotina, en la que siempre podemos imaginar un estremecedor ruido sordo al golpear con el suelo. Con suerte el corte ha sido limpio pero ¿dónde ha ido a parar la parte oculta? He ahí uno de los dramas de todo corte de la obra de arquitectura: una vez hecho no hay manera de reconstruir la intimidad desvelada, no hay manera de recomponer sus mitades. Por mucho que la parte oculta de la sección clame por volver a reconstituirse.
Dicho esto y a pesar de esa violencia, el corte tiene una innegable utilidad porque nos permite averiguar si la obra está suficientemente madura. (A veces es mejor hacerse con media sandía a esperar la sorpresa de un insulso contenido completo). Media arquitectura a veces vale más que la arquitectura entera. Porque la sección no es siempre guillotina sino también un modo de honrar a la arquitectura. Es la exigua diferencia entre carniceros y cirujanos.
11 de julio de 2016
ROMPER EL LETARGO
Una cosa es la ciudad y otra muy diferente la vida que pasa por encima. Ese parece ser el mensaje secreto de las ciudades cuando aparecen en ellas las inclemencias de la meteorología. Si nieva, una plaza dibuja sus verdaderos recorridos y los hace presentes. Si aparece una lluvia repentina las aceras se habitan allá donde están cubiertas por las cornisas de los edificios, que parecen resguardar momentáneamente a sus ciudadanos. Si una ciudad se inunda vemos súbitamente la topografía que a diario permanecía oculta o una ciudad duplicada e inaccesible. Y así con todo...
El caso es que la presencia de lo inesperado deforma el modo de uso de la ciudad y de la arquitectura y de improviso la volvemos a percibir un poco revivificada. Percibimos lo regular subyacente o lo invisible cuando aparece la necesidad del uso alternativo, como si ese extrañamiento fuese capaz de hacernos habitantes de una ciudad hasta entonces intangible.
Por eso, tal vez no vemos nuestra ciudad, propiamente, salvo cuando aparecen ocasiones en las que lo imprevisto deshace nuestros hábitos.
Por eso se agradecen las obras en las ciudades, las manifestaciones y las fiestas patronales, que amén de ser incómodas, gracias a las flagrantes anormalidades que introducen, de pronto nos hacen un poco turistas de nuestros hábitos y nos dejan sentir como la ciudad misma nos mira habitándola. Como a veces sucede con los gatos o ciertas aves. Por esos momentos sabemos que las ciudades tienen ojos que nos miran, (que no son precisamente las ventanas de sus edificios).
Esa ocasión que abre las puertas a la extrañeza es un componente que debe, por tanto, tener cabida en cualquier arquitectura o ciudad, pero por si misma. Sin necesidad de esperar a esos cataclismos. Al menos si en algo pretende ser capaz de despertar a sus habitantes del diario letargo del habitar.
Un letargo confortable que impide ver hasta la belleza de la realidad que nos rodea.
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HABITAR
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4 de julio de 2016
QUINIENTOS ERRORES
Hoy, aquí, con estas líneas, se cumplen quinientos escritos en el espacio intangible de múltiples. Es el momento, por tanto, de rendir homenaje a cada uno de ese medio millar de errores de los que tanto he aprendido. A cada uno de ellos, que inexplicablemente han goteado semana tras semana desde hace ya más de seis años, incansables por encima de mi propio cansancio, les debo sincera gratitud.
A ellos y a quienes los habéis tolerado.
La acumulación de malentendidos, de esfuerzos por decir de una manera más precisa o afinada pero sólo ser capaz de abandonarlo todo a un estado de perpetuo borrador, es un aprendizaje que finalmente he asimilado al de la posibilidad de ser arquitecto. Perpetrar quinientos errores consecutivos, en parte o por completo, le permite a uno engañarse pensando que cabe construir con palabras como se construye con ladrillos o madera o vidrio. (Se bien que la ficción de este paralelo es otro error, pero para mi ha sido, al menos, un error operativo).
He imaginado que cada una de esas palabras sostenían con su forma, sonido, ritmo y significado, relaciones semejantes al color, textura o dureza de los propios materiales de la arquitectura; que todo escrito y lo construido se debe a una estructura y un fin que en ocasiones hay que buscar a la vez del mismo acto de escribir o construir; que la materia de cada profesión es diferente y que cada una tiene sus propias prerrogativas, pero que en realidad todas las profesiones son la misma. Es decir, que la arquitectura sólo es un arte si también lo son la zapatería, la medicina, la quincallería o la cría caballar, cuando se ejercen de determinada manera...
He imaginado que cada una de esas palabras sostenían con su forma, sonido, ritmo y significado, relaciones semejantes al color, textura o dureza de los propios materiales de la arquitectura; que todo escrito y lo construido se debe a una estructura y un fin que en ocasiones hay que buscar a la vez del mismo acto de escribir o construir; que la materia de cada profesión es diferente y que cada una tiene sus propias prerrogativas, pero que en realidad todas las profesiones son la misma. Es decir, que la arquitectura sólo es un arte si también lo son la zapatería, la medicina, la quincallería o la cría caballar, cuando se ejercen de determinada manera...
Cada uno de estos quinientos errores son, por tanto, un doble homenaje: a la arquitectura, a quien todos estos escritos rondan, y a sus lectores, los arquitectos, compañeros. A aquellos a quienes les ha entretenido, a quienes uno admira tanto y que mantienen el entusiasmo por esa denigrada herencia de Vitruvio. Y a esos otros arquitectos en potencia que han valorado en lo escrito algo que les resultaba resonante.
Todos sabemos que el fracaso es poco apreciado por la sociedad, que premia gozosa a quien acierta. El miedo al error es uno de los más paralizantes en el aprendizaje de la arquitectura. Sin embargo navegar con gusto por esos territorios no sólo es un placer sino un extraordinario estímulo. Porque las buenas relaciones con el error son las que condicionan todo aprendizaje y todo acto creativo. Así pues, permitidme presumir de estos errores, (algunos de pura torpeza, otros de fondo, y algunos, pocos, capaces de ser para mi tolerables), porque han hecho de quien esto escribe alguien cada vez más consciente de cometerlos. No hay falsa modestia en esto sino la mera constatación de que somos lo que son nuestros errores, mucho más que lo que sentimos como éxitos. Escribirlos en un papel o construirlos es sólo una manera de hacerlos públicos. De socializarlos. De sacarlos a paseo a que se aireen, y así, hasta la siguiente ocasión.
Gracias a ese millón y pico de amigos que habéis leído y releído este medio millar de fracasos parciales. Escribir ha sido un ejercicio de paciencia. De la vuestra.
No tengo duda.
Gracias.
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OBSESIONES
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