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30 de mayo de 2022

EN LA OBRA NO HAY PRIMAVERA


Cualquiera que haya puesto ladrillos o vidrios, cualquier capataz, obrero o ferrallista, cualquiera que haya pisado una obra sabe que se trata un espacio hostil en el que perpetuamente se vive bajo un frío o un calor insoportables. Los bidones que contienen hogueras ocasionales constituyen un símbolo ancestral del momento de la construcción. En la obra no hay primavera. Por esa razón, solamente una vez concluidas, pueden adquirir algo del calor sustancial al cobijo humano.
Aunque no siempre se logra. 
Hay quien construye verdaderas cámaras frigoríficas. 
La imagen podría ser la del serpentín que forma la espalda de un frigorífico moderno. Pero es peor. Es el suelo radiante de la casa Edith Farnsworth. La distribución de las mangueras que recorren la casa, de pura uniformidad, ajenas por completo a la orientación, al exterior, a los árboles y las sombras que ofrecen sobre ese suelo, son una declaración elocuente de los intereses de Mies Van der Rohe por el buen vivir de su clienta.
Desde luego en esta obra no había un clima bien temperado. O invierno o tórrido verano. Ni más, ni menos. En Mies nunca hubo asomo de primavera. 

4 de mayo de 2020

LA DISTANCIA ENTRE DOS ...


La cosmología se ocupa con entusiasmo ilimitado de la distancia entre galaxias, estrellas y planetas. La física y la química lo hacen de las distancias infinitesimales. La óptica y la sociología de las métricas del funcionamiento del ojo y de las sociedades. El protocolo y la policía de fronteras son organismos cuya existencia está consagrada a la imposición de distancias entre personas. El atletismo, como gran parte de las ingenierías, basan su trabajo en la resistencia frente a una distancia a batir. Hasta hace poco, incluso el árbitro deportivo se ocupaba de que las faltas fueran lanzadas a la distancia justa… 
El listado de los cancerberos de las distancias es amplio y su trabajo esforzado. Pocas de esas disciplinas, entre las que hay que incluir también a la de los especialistas de tráfico, carteros y programadores de apps de contactos, han logrado trascender la distancia hasta convertirla en arte. Sin embargo y entre todas, sólo una se encarga a la vez de la precisa distancia entre las cosas, de la estabilidad e incluso del arte de la distancia en el interior de nuestras casas, ciudades, plazas y calles. Adivinen. 
Hoy que nos vemos obligados a permanecer a la obligada distancia de dos metros, impuesta de modo grueso y más nemotécnico que estrictamente científico, me temo, no está de más recordar que existe una íntima correlación entre nuestros órganos sensibles, empezando por el de la vista, y el modo en que se organizan las cosas a nuestro alrededor. Que la distancia de una conversación está dictaminada por nuestros oídos y nuestro aparato fonador, tanto como por nuestra propia cultura. Y que la más simple de las mesas en las que nos juntábamos a comer eran un muestrario físico, palpable y hoy nostálgico de ese arte de la separación precisa que brinda la arquitectura. 
No hemos sido conscientes de la importancia de las distancias hasta que nos han obligado a forzarlas, a permanecer lejos del alcance de un abrazo. Otra cosa más que permanecía invisible y es hermosa…

