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1 de diciembre de 2024

ENCABALGAMIENTO

Le Corbusier, Weissenhofsiedlung
Le Corbusier hablaba del encabalgamiento como uno de los fenómenos más específicos de la arquitectura moderna. Una habitación no acababa donde lo hacían sus cuatro paredes, sino que se encontraba solapada con la siguiente porque alguno de sus muros, muy probablemente, asomaba fuera de sus bordes. El tiempo de la habitación roja y la sala azul se había acabado con el siglo XIX, decía. Y no le faltaba razón.
El encabalgamiento era un fenómeno hermoso y propio de la poesía desde tiempos ancestrales. El efecto de no terminar un verso en su sitio, sino hacer que montase sobre el siguiente, encabritando su métrica, introduce el misterio y la urgencia en la lectura. La poesía que se deja guiar por el ritmo de los versos y su tonalidad encuentra en el encabalgamiento tensión y efectos inesperados. El encabalgamiento despierta, a otra escala, la incertidumbre del “¿qué pasará?” en que se fundan el final de los episodios de una serie televisiva o de las viejas novelas por fascículos.
Curiosamente, este fenómeno del encabalgamiento se dejó en el cajón por mucho tiempo. Lo más cerca que se estuvo de su análisis fue aquel famosísimo escrito sobre la transparencia literal y fenomenal. Pero a pocos se les ocurrió que el encabalgamiento era uno de los ejes constituyentes de la arquitectura moderna misma. Dicho de otro modo, que en el uso de una silla estaba implícito su empleo ocasional como escalera, o que un cuadro purista era un solape contaminado de formas en interacción antes que un juego de transparencias entre botellas y guitarras.
El encabalgamiento explicaba la plástica moderna y encontraba su culmen en el paseo arquitectónico, en el que cada espacio estaba contaminado por el anterior. El fenómeno del encabalgamiento nos recuerda que ninguna forma se encuentra encapsulada. Para bien, la realidad de la arquitectura se encuentra permanentemente inmiscuida por lo que le rodea. Por mucho que una pared pueda desempeñar varios papeles sin perder su integridad, el conjunto de todas las piezas de una obra se encuentra barajado como un mazo de cartas.
Le Corbusier spoke of enjambment as one of the most specific phenomena of modern architecture. A room no longer ended where its four walls did; instead, it overlapped with the next because one of its walls, most likely, extended beyond its boundaries. The era of the red room and the blue salon had ended with the 19th century, he claimed. And he wasn’t wrong.
Enjambment was a phenomenon both beautiful and inherent to poetry since ancient times. The effect of not ending a line where it "should" but letting it spill over into the next, unsettling its rhythm, introduces mystery and urgency to the reading. Poetry guided by the rhythm and tonality of its verses finds in enjambment a tension and unexpected effects. At another scale, enjambment evokes the uncertainty of “what will happen next?” on which the finales of TV episodes or serialized novels are built.
Curiously, this phenomenon of enjambment was left in the drawer for a long time. The closest it came to analysis was that famous essay on literal and phenomenal transparency. Yet few realized that enjambment was one of the very pillars of modern architecture itself. Put differently, that the use of a chair implied its occasional function as a ladder, or that a Purist painting was an interplay of overlapping forms rather than merely a transparent arrangement of bottles and guitars.
Enjambment explained modern plasticity and reached its apex in the architectural promenade, where every space was infused with traces of the one before. This phenomenon reminds us that no form exists in isolation. For better or worse, the reality of architecture is perpetually entangled with what surrounds it. No matter how many roles a wall might play without losing its integrity, the entirety of a work’s pieces is shuffled together like a deck of cards.

