30 de mayo de 2016

LA ARQUITECTURA SON MUCHAS BIOGRAFIAS


En cada una de las acciones que ejecuta un hombre, por nimias o insignificantes que parezcan, se puede contemplar una biografía completa. 
Sin embargo en la arquitectura el solape y la superposición de los actos necesarios para su consecución inevitablemente conforman algo mayor que la suma de sus acciones individuales. Cada obra se vuelve una especie de registro de existencia colectiva donde se hace difícil diferenciar las huellas de cada uno de sus actores. 
En los rastros más particulares de los canteros medievales sobre las piedras labradas de las catedrales para contabilizar la tarea realizada o en los laboriosos capiteles de sus columnas, en las marcas de un simple fratasado donde se reconoce el movimiento del brazo del maestro albañil, o incluso en los planos que pone sobre la mesa el más capaz de los arquitectos, hay más símbolos precisos de la vida de la sociedad en que se insertan que de los propios individuos. 
La arquitectura se comporta como un coro vital, donde no triunfa ninguna en particular por mucho que exista un empeño por parte de alguno de los actores. Un empeño tremendamente costoso que a la mínima queda falseado, porque con extrema facilidad se vuelve artificial, aparece impostado y pierde la necesaria naturalidad que permite ver aparecer lo individual. Como esos malos actores que nos impiden olvidarnos que estamos ante una representación debido a su exceso de engolamiento. 
En el supuesto de que un hombre lograra por si mismo erigir una construcción, resonaría en ella la vida de los que antes fabricaron los útiles, los materiales o la biografía de los que antes erigieron construcciones con la misma intención de hacerlo en solitario. Incluso de lograrlo, hablaría no del hombre que llevo la obra a cabo sino del hombre, a secas; de la ambición genérica y universal de cualquier hombre. 
A la arquitectura no le es posible escapar de esta condición coral porque finalmente la obra sobrevive en soledad. Las obras solas no hablan de quienes las parieron como individuos sino que con cierta generosidad se muestran como esfinges, y sólo hablan del ser humano en el tiempo. 
He ahí donde aparece la única individualidad posible de la arquitectura: la biografía del hombre en un tiempo.

23 de mayo de 2016

BENDITAS INSTALACIONES



Nadie es consciente de la belleza o del aire mismo que respira, hasta que falta. Y lo mismo puede decirse de las instalaciones. 
En la arquitectura las instalaciones nos proveen de caricias que ya no percibimos. De hecho han adquirido un grado de invisibilidad digno de la ciencia ficción. Queda muy lejos el tiempo en que la relamida y exhausta cultura occidental tenía que ir a buscar agua a diario o debía esforzarse para caldear mínimamente su hogar. El poder eliminar los más inmundos residuos a golpe de bote sifónico, el leer con nocturnidad e incluso el poder limpiar sencillamente las manchas de nuestra colorida indumentaria, son costosos lujos que provienen de las benditas instalaciones y a los que apenas concedemos ya atención. 
En la historia del hombre las energías dedicadas a realizar las más sencillas tareas domésticas requerían incluso de una sociedad articulada de un modo bien diferente al actual. La distinción kahniana entre espacios servidores y espacios servidos, tan pedagógica para hacer entender que hay usos que requieren de otros para llegar a funcionar, que existen relaciones de parasitismo y simbiosis entre espacios, sirve también para simbolizar una diferencia mucho más radical de otro orden: En el pasado la diferencia entre servidores y servidos no estaba arraigada en el espacio sino en las propias personas. Un conjunto muy amplio de la población estaba dedicada plenamente y en horario completo a las tareas que hoy hacen las instalaciones. Iluminar, ventilar, proveer de agua o limpiar eran comodidades que consumían vidas. 
Puede que por eso el desarrollo de las instalaciones resultara uno de los principales avances emancipatorios. Porque las instalaciones son antes que nada una operación sociopolítica de primer orden. Son su memoria y a veces un símbolo. 
Las instalaciones son como los derechos humanos. Todo el mundo debería poder acceder a ellas. 
Benditas instalaciones si la vida de las personas es mejor. Benditas instalaciones si además de su democratización lográsemos hacer inapreciable el recibo de la luz.

