Ninguno de los arquitectos de por entonces se sintió aludido con la aparición del término “mise en place”. Pero cuando el insigne cocinero Auguste Escoffier acuñó el concepto en el siglo XIX, que desde entonces se ha instalado en el centro de la cocina y de los “talents shows”, lo que hizo fue promover una escisión herética dentro del arte de “poner las cosas en su sitio” regentado hasta el momento por la arquitectura. Ni siquiera un contemporáneo de Escoffier, Adolf Loos, lenguaraz y crítico, hizo mención alguna en sus escritos a la aparición de ese concepto invasivo.
El término, por lo demás muy exitoso a partir de ese instante en el mundillo de la restauración para describir los procesos de preparación y colocación de ingredientes para facilitar su posterior cocinado, (y que significa literalmente 'puesta en sitio’, o si se quiere, “todo en su lugar”) fue pronto considerado una auténtica religión laica para la gastronomía. Sin disponer los ingredientes en un lugar adecuado no había manera de cocinar, y menos de modo contemporáneo. A ningún arquitecto se le ocurrió levantar la voz para decir que lo mismo sucedía con su disciplina desde mucho antes. Que tampoco era para tanto.
Mientras la arquitectura continuó hablando sin muchos alardes - y, bien es cierto, sin demasiada firmeza - de “plano de emplazamiento” y del “plano de situación” como si tal cosa. Sin embargo y llegados a un punto, tal vez haya llegado el momento de renunciar a llamar así a esos viejos documentos, aceptar la triunfal aportación culinaria en este campo, y pasar a hablar de la relación de las obras con el sitio como verdadera “mise en place”. Al menos se entendería, por fin, la importancia de la sagrada relación del disponer las cosas correctamente en su lugar.
Lo digo porque la arquitectura es, en última instancia siempre lo fue, el arte de colocar un ladrillo sobre otro y este sobre el terreno. Una pura “mise en place” de acero, barro, hormigón, madera y otras delicatesen semejantes sobre esa encimera mágica que es el mundo.