28 de enero de 2019

GRANO Y ARQUITECTURA


El "grano", en fotografía, era un accidente analógico que aparecía debido a unas diminutas partículas de placa metálica que se depositaban en las imágenes en blanco y negro y que hacían de ellas casi una textura. El grano era una cuestión de química y dependía de la rapidez de la película, pero en realidad producía un extraño efecto que hacía de la imagen algo casi tangible. El grano era una imperfección, pero podía ser muy expresiva en las manos adecuadas. Es decir, el grano aportaba un suplemento de significado al mensaje de la propia fotografía. Sin embargo no tenía fuerza suficiente como para constituirse en un mensaje por sí mismo.
Pero el convertir la imagen en algo palpable no es poco. Tocar con los ojos resulta instructivo y eficaz. Hoy, sin embargo, pasada la época de la química fotográfica esa cualidad del grano se finge. El mundo digital lo ha hecho innecesario y como mucho se puede sustituir por algo que en realidad no es ni parecido: el ruido.
Esta larga digresión sobre el grano está directamente relacionada con las cualidades visuales y cómo estas son capaces de hacernos soñar con el tacto de las cosas. Y el modo como sucede es muy  semejante en arquitectura. En concreto el "grano" de la arquitectura se percibe de forma especial en el mundo del detalle. A veces coincide con lo que se ha llamado ornamento, pero en la mayor parte de las ocasiones, con lo que conocemos por la materia vista de cerca. El grano es esa cualidad por la que imaginamos la temperatura de la madera, o la aspereza del granito desbastado, antes de que lleguen a nuestras manos. El grano permite tocar antes de tocar. El grano da el tono material al espacio y, sumado al resto de sus cualidades, hacen que éste tenga significado.
Porque tampoco el grano en arquitectura tiene significado propio. Aunque añade un suplemento, que completa una de sus dimensiones físicas. La arquitectura, gracias al grano, se acerca al cuerpo, baja la escala de las ideas y apela a nuestra dimensión sensorial. El grano no se da en la arquitectura del vidrio ni de lo blanco sin fin. Porque hace señas a un habitar de cerca. Dicho de un modo más prosaico, los problemas de presbicia y el grano pertenecen a la misma dimensión perceptiva.
En fin, se trata de un tipo de ornamentación que nos acerca a un sentido hoy perdido de este término. Porque tiende un puente y acerca la arquitectura al habitante y su necesidad de sentirse involucrado física y psicológicamente en el espacio que ocupa.
  

26 de noviembre de 2018

LA CASA DE LA MEMORIA. LOS ALMACENES DEL TIEMPO.


Nuestra memoria se debilita. Ese órgano, antes soporte de todo conocimiento, se ha vuelto frágil debido a la facilidad de acceso a cualquier información en cualquier lugar y momento. Hemos delegado en dispositivos electrónicos los números de teléfonos de nuestros seres queridos y cómo llegar a los sitios. No intentamos ya recordar datos, ni fechas, ¿Para qué si están a un solo "click" de distancia? Tampoco poesía, ni canciones, a pesar de que intuimos que gracias a ellas construimos el tono del lenguaje y del pensamiento que habitamos. Parece que la memoria se ha retraído tanto que ha llegado a atrofiarse…
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.  

12 de noviembre de 2018

COSAS QUE SE VEN AUNQUE (CASI) NO ESTÁN


De todos los cuadros de Vermeer, “la encajera”, es el más pequeño. No mayor que un folio, su formato y tamaño reducido intensifican una reacción de cercanía, de intimidad incluso, con la acción relatada. O casi. Porque en realidad es imposible penetrar en esa intimidad. Los ojos de la costurera permanecen absortos en la tarea del bordado y el cuadro deja sistemáticamente fuera al espectador. Por eso, por mucho que lo intentemos, no podemos averiguar qué borda. 
Si nos acercamos, entre sus manos se encuentra el secreto del cuadro. Muy delicadamente, entre las puntas de los dedos, aparecen dos hilos, finísimos. ¿O acaso los soñamos? Sobre esas dos líneas, tensas y extraordinarias, reposa todo. Todo se dirige hacia esos dos trazos que en realidad no sabemos si existen, porque no se ven completamente, sino parcialmente iluminados. El resto, es fruto de la imaginación. No sabemos si existen por completo porque se pierden entre la textura del propio lienzo. 
Vermeer sabía bien que el cerebro fabrica sus propias ficciones. Las teorías de la Gestalt tardaron muchos años en decir lo mismo: la mente completa lo que falta cuando está bien alimentada. 
En realidad se trata de algo muy semejante a cuando vemos en escultura las riendas de los caballos sostenidas por sus jinetes. Las cinchas que unen los carros y sus tiros se hacen presentes aun no estando. Pero el escultor sabe, como lo sabía Vermeer, que lo invisible es, en ese punto, más preciso que lo real. Y por eso prescinde de ellas. 
Igualmente en arquitectura es necesario saber cuáles son las prerrogativas que tienen que tener las cosas no construidas para, realmente, aparecer. Lo que hace la mejor arquitectura es precisamente eso: lograr que lo invisible sea cierto. Y por eso mismo, cuesta tanto ver y explicar la fuerza de esas ausencias.
Aunque sea tan palpables, o más, que lo realmente construido.