29 de septiembre de 2024

UN BOSQUE PERDIDO


Leonardo da Vinci, Sala delle Asse del Castello Sforzesco di Milano, imagen fuente desconocida

Hace mucho tiempo Leonardo da Vinci, pintó un techo con el único objetivo de que sus inquilinos sintiesen estar bajo un bosque de moreras. La historia de esa Sala, conocida como delle Asse y situada en el maltratado Castello Sforzesco de Milán, ha pasado, como todos los bosques, por momentos de tala, de destrucción y de reforestación. Las ramas de su pintura, entrelazadas con una geometría casi equivalente a la de las bóvedas de crucería de muchas iglesias medievales, pertenece a dos mundos. El renacimiento y el gótico están presentes en ese intento híbrido y hoy descolorido en el que indirectamente se sostiene, a su vez, una teoría de la arquitectura. Hegel dijo que al entrar en una catedral no piensas inmediatamente en la solidez de la construccion y el significado funcional de las columnas y la bóveda que soportan, sino que "tienes la impresión de estar entrando en un bosque, ves una enorme cantidad de árboles cuyas ramas se curvan y juntan, formando un techo natural". Leonardo pinta esa idea y con ello explora el arquetipo de la catedral gótica mucho antes que lo hiciese Viollet le Duc
Ese bosque de Leonardo se asoma al balcón del pasado y a la rompiente proa del futuro.  Mira desde el oscuro verde pintado en el techo al bosque que Abraham plantó en Bar Sheba, inicia un debate en Milán que Bramante continúa con la loggia de la basílica de San Ambrosio y sus cuatro columnas talladas como cuatro troncos de árbol, apuntala una vieja conversación con Vitruvio sobre el origen de la arquitetcura en la madera y ampara, bajo su sombra, la historia completa de las bóvedas de crucería y lo que será la hipótesis de Laugier sobre cabaña primitiva.
El bosque de Leonardo interpela a todos ellos desde el húmedo sótano de un castillo. El mirar en dos direcciones y no desmerecerlas, como un ángel de la historia alternativo,  no me parece poco mérito para un techo hoy cochambroso y sujeto, como todo jardín, a una interminable restauración.
 
  
A long time ago, Leonardo da Vinci painted a ceiling with the sole purpose of making its residents feel as if they were beneath a mulberry forest. The story of this room, known as the Sala delle Asse and located in the battered Castello Sforzesco in Milan, has, like all forests, gone through periods of felling, destruction, and reforestation. The intertwined branches of his painting, with a geometry almost akin to the ribbed vaults of many medieval churches, belong to two worlds. Both the Renaissance and the Gothic are present in this hybrid and now faded attempt, which, indirectly, upholds an architectural theory. Hegel once said that upon entering a cathedral, you don't immediately think about the solidity of the construction or the functional significance of the columns and vault that support it. ´Initially, you have the impression of entering a forest; you see a vast number of trees whose branches curve and join, forming a natural ceiling.' Leonardo painted that very idea, exploring the archetype of the Gothic cathedral long before Viollet-le-Duc would.
Leonardo’s forest peers out from the balcony of the past and the prow of the future. It gazes from the dark green painted on the ceiling to the forest that Abraham planted in Beersheba, sparking a debate in Milan that Bramante would continue with the loggia of the Basilica of Sant'Ambrogio and its four columns carved like tree trunks. It reinforces an age-old conversation with Vitruvius about the origins of architecture in wood and shelters, under its shade, the entire history of ribbed vaults and what would become Laugier's hypothesis on the primitive hut.
Leonardo's forest calls out to all of them from the damp basement of a castle. Looking in two directions without diminishing either, like an alternative angel of history, seems no small feat for a ceiling now dilapidated and subject, like every garden, to endless restoration.


