27 de febrero de 2023

LA MUERTE DE LA CIUDAD COMIENZA CON LA RUINA DE SUS EDIFICIOS

La muerte de la ciudad comienza con la ruina de sus edificios. La lenta carcoma del abandono, la dejación del deber de habitar, repercute en la ciudad y pudre poco a poco la vida de sus calles y plazas. Cada edificio abandonado es una profecía sobre el destino urbano. Una noche de cristales rotos refleja la completa podredumbre moral de un país. De diferentes modos, en silencio o precipitadamente, se comienza atacando la arquitectura. Luego van las personas. Más tarde solo queda la sombra de la ciudad. Tal vez su nombre. 
A menudo se olvida que cada obra, precisamente por sus secretos lazos de continuidad con el conjunto de la ciudad, es una caja de caudales del tiempo, de la memoria y de la vida de quienes la habitan. De la pervivencia de este pabellón de hexágonos depende, aunque sea en parte, el destino de Madrid mismo. En él se conserva, misteriosamente, el pasado rural de una España perdida y hoy desocupada tanto como el puro ingenio de una inimitable generación de arquitectos. Por mucho que suene a apocalipsis barato, si se destruye esa memoria se destruye la frágil densidad del ser humano, empezando por su dimensión histórica y siguiendo por la social. La desaparición del hombre es más la desaparición de la ciudad que la desaparición de la naturaleza, decía Italo Calvino. En la presión de la urgencia por mantener en pie una simple obra, late nuestra propia supervivencia.

* El presente texto ha formado parte de la exposición presentada en ARCO 2023 por el COAM, Imagen cortesía de Luis Asín

20 de febrero de 2023

¿PARA QUÉ SIRVE LA ARQUITECTURA?


La pregunta, ya, ni ofende. Y la respuesta inmediata de muchos desencantados será "para nada". "Mi fe en la literatura", citaba Antoine Compagnon, "consiste en saber que hay cosas que solo la literatura, con sus medios específicos, puede dar". Tal vez el listón que Compagnon ponía tan alto para su campo no sirva hoy para la arquitectura, que ha visto reducida su capacidad de acción y emoción sobre la psique humana de manera drástica. 
A pesar de los cientos de miles de estudiantes que cursan en la actualidad esta vieja disciplina por todo el mundo, de los cientos de publicaciones especializadas y de la creciente publicidad que obtiene de inmediato la obra más diminuta erigida en el rincón más recóndito del orbe, la fractura ente la sociedad y el lenguaje extremadamente codificado de la arquitectura es palpable. Nadie, ni a pie de calle ni en el más selecto cenáculo universitario de otra disciplina, es capaz de desentrañar el intrincado lenguaje del hormigón y el acero. Ni el más reputado neurólogo, astrofísico, parasitólogo, antropólogo o comentarista deportivo, entienden ni un ápice la sintaxis contenida en el más simple peldaño de una escalera. En este contexto, el inagotado adiós de la arquitectura se repite cada año con el tono de unas exequias de alguien que sin embargo no acaba de desaparecer.
Al contrario que sucede con la industria de la construcción, que cuanto menos sirve para la especulación inmobiliaria y la marcha general de la economía, la única conclusión evidente y honesta respecto a la arquitectura es que no sirve para nada. O, si se quiere, que vale para lo mismo que la música, la literatura o la filosofía. Sin embargo, y a pesar de su aparente inutilidad, sin la arquitectura se priva al ser humano de unos anteojos para ver el mundo fuera del puro ámbito de la ciencia y la economía. Sin la arquitectura somos bestias sin rumbo ni origen, o lo que es peor, máquinas sin alma. 
La arquitectura sirve para poco si solo es para resguardarnos de la naturaleza. Su fuerza está en su capacidad de oponerse a la prisa, en su "finalidad sin fin", en su capacidad de restaurar la fe en la forma del mundo, (en concreto en su forma precisa y adecuada) y en brindar una civilizada continuidad entre sus partes. El arquitecto tiene pues la responsabilidad de hacernos ver que en el mundo hay una lógica, por mucho que a su alrededor, todo parezca a punto del colapso. Porque la arquitectura resiste la estupidez no con la vileza de la fuerza bruta, sino de un modo mucho más sutil y obstinado. Frente a la imbecilidad, nos emancipa y nos hace más sensibles porque nos brinda un escenario donde serlo. Solo sirve, llana y simplemente, para ser humanos. Para ser mejores. Su resistente silencio, su fondo observante, nos salvaguarda.