26 de marzo de 2018

LA CASA CEBOLLA


Cada casa es una cebolla. 
Sucesivas capas se acumulan sobre ella encerrándola y encerrándonos, a la vez que nos proveen de un cierto sentido de la privacidad. Las primeras capas son las más visibles y están constituidas por la propia arquitectura y sus límites. El umbral es responsable de introducir pieles densas y poderosas. Bajo el término umbral, la casa acumula las veladuras que suponen, el limpiarse los pies en un felpudo, sacar las llaves del bolsillo, dejar un paraguas o el abrigo, y saludar. Las capas del umbral por supuesto contienen también ese objeto que llamamos puerta y nuestras queridas cortinas cercanas a las ventanas. 
Luego se construyen y solapan otros estratos menos visibles, como son el paso a paso desde el recibidor, los pasillos, hasta llegar al armario de la ropa ante el que nos desvestimos, la cama, y finalmente un lugar casi sin conexión wifi. 
El encontrar el centro de esa cebolla puede ser variable pero está en función de cada habitante. Porque esas capas crecen y crecen hacia dentro como matrioskas. Ese centro sin hueso de la casa supone un hueco que cada persona sigue pelando dentro de si mismo. De ese modo, la casa cebolla se extiende hasta nuestro interior y se completa en algún lugar dentro de cada uno. O dicho de otro modo, la casa cebolla devora a sus habitantes, los engulle en las tripas de sí misma. Las recubre con un vestido invisible tras otro, hasta que el habitante deja de serlo para ser habitado. 
La casa cebolla es, en una imagen, la mera tensión hacia el interior que ejerce toda casa. Una tensión introspectiva, casi hipnótica, semejante a la que debe sufrir la materia en su interior debido a la fuerza de la gravedad. 
La casa cebolla, como esos cuadros de Frank Stella, se construye como un eco sucesivo de un marco, desde una intangible primera capa, pero hacia dentro, como en abismo. Y nos descubre eso precisamente, que hay una intimidad abismal que la sustenta.

19 de marzo de 2018

LA CASA CORTINA


Es hermoso pensar en las cortinas de una casa como sus unidades mínimas de privacidad. Unos velos que se dejan mecer por el viento y por el habitante, en una reciprocidad y movilidad nada despreciable. Un tipo de objeto que se sitúa en el límite de todo. Son parte de la arquitectura y a la vez de nosotros mismos.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.

23 de octubre de 2017

PASAMANOS INQUIETANTES


Los pasamanos esconden peligros que, agazapados como los gatos, permanecen habitualmente invisibles. Hasta que los usamos. Mientras son una delicia para nuestros ojos glotones.
Este en concreto, una limpia hendidura en la piedra, es un derroche material que permite también imaginar unos generosos muros tras ellos. La entalladura resulta lujosa porque es pétrea y masiva, como de otro tiempo. Y en principio semejante pasamanos resulta atractivo y admirable. Quizás porque estamos tan exhaustos de la transparencia y de la ligereza barata, lo pesado y sin trucos se ha vuelto digno de consideración. Lo masivo se ve como de una época donde lo espléndido era simplemente fruto de la cantidad y de la nobleza de la materia misma. Si había mucha materia y se había realizado sobre ella un trabajo suficiente y digno, el resultado era notorio. En pocas ocasiones este principio fallaba, porque no se confiaba una materia costosa a manos torpes y sin oficio. Pero hoy ni siquiera lo masivo basta.
Usar un pasamanos con una entalladura sin fondo es una experiencia inquietante. Puede ser porque ante el regazo de una piedra en la que no vemos su final estamos prevenidos, como especie, a no meter la mano bajo riesgo de recibir el picotazo o el mordisco de una alimaña. O tal vez porque tiene algo de canalón a la espera de agua y en ese hueco sentimos una especie de permanente e incómoda humedad.
Por eso y si como dijo el barón de Montesquieu “la mediocridad es un pasamanos”, parece mejor caer escaleras abajo que agarrarse a semejantes agujeros sin fondo.