16 de mayo de 2016

MALDITAS INSTALACIONES


Hasta Palladio habría sido peor arquitecto de haber tenido que lidiar con las malditas instalaciones.
Como un goteo incesante de espacios ocupados pero no habitados, no ha dejado nunca de maravillarme que en algún momento de la posmodernidad las instalaciones adquiriesen tan buena fama que todo arquitecto, cuando podía, las enseñaba como una ofrenda a su propia modernidad. Como quien abre la gabardina enseñando sus naderías, como quien luce una medalla, el museo Pompidou de París, con su exuberancia jeroglífica de tubos exteriores fue una de sus imágenes más populares. (Creo que el “efecto Beaubourg” era eso en realidad y no otra cosa). 
Desde entonces cabe sospechar de todo arquitecto que enseña sus cuartos de máquinas como el que enseña trofeos de caza. Porque es como el que luce una colección de cuernos de acero inoxidable colgando de la pared y sacando pecho de su extraordinaria y falsa actualidad. 
Las instalaciones, como los gases nobles, ocupan más de lo necesario a cambio de la incierta promesa del confort. Verdaderamente estamos frigorizados o calefactados a capricho, pero mientras, el consumo se dispara, el mundo se calienta como una pelota en un microondas y la arquitectura no mejora ni un ápice. 
Porque las instalaciones siempre suenan, vibran, nos dan con el chiflete del aire en el cogote en el peor momento de una siesta, siempre consumen de más y siempre requieren una actualización y un mantenimiento imposible. 
Las instalaciones son una maldición y son las primeras causantes de haber permitido que el cáncer de la construcción sin fin se haya extendido por doquier, porque gracias a ellas cualquier lugar del mundo se ha vuelto habitable confortablemente. Como las atmósferas que las instalaciones ofrecen son humectadas y temperadas a conveniencia de un simple botón, se puede construir un paraíso en el desierto o en mitad de un glaciar. Mientras, el exterior solo puede contemplarse como en una pantalla de televisión porque el exterior es una parte invisitable y hostil. Vamos, que fuera no hay quien esté.
Es decir, las instalaciones son también las responsables de que la arquitectura y el lugar hayan dejado de estar en perfecta comunión. 
Ellas y algún arquitecto malintencionado.

9 de mayo de 2016

NO HAY DETALLES, SINO TROZOS


Por mucho que a veces se logre disimular, en arquitectura no hay detalles constructivos como tales sino pedazos unidos con mayor o menor habilidad.
Con suerte el detalle constructivo resulta una colisión irregular donde el oficio del arquitecto está presente si todos los sentidos del fragmento logran remitir a un algo superior que ofrezca la idea de integración y de unidad. Es decir, si se logran borrar las uniones o hacer que parezcan naturales o lógicas, el detalle parece consecuencia de algo superior. Aunque eso sea una ficción. Esa habilidad es parte del ingenio ancestral del buen oficio del arquitecto, que coincide con el de cualquier buen artesano (incluidos zapateros, herreros y carpinteros). Es en el saber coser fragmentos -que no en el hacer detalles- donde posiblemente se puede admirar el último reducto donde el arquitecto puede mostrar hoy su talento (ya que cualquiera puede hacer formas a mansalva y sin prácticamente ningún esfuerzo).
Octavio Paz definía el fragmento como una partícula errante, meteórica, que sólo cobra sentido frente a otras partículas. No es nada, afirmaba salomónico, sino es una relación. Son palabras esclarecedoras. Los fragmentos son partes huérfanas, afectadas por una orfandad congénita, porque poseen un pasado.
Tal vez por eso mismo la arquitectura está inmersa en un permanente esfuerzo por mantener unida una cadena de fragmentos a diferente escala: una puerta, una ventana, una barandilla, un suelo, una esquina… Incluso el material mismo de que se compone la arquitectura no ha logrado ser más que una suma de fragmentos. (El hormigón mismo es una argamasa de agua, arena, piedras, cemento y a veces hasta acero o peores aditivos, pero sin forma, ni sentido propio hasta que no ocupa todo su preciso lugar y adquiere solidez)
Es importante señalar que la arquitectura consiste más en una suma de fragmentos que en una suma de elementos constitutivos básicos. El fragmento está sucio, ha sido usado, tiene historia, y la historia mancha y deja huellas sobre las cosas; mientras que la historia del elemento arranca de una limpia abstracción, de una idea intocable. Es decir, los fragmentos por si mismos emiten un mensaje desde tiempos inmemoriales: no hay un detalle constructivo solitario ni un constructor solitario. Todos están conectados por una hermandad despedazada.
El detalle constructivo es, en fin, como cada parte de la arquitectura, un gran arte combinatoria.

2 de mayo de 2016

EL PRESENTE ETERNO



No resulta fácil catalogar las obras de arquitectura respecto al tiempo. ¿Qué fecha anotar para su datación, la de comienzo del proyecto, la de la finalización de la obra, la del primer croquis realizado o la de la firma de un simple contrato?
El "presente" de una obra es un tiempo que desborda la más fácil datación aparente de una pintura, un nacimiento, un hecho histórico o un poema, cuyas fechas pueden ser suministradas por sus propios padres. Tal vez porque la datación del presente de la arquitectura no es una cuestión de un año concreto sino de al menos un lustro.
Por eso está extendida la costumbre de entender el "presente" de una obra de arquitectura por una ambigua horquilla temporal, (que curiosamente coincide en cuanto al modo de datación con cataclismos como guerras, periodos políticos y hambrunas).
Así pues, no es fácil decir que una obra de arquitectura tenga un “ahora” propio. O dicho de otro modo, el "ahora" de la arquitectura es un conjunto, una construcción invisible que engloba y encierra los “ahoras” de cientos de "presentes" particulares y puramente biográficos. La arquitectura encierra un “ahora” complementario, colectivo, y de mayor espesor que el del mero presente de cada uno de los ciudadanos, proyectistas o promotores que la habitan.
La horquilla temporal que abarca el desarrollo de una obra resulta un extraordinario recipiente de instantes solapados y corales. Un verdadero “presente eterno” y un motivo más para pensar en la imposibilidad de hacer arquitectura como el que hace la fotografía de un instante.

(1) El título hace referencia al título homónimo del clásico estudio de Sigfried Giedion.