29 de julio de 2019

LA SUCIA PUBLICIDAD DE LA ARQUITECTURA


Siempre me he preguntado si la publicidad contenida en las revistas de arquitectura no deja de ser, de algún modo, el retrato indirecto de los prescriptores de la propia arquitectura, la imagen de un mundo ensoñado, o el simple desvarío de los presidentes de las compañías de turno extasiados con sus productos. 
Si por lo general la publicidad siempre se ha mostrado como un espacio de creatividad, cuando lo han hecho tratando de vender al colectivo de los arquitectos, es como si hubiesen renunciado a su cometido. O hubiesen delegado en sus más barbilampiños becarios. 
Por ejemplo, e injertada entre proyectos y sesudos artículos de los intelectuales más reputados, esta imagen publicitaria aparecía en una revista de arquitectura de los años setenta. Aunque no lo parezca, pretendía vender el jacuzzi bermellón. Ningún publicista medianamente respetable se la jugaría con el conjunto de tópicos, dobles sentidos e indefiniciones de arriba. La imagen no tiene sentido ni aunque quisiera vender el jacuzzi al actual y todopoderoso cancerbero de la frontera norteamericana. Y además deja un extraño regusto por ser un conjunto de raros contradichos: una partidita de cartas en una bañera, los sombreros tejanos, la pistola sobre la mesa y el desierto alrededor son más que un atrezzo casual. 
¿Qué hacen dos maduritos en un rojo y burbujeante spa en mitad de ninguna parte? ¿Se intuía ya por entonces que había que vigilar la frontera del sur de Texas? ¿O era una reivindicación de otro tipo de libertades?... Lo único claro es que allí no hay afuera, ni toallas. Y que empezaba a hacer fresco. Definitivamente los publicistas de la arquitectura están y han estado siempre locos. Aunque el jacuzzi mola.
(La semana que viene les escribo entre sus burbujas. Me lo instalan en dos días. Feliz verano). 

22 de julio de 2019

MALDITA PRECISIÓN


Siento un inmenso respeto por Buster Keaton. Porque con la excusa de una sonrisa, arriesgaba todo en cada escena, y porque para lograr ese objetivo no despreciaba ni siquiera una disciplina tan alejada de los intereses de la comedia como es la geometría.
La ventana es muy pequeña. Todo puede fallar. Pero el efecto de sorpresa y el miedo a ser aplastado deja pegado a cualquiera ante la imagen. Desde luego que el acople de un cohete en el espacio parece  más difícil. Pero hay en esa imagen de la fachada cayendo sin daños, un tipo de precisión plenamente relacionada con la arquitectura.
¿Cómo expresarlo? 
Cuando Paul Valéry aceptó el encargo de escribir “Eupalinos o el Arquitecto” el número de páginas y de palabras exigidas por los editores estaba dado. Haciendo de la necesidad virtud, entre ellas incluyó la frase "la mayor libertad nace del mayor rigor", que sería solo un aforismo ingenioso si no fuera porque Valéry parió el texto que le daba cobijo dando ejemplo. Sin desviarse una sola palabra del encargo. Sin concesiones. Y sin exhibición virtuosa de esa precisión.
Podría haberse admitido algo de tolerancia. Es decir, un grado de error. De hecho la tolerancia es un buen concepto para aproximarse a lo que significa la precisión en campos como la ingeniería o la estadística. La tolerancia es el error soportable. Se da por supuesto que el error cero es imposible y por eso los intervalos de tolerancia tratan de ajustar el resultado. Para la ingeniería la precisión absoluta del ingenuo Valéry es una quimera, una absurda utopía. De ella proviene la raíz de la ineficiencia. El mundo de las máquinas entiende que el especificar el mayor valor posible de tolerancia es una extraordinaria práctica siempre que el componente en cuestión mantenga su funcionalidad. La tolerancia cero constituye un fracaso. Sin embargo, al igual que con Keaton o con Valéry, la arquitectura, inexplicadamente trabaja con esa absurda precisión. Sin esa precisión extrema, que supera la burda aproximación a los milímetros y que pertenece a otro orden, apenas podríamos celebrar la idea misma de precisión.
La arquitectura nos permite aspirar a un mundo preciso sin estar sometidos al cruento universo de una precisión perpetuamente aplazada con el que trabajan otras disciplinas. Porque la idea de precisión insoportablemente retrasada, sin fin, no hay quien la aguante.

