26 de agosto de 2019
VIVES, SIN SABERLO, EN LA CASA DE TU ABUELA
Las casas que habitamos fueron inventadas en el siglo XIX. De ese siglo de nuestras abuelas son el hormigón armado, la máquina de coser, el frigorífico, el ascensor, la lavadora, el aire acondicionado, la plancha, el timbre, el inodoro, la aspiradora, la cama plegable, la luz eléctrica y hasta los rascacielos…
Vamos, que en nuestro habitar cotidiano nos rodean puras reliquias. Inventos de los que no parece que vayamos a desprendernos en un breve periodo de tiempo porque, por hoy, no tienen mejores sustitutos.
Si se piensa, el siglo XX es solo un siglo de descubrimientos menores en relación a lo doméstico. Aunque la televisión sustituyó a la radio, (como a su vez ésta al lugar central ocupado por el fuego), hoy con su multiplicación exponencial ya no determina el espacio ni la forma de vida de la casa. Ni siquiera la electrónica ha cambiado gran cosa la forma del hogar en comparación con la herencia del siglo anterior. Por mucho que nos digan que subir las persianas a palmotadas o suplicándoselo a Alexa sea la repanocha, lo cierto es que, respecto a la esencia de la casa, no significa mucho. Todo sigue siendo una herencia directa de la casa de nuestros más queridos ancestros. Con ese encanto del tapetito de croché incluido.
Del siglo XX solo el plástico ha supuesto una costosa y verdadera revolución. Tanto y tan costosa, que en este siglo XXI tratamos de desinventarlo.
Instálense cómodos junto al boudoir, porque las casas del siglo XIX aun tienen para rato.
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19 de agosto de 2019
LA ARQUITECTURA DEL TURISMO
Los vuelos son baratos, y Grecia ni te digo. Las guías turísticas y los portales de internet hacen obligatorio asomarse a la acrópolis por la simple razón de sus muchas estrellas a pie de foto. Y ahí tenemos a la muchedumbre, igual que hace no mucho contemplábamos una cola parecida en la cima del Everest: una versión más dramática que el arcano desfile de las Panateneas.
La gran arquitectura atrae al turismo y si además el foco procede de algo que tiene más de dos mil quinientos años, mejor que mejor. Sin embargo la relación de una informe masa de personas con un monumento, brutal en su forma e historia, exquisito en su concepción, nos enfrenta a un conflicto que se pone sobre la mesa sin paliativos. ¿Es posible que uno solo de los turistas sumergidos en la multitud sea capaz de salir de esa condición grupal para percatarse de la implacable belleza del lugar en el que se encuentra? ¿Es capaz el Partenón o el Erecteion de golpear con su lógica interna a uno solo de los cerebros que van a fotografiarse ante ellos bajo el abrasador sol griego?
La respuesta se intuye. Pero no deja de ser necesario que sea formulada para cualquiera interesado en las posibilidades que la arquitectura tiene de alterar la vida de las personas. Igual que en Venecia o ante la Gioconda, la ecuación entre masa y velocidad destruye la posibilidad de percibir la belleza. La experiencia del turismo no altera el ser del que viaja.
La masa solo espera encontrar las puestas de sol que ve en Instagram. Los lugares bajo el filtro de “Juno”, “Ludwig”, “Sierra” o “Perpetua” corren el riesgo de parecerse unos a otros hasta igualarse. Y cuando todo sea ya igual a todo, no habrá turismo para descubrir la realidad. Porque dondequiera que vayamos, entonces, descubriremos lo que ya conocíamos y que podía ser visto desde la pantalla retroiluminada de nuestros dispositivos móviles.
La masa solo espera encontrar las puestas de sol que ve en Instagram. Los lugares bajo el filtro de “Juno”, “Ludwig”, “Sierra” o “Perpetua” corren el riesgo de parecerse unos a otros hasta igualarse. Y cuando todo sea ya igual a todo, no habrá turismo para descubrir la realidad. Porque dondequiera que vayamos, entonces, descubriremos lo que ya conocíamos y que podía ser visto desde la pantalla retroiluminada de nuestros dispositivos móviles.
Por eso creo que el final de esta pesadilla acabará cuando no importe ver esas piedras y pase a importar solo la manera de disfrutarlas. De la acrópolis, y de tantas grandes cosas, la clave está en cuanto éstas son capaces de comprometer nuestra mirada. Cuanto nos comprometen. Si tras la peregrinación no cambian profundamente algo de nosotros, mejor no ir.
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12 de agosto de 2019
TAL QUE ASí DE GRANDE
Cada sistema de medidas referencia el mundo y lo moldea. Somos ochenta kilos de carne o ciento ochenta libras, y con ese cambio de medida cambiamos nosotros mismos. Y otro tanto sucede con el mundo a nuestro alrededor.
Si la medida del mundo es el fútbol, en todo vemos un campo de juego, o sus tácticas. Y así con la poesía, el baile, los toros o la arquitectura.
Por su parte ésta última mide con medidas que son parte del cuerpo humano desde tiempos inmemoriales. El codo, el pie y el brazo, sirven desde antes que el frío y abstracto sistema métrico decimal se impusiese para relacionarnos con el espacio. Lo importante de un sistema de medidas es que implica una filosofía.
Por eso sorprende tener ahí a Reyner Banham midiendo no se sabe qué. Porque sabemos que su personal sistema de medidas no es ese espacio vacío e intermedio, sino Los Ángeles. O la tecnología. O el clima. Pero esas manos, a esa distancia, y esa cara de sorpresa, solo pueden estar hablando de una cosa.
De la distancia entre su pensamiento y el de Tafuri. Por lo menos.
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5 de agosto de 2019
PUERTAS INFINITAS
El bueno de Robert Venturi empleó esta puerta de la tumba de la princesa egipcia Shert Nebti para ilustrar su libro “Complejidad y contradicción en arquitectura”. Puertas dentro de puertas son como muñecas rusas, dijo. Aunque con ello pretendía ejemplificar la riqueza que aporta al juego de la arquitectura las cosas dentro de las cosas, se limitó a señalar simplemente su valor formal, sin entrar a ver lo que significaba desde otros puntos de vista…
A efectos prácticos esa puerta era una inutilidad. A pesar de lo cual, las puertas dentro de puertas, misteriosamente, pueden ser encontradas en los mil enterramientos a lo largo de todo Egipto.
Los arqueólogos cuentan que a los pies de esos raros mecanismos los antiguos egipcios depositaban ofrendas a unos muertos que habitaba ya lejos, en un mundo inaccesible. Tan lejos, que ese eco, esas jambas y dinteles replicados en abismo, eran una vía de comunicación entre la vida y la muerte. Lo cual da idea de un pensamiento capaz de entender el infinito a la vez que de atribuir un valor a esos elementos de tránsito.
Y es que si de algo sabían los egipcios es de muerte y de umbrales.
Esa colección de puertas autoenmarcadas, decoradas con mil sellos, inscripciones y signos, son aun hoy un altar a los antepasados y a las puertas mismas. El sistema de jambas y dinteles repetidos conduce a una enfilade sin espacios intermedios que, en parte, recuerda a las puertas de las iglesias románicas y góticas, donde los arcos se multiplican como salmos, a las banderas superpuestas de Jasper Johns en sus pinturas y a los marcos en eco de Frank Stella…
Con todo, que hace cuatro mil años se emplearan las puertas para representar una distancia infinita pero posible de recorrer, ha perdido fuerza como significado. Apenas hay ninguna religión que soporte ya el símbolo del infinito, en abismo. Pero si una disciplina.
Adivinen cual.
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