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19 de febrero de 2024

PUERTAS ENCADENADAS


Una puerta tras otra no es algo ante lo que quepa maravillarse. Ni siquiera lo es que esas dos puertas estén alineadas y que una sirva de marco a la otra. Tampoco causa admiración que a esos dos huecos le suceda otro más sobre el mismo eje. Se trata de inmemoriales recursos de la arquitectura clásica. Sobre la experiencia de puertas encadenadas se construyeron muchos de los mejores argumentos de la arquitectura doméstica y palaciega a partir del Renacimiento. Curiosamente, no antes. 
Cualquiera que se dedique a estudiar con la dedicación que merece este fenómeno en la arquitectura de Palladio, por ejemplo, descubrirá que una de las delicadezas de su trabajo se encuentra en haber ofrecido su propio modo de costura de estancias por medio de puertas encadenadas. Hizo que sus volúmenes proporcionados delicadamente se vincularan por medio de puertas alineadas pero se limitó a no coser más de cinco estancias consecutivas. Este principio de pasos comunicantes, que se popularizó posteriormente con el término enfilade, y cuyas resonancias etimológicas con "enhebrar" no son gratuitas, existía ya en la arquitectura del palazzo renacentista. Francesco di Giorgio Martini en su tratado habla de ese modo de unión entre cuartos en "le distribuzioni delle stanze". Ilustra con diversas plantas no solo enfilades sino dobles enfilades cruzando vertiginosamente sus trazados. En el Palazzo Farnese o el Medici Ricardi se producen enfilades canónicas tal como las entendió luego el barroco. Puertas que cruzan cuartos, generalmente cerca de los huecos de la fachada. Sin embargo, Palladio las extiende en las cuatro direcciones haciendo que crucen las casas como rayos, desplazando las enfilades hacia el eje del cuarto, con las implicaciones que eso implica en cuanto al uso de esas estancias y su privacidad, y hace que culminen en el desnudo paisaje y no, como sucederá poco después, en la cama de un rey.
Las enfilades de Palladio no son aún instrumentos de protocolo en los que nos vemos obligados a esperar al cruce del umbral dependiendo de nuestra categoría social, sino que se hallan libres de todo peso político. Que al fondo de las enfilades palladianas no nos espere nadie más que la levedad del horizonte, y el "plein air", aunque sea artificial en ocasiones, era, por mucho que hoy no captemos más que las grandes gestas de la arquitectura histórica, tan revolucionario como lo fue insertar una cúpula y el lenguaje del templo en el ámbito doméstico.
One door after another is not something to marvel at. Nor is it that these two doors are aligned and that one serves as a frame for the other. Nor does it cause admiration that another hole follows these two on the same axis. These are timeless resources of classical architecture. Many of the best arguments of domestic and palatial architecture were built on the experience of chained doors from the Renaissance onwards. Curiously, not before.
Anyone who dedicates themselves to studying this phenomenon in Palladio's architecture, for example, with the dedication it deserves, will discover that one of the delicacies of his work lies in having offered his own way of stitching rooms together through chained doors. He made his delicately proportioned volumes link through chained doors but limited himself to not threading more than five consecutive rooms. This principle of communicating doors, which later became popular with the term enfilade, and whose etymological resonances with "threading" are not gratuitous, already existed in the architecture of the Renaissance palazzo. Francesco di Giorgio Martini in his treatise speaks of this mode of union between rooms in "le distribuzioni delle stanze". He illustrates with various plans not only enfilades but double enfilades crossing their layouts vertiginously. In the Palazzo Farnese or the Medici Ricardi canonical enfilades are produced as the Baroque later understood them. Doors that cross rooms, usually near the facade openings. However, Palladio extends them in all four directions, making them cross the houses like rays, moving the enfilades towards the axis of the room, with the implications that this implies in terms of the use of these rooms and their privacy, and makes them culminate in the bare landscape and not, as will happen shortly afterwards, in a king's bed.
Palladio's enfilades are not yet instruments of protocol in which we are obliged to wait for the crossing of the threshold depending on our social category, but they are free of all political weight. That at the end of the Palladian enfilades we are not awaited by anyone more than the lightness of the horizon, and the "plein air", despite being an artificial one, was, as much as today we only capture the great feats of historical architecture, as revolutionary as it was to insert a dome and the language of the temple in the domestic sphere.