15 de agosto de 2016

LA CONEXION MANO CEREBRO


Una sombra nebulosa, una mano y dos ojos sin cuerpo. Poco más se necesita para parir un símbolo. Quizás una explicación icónica de ésta sea hoy más pobre que la capacidad de sugerencia de la propia imagen. Poco importa el mensaje oculto frente a la extraordinaria conexión entre las partes y el orden de lectura que ofrece. 
La dirección en la que circula la energía en la imagen es claramente descendente: como un rayo en forma de mano, los ojos parecen abrirse ligeramente, como recién despertados. La mano, la bendita mano, es la perfecta e insuperable correa de trasmisión para esos ojos que no se han abierto aun del todo, y que permanecen como dos moluscos encerrados para proteger algo valioso. Como si esa ligera caricia fuese la única vía de despertar una mirada, medio desvelada o medio adormecida, de su natural letargo. 
Como se puede comprender a nadie le importa esa nube cerebral de la que nace la mano. De eso todo el mundo tiene de sobra. Importa lo otro. Importa el relámpago que cae hacia la mirada. Desde luego en arquitectura se ve, con ojos que ven, gracias a esa conexión que toca lo más sensible de la mirada con las yemas de los dedos. Si encima esos ojos tuviesen clavados dos lapiceros, como los bornes de esa batería, la cosa estaría aún más clara y requeriría aun de menor explicación.

25 de julio de 2016

CLAVARSE ASTILLAS


Acariciando el lomo de un animal inmenso pero tranquilo y pacífico, así anda Paul Rudolph, con ese encofrado de tablas de madera. 
La figura de aquel viejo arquitecto heroico paseando sus manos desnudas por el inmenso entablado se muestra con un goce indisimulado. El molde de hormigón que iban a ser esas maderas dejarían indudables huellas en la obra, por eso, como si fueran los lomos de un animal portador de grandes cargas, reciben ese cariñoso y glotón halago. Aunque indudablemente también tiene algo de simbólico sobre la relación del arquitecto con la materia. 
Mientras, esa bestia doméstica de listones permanece tranquila, aunque como todo animal poderoso, tal vez suelte alguna coz, en forma de astillas entre las uñas del confiado arquitecto o cosas peores. No puede olvidarse que todo encofrado tiene algo de sudario. 
Bajo esas tablas quedarán esas caricias y hasta la madera misma. Esa piel en negativo del hormigón que es el encofrado guardará muchas historias tras de sí. Historias de árboles en bosques perdidos, de madera flotando y luego aserrada, de afanados carpinteros, de arquitectos golosos con sus obras y de obreros arrancando con furia ese envoltorio, para ver aflorar al fin, el gris sucio e indestructible del muro de hormigón. Hasta que suceda aquello el arquitecto sigue ahí, acariciando a la bestia para que permanezca en calma antes de recibir su carga. 

4 de abril de 2016

LA DISTANCIA JUSTA


Deberían enseñarse en cualquier escuela de arquitectura que se preciara de enseñar algo, y no más tarde del primer día que se entrara por la puerta, los límites perceptivos del ser humano: el punto a partir del cual no se ven detalles en las cosas; el umbral desde el cual no se percibe el movimiento, o la luz; la distancia a partir de la que no se distingue la identidad de un rostro o un olor. La biología del límite, en fin. Para saber al menos de qué no puede ocuparse un arquitecto.
Se aprendería que el sol no se ve en su movimiento sin una ventana o un gnomon que haga notar su velocidad; se aprendería que no se puede distinguir el color del iris de una persona a una decena de metros, que el detalle constructivo es un problema de distancia y otras centenas de cosas de extrema utilidad en el resto de los estudios... Ya luego, las demás enseñanzas, y los años, servirían para saber de qué sí puede ocuparse un arquitecto. Antes incluso que de la forma, la arquitectura se ocupó siempre de la distancia.
Luego, de lo demás. Porque de la distancia cuelga la magia de la buena medida de las cosas; de la medida se deriva el aprendizaje de las relaciones entre las cosas, de ésta, el concepto de ritmo, y de él, lo que significa una estructura, la construcción y hasta la forma... La historia de la arquitectura es un problema de distancia. El saber reducir, ampliar y dislocar la distancia es la base de esa necesaria empatía del arquitecto con el mundo y del mundo con la arquitectura. La precisa distancia es la base de la cortesía que ofrece la arquitectura para no mostrarse, ni apabullante ni insignificante, con el detalle, con la materia o con su tamaño. Por eso el arquitecto cultiva desde su nacimiento como servicio social el arte de la distancia adecuada - la distancia educada -
Claro que la arquitectura no acapara para sí la disciplina de la distancia, solo se ocupa de la distancia posible, de la infinita, de la real, de la distancia necesaria. Otros oficios se afanan por imponer distancias, hasta las distancias más absurdas...

