Dibujar dejando que el instrumental se detuviese en las juntas y las coyunturas de la arquitectura. Como si el mismo acto de trazar líneas hiciera ya patente las fuerzas que pesarán sobre la obra y el orden constructivo de la materia.
Un dibujar donde el ornamento se produjese por las sucesivas pausas del orden constructivo, como si estuviese generado más por el mero retardo en resolver sus costuras que por una repetición vacía de patrones desalmados.
Un dibujar que narrara por si mismo el tiempo de la construcción. Como si llegase a anticipar y señalar donde debiera gastarse con generosidad para la buena consecución de la obra, o, por el contrario, donde acelerarlo, porque allí no fuese imprescindible la misma vigilancia. Un dibujo que llegase a reflejar entre sus trazos el tiempo de fraguado del hormigón y el instante de las reacciones químicas de cada soldadura.
Un dibujar propio, libre de la tiranía anticipatoria de la imagen final que hoy tan pronto aparece. Un dibujar, no que registrara el crecimiento de la arquitectura como idea, sino más bien como construcción, gracias al leve y aparente hundirse del instrumental, o a la calidad grasa y empastada de unos trazos, que dijesen más que ese otro dibujo, ordinario y genérico, que para todo hoy se emplea, y que apenas para nada vale.