15 de julio de 2019

CASTIGADO AL RINCÓN


La expresión "¡Castigado al rincón!" se ha sustituido, en no sé qué malhadado momento y debido a no sé qué pérfida pedagogía, por la de "¡A pensar al rincón!". Con ello no nos damos cuenta del tremendo daño se ha hecho a la palabra "rincón", ya que ha dejado al descubriendo su extraordinaria capacidad como lugar para pensar. La cantidad de satisfacciones que reportan los rincones han quedado entonces expuestas impúdicamente. E incluso se han quitado a los castigos lo mejor de su penitencia: el consuelo de un solitario runrun sin molestias. 
Esa capacidad de los rincones para curar las heridas no debe ser pasada por alto. Por algo los rincones son los lugares de resguardo entre los cruentos asaltos de los boxeadores. En el rincón nadie nos puede atacar. Los rincones brindan una extraordinaria protección animal a nuestras espaldas. Y hasta señala que tenemos espaldas.  
Por eso habría que rehabilitar los rincones como lugar de castigo infantil (camuflado ahora de pensamiento tranquilizante) y empezar a emplear pedagogías que no usaran la arquitectura como medio punitivo. Y menos los rincones. Porque la arquitectura no es un castigo. Al menos, no consciente.
En los rincones nos rodean tres aristas y desplegamos el cuerpo a su alrededor de un modo particular y cercano. El horizonte de los rincones es al que llegan nuestras extremidades y nuestros ojos miopes. Alrededor de los rincones, construimos una burbuja de espacio particular y basta hacer un experimento, como este del artista polaco Zbigniew Warpechowski, para que percibamos el rastro de ese espacio primordial. Este tradicionalista de vanguardia que era el performer grafitero de la imagen, con la simpleza de marcar las paredes, parece que ha quedado investido del aura de los superhéroes o los santos. Si así fuera, lo sería, ni más ni menos, gracias al halo que proveen los rincones, que nos hacen santos involuntarios del espacio privado.
Para que luego los despreciemos como lugares de inútiles castigos. 

8 de julio de 2019

LA ÉPICA DEL PEGAMENTO


Cada generación ha crecido manteniendo las cosas juntas de diferentes modos. Los años cuarenta sobrevivieron uniendo malamente las cosas con cuerda, cinta aislante y masilla. La siguiente generación empleó pegamentos de contacto y papel celo para reconstruir papeles rotos o arreglar sus zapatillas. La cinta americana es un invento con el que se repararon miles de retrovisores golpeados y cosas que no importaban en exceso, porque el plateado de fondo era indisimulable. Una leyenda urbana que dice que ante la inminencia de una catástrofe espacial la NASA empleó chicle como adhesivo. Su capacidad pringosa salvó la vida a toda una tripulación y el orgullo a la humanidad. 
Cola blanca, pegamento de barra y hasta fracasos adhesivos, como eran en origen los post-it, son hoy parte de nuestro paisaje visual y cultural. Hemos visto nacer incluso los superpegamentos. El violento e indomable “superglue” apareció para unirlo todo y al instante. Pero siempre, en medio, quedaron nuestros dedos, solidificados con el trozo en cuestión… Gracias al cianacrilato - nombre que muestra un vínculo innegable con alguna deidad griega - se han perdido más dedos que con todos los accidentes producidos con hachas, cuchillos y serruchos en la historia del hombre. 
De hecho podría resumirse el siglo XX y lo que llevamos de XXI, no como los siglos de las grandes guerras o los descubrimientos atómicos, sino como la era del pegamento. Y es que a pesar de su creciente peligro y toxicidad, habitamos aceptablemente gracias a ellos. Porque, como sabemos, en el mundo todo está roto en mil pedazos y el manteneros juntos se ha convertido en la principal tarea contemporánea. 
Una tarea, por cierto, compartida por traumatólogos, físicos y filósofos y a la que también los arquitectos dedican gran parte de sus energías desde tiempos inmemoriales. Porque la arquitectura pertenece desde sus inicios a esa misma tradición del mantener las cosas mágicamente unidas. Puede que incluso sea la vicedecana de esa viejo hacer por partes. 
Al principio la arquitectura lograba soldar sus pedazos gracias a ese pegamento natural que nos brinda el universo: la fuerza de la gravedad. Luego por su desarrollo de las estructuras, la construcción e incluso la composición, logró incluso proveer una idea de falsa unidad al conjunto. 
Si se piensa de ese modo, la arquitectura es en realidad un arte de la pura pegatoscopia. Un arte del mantener juntos elementos disímiles, donde cada época y arquitecto tiene el deber de inventar su propio modo de costura. Es decir y resumiendo: la arquitectura es el gran arte del collage. (Y eso sin llegar a hablar siquiera de la importancia del cemento y de la silicona para lograrlo...)
He ahí su futuro.

1 de julio de 2019

EL DEBER DE ADAPTARSE


A veces el diseño se empeña en que seamos de un modo diferente a como somos. Ese papel educador, un poco como de institutriz impaciente y mandona, ha sido durante mucho tiempo concedido también a la arquitectura.
Es la gente la que no se adapta a la forma propuesta por la bonhomía del diseño. La arquitectura es perfectamente hermosa, funcional y lógica, pero lo cierto es que, inexplicablemente, duele. Duele al andar, y roza y hace ampollas. Y entonces pensamos que la culpa es nuestra y esperamos que el uso ablande su forma, como de hecho sucede, a la vez que, hasta la piel enrojecida se endurece y hace callos.
Al igual que la horma de los zapatos tiene repercusión en nuestros pies y nuestro andar, la arquitectura, acaba deformando al habitante y su vida. Un invisible y lento día tras día, hace aparecer los juanetes del habitar. Las casas que hemos vivido nos han moldeado. Somos parte de esas fundas y como los pies vendados de las mujeres orientales, o de las bailarinas que caminan sobre las puntas de los dedos, cambian nuestro modo de relación con el mundo. Por eso, ¿cuándo tendremos una arquitectura que no sea imperativa? Que no deforme nuestros metatarsos o que nos produzca punzantes dolores al caminar. Nadie pide que sea cómoda, palabra sospechosa de los males morales del capitalismo doméstico contemporáneo, pero si activa y pendiente de lo que sucede en su interior.
O al menos, que no esté tan presente. Que sea algo más maternal que una institutriz, vamos.