7 de septiembre de 2015

ARQUITECTURA, EN REALIDAD


Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.

16 de marzo de 2015

CONTACTOS


“Tu hogar se hará contigo y tú con tu hogar” decía Adolf Loos. Lo que habitamos nos construye, y a raíz de lo retratado por Gabriele Basilico, acaba incluso como parte de nuestro propio cuerpo.
Las marcas de los espacios que hemos vivido permanecen en nosotros de un modo que puede ser físico o psicológico. Innegablemente, la arquitectura nos habita tanto como nosotros a ella.
Cuando alguien se despierta sobresaltado a media noche y sabe, sin pensar, el lugar que ocupa la ventana y la puerta de esa estancia; cuando a oscuras caminamos en una casa o somos capaces de recordar el recorrido de los cuartos y pasillos que habitamos en la infancia; cuando sin mirar sabemos de la altura de pomos, interruptores y cerrojos, se hacen palpables esas huellas.
La arquitectura deja huellas, decimos, y deja impreso en nosotros algo de su buen o mal humor y carácter. Somos lo que habitamos, pero más aún, somos, junto con las huellas de lo que habitamos. Tanto que llegados a un punto no se distingue si los pliegues que una almohada deja en nuestro rostro nocturno son las marcas de nuestro propio rostro. Se podría decir de otro modo: la arquitectura es un tatuaje. Un tatuaje que marca sin tinturas, que ahonda en nuestra piel, con calor, frio, aristas o humedades. Es un tatuaje que cala, que profundiza en nosotros y llega a tocar los huesos e instalarse en ellos.
Como un reuma. La arquitectura, en fin, deja huellas más profundas que esas que luego, con el paso del día, se nos borrarán del rostro.
A cambio, en perfecta simetría, la arquitectura guarda las huellas de sus habitantes: “Me recuerda esta rosa de granito / algo que me habitaba o que habité, /(…) y sé que aquí quedaron grietas mías, /arrugadas sustancias que subieron / desde profundidades hasta mi alma, / y piedra fui, piedra seré, por eso / toco esta piedra y para mí no ha muerto”.(1)

(1) Neruda, Pablo, “Casa”

28 de julio de 2014

CONTACTO FÍSICO


Pasar la mano por la arquitectura, como acariciar a un animal agazapado y expectante, hace percibir esa doble materialidad de que está compuesta.
Tras el paso por la puerta ese tal vez sea el único lugar dispuesto para la mano y sus caricias de todo edificio. Interruptores, manivelas y pomos de puertas y ventanas no son lugares donde se concentre igual intensidad. En verdad, el lomo del animal de la arquitectura se arquea en los pasamanos.
Aquí, como también en otras ocasiones, la caricia se detiene en el paso al siguiente tramo de escaleras y se descubre la falta de continuidad y la sección de la pieza queda expuesta. Como desnuda. Y se ven allí los grosores de la sección y el fondo, y como ha sido construida. Justo en ese instante, dejamos de tocar la arquitectura hasta que la vista nos guía hasta el siguiente tramo, donde se cambia de materia, ahora más cálida y menos hostil aunque de la misma dimensión. De acero a madera.
Todo ha consistido en una caricia fugaz. Sin embargo en el pasamanos, como en las escaleras de un modo menos visible, existe un acuerdo entre un cuerpo ausente del habitante y la arquitectura. El pasamanos es un lugar de encuentro, de contacto físico, entre el mobiliario y el recipiente general de la arquitectura. Del pasamanos hacemos depender la seguridad del habitante al cambiar de piso, pero también si el seno de la arquitectura que recorremos se ofrece a nosotros dura, hostil, o amable.
El pasamanos es una verdad tangible que no se percibe estáticamente sino en movimiento. Un pasamanos implica un cuerpo dinámico. También una mente que lo diseña sabiendo que se trata de un detalle que siempre se resiste. Es siempre el detalle difícil. Y a veces crucial.
Por ello es símbolo de todo buen “barandillero”.

