26 de octubre de 2015

SOBRE LOS GRANDES ARQUITECTOS Y LOS QUE NO LO SON


Uno se conforma repanchingado de su sillón, al pensar que la historia de la arquitectura depende simplemente de la aparición de los grandes arquitectos. Sabiendo que los genios no pueden parirse a voluntad y que al aparecer, lo más probable es que rompan todas las reglas. Consecuentemente, que cualquier sistema de educación puede formarlo, así como ningún sistema de educación puede estropear su genio.  
Si consideramos la historia de la arquitectura como un encadenamiento de grandes nombres, en lugar de considerarlo como un magma, digamos, occidental, como algo que forma un conglomerado con significación propia que es una parte importante de un círculo aun más amplio ocupado por las artes y ciencias europeas, esa será la opinión que más probablemente adoptaremos. 
Mirado desde esa perspectiva cada arquitecto genial deberá ser contemplado aisladamente, y al verlos así, en ese aislamiento, será difícil pensar que una educación superior o inferior a la que recibió le hubiese malogrado o encumbrado más. Las taras de formación de un gran arquitecto quedan confundidos inextricablemente con sus virtudes. ¿Podemos lamentar, por ejemplo, que Le Corbusier no recibiese una formación académica reglada en arquitectura, o que Adolf Loos no decidiera frecuentar menos burdeles que a Wittgenstein?. La vida de un arquitecto de genio, vista su relación con la obra construida asume una dimensión de inevitabilidad, de manera que hasta las deficiencias lo han situado en un buen lugar. 
Sin embargo esa manera de ver al arquitecto de genio es la mitad de la verdad. Eso es al menos lo que descubrimos cuando consideramos a un arquitecto tras otro, sin equilibrar ese enfoque con un esfuerzo de imaginación del panorama de su tiempo, en su totalidad. 
Y es en ese panorama desde donde es preciso contemplar también no solo a esas grandes figuras sino a los arquitectos de segunda o tercera fila, pues son ellos los que contribuyen en diversos grados a formar el ecosistema en que se mueve el arquitecto de genio. Y a ese panorama habría que sumar sus críticos e incluso sus clubs de fans. 
La continuidad de la arquitectura es esencial para su grandeza, y en una gran medida es función de los arquitectos de segunda fila preservar esa continuidad y formar un cuerpo de obra escrita que aunque no haya de influir en la lectura de la posteridad, desempeña un papel como eslabón entre los arquitectos que forman parte de la historia. Esta continuidad es en gran medida inconsciente, y solamente es visible desde una mirada histórica retrospectiva. 
Al mirar las obras de una época de esa manera y dentro de esa continuidad, es donde hay que considerar a cada uno de los grandes arquitectos como inmersos en las energías contra las que se revelaron o sobre las que supieron extraer y destilar las esencias. Sería fácil, de este modo, hacer desfilar un ejército de grandes nombres rodeados de esas figuras contra las que reaccionaron o a quienes se esforzaron en borrar o superar. Podría hablarse de Koolhaas en relación a la rivalidad mantenida con sus compañeros en la AA o en el paralelo que mantuvo una década frente a las obras de Herzog y de Meuron para comprender de dónde salen muchas de las divergencias y sus mayores fuerzas. 
Y así con tantos y tantos de los grandes nombres. La conclusión a estas ideas es sencilla y debería, quizás ser contemplada para superar la artificiosa y falsa dicotomía del genio y de la pléyade de obras de segunda y tercera categoría que les han impulsado a sacar su genio adelante.

