13 de febrero de 2009

MULTIPLICAR


Hay un momento en la trayectoria de un artista mucho más peligroso que el de la simple crisis de creatividad. Un instante mucho más dramático que el miedo al vacío y la soledad ante la tela o el papel en blanco. Es el momento en que el creador siente que ha hecho su verdadero descubrimiento. Cuando percibe que se le han abierto las puertas de lo sublime. Cuando ante su vista se despliega en todas direcciones su propio lenguaje. Como algo irrefrenable. Imparable. Y terriblemente amenazador.
Ante ese despeñadero abierto ante sus pies, tiembla toda rodilla, y el cuerpo se tambalea atraído por el vértigo de esa profundidad. Es el abismo de los múltiples. Es el abismo que se ha tragado a Mondrian, y a tantos otros. Es el abismo del que Picasso se pasó huyendo, a la carrera, toda su vida. Con el que Duchamp y Beuys flirtearon y que obligó a Pollock a suicidarse. Es el abismo ante el que Mies van der Rohe cayó, desparramando sus tripas y su cigarro humeante sin que nadie se diese cuenta.
El instante de los múltiples es aquel en que el artista se repite. En el que comienza la imparable autoimitación que inaugura el mito. El artista ante el hallazgo de su lenguaje original, cómo puede abandonarlo en la cuneta como si fuese un trasto viejo. ¿Cómo pasar sobre él sin gritar que por fin ha descubierto su camino?. Y lo que es más substancial, ¿Cómo no mostrar al mundo que él mismo se ha dado perfecta cuenta de su descubrimiento, que ha sido el primero en reconocerlo como tal?. De ese modo, los múltiples llegan a ser, en realidad, la estrategia de comunicación más verosímil de todo el arte moderno, el auténtico diálogo del artista con el público. En sí, una metacrítica y un metalenguaje.
La repetición es la única vía que le resta para acentuar que nada ha sido por casualidad. Es la única vía por la que puede, por vez primera, y por medios verdaderamente propios, mostrar que es consciente de su invento. Así pues, vindicar los múltiples supone reclamar la creación como acto de dialogo. Admiramos a los artistas que se repiten en cuanto hecho comunicativo. Más a quienes no lo hacen y pasan altivos delante de su invento, porque, inevitablemente, es con la misma pose dialéctica y dandy de los grandes personajes de Platón.
Múltiples pertenece a ese espacio comunicativo y dialógico. Múltiples no es un estilo, al menos literalmente. Ni una receta, sino una actitud. La repetición como diálogo exige valentía y cierta capacidad de sorpresa ante una pluralidad de conexiones que se despliega ante nuestros propios ojos.
Múltiples concede igual valor al original que a la repetición porque ambos manifiestan su propia trascendencia. Si el original contiene el atractivo de la iniciación y lo pionero, la repetición comparte ese descubrimiento de manera retrospectiva.
Walter Benjamin señala como en los múltiples, la copia antigua y la reciente hablan de cosas distintas, aunque poderosas. El tiempo dota a las copias añejas de valores, al igual que a los hombres de arrugas. Con los múltiples, ni forma, ni autenticidad, por primera vez, son protagonistas, ni siquiera lo es la edad de la obra, sino las relaciones que establecen unas copias con otras. Múltiples es un hecho doble. Sin duplicidad no existe, solo adquiere su riqueza y su valor por medio de la copia. Como la propia firma, solo le es dado su poder en el instante en que se convierte en un hecho reiterado, falsificable. Múltiples vive en una cultura de la copia, de la duplicidad, del doble y hunde sus raíces en la serie y en el ready-made. Pero al igual que Duchamp, al igual que Beuys, a los múltiples les es imposible no manifestar su espíritu lúdico y la pertenencia a una cadena de formas.
Cada cual juega a los múltiples de una manera distinta. Cuando preguntan a Beuys, responde que en ellos se esconden, simultáneamente, tanto una estrategia de distribución masiva, como un mensaje, contenido en la misma multiplicidad del objeto. La estrategia de los múltiples está en la constante repetición de la fachada de Mies y en la retícula de todo el minimalismo. En la obra íntegra de Duchamp. En las cúpulas multilobuladas y supurantes de Bernini y Fuller. En ese Warhol que apila las imágenes como billetes de dólar falsos y en las infinitas puertas del infierno de Rodin. Pero también y secretamente, en el orfanato de Van Eyck, donde las formas se repiten sobre sí mismas con la fuerza de un salmo bíblico; en Koolhaas, cuando en cada obra falsifica una parte del objeto surreal y trasero que es él mismo. En Jasper Johns y en sus banderas repetidas como negras botellas de refresco gaseoso. Existe en Zaha Hadid o en Brunelleschi, con la producción de un universo formado por objetos perspécticos que proliferan como un virus mortal.
Múltiples, como hemos visto, ama las fronteras, los bordes, y se acerca a los sitios donde las formas brotan y se entremezclan con ese algo superior que las hace distintas. Cada cual verá Múltiples de una manera distinta, como es natural, pero todas unen sus raíces en un punto común; ese punto común son los ecos resonantes de una estrategia con vocación de intercambio. Un intercambio que hace que, mientras el discurso moderno permanece intocable, y el mercado está pendiente de la última subasta o publicación, nadie se pregunte: ¿Qué sucede con los múltiples?.
Múltiples aparece con el aire de las cosas redescubiertas, de los espacios semi-nuevos. Múltiples hace que, mientras la crítica sermonea altiva a un público inexistente, o el mercado firma talones ante lo peor del viejo arte moderno, la obra grite, desbaratando discursos, depreciando autenticidades y billeteros, con la fuerza de lo plenamente verdadero. Con la fuerza de una auténtica resurrección.