30 de diciembre de 2013

LOS FANTASMAS DEL PROYECTO DE ARQUITECTURA


Versión tras versión, cuando ya todo dibujo adquiere nombre de final y de término, cuando aparece la cruel y falsa nomenclatura de “definitivo”, y tras esa la de “definitivo último” o “definitivo bueno”, y más tarde aun la de “versión buena definitiva final”, y se demuestra que no hay final posible y que todas son versiones de algo que difícilmente encajará nunca con nada que no sea un borrador, los archivos de arquitectura se nos aparecen como un listado de fantasmas.
Reflexionar sobre este curioso fenómeno, que puede conducir sin dificultad hacia los campos de la teología o la metafísica gracias a los efectos del insomnio prolongado con que semejantes nominaciones suelen acompañarse, haría más queridos y familiares para nosotros esos archivos perdidos, que son en definitiva los verdaderos ancestros del triunfante proyecto de arquitectura que saldrá a la luz.
Aparentemente poco ha cambiado la forma de trabajo del arquitecto en milenios, sin embargo, la tecnología ha multiplicado ese sinnúmero de fantasmas que habitan y acarician las húmedas entrañas de la forma arquitectónica. Las versiones que atraviesa el proyecto se han centuplicado y la locura de imprimir cada cambio, y renombrar y copiar archivos se hace exponencial cuanto más se acerca el plazo de entrega, aun sabiendo que nunca se encontrará la que culmine la serie. Por ello la futura tarea del historiador de la arquitectura será bien diferente y compleja, ya que tendrá que reconstruir todos esos borradores para poder desentrañar algo del proceso del proyecto digno de estudio.
Tras años de discusión sobre si lo que se ve sobre una pantalla es o no considerado suficientemente digno y por tanto merecedor de autoridad y fijeza, hoy esas versiones fantasma hablan de un lugar en el que el arquitecto puede ensañarse y mostrar su ferocidad crítica porque eso que se ve entre píxeles siempre está tan lejano que, efectivamente, es de otro.
Mientras, esos fantasmas se reproducen, peligran, se pierden, una vez abiertos contienen menos líneas y soluciones de lo que nuestra optimista memoria recuerda, pero ¡ay! sin ellos, apenas se podría acabar algo. Apenas podría edificarse nada si antes el arquitecto no hubiese lanzado sobre la obra esa multitud de ectoplasmas como habitantes primigenios.
A esos fantasmas habría que dedicar algún altar. Igual que Voltaire dedicó una iglesia a Dios.

23 de diciembre de 2013

ARQUITECTURA DE RISA

En una conocida afirmación de Alejandro de la Sota hay un enigma, al menos para mi, de un calibre persistente e insondable: “La emoción de la Arquitectura hace sonreír, da risa. La vida no”.
Cualquiera que haya tenido la dicha de experimentarlo sabe que la arquitectura, como la música, o el cine, es capaz de provocar algo semejante a una sonrisa. Pero afirmar abiertamente que se trata de risa, a la vista de lo poco que los ciudadanos se ríen con la arquitectura, es una provocación.
Sin embargo y a este respecto, si hubo un instante en que la risa de la arquitectura llegó a dar nombre a un interesante mecanismo: el “Ha-Ha”.
El Ha-Ha es un murete que servía de cerca a las grandes extensiones de césped inglés. Un desnivel que terminaba en uno de sus lados en un muro e impedía que el ganado escapase y sin embargo proveía a los dueños del terreno de una continuidad de vistas sin obstáculos. Con el Ha-Ha todo el territorio estaba disponible a la mirada y bajo control.
Aunque se trata de un viejo invento defensivo, el paisajismo inglés, muy dado a este tipo de sutilezas, lo empleó con placer en el siglo XIX. El cambio de nombre, del originario “salto del lobo” al de “Ha-Ha”, es discutible pero fidedigno. Unas fuentes atribuyen su origen a una legendaria onomatopeya pronunciada por un descendiente de Luis XIV. Aunque según La theorie et la pratique du jardinage, el nombre proviene de la sorpresa que provocaba en los visitantes según se acercaban a tan inesperada zanja. El caso es que en el Ha-Ha hay una carcajada verdaderamente arquitectónica. Tal vez esa admiración del ingenio sea la risa de la arquitectura a la que se refería de la Sota. Y poco tiene que ver con las sorpresas sin gracia, o con las carcajadas debidas a la falta de profundidad de algunas obras.
“Aquí se invierte la función de la risa, se la eleva a arte, se le abren las puertas del mundo de los doctos, se la convierte en objeto de filosofía.”(1)  

 (1) ECO, Umberto: El nombre de la Rosa, Editorial Lumen. 1987.