8 de septiembre de 2024

INSIGNIFICANTE POCHÉ

planta de bunker, imagen fuente desconocida
El poché, mecanismo decimonónico de representación gráfica por el que se rellenaban los espacios invisibles de la arquitectura con extensas manchas negras, ha experimentado un auge inesperado en el siglo XXI. Tanto es así que abrir hoy una publicación de arquitectura es como nadar entre sus pastosas manchas oscuras, como quien chapotea alegremente en medio de un puerto petrolero.
El poché sigue presente, y se ha convertido en un símbolo que trasciende la diferenciación entre espacios servidores y servidos, la articulación de diferentes partes de la arquitectura o el equilibrio visual digno de toda bella planta. Lugar donde no podemos posar ni los pies ni la mirada, el poché se extiende hoy como una mancha de aceite gastado.
Sin embargo y a diferencia del siglo XIX, el poché no se limita ya a ser un signo gráfico. Hoy se manifiesta a cada paso en la vida cotidiana: en llamativos carteles de “no pasar”, en cordones rojos o cintas azules sujetas por horrendos bolardos móviles de acero inoxidable, o en el omnipresente cartel de “privado”. Basta con caminar por cualquier museo urbano, un abarrotado centro comercial, un aeropuerto o una clínica odontológica para ver que la mayoría de sus espacios pertenecen al universo del poché. ¿Está destinada la arquitectura a representar una perpetua escenografía de las jerarquías de acceso? ¿No es el poché el signo de una alienación constante?
El hecho de no poder cruzar las líneas que traza el poché nos convierte en ciudadanos de una clase especial: turistas, clientes o usuarios. En este sentido, el poché funciona como un eficaz portero de discoteca. Marca fronteras de maneras invisibles pero indudables. Aquellos que pueden sumergirse en el poché no habitan lo secreto o lo invisible, sino que experimentan la alegría de tener permiso para circular libremente por la planta de la arquitectura, sin restricciones, incluso si llevan calcetines blancos.
Poché, a 19th-century drawing technique that filled the invisible spaces of architecture with broad black smudges, has seen an unexpected resurgence in the 21st century. So much so that opening an architecture publication today feels like swimming amidst those thick dark stains, like someone happily splashing around in an oil tanker dock.
Poché endures, and it has become a symbol that transcends the differentiation between servant and served spaces, the articulation of various parts of architecture, or the visual balance essential to any elegant plan. Poché, a place where neither our feet nor our gaze can settle, now spreads like a slick of dirty oil.
Unlike in the 19th century, poché is no longer just a graphic sign. It now reveals itself in everyday life at every turn: through bold "no entry" signs, red ropes or blue tapes held by unsightly mobile stainless steel bollards, or the ubiquitous "private" sign. A walk through any museum, a crowded shopping mall, an airport, or a dental clinic shows that most of their spaces belong to the realm of poché. Is architecture destined to forever represent a stage for the hierarchies of access? Isn't poché the symbol of a constant alienation?
The fact that we cannot cross the lines poché draws makes us a special kind of citizen: tourists, clients, or users. Poché works, in this sense, like an effective nightclub bouncer. It marks boundaries in ways that are invisible but undeniable. Those who can immerse themselves in poché do not dwell in secrecy or the unseen; rather, they enjoy the quiet privilege of being allowed to move freely within architecture, with no restrictions, even while wearing white socks.