13 de febrero de 2023

UN RECTÁNGULO EN EL DESIERTO


Hay que proteger a toda costa lo que queda de verde en mitad del desierto. Cada oasis es sagrado. Por ello parece necesario construir una barricada alrededor para resguardar la vida del inhóspito clima que barre el exterior y lo arrasa. Solo así parece justificado el esfuerzo por construir un rectángulo hondo en medio del indiferenciado polvo del desierto. Por supuesto, no se trata de la construcción de un fortín. Sus muros no son altos y tiene cuatro modestas puertas en sus cuatro puntos cardinales como muestra de una sutil invitación al viajero. Venga de donde venga.
La protección de un oasis parece un argumento de peso para erigir un recinto a su alrededor. Pero se me ocurre otra hipótesis mejor. Resulta más hermoso, y por tanto más cierto, especular con que ese rectángulo no se erigió para cuidar un lugar, sino que los acontecimientos se produjeron precisamente al revés. Primero fue la inexplicable construcción de ese recinto, luego surgieron las sombras y su verdor interior. Primero fue el resguardo, y luego asomó la vida. Primero fue el deportivo esfuerzo de la geometría en medio de la arena infinita, luego vino la gratitud del lugar hacia ese generoso atrevimiento. El orden mágico de los acontecimientos aparentemente no cambia el resultado, pero los motivos de fondo resignifican todo...

6 de febrero de 2023

LA HUELLA DEL LUGAR


Los persas observaron que no hay dos dedos iguales. En Babilonia estampar una mano en tinta servía para significar el compromiso de una persona de modo más eficaz que la engañosa firma. Trascurrieron siglos hasta que huellas dactilares se convirtieron en una prueba forense. Más que un trazo, la huella relaciona el cuerpo con el profundo contenido significante del papel. No fue hasta el siglo XIX cuando un juez británico descubrió lo irrepetible de esas espirales de piel y comenzaron a convertirse en una prueba fehaciente de la identidad de una persona. Hoy posar un dedo ante un teléfono para desbloquear sus entrañas, para acceder a nuestro portal, ordenador o coche se ha vuelto un hábito invisible. Esos laberintos plegados y replegados nos retratan mejor que nuestra cara o los números de una cuenta bancaria. Su condición inimitable las mantiene como irrefutable prueba pericial ante un crimen y nos obliga con la realidad más que un contrato.
La huella es un signo estable en el tiempo. No varían con la edad. No se pueden imitar. Son nosotros sin contarlo todo de nosotros. Mantienen nuestras cicatrices, nuestro desgaste y nuestra historia, y a pesar de su aparente mutismo son un signo de la fiel relación entre nuestra dimensión física y social. Precisamente igual que los lugares. Las cualidades de las huellas dactilares se solapan con las de un territorio, ciudad o paisaje. No hay dos ciudades iguales como no hay dos dedos con las mismas huellas. Las huellas depositadas por el tiempo convierten a cada territorio en un signo tan estable e insustituible como lo son las huellas de nuestros meñiques. Cada lugar es tan irrepetible como ellas si se desciende lo suficiente. (Hablar hoy de "no-lugares", más que un signo de vaguería se ha convertido en el síntoma de un patológico déficit de atención a sus detalles). 
Claro que si para leer las huellas dactilares basta con estampar un dedo sobre tinta y éste sobre el papel, en cuanto a los lugares empleamos ancestralmente ese magnífico índice llamado arquitectura.