16 de diciembre de 2013

UNA VEZ POR SEMANA


Una vez por semana aquel patio oscuro relatado por Sánchez Ferlosio en “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, inesperadamente, se iluminaba. Una vez por semana aquel lugar sucio estrecho y gris adquiría la súbita luz de una visitación periódica. Como si un ser sobrenatural se detuviese repentinamente en aquel rincón.
“Coincidía que todos los vecinos colgaban sus sábanas a la vez, quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre. Entonces sí que llegaba luz abajo, porque las sábanas más altas la tomaban del sol, la que venía resbalando por el tejado y pasaban el reflejo a las del penúltimo piso: éstas a su vez se la daban a las del antepenúltimo. Y así venía cayendo la luz, de sábana en sábana, tan complicadamente, por todo el ámbito del patio, suave y no sin trabajo, hasta el entresuelo ¡Cómo se dejaba engañar la luz por las sábanas y, entrando a las primeras, no podía ya salirse del resbaladero y se iba de tumbo en tumbo, como por una trampa, hasta el fondo, tan a disgusto, por aquel patio sucio, estrecho y gris!”.
Existe una especialísima impertinencia capaz de transformar toda arquitectura en algo significativo. Un desaliño en la rigidez de las formas al que animaba Alvar Aalto al ofrecer “una vulgaridad del día a día como factor esencial de la arquitectura”. Para denominar esos accidentes, ese especial tipo de concreción que vuelve palpable la vida y caracteriza al individuo, Duns Escoto, inventó el término “ecceidad” hace más de nueve siglos. Esas sábanas tendidas son la porción de “ecceidad” que espera la arquitectura para ser resucitada de lo genérico. La arquitectura, cualquier arquitectura, está llamada a ser una vasija trascendente de la vida cotidiana. Cualquier patio deja de ser un patio cualquiera gracias a esa especial huella de la vida que vuelve único lo indiferenciado.
¿Dónde queda pues el mérito del arquitecto si cualquier lugar es en potencia capaz de acoger esas maravillas?. Su mérito está en ofrecer un trabajo dispuesto a amplificar, sin estridencias ni distorsiones, las huellas concretas del habitar. En hacer de la arquitectura un instrumento mayúsculo de la “ecceidad” de la vida.

9 de diciembre de 2013

UNA ANOMALIA


No sé si observaron una anomalía en la pasada imagen, en el retrato del equipo de arquitectos que trabajaron junto a Le Corbusier para erigir el Capitolio de Chandigarh. 
Sí, el arquitecto no está solo, pero intriga y una vez visto no es posible olvidarlo, ese minúsculo y casi inapreciable pájaro negro posado sobre la cubierta de aquel barracón de obra, casi invisible, pero cierto. Un pájaro negro, tal vez un córvido, insignificante, inmóvil como un especial signo del Espíritu Santo exactamente encima de Le Corbusier.
El arquitecto trabaja siempre acompañado, pero, ¡ay!, ese pájaro negro. Ese pájaro negro quita el sueño porque vino a posarse precisamente sobre la cabeza de ese maldito pintor suizo y no sobre nadie más en aquella foto. Ese pájaro negro quita el sueño porque es el que trajo loco a Salileri y al protagonista de Thomas Bernhard cuando hizo decir en su “Malogrado”: “Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos del piano del mundo”. “¿Por qué él y no yo? Si es un miserable y un ególatra. Si huele mal”, preguntaba Salieri en su oración al Altísimo, del insoportable Mozart. 
¿Por qué precisamente ese pájaro negro vino a posarse sobre la cabeza de alguien como Le Corbusier, justo cuando compartía la modestia anónima de formar parte de un gran equipo?. Quizás la diferencia, la sutil anomalía diferencial está en que “el pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser”, como había dicho Glenn Gould. 
Quizás simplemente le Corbusier fue el único que deseó siempre, ferozmente, sin pensar que era un juego, ser arquitectura. Y esa fue su mayor y más verdadera virtud.

2 de diciembre de 2013

LA FINGIDA SOLEDAD DEL ARQUITECTO


El arquitecto nunca está solo. “El arquitecto no hace él solo ni la caseta del perro”, decía Javier Carvajal. Ambas fórmulas encierran una verdad acuciante: por mucho que algunos de los protagonistas de la arquitectura de todos los tiempos hayan aparecido ligados a la historia con sus nombres bramantes y poderosos, erguidos frente al mundo como monumentos al genio creador, solos no habrían construido ni un refugio de podencos. Ni Palladio, ni Fischer von Erlach, ni Loos, ni Koolhaas, ni mucho menos, Le Corbusier.
Ahí, en la imagen anda precisamente Le Corbusier, perdido entre personas, cercano al centro, cercano a su primo y mano derecha, perdido entre todo el personal que colaboró en la construcción del edificio del Capitolio de la ciudad de Chandigarh. La fingida soledad del arquitecto, producto de una mentalidad renacentista que hacía de cada artesano alguien nacido bajo el signo de Saturno, está cada vez más lejana de aquel padre mitológico. Nuevos mitos han ido ocupando con el paso de las décadas esa incómoda paternidad. La tecnología, la normativa y la complejidad de la vida han puesto cada vez más de manifiesto que, el del arquitecto, es un trabajo cercano al del confesor, al del obrero de la fábrica de automoción, al del pastor de ganado y al del psiquiatra forense.
El papel del arquitecto se haya entre engranajes cada vez más complejos y hace depender su labor de una especial forma de diálogo. Nada está ya supeditado a su voluntad, ni acaso a la de su cliente o a la de los participantes en la obra, sino a la pura y simple consecución coherente de algo superior. Poco queda del arquitecto como general al mando de un ejército. Poco de aquel arquitecto-director de una cacareante orquesta. Poco depende ya la arquitectura de un arquitecto que mande, organice o dirija, porque al mando de todo se encuentra, siempre fue así, algo superior a él llamado Arquitectura. Y es sabido que de no obedecer sus órdenes calmas, por mucho que se la conjure a gritos, no hará acto de presencia.