5 de junio de 2023

BLANCO PURO BLANCO

El blanco es más que un color. Es una idea. De hecho es un corpus filosófico por si mismo (y si se apura, hasta una religión). Asociado al vacío y a la pureza, el blanco representa lo nuevo y lo frágil. La leche, la luna y la nieve son más que un alimento primigenio, que el signo nocturno por excelencia, y que el totem del frío invernal gracias a su color. Ciertamente, lo blanco alimenta más que la lactosa. 
La página en blanco, o el lienzo, tanto da, precisamente por su blancura, engendra sus miedos. Malevich y su "cuadrado blanco sobre fondo blanco" trató de bordearlos jugando sobre el límite de su abismo. El "blanco manchado" que allí se desplegaba, no era por tanto un color sino un delicado oxímoron a la altura de "inteligencia militar" o "realidad virtual". El plomo sustentó la química del blanco en la historia del la pintura hasta la llegada a escena del óxido de titanio. Lawrence Herbert creó la guía Pantone para entrar en matices y en ella hasta se inventó un "blanco esperma", pero fue incapaz de distinguir en su carta cromática ni la mitad de matices del blanco que posee para el pueblo Inuit. El mundo cotidiano conoce bien esas sutilezas aunque sean de difícil definición. Sin el "blanco roto" el diseño de interiores seguramente no existiría como disciplina. (Del mismo modo, el universo ideológico de todo "libro blanco" sostiene la moral de instituciones que, de otro modo, difícilmente podrían justificar su utilidad pública). 
De los colores manejados en la arquitectura el blanco es el más neutro y sin embargo el más cargado de historia. "El blanco, ese color que no pesa", decía Alejando de la Sota. No solo no pesa, incluso hace levitar las cosas y las casas. Que se lo digan a Mies Van der Rohe y a toda la arquitectura blanca de Japón. El blanco de la cal ha brindado más unidad y congruencia a las ciudades y los pueblos que todos los planes urbanos juntos. Ese blanco hirviente es abrasivo y depurador. La higiene, durante siglos, dependió antes del uso del color blanco de la cal, que del jabón.
El blanco nostálgico de Le Corbusier cuando cantaba a un pasado donde las catedrales eran de ese color no era otra cosa que un programa fundacional de la modernidad antes que un alegato a la realidad. Entre los blancos más hermosos de la historia de la arquitectura están los de Brunelleschi, que precisamente por estar acompañados de grises adquirían mayor brillo. Los del mármol Pentélico, blancos como la luz gracias a la lejanía del mar. Los de Palladio y Alberti y sus piedras calcáreas. Los de los interiores rococó, empleados para hacer destacar lo demás...
Sin embargo el siglo del blanco es el XX. Desde allí Van Doesburg decía: "El Blanco es el color espiritual de nuestra era, la limpieza que dirige todas nuestras acciones. No es blanco manchado ni blanco marfil, sino blanco puro". Antes que un color, para la modernidad lo blanco fue una bandera (algo impura, ya que ni el mismo Le Corbusier hizo nunca un edificio completamente blanco). Lo blanco era el futuro. Era una promesa. Inclumplida, bien es cierto.
En relación a lo blanco, cada uno tiene sus preferencias pero hay un blanco del que uno no se puede olvidar. Uno que permanece grabado en el cerebro. En mi caso, es el blanco de las nubes que flotan como corderos sobre el tambor de la Biblioteca de Estocolmo de Asplund. Si hay unicornios blancos es por ese tipo de blanco recordado. 
White is more than just a color. It is an idea. In fact, it is a philosophical corpus in and of itself (and if pushed, even a religion). Associated with emptiness and purity, white represents the new and the fragile. Milk, the moon, and snow are more than just primal sustenance, the quintessential nocturnal symbol, and the totem of winter cold thanks to their color. Indeed, white nourishes more than lactose does.
The blank page, or the canvas, it doesn't matter, precisely because of its whiteness, engenders its fears. Malevich and his "white square on a white background" tried to skirt them, playing on the edge of their abyss. The "stained white" that unfolded there was not a color but a delicate oxymoron on par with "military intelligence" or "virtual reality." Lead supported the chemistry of white in the history of painting until titanium dioxide took the stage. Lawrence Herbert created the Pantone guide to delve into nuances, even inventing a "sperm white," yet he was unable to distinguish half of the white shades possessed by the Inuit people in his color chart. The everyday world is familiar with these nuances, albeit challenging to define. Without "off-white," interior design would likely not exist as a discipline. (Similarly, the ideological universe of every "white paper" upholds the morals of institutions that, otherwise, would struggle to justify their public utility.)
Of all the colors used in architecture, white is the most neutral and yet the most laden with history. "White, that color that carries no weight," said Alejandro de la Sota. Not only does it carry no weight, it even makes things and houses levitate. Just ask Mies Van der Rohe and all the white architecture of Japan. Lime white has brought more unity and coherence to cities and towns than all urban plans combined. That scorching white is abrasive and purifying. Hygiene, for centuries, depended more on the use of lime white than on soap.
The nostalgic white of Le Corbusier when he sang of a past where cathedrals were of that color was nothing more than a foundational program of modernity rather than a plea for reality. Among the most beautiful whites in architectural history are those of Brunelleschi, which acquired greater brilliance precisely because they were accompanied by grays. The Pentelic marble, white as light thanks to its distance from the sea. The limestone of Palladio and Alberti. The Rococo interiors, used to make everything else stand out...
However, the century of white is the 20th. From there, Van Doesburg said, "White is the spiritual color of our era, the cleanliness that guides all our actions. It is not stained white or ivory white, but pure white." For modernity, white was more than just a color; it was a flag (albeit impure, as not even Le Corbusier ever built a completely white building). White was the future. It was a promise. Unfulfilled, it is true.
Regarding white, everyone will have their preferences, but there is one white that one cannot forget because is engraved into the mind. In my case, the white of the clouds floating like lambs over Asplund's Stockholm Public Library. If there are white unicorns, it is because of that kind of remembered white.