PE: Con este escrito de hoy celebramos 400 entradas en este espacio. Gracias a todos por vuestro cariño y paciencia en este tiempo. Gracias por vuestra lectura.

24 de marzo de 2014

EN LO MENSURABLE ESTÁ LA ARQUITECTURA


Un buen amigo, seguramente uno de los profesores más perspicaces con quien he tenido el privilegio de cruzarme, gusta señalar frente a la pura tendencia a la teoría, que si bien parece que el esfuerzo en el aprendizaje se centra en dotar al trabajo de lo inconmensurable, solo en lo mensurable está lo más hermoso, enorme y práctico de la arquitectura: ”El hombre es siempre más grande que sus obras porque nunca puede expresar completamente sus aspiraciones. Para expresarse a través de la arquitectura debe recurrir a medios mensurables como la composición y el diseño. La primera línea sobre un papel es ya una medida de lo que puede ser expresado cabalmente. La primera línea sobre el papel es ya una limitación”(1).
La arquitectura es esclava, sirviente, de lo concreto, de la medida precisa. Esa medida exacta debe resguardarse en la totalidad de la obra y en ella encuentra su libertad, su realidad. En esa primera línea empieza la arquitectura porque toma cuerpo, porque deja de ser inconmensurable, (para más tarde poder volver a serlo, aunque entonces en su verdadero y profundo sentido). En esa primera línea las distancias se entienden aproximativas, progresivas, pero en cada uno de esos tanteos se avanza hacia la medida real.
Hoy cada medida de la arquitectura parece dictada tan solo por una norma. Sin embargo que un salón tenga de principal habitante un círculo de 3 metros de radio, que todo automóvil se haya convertido en un rectángulo abstracto de 450 cm de lado mayor, o que deba colocarse una escalera a un máximo de 5000 centímetros de una postrera puerta, no alcanza a significar lo mismo que la medida del grosor de un muro para el monje Hans Van der Laan, que la proporción en todas sus dimensiones de cada una de sus estancias para Palladio, o que una altura de techos de 3200 milímetros en el Pabellón de Barcelona para Mies Van der Rohe.
En los territorios de la medida solo existe una zona franca para la arquitectura: la que se encuentra entre la proporción y lo esotérico. En esa franja, la medida es trascendente porque relaciona el cuerpo y el mundo por medio del número. Ciertamente hoy el “modulor” o el “número plástico”, (u otros tantos intentos), son contemplados como una reliquia por millares de jóvenes, sin embargo su verdadero juego encubierto nunca desaparecerá por completo por la simple razón de que la arquitectura aspira a ordenar el mundo a través de la medida. Por la mera razón de que la arquitectura necesita de la medida, de lo concreto, para existir.
“Omnia in numero, pondere et mensura”, dice El Libro de Sabiduría (Sab 11:20). También la arquitectura está en el peso y la medida concreta. Sin el peso y la medida exactos no hay arquitectura que valga. Solo en lo mensurable aparece lo inconmensurable.

(1) Jesús Bermejo, buen amigo y arquitecto del número, acaba de publicar una réplica a un texto de este espacio que ha llamado "de lo mensurable y de lo incomensubrable" donde recoge la continuación de este texto de Louis Khan: Kahn, Louis I. Forma y diseño. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1965.