19 de octubre de 2015

EL VIEJO Y EL VISILLO


La historia tiene su aquel. Un arquitecto vive cuarenta y cinco años bajo arresto domiciliario en una cápsula que le protege de la amenaza del totalitarismo. Sin ningún género de duda era considerado dentro y fuera de su país el mejor arquitecto ruso de su tiempo. 
El lugar de su exilio, su casa, formada por dos extraños cilindros intersecados, aún hoy no encaja con el vecindario. En su exterior, como en el frontispicio de un templo romano, un friso se encargaba de anunciar su contenido: “Konstantin Melnikov Arquitecto”. Arquitecto sin posibilidad de construir nunca más arquitectura. Debido a esa reclusión, quizás incluso debido a la propia forma de la casa, como un molusco, aquella obra se convirtió en un interior puro. 
Por entonces, cerca de aquel 1929 cuando se finalizó la casa, si la arquitectura se mezclaba con la política se podía volver una cosa seria. Y peligrosa. En esta obra Melnikov permaneció enclaustrado por el único motivo de ser un arquitecto moderno en un país donde, llegado un momento, la modernidad se persiguió como se persigue una plaga, si no estaba declaradamente al servicio de un ideario político. El problema es que Melnikov no había teorizado por escrito suficiente como para ser purgado de un modo, digamos, más radical. Sus obras por ser “formalistas teñidas de individualismo burgués y de idealismo radical” fueron las que le condujeron hacia ese lugar inesperado pero próximo. “El sello distintivo de las formas arquitectónicas de Melnikov es su tensión interna”, ha dicho sin ironía a pesar de serlo el historiador Selim O. Kahn-Magomedov. (1). 
Melnikov permaneció allí pintando, a duras penas ganándose el sustento, mientras esos cilindros perforados hexagonalmente se conformaron como una membrana contra el exterior cargada y tensa. Fuera imperaba la seriedad del totalitarismo, pero dentro reinaba una extraña combinación de humor y hambre. 
Toda la casa es un muestrario de ese exilio y de un extraño dislocamiento. En la imagen, un viejo busto de Homero, a pie de escalera, mira a través de una ventana hexagonal, mira por encima de un velo que descuelga como agitado por la propia geometría del hueco. Nadie puede asomarse con más ganas a ese afuera dictatorial y opresor que ese viejo Homero. Salvo porque Homero era ciego. Tal vez esa escultura de Homero no sea más que un símbolo, “objeto cuyo significado es compartido y que incorporamos a nuestro ajuar para reconocernos como parte de una comunidad”(4), pero da la sensación de que todo en esa casa es mucho más. 
Sin esa carcasa de cilindros y sus ventanas repetitivas y monótonas, el busto que parece asomarse, el teléfono sobre el tapete de ganchillo serían vulgaridades. Sin embargo en ese contexto todo objeto falto de cuidadoso diseño se vuelve algo tan levemente pintoresco que uno no puede dejar de sonreir. Existe una extraña humorada en esa vulgaridad de tapetes y muebles viejos. Como si ante la pregunta de “¿cómo estás?” de cada visita, Melnikov diese con cada mueble y con cada gesto una respuesta plena en su doble sentido “N-o  m-e  p-u-e-d-o  q-u-e-j-a-r”.
Por la cuenta que le traía. 

(1) Las citas corresponden sucesivamente a GARRIDO, Ginés, “Específico, distante, extraño”, Arquitectos, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, 2001, nº 159, pp. 54. Kahn-Magomedov, Selim O., Pioneros de la Arquitectura Soviética, 1983, citado en Arquitectura Viva, 2000, nº 70, pp. 66. Sigue siendo una referencia insustituible a la hora de hablar de Melnikov el libro de Starr: STARR, S. Frederick. Melnikov: Solo Architect in a Mass Society. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978.
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76

13 de octubre de 2015

LOS RESQUICIOS


En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
 Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.

5 de octubre de 2015

"LA ARQUITECTURA ES UNA MIERDA"


Dado que, como dice Álvaro Siza, “la arquitectura es una mierda”(1), ¿cómo seguir produciéndola sin permanecer asqueado, sin sucumbir en el lodazal de sufrimientos que conlleva su realización? Solo de dos formas: o manteniendo un descomunal sentido del cinismo, o alimentando la inocencia. (La opción de ser un ignorante de esos suplicios solo cabe para la opera prima). De ambas maneras, como el cínico o como el inocente, se puede pensar la arquitectura, pero ambos caminos conducen a arquitecturas absolutamente extremas en cuanto a su profunda esencia.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.

(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.