14 de noviembre de 2022

UN METRO CÚBICO DE HORMIGÓN ES MÁS HORMIGÓN QUE MEDIO METRO CÚBICO DE HORMIGÓN


En arquitectura, y para maldición de los más pragmáticos, que todo lo miden, pesan y apuntan en una tabla de Excel, los universos de lo cuantitativo y de lo cualitativo no son estancos. Separados por una finísima membrana, uno y otro se influyen y permean en ambas direcciones hasta fundir sus fuertes y firmes fronteras.
La cantidad, indudablemente, influye en la cualidad. Cézanne, decía, con razón, que un kilo de pintura verde es más verde que medio kilo. Desde luego, en arquitectura, cien metros cúbicos de hormigón son más que un metro cúbico. En términos de puro peso, esto resulta de perogrullo. Salvo que esto también se da en su psicología: el peso o el color se sienten en la arquitectura más allá del peso real. En este sentido, el hormigón puede ser más hormigón que el hormigón mismo. Precisamente cuando el hormigón se vuelve hormigón humano. Porque su peso y su color se imaginan e intuyen más allá del propio material. El camino inverso es igual de cierto: el gris del hormigón, su textura y sus juntas, lo transforman - en la mente del habitante al menos- en algo más de lo que, físicamente es. Esta cuestión "sensacional" resulta, al menos para mí, sensacional. 
En arquitectura las cosas son más de lo que son. Y lo son por lo que ofrecen a la imaginación antes que a los ojos.

15 de junio de 2020

EL DEGRADANTE DEGRADADO


En algún aciago momento, en un despacho, o ante el teclado de un programador informático surgió una idea fija que ha martirizado a toda una profesión. Una idea pérfida, irreal, y por tanto ajena a la construcción, a la luz y a la experiencia cotidiana: el degradante degradado.
Un efecto que hasta entonces pertenecía al dominio de la naturaleza, se coló en millones de pantallas retroiluminadas animando las presentaciones y los dibujos de otros tantos millones de  adolescentes. Sin embargo el degradado no es un efecto óptico de la realidad diaria, sino que es fruto del desgaste o de la óptica. El degradado, que no debe confundirse con el difuminado con el que los miopes disfrutan el mundo, o el que ofrece la bruma, es un efecto puramente marino o del horizonte. A pesar de que el mar y el cielo no son igual de azules.
El degradado resulta degradante para el dibujo y su significado, porque en manos inexpertas acaba haciendo de una superficie plana, un cilindro. Pero los efectos tornasolados mejor dejárselos a los fabricantes de coches y sus pinturas metalizadas, a las alas de las mariposas y a las manchas de petroleo accidentales y levemente mágicas de las gasolineras.
Solo al arte y a los viejos arquitectos de más de una cincuentena de años de profesión debería otorgárseles la licencia de uso del degradado que ofrecen los programas de dibujo. Jean Nouvel entre ellos. De hecho éste último ha hecho del esfuerzo de construir el degradado su religión particular. 
Puede que la culpa de todo fuese de Mark Rothko que nos enseñó que dentro de casa se puede tener un hermoso y carísimo horizonte degradado y desde entonces su popularización se haya extendido como un virus de interiores por obra y gracia de Autocad, Archicad o el Paint de turno... O puede que lo degradante sea no saber utilizarlo con cierto arte.

