29 de octubre de 2018

HABITACIONES SIN ARISTAS PERO CON RINCONES


Heinrich Tessenow, maestro despreciado por la modernidad y los modernos, lo era, en gran medida, por la incierta ventaja saber hacer arquitectura de hermosas habitaciones. 
Tessenow  trazaba la vida diaria dentro de cuartos sin límites. Adivinaba en ellos una vida recién salida por la puerta. Mientras, él como dibujante, había permanecido dentro, ya sin sujeto aparente a quien hacer el retrato. Tessenow entonces nos acercaba a lo más elemental del espacio, y se recreaba en cuartos con rincones, pero sin aristas. Dibujaba muebles apoyados en paredes sin materia, colgaba cuadros y espejos sobre un blanco intachable, y usaba ese mismo blanco del papel como superficie delimitadora y neutra. Todo como si lo que le importase de verdad fuese precisamente la magia de lo que no estaba dibujado. 
Entre los objetos trazados destacan las ventanas, que son en sus manos más que un punto de fuga del paisaje. Con visillos, cortinas y plantas a su alrededor, la pared se perfora y se convierte allí en lugar. Pero conviene señalar que sus ventanas no son culpadas de dejar en sombra la pared donde se recortan, cosa que si hacía le Corbusier, sino que gracias a ellas la estancia vive bajo una luz universal, neutra y blanca, que todo parece limpiar
Hoy sus dibujos siguen siendo hipnóticos, además, porque las paredes y los techos que no alcanzamos a ver, sin embargo, están presentes. Porque percibimos en esas habitaciones cualidades materiales sin tenerlas. Porque vemos que los suelos brillan y que los objetos son útiles o significativos para sus habitantes. Y hasta porque los muebles ligeros se muestran precisamente de ese modo. Porque hasta el espacio está contenido y medido a pesar de no verlo por completo. En fin, porque reconocemos en esos cuartos a personas viviendo y como el espacio ha sido modelado según esa vida. 
Nada se esconde en las habitaciones de Tessenow. Todo está a la vista. Aparentemente no hay misterio y sin embargo parecen contarse allí el secreto arte de habitar dentro de una habitación, que no es moderna, ni lo contrario.