13 de enero de 2014

A CIEGAS

Hay algo de aislamiento y de violencia en esa cabeza cubierta delante de una pizarra, con unas manos que parecen arrastrar a su dueño por el encerado, encabritadas e incontrolables. 
Esas manos pertenecen al profesor Aulis Blomstedt, sobrio arquitecto, maestro de notables arquitectos fineses y contemporáneo de Alvar Aalto. Aunque Blomstedt, dedicado la extraña conjunción de la teoría y la práctica, inventor del “modulo 60” en curiosa coincidencia con los intereses de Hans Van Der Laan o Juan Borchers al otro lado del mundo, mostró con su obra un apego a la forma racional claramente divergente a la sensualidad con que Aalto trató la suya. 
No obstante ahí, encapuchado, renunciando al sentido de la vista, no estudia nada que tenga que ver con modulación, ni con aritmética, sino con algo diferente. Parece que las manos hubiesen cobrado vida propia e hicieran que lo dibujado merodeara muy cerca de aquella tan aaltiana forma fluida. Permitir que las manos tracen por si mismas, tiene que ver con el automatismo de los surrealistas, con una declaración de la arquitectura contraria a lo puramente visual y con una teatralidad de la docencia muy cercana a lo lúdico. Y quizás con más cosas aun. 
El secuestro a que voluntariamente se somete Aulis Blomstedt, trata de librarse de una prisión a la que suelen estar sometidos los requerimientos retinianos de la arquitectura. De hecho, el imperativo de lo visual ha dictado la mayor parte de la historia de la arquitectura. ¿Cómo librarse de los ojos al hacer un proyecto?. ¿Por qué librarse de ellos como si fueran más una esclavitud que una ventaja?. Un discípulo de Blomstedt, Juhani Pallasmaa, ha respondido después a esta cuestión de una manera personal dando preeminencia a la mano: ojos en la piel
Lo cierto es que esa imagen que “traza sin ver”, habla por encima de todo de la renuncia en si misma. Como si ese acto fuese una necesidad arquitectónica primaria y la capucha su metáfora. Porque la arquitectura es, después de todo, una sofisticada forma de renuncia.

27 de mayo de 2013

EL SONIDO DE UN TRAZO


Cada línea piensa. Cada trazo separa el mundo en dos. El sonido de ese rasgar el universo ha dejado huella incluso en el lenguaje. Un lingüista competente de seguro sabría relacionar esos sonidos con el origen de palabras empleadas para significar cuestiones cercanas al dibujo y a la actividad de la arquitectura. Del sonido Sk, provendría Sk-ezzo, Skema, esquema, escuela. De su semejante Sc... Sc-tio, la latina sectio, y nuestra sección... 
Trazar, distinguir, separar y dividir... son pues, las segundas derivadas de ese movimiento elemental y su sonido. Todos esos verbos pertenecen a una especial religión que los hombres profesan inconscientes: la religión de la geometría invisible. 
El trazo es un gesto inaugural, casi inepto pero profundamente humanizador. El trazo es la huella suficiente para reconocer una inteligencia ligada a ella. Le Corbusier dice que el trazado fundamental para detectar un signo de humanidad es el de la cruz. Dos trazos a noventa grados son capaces de ordenar el mundo. Tal vez esa sea la unidad mínima. Sin embargo, previa a esa geometría, al lenguaje escrito y al dibujo, debemos mayor veneración al trazo aun más simple de la línea: lugar de encuentro primitivo donde se saludan el cuerpo y el signo. Lugar donde un ser inaugura su conciencia al atribuir significado a un gesto; y al volver algo significante se vuelve significante él mismo.

19 de noviembre de 2012

UN POCO DE EDUCACIÓN


Cuántos objetos, extrañamente, apenas funcionan. Sin embargo llegados a un punto, quizás por la costumbre, que difícil se hace renegar de sus calamidades. Porque logramos sobreponernos a sus malos usos y convivir con ellos hasta hacerlos imprescindibles.
Cuando se hace difícil decir si continuamos empleándolos por rutina, parecen conquistar una especial sensibilidad solo propia del ser vivo. Una especie de inteligencia autónoma. Como si cada uno de ellos hubiese llegado a encarnar un pensamiento. El largo listado de ejemplos constituye la historia de los objetos mismos. Desde el hacha de silex hasta el último ingenio electrónico. O los cubiertos que Scarpa diseñara para Murari.
Estos últimos son ejemplo de todo lo dicho. Porque además de ser equilibrados, hermosos e inservibles, reclaman atención. “Coma usted despacio”, parecen decir. “No sorba la sopa”, ( y de profunda, la cuchara obliga a los labios a buscar en su fondo con lentitud. “Modere sus gestos”, ( y la brevedad de la pala del cuchillo, impide tanto un cortar cómodo, como el movimiento del brazo invadiendo el espacio del comensal vecino). “No moje pan en la salsa”, ( y los tenedores guardan un pequeño cuenco entre sus excesivas puntas y el mango para cargar la postrera salsa).
Como si además de utilizarse para comer, hicieran de institutriz. Y de escuela de buenos modos en la mesa. 
Como puede comprenderse eso es mucho más de lo que todo el funcionalismo pudo nunca pretender. Y es que en los objetos más auténticos, la utilidad desborda el mero funcionamiento. Hasta hacer imaginar incluso el sistema social que les dio razón de ser. Esa ambición fue siempre cosa de la Arquitectura.

