Para recordar, antes de la escritura, el ser humano inventó sistemas de relaciones capaces de facilitar su memoria. Inventó el poema para recordar historias gracias a su ritmo y su cadencia. Inventó las constelaciones para recordar fechas cuando aun no había calendario sobre el que fundamentar sus plantaciones y sus cosechas. Inventó la arquitectura para preservar la memoria de los hombres.
El establecimiento de cadencias y agrupaciones entre las cosas, esas costuras invisibles, supusieron un ejercicio para el desarrollo del pensamiento abstracto hasta hacer del mundo un tejido en el que nada fue independiente del resto. A ese tejido de relaciones le hemos llamado cultura.
Cada investigador, poeta, músico o arquitecto ha luchado desde entonces por descubrir y coser partes alejadas del mundo por medio de fórmulas, palabras, sonidos o formas.
La arquitectura como parte de ese tejido conserva, por tanto, un compromiso ineludible. Cada obra, cada proyecto y cada esfuerzo del arquitecto se integra en ese tejido y destejido de los hechos de la cultura.
Este solemne argumento, puramente retórico y algo excesivo, debería bastar para no contemplar cada obra como un fin en si mismo, ni el trabajo del arquitecto como una exaltación a otra cosa que no sea su secreto trabajo de hilar delgado y fino. Porque no existe la obra de arquitectura autónoma por mucho que se crea esto posible.
Por que cada obra vale tanto más por lo que consigue relacionar en ese tejido, las obras vecinas o el pasado, hacia la materia de la que se constituye, que su propio valor como objeto.
Por esas costuras se pasa a la historia, por esas costuras se construyen las ciudades y por esas relaciones somos antes costureros que arquitectos. Aunque sin dedal...