22 de octubre de 2018

ESTAFADORES


Cualquier comentarista de la obra de Mies Van der Rohe en algún momento ha empleado su aspecto elegante y distinguido, la seda de sus corbatas y sus zapatos italianos como el código más seguro para descifrar su trabajo. Mies sabía atrapar la atención con esas cosas. Y sabía bien como construirse a sí mismo como una marca perfecta, de funcionamiento semejante al de esos artilugios atrapa moscas. Sin embargo aquí, al contrario que de costumbre, y lejos de mostrarse con uno de sus elegantes trajes confeccionados en la sastrería vienesa Knize, usa otro tipo de trucos. Enigmáticos, indudablemente. Pero preparados y orquestados como un discurso que no llegamos a descifrar fácilmente. ¿Qué significa Mies en pantuflas? 
Mies van der Rohe cómodamente retratado, sin tensión ni testigos, en una escena doméstica es algo impensable. Porque Mies y la intimidad de lo doméstico son ideas incompatibles. O dicho de otro modo, no es que la modernidad no fuera cómoda, cosa que la señora Farnsworth ya había denunciado, era que el ideario de la casa de vidrio moderna no ofrecía ningún resquicio a esa apacible forma de vida que parecía disfrutar el propio Mies en esa imagen. El proponer a los demás habitar en una urna de cristal era una declaración de guerra al mismo concepto occidental de intimidad, pero el hecho de no someterse uno mismo a esa terapia, tenía otro nombre. Y estaba cercano al de hipocresía. 
A mediados del siglo XX el movimiento moderno había descubierto y silenciado una grave fractura en sus principios, que no estaba solamente motivada por la crisis intelectual provocada por la gran guerra. Entre la forma propuesta por la arquitectura de acero, hormigón y vidrio y la vida, era clamoroso un malentendido. Si la imagen de Mies con su batín de seda dejaba traslucir algo de la autoconsciencia posmoderna respecto a esas limitaciones, no es que esa pose fuese ridícula en si misma, sino que era, más bien, clarividente. Porque era el retrato de la vida de cualquier persona. Por mucho que se mostrase allí un personaje enfundado en seda y fumando carísimos puros habanos, el sujeto de la fotografía no era Mies. Era lo doméstico. 
El espacio que abría Mies en esa imagen en pantuflas era la del espacio sin ironía y sin la aspereza impuesta a los habitantes de su propia arquitectura. Esa imagen significaba que cada espacio, incluso el de la casa Farnsworth, podía ser un espacio legítimamente plantado con geranios, cubierto por cortinas y adornado con esculturas de leones de piedra, gracias a la fuerza moral que otorga el habitar diario. La señora Farnsworth, por mucho rencor y pleitos interpuestos a Mies por construirle una casa inhabitable, fue, en buena medida su coautora. Y no simplemente por el mero hecho de haber realizado el encargo a Mies o haber sufragado el experimento, sino por el modo en que llenó aquellas plataformas blancas de acero y vidrio con su vida. La ocupación de la arquitectura y el uso que hizo de ese espacio aparentemente inhabitable durante veintiún años revelaron muchos más matices que los previstos por Mies en su proyecto
Hoy sabemos que la arquitectura surge precisamente en el intersticio entre un proyecto sistemáticamente frustrado y su roce con la vida. La arquitectura se nos aparece, pues, como un malentendido. O mejor dicho, la arquitectura puede que surja al convertir ese malentendido en arte. 

15 de octubre de 2018

CUANDO EL TAMAÑO DEJA DE SER UN ASUNTO PRIVADO


Aunque leguleyos, políticos y filósofos se empeñen, las diferencias entre lo público y lo privado no se fundan en la política, el uso o en el concepto de propiedad. Para comprobarlo basta dejarse sorprender por la visión de una ciudad cualquiera, esté viva o muerta, sean sus ruinas o el más vulgar plano turístico, para ver que lo privado puede ser distinguido de lo público, antes que nada y de manera intuitiva, por una mera cuestión de tamaño. Lo pequeño es privado, además de hermoso. 
Por eso no cuesta diferenciar lo particular de la ciudad como espacio cuarteado, semejante a la escritura o a una argamasa que todo lo cose: sean manzanas o chalecitos. Porque lo privado ofrece una escritura y una caligrafía de pequeños espacios que finalizan en sí mismos.
Tal es la capacidad del tamaño de la arquitectura para describir lo doméstico, que aunque el uso de cada cuarto sea incierto o perdido, simplemente por medio de sus dimensiones somos capaces de distinguirlo como “propiedad particular”. 
Es cierto que el tamaño de la casa es compartido con tumbas, capillas y otros usos. Y es cierto, igualmente, que no todo lo privado encaja en un tamaño nítido: encontramos entre sus márgenes desde el palacio al refugio. Pero hay un álgebra primitiva en lo doméstico relacionada con el tamaño que proviene de lo que alcanzamos con los brazos y la mirada, un tamaño de la construcción en relación al cuerpo, semejante al que hace que ante las sillas, los vestidos, y algunos otros objetos, los reconozcamos en espera de un cuerpo ausente.
Desde antiguo se cree que el hogar tiene su origen en el fuego, como un centro que irradia física y espiritualmente. Pero quizás si entendiéramos la casa desde el mero problema de su tamaño, podríamos decir mejor que la casa es más una distancia a ese fuego primitivo. Una distancia que alcanza a influir en su espacio inmediato y construirlo. Porque el tamaño hace la habitación, y tras ella, lo que íntimamente significa la casa. La habitación se encuentra entrelazada con el hombre por medio de una sutil red de costuras que llamamos escala, al igual que se encuentran vinculados el agua y un vaso por medio de una sustancia aparentemente invisible pero cierta. Por eso la habitación, por sus dimensiones, es  la primera homotecia del hombre. 
Hemos dicho en otra ocasión que los cambios en el tamaño de la casa determinan cambios sociales. La cuestión del tamaño determina incluso sus fundamentos políticos. Por eso cuando el mundo de la especulación inmobiliaria trata de cambiar el tamaño de la casa por motivos en apariencia sólo económicos, tal vez convenga recordar que aun es posible ejercer cierta resistencia por medio del tamaño. Porque quien lucha por un tamaño, lucha para mantener la idea de lo que es la casa misma. Y no se debe aspirar a una casa que por lo menos no tenga un tamaño intimamente infinito. 

