1 de julio de 2019

EL DEBER DE ADAPTARSE


A veces el diseño se empeña en que seamos de un modo diferente a como somos. Ese papel educador, un poco como de institutriz impaciente y mandona, ha sido durante mucho tiempo concedido también a la arquitectura.
Es la gente la que no se adapta a la forma propuesta por la bonhomía del diseño. La arquitectura es perfectamente hermosa, funcional y lógica, pero lo cierto es que, inexplicablemente, duele. Duele al andar, y roza y hace ampollas. Y entonces pensamos que la culpa es nuestra y esperamos que el uso ablande su forma, como de hecho sucede, a la vez que, hasta la piel enrojecida se endurece y hace callos.
Al igual que la horma de los zapatos tiene repercusión en nuestros pies y nuestro andar, la arquitectura, acaba deformando al habitante y su vida. Un invisible y lento día tras día, hace aparecer los juanetes del habitar. Las casas que hemos vivido nos han moldeado. Somos parte de esas fundas y como los pies vendados de las mujeres orientales, o de las bailarinas que caminan sobre las puntas de los dedos, cambian nuestro modo de relación con el mundo. Por eso, ¿cuándo tendremos una arquitectura que no sea imperativa? Que no deforme nuestros metatarsos o que nos produzca punzantes dolores al caminar. Nadie pide que sea cómoda, palabra sospechosa de los males morales del capitalismo doméstico contemporáneo, pero si activa y pendiente de lo que sucede en su interior.
O al menos, que no esté tan presente. Que sea algo más maternal que una institutriz, vamos.

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