El poché permanece presente, y se ha convertido en un signo que desborda la diferenciación entre espacios servidores y servidos, de ajuste entre diferentes partes de la arquitectura, o de ofrecer el equilibrio visual digno de toda bella planta. El poché, por definición lugar sobre el que no podemos posar ni los pies ni la mirada, se extiende hoy como una mancha de aceite gastado.
Al contrario que en el siglo XIX, el poché no se limita ya a ser un signo gráfico, sino que se anuncia a la mínima ocasión en la vida diaria por medio de llamativas señales de “no pasar”, por cordones rojos o cintas azules sujetas por espantosos bolardos móviles de acero inoxidable, o por el universal cartel de “privado”. Basta pasear por un museo de una ciudad, por un atiborrado centro comercial, por un aeropuerto o por una clínica odontológica para ver que la mayor parte de sus espacios pertenecen al universo del poché. ¿Está la arquitectura destinada a representar una permanente escenografía de las jerarquías del acceso? ¿No es el poché el signo de una perpetua alienación?
El hecho de no poder traspasar las líneas que delimita el poché nos convierte en ciudadanos de una clase especial: turistas, clientes o usuarios. El poché funciona, en este sentido, como un eficaz portero de discoteca. Remarca fronteras de modos que resultan invisibles pero ciertos. Quien puede sumergirse en el poché no es que habite lo secreto o lo invisible, sino que vive la secreta alegría de un permiso de circular dentro de la arquitectura, aun llevando calcetines blancos.
Poché is still with us, and it has become a symbol that goes beyond distinguishing between servant and served spaces, adjusting different parts of the architecture, or providing the visual balance worthy of any beautiful plan. By definition, poché is a place where neither our feet nor our gaze can rest, and yet today it spreads like a stain of spent oil.
Unlike in the 19th century, poché is no longer just a graphic symbol. It now reveals itself at every opportunity in daily life through bold “no entry” signs, red ropes or blue tapes held by unsightly mobile stainless steel bollards, or the ubiquitous “private” sign. A walk through a city museum, a crowded shopping mall, an airport, or a dental clinic shows that most of their spaces belong to the world of poché. Is architecture destined to forever represent the stage set for the hierarchies of access? Isn’t poché the symbol of a perpetual alienation?
The fact that we cannot cross the lines that poché draws makes us a special kind of citizen: tourists, clients, or users. Poché is, in this sense, an efficient nightclub bouncer. It marks boundaries in ways that are invisible but real. Those who can immerse themselves in poché don’t inhabit what is secret or unseen; they experience the quiet joy of having the permission to move within the architecture—even while wearing white socks.