14 de octubre de 2013

CONCIERTO DE ARQUITECTURA

La ciudad es el instrumento musical por antonomasia de la modernidad. Esto ha sido probado antes incluso de que la modernidad existiese como tal. Los “intonarumori” (entonaruidos), fueron los inventos de Luigi Russolo y Ugo Piatti para recrearlos. 
Esto bastaría para probar la constante relación de la arquitectura con la música, más allá incluso de la equivalencia “congelada” entre ambas. 
Esa música arranca desde la construcción de la arquitectura, donde ya provee interesantes conciertos. El lento ascenso de la cubierta de la Galería Nacional de Berlín, fue atendida como una sinfonía por Mies Van der Rohe y toda una multitud que acudió a escuchar los quejidos de la estructura al elevarse. El esfuerzo de la losa negra de acero ascendida por majestuosos gatos hidráulicos fue un acto con más efectos musicales que constructivos o formales, pues en realidad a Mies sólo le importó siempre una precisa distancia del suelo a techo y no sus gradientes. 
El concierto allí presenciado debió estar a la altura de alguno de los mejores de Stockhausen. 
Toyo Ito, por su parte en la Mediateca de Sendai hablaba de los chasquidos de la estructura de acero al contraerse y retorcerse después de ser soldada. Chirridos nocturnos de parto, quizás mejor que ese prolongado ruido de fondo que es el 4,33´´, de John Cage. 
La propia arquitectura se encarga de emitir a diario los crujidos de suelos, los golpes de sus desagües y los de sus ascensores intempestivos. Los conciertos de la arquitectura son permanentes y son tanto mejores que los de sus habitantes. Los inaguantables ruidos, llantos y gemidos de las paredes vecinas llegan a nosotros a través de una arquitectura siempre demasiado débil. 
Porque puestos a elegir es preferible contar con la arquitectura como proveedora de música que sus habitantes (cuando no son profesionales): “En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde…” (1)

(1) CORTÁZAR, Julio. Un tal Lucas. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1979. 

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