6 de noviembre de 2017

EL COLOR BASURA


Hoy que asistimos atónitos a una exportación del uso del color como único remedio a la austeridad, lo invisible, lo cutre y lo pobre, se hace difícil apartar los ojos del hecho de que, en realidad, la pintura fue para la arquitectura siempre un remedio más bien austero, cutre y pobre, porque apenas tuvo nunca trascendencia sobre la forma
Las arquitecturas pintadas de encantadores tonos pastel, aguamarina o tintes rabiosamente fosforitos, son hoy deliciosamente chic. Sexy, incluso. Pero amenazan con durar lo que dura el breve aleteo de las páginas de una revista de decoración y, lo que es peor, no ser capaces de avanzar, ni un ápice, en ninguna dirección en el pensamiento de la arquitectura y menos en el progreso social. Son, en resumidas cuentas lo que puede denominarse como color basura, porque se trata de pigmentos que están destinados a rellenar pero sin añadir ningún contenido. Solo aparecen con la intención de ser molonamente instagrameables. 
Sin embargo las relaciones del color con la arquitectura no siempre fueron así. Por una discusión sobre el color en la que Fernand Leger sugería que mejor harían los arquitectos en dejar sus paredes de blanco, se enemistó con la mitad de la profesión. Fue tal el lio que incluso Alfred Roth se vio obligado a escribir un libro para tratar de rebatirlo. 
Para Le Corbusier sus dos colecciones de colores de 1931 y 1959, y que llamó con el pomposo nombre de Polychromie architecturale, suponían un compendio de posibilidades combinatorias, una historia del Purismo y hasta una auténtica biografía, más precisa aun que la de sus obras completas
Antes de que Lawrence Herbert se hiciera con la firma Panthone, la historia del color estaba plagada de muertos en combate. Los más recientes por tratar de obtener el “verde Scheele” a partir de una mezcla tóxica de cobre y el arsénico. Lo cual da idea de que se trata de un territorio con el que no conviene frivolizar porque está repleto de cadáveres. 
Pero hoy el color ha perdido el peso ideológico, el pasado y hasta su peligro. Este vaciamiento del color que llamamos el color basura, sirve en la actualidad, sin más, como sistema de datación y nos permite ver, como sucede en el mundo de la moda con las hombreras o las solapas exageradas, que son de otra época. Si cada color constituyó siempre una categoría intelectual y un conjunto de símbolos en arquitectura, en la actualidad solo es el registro de una fecha. O tal vez solo un instrumento más de marketing. 
En fin, ya no hay peso en el color basura sino solamente un esfuerzo por declarar el (buen) gusto. O su ausencia, es decir, la no pertenencia al círculo de lo que está de moda. 
El problema es que si se mira desde esa perspectiva, el mundo de color basura satura nuestra vista e impide que seamos capaces de apreciar el “Azul Jujol” o el “rojo Bo Bardi” como uno de los materiales culturalmente más sofisticados y ricos de que dispone la arquitectura.

26 de mayo de 2012

LOS COLORES DE LA ARQUITECTURA


Resulta admirable que Newton, al estudiar la refracción de la luz, pudiese distinguir, -más por amor a la perfección del número siete que a la verdad-, un color entre el azul y el violeta de bello nombre aunque inexistente, el azul índigo. 
El Falstaff de Enrique IV jura que tres canallas "vestidos de paño verde de Kendal" le acometieron por la espalda. Como si le atacara más un color que tres bandidos. 
Chanel inventó un vestido llamado “la petite robe noire”, concebido como un Ford y que más que un traje era la puesta de largo del negro, que en la moda no había sido hasta ese momento más que símbolo de triste uniformidad. 
Tenemos en mente el “envío de ese rojo cadmio” de John Berger, y a Ives Klein y su azul... 
A la vista de todo lo anterior, podría concluirse que la arquitectura apenas ha aportado nada a la cromatografía ni a su nomenclatura en la historia. 
Hemos heredado visiones de la antigüedad en un gris sucio y uniforme, donde el impreciso color ha sido ya olvidado. Hemos visto la arquitectura moderna retratada en blanco y negro, lo cual ha convertido a esos tonos en algo tan feroz como aquel verde de Shakespeare. 
Sin embargo las catedrales nunca fueron blancas. Como tampoco lo fue la arquitectura moderna. 
El color de la arquitectura tuvo siempre un triple linaje: el primero proviene de un destilar de muestras irrepetibles sobre paredes que serán olvidadas; hoy abanico de colores, siglas y números. El segundo, arranca de modo eterno e irremediable de la propia materia; colores con el apellido de la sustancia de la que emanan o de su lugar de procedencia. El último es el tiempo, - amigo de la arquitectura-, quien siempre ha mejorado sus tonos. 
Tristemente, la arquitectura aun no ha aportado a la historia del color un preciso “rosa Barragán”, o un “amarillo Soane”. 
No por nada es el arte de lo irrepetible.