1 de octubre de 2012

BARANDILLAS


Alguien dijo de Don Alejandro de la Sota que era un gran “barandillero”. Y él lució semejante insulto como una condecoración, igual que hay quien luce galones o cicatrices, o quien pasea dos orejas ensangrentadas sobre la arena de un coso taurino. Porque si hacer barandillas es uno de los trabajos más complejos y fatigosos del arquitecto, no hacerlas resulta aun peor. Al menos para el habitante. De las muchas cosas de que avisan las Sagradas Escrituras, de los cientos de preceptos transmitidos por Moisés a su pueblo, no hay más que uno respecto a normativa edilicia: “Cuando construyas una casa nueva, pondrás una baranda alrededor de la terraza. Así no harás a tu casa responsable de derramamiento de sangre, en el caso de que alguien se caiga de allí.” (Deu. 22:8)
Siempre ha habido arquitectos que se matan por hacer una barandilla y habitantes que se matan por lo contrario. De hecho en más de una obra maestra de la modernidad se han sufrido tragedias por ausencia de un pretil. La señora Farnsworth recurrió a tiestos con geranios y a abogados, Barragán a su propio equilibrio y Malaparte a ir en bicicleta sobre su casa de Capri, como el que pasea por la plaza de un pueblo.
Sea o no la causa de tantas enemistades entre clientes y habitantes la ausencia de barandillas, es importante hacer notar, por otro lado y sin que sirva de excusa, que las obras de arte exigen habitantes atentos a ellas, y esto se da bajo pena de muerte, rotura de huesos u otros traumatismos. Porque los monumentos siempre han reclamado atención, igual que niños malcriados.
En las barandillas, olvidadas y hermosas por tantos motivos, tratadas siempre como indeseables apéndices de las escaleras o como obstáculos normativos, se asoma, ligeramente, algo del carácter de su autor. Y a veces debido a su poca altura, ya se sabe, los hay que se descalabran.

13 de agosto de 2012

EL VIAJAR DEL ARQUITECTO




Un arquitecto maduro es el que sabe reconocer sus antecedentes sin resentimiento y sin rubor. Porque para bien o para mal el arquitecto proyecta sobre la arquitectura que ha vivido o mamado. Es decir, sobre sus recuerdos y sus vivencias. Y no hay mejor modo para esto que viajar.
Gracias a esos viajes Asplund, Le Corbusier, Soane, Kahn, Lewerentz y tantos otros se han reconciliado con sus ancestros y han hecho aflorar su propia mirada.
“El viaje es el encuentro de algo que andamos buscando, sin saber qué es con exactitud. Es la búsqueda de un lenguaje con el que ser capaz de dibujar las sombras de nuestras ideas. Moviéndose en el espacio y en el tiempo, el viaje no es sino la historia que nos plagia; es la dilatación de nuestra pupila la que ilumina el espacio y allí encontramos lo desconocido revestido de intimidad” (1)
Viajar transforma. Sea viajar de biblioteca o de autobús. Viajar a la propia experiencia o a lugares donde palpar un oficio. Sin embargo se viaja para ahondar, paradójicamente, en uno mismo.
"Viajo para reconocer mi geografía", dejó escrito un loco sobre los muros de un manicomio frances en el siglo pasado. El arquitecto viaja, más bien, para reconocer su propia "geometría". Como quien busca colocarse ante un espejo. Viajeros de si mismos.

(1) MORENO MANSILLA, Luis, Apuntes de viaje al interior del tiempo, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2002, pp. 13. Sirva esto de recuerdo a su mirada.