26 de marzo de 2018
LA CASA CEBOLLA
Cada casa es una cebolla.
Sucesivas capas se acumulan sobre ella encerrándola y encerrándonos, a la vez que nos proveen de un cierto sentido de la privacidad. Las primeras capas son las más visibles y están constituidas por la propia arquitectura y sus límites. El umbral es responsable de introducir pieles densas y poderosas. Bajo el término umbral, la casa acumula las veladuras que suponen, el limpiarse los pies en un felpudo, sacar las llaves del bolsillo, dejar un paraguas o el abrigo, y saludar. Las capas del umbral por supuesto contienen también ese objeto que llamamos puerta y nuestras queridas cortinas cercanas a las ventanas.
Luego se construyen y solapan otros estratos menos visibles, como son el paso a paso desde el recibidor, los pasillos, hasta llegar al armario de la ropa ante el que nos desvestimos, la cama, y finalmente un lugar casi sin conexión wifi.
El encontrar el centro de esa cebolla puede ser variable pero está en función de cada habitante. Porque esas capas crecen y crecen hacia dentro como matrioskas. Ese centro sin hueso de la casa supone un hueco que cada persona sigue pelando dentro de si mismo. De ese modo, la casa cebolla se extiende hasta nuestro interior y se completa en algún lugar dentro de cada uno. O dicho de otro modo, la casa cebolla devora a sus habitantes, los engulle en las tripas de sí misma. Las recubre con un vestido invisible tras otro, hasta que el habitante deja de serlo para ser habitado.
La casa cebolla es, en una imagen, la mera tensión hacia el interior que ejerce toda casa. Una tensión introspectiva, casi hipnótica, semejante a la que debe sufrir la materia en su interior debido a la fuerza de la gravedad.
La casa cebolla, como esos cuadros de Frank Stella, se construye como un eco sucesivo de un marco, desde una intangible primera capa, pero hacia dentro, como en abismo. Y nos descubre eso precisamente, que hay una intimidad abismal que la sustenta.
19 de marzo de 2018
LA CASA CORTINA
Es hermoso pensar en las cortinas de una casa como sus unidades mínimas de privacidad. Unos velos que se dejan mecer por el viento y por el habitante, en una reciprocidad y movilidad nada despreciable. Un tipo de objeto que se sitúa en el límite de todo. Son parte de la arquitectura y a la vez de nosotros mismos.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.
12 de marzo de 2018
LA CASA SIN INTIMIDAD HACIA LA QUE CAMINAMOS
La casa trasparente de Mies constituye una imagen premonitoria de nuestro futuro. Hoy, gota a gota, con un delicado e imperceptible desangrarse, entregamos cada día datos de nuestra intimidad en el mundo intangible de las redes. Hoy los muros que nos rodeaban se acercan a aquellas paredes sin sombra de la casa Farnsworth.
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?
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EXTRAÑAMIENTO,
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INTERFERIR,
OBSESIONES,
OCULTAR
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5 de marzo de 2018
LA CASA PERDIDA
Cada uno de nosotros tiene su origen en la casa, en una casa. Y desde ese lugar ya lejano de la infancia se produce un acercamiento a toda idea de arquitectura posible. En la casa “tiene lugar” todo lugar. En la casa primordial acaudalamos la confianza necesaria para “estar en el mundo”.
Y sin embargo y a pesar de esa realidad no sabemos exactamente qué es una casa ni cuáles son los mecanismos psíquicos sobre los que se funda. Aunque sepamos reconocer cuando estamos ante una, sea cual sea el momento en la historia del hombre. Identificamos una casa del neolítico o una casa en el más remoto lugar de la tierra sin más que verla. La casa es y la reconocemos como tal aun cuando sólo queden sus raspas.
Por eso cuando apenas queda un rescoldo del habitar, cuando tan sólo quedan los jirones desmembrados de esa función primordial del ser humano, resultan sobrecogedores. Amputar la sagrada función de la concavidad que ofrece la casa, suprimir de este objeto madre su capacidad de acogernos y resguardarnos es privarnos de algo prácticamente más necesario que el alimento. Porque esa topografía de la receptividad es desde donde se funda mucho de lo que es “ser humano”.
“Si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz”, dice Bachelard. Por eso un atentado contra la casa obliga a sus habitantes al esfuerzo por recobrar algo de los sueños no destruidos. El uso de un baño, el escuchar música o jugar entre ruinas en la casa perdida, privada de todo posible resguardo, es reivindicar un regazo desde el que poder continuar soñando la vida e imaginar un futuro.
En esas ocasiones donde se nos muestra la casa como algo perdido nos damos de bruces con más verdad sobre su esencia que lo que a diario vivimos en nuestras casas imperceptibles.
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