A finales de los años sesenta un equipo de ingenieros de la NASA responsables de la misión Skylab encargó al diseñador de la botella de Coca Cola y mil otras cosas, el prestigioso Raymond Loewy, un estudio para la ocupación interior de aquella estación espacial. Intuyeron que si un hombre iba a estar en el espacio quizás su supervivencia iba a depender de que su habitat fuera aceptable y no las meras sobras entre millares de cables, tubos y aparatos de vuelo.
Loewy en seis años produjo más de tres mil diseños para adecuar la estación del Skylab a las necesidades de los astronautas. Entre ellos, incluyó una innecesaria y peligrosa ventana para poder ver el exterior desde la nave.
A la vuelta del exitoso viaje, en el Salón Oval de la Casa Blanca, los astronautas agradecieron ante el presidente de su país esa diminuta pero costosa ventana, un ojo de buey no mayor que el de un camarote de barco, pero dispuesta en el lugar adecuado. Les había permitido contemplar su hogar en la lejanía y evitar la claustrofobia y el tremendo estrés que provoca el espacio. De un modo misterioso les había hecho sentir conectados con sus casas.
Aquella ventana, innecesaria desde el punto de vista de la lógica de la ingeniería aeroespacial, resulta suficientemente explicativa de la extrema necesidad de esos despreciados elementos para cualquier ser humano y, por añadidura, para la arquitectura.
A veces se olvida que una ventana es el primer paso para poder llegar tomar conciencia de nuestro lugar en el mundo. Para mirar y también poder reconocernos mirando. Aunque la ventana no pueda abrirse y no permita que entre aire fresco. El poder ver las cosas es el primer paso para alcanzarlas. Para soñarlas.
Aquella ventana nos recuerda que desde cada uno de esos agujeros debería siempre poderse ver un mundo, completo. Acostumbrados a resolverlo todo con inmensas cortinas de vidrio de carpinterías invisibles olvidamos que esa es la mínima de las obligaciones de una ventana.