8 de octubre de 2018

DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"


La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano. 
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas. 
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño… 
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento. 
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada. 
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”. 
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos. 
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.

1 de octubre de 2018

LA ARQUITECTURA SEGÚN UN FABRICANTE DE ASPIRADORAS


“Hemos hecho un pacto entre los seres humanos y nuestro entorno, y a eso le llamamos casa.”(1) 
El autor de esta esplendorosa definición de la casa es uno de los mejores conocedores de lo que es hoy el hogar contemporáneo, el fabricante de aspiradoras Colin Angle. Que la definición provenga del inventor de un robot que escanea los espacios de nuestros hogares y nuestras costumbres con la excusa de la limpieza automática del polvo no es de extrañar. Hoy las aspiradoras aspiran más que suciedad, aspiran a conocernos mejor que nosotros mismos… 
Pero ese es otro asunto. 
Volvamos por ahora a esa hermosa definición. En ella se reconocen dos partes conscientes y capaces de llegar a un objetivo compartido: el hombre y el entorno, y un pacto deseado que es a la vez la conclusión y el símbolo que llamamos casa. Efectivamente desconocemos los términos de dicho acuerdo, pero se requiere inteligencia para comprender los deseos de un entorno que aun se muestra silencioso, o al menos difícil de descifrar. El entorno puede que sea enigmático pero ya no agresivo y se comunica en un lenguaje inteligible. 
Hoy el entorno quiere llegar a un acuerdo tanto como nosotros. El entorno es, pues y claramente, civilizado, y le reconocemos no solo consciencia sino capacidad de llegar a un pacto cierto, o dicho de otro modo, una inteligencia propia. Como se ve, el entorno ya no es la salvaje naturaleza del pasado que gobernaba a su antojo nuestro destino. Dado que hay casas, parece claro que hemos llegamos a comprenderlo siquiera mínimamente, (y él a nosotros). Incluso fuera de la casa ese pacto se mantiene, porque nuestra posición relativa respecto a la casa no es trascendente para el acuerdo. Es decir, la casa no es ya refugio, sino que es el símbolo de un entendimiento. 
Que distinta es esa otra definición de la casa de Camilo José Cela y tan admirada por Oiza: “Fruto del amor del hombre con la Tierra, nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola”. Que distinta, porque en ella la casa es un hijo amado que nos protege de una madre imprevisible, trémula pero amada, una madre tan gigantesca que en ocasiones es amenazante por su propio tamaño. 
Indudablemente ambas coinciden en señalar que la casa ocupa papel mediador, cosa que es trascendente. La consciencia de que el entorno ha cambiado de escala también lo es. El entorno se ha empequeñecido o el hombre lo ha civilizado casi todo, tanto da. En medio, la casa se muestra como lugar de diálogo y terreno neutral entre el afuera y nosotros. Y eso es un descubrimiento. Para aquellos amantes de lo que significa la casa, esa definición parece un regalo mayor que el de los propios robots de limpieza.

(1) Romero, Rubén, “entrevista a Colin Angle”, En El país. Retina, número 9, Septiembre de 2018, pp. 40.