18 de marzo de 2019

LO VERNÁCULO ES HERMOSO


Creo que fue Zagajewski quien dijo que en Bulgaria nunca se producirá una obra maestra literaria. Lo argumentaba aludiendo a la necesidad de un volumen mínimo del idioma y a una historia literaria sobre la que fundar esa obra maestra.
Virginia Woolf en "Un cuarto propio" planteó que, de haber tenido Shakespeare una hermana, tan dotada como él, ésta no hubiese podido escribir nunca obras maestras: "Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada." 
Aun podemos enfocar el asunto de las obras maestras desde otra perspectiva: ¿Cuantos habitantes tenía Florencia cuando se produjo la aparición de Bramante, Donatello y los artistas que revolucionaron el arte del Renacimiento? Se calcula que había por entonces aproximadamente ochenta mil florentinos. Hoy que esa misma ciudad tiene el doble de habitantes, parece que la posibilidad de encontrar el doble de artistas, o al menos un buen puñado, sería fácil. Pero no lo es. En absoluto. 
Por lo visto el arte necesita de un clima cultural, de un contexto, que lo haga posible. Por mucho que Florencia dispusiese hoy de mecenas capaces de requerir lo mejor que el arte pueda aportar, por mucho que su ciudad y su comercio ayudaran a su prosperidad, lo cierto es que la ciudad no volverá a ver una concentración semejante de talento. Quizás porque ya ni siquiera consideramos que el arte sea lo mismo. (Y se dice esto con perdón de los artistas que hoy pululan por las calles de esa hermosa ciudad tratando de rememorar a sus predecesores en el cargo). 
Sin embargo, y es a lo que voy, intuimos que en arquitectura las cosas funcionan de un modo algo diferente. Las ciudades se forman por una colisión de otro orden. Y no necesariamente de talento artístico. Son los contenedores de una continuidad que engrandecen las sucesivas generaciones que las habitan, como si fueran enormes obras incompletas. Las épocas de talentos notables indudablemente pueden cambiar algo su tono por la inserción de piezas imperecederas. Unas gotas de renacimiento o de modernidad trasformaron ciudades de media Europa. Incluso como en el París de Haussmann o la Roma de Sixto V, no todo está dicho con respecto a sus cambios estructurales. Pero si en algo se diferencia la arquitectura de esas otras artes es que existe en ella una condición de anonimato fundado en la continuidad que quizás sea parte de su más profunda esencia.
Se ha creído mucho tiempo que la arquitectura es fruto de un autor, pero antes que nada, lo es de un lugar y un tiempo. Es más dueña de una obra la ciudad que la cobija que su arquitecto. Por eso me pregunto si no será una condición propia de ese arte de la construcción su carácter esencialmente vernáculo. Claro que habría que entender lo vernáculo no como lo pueblerino, ni lo popular, ni simplemente lo pobre, barato o falto de sofisticación.
Saenz de Oiza decía que la única arquitectura verdadera era la vernácula. Quizás se refería a su origen etimológico. La vieja palabra latina vernacŭlus, significaba “nacido en la casa de uno”. Valorar así lo vernáculo sería apreciar una arquitectura que hemos visto crecer, con cariño, en proximidad y lentamente. Casi como los tomates o los hijos.

9 de abril de 2018

EL FANTASMA DEL CENTRO DE LA CASA


Al principio, pero al principio del todo, un hombre casi animal recién expulsado del Paraíso o recién convertido en sapiens, tuvo que edificar un refugio frente a la inesperada hostilidad del exterior. En el centro de ese refugio que llamó casa, encendió, literalmente, un fuego. Desde ese acto fundacional, en cada una de las casas habitadas por el hombre ha pervivido tanto la necesidad psicológica de un centro como el mismo concepto de "centro". Sin embargo, con el paso del tiempo, ese lugar psíquico y físico no ha permanecido vinculado al fuego. Ni siquiera a una fuente de calor. Y ni siquiera ha permanecido en el centro… 
El fuego contenido medularmente en la casa se ha ido desplazando y disolviendo progresivamente entre sus estancias. Ese núcleo que calentaba y servía para cocinar se especializó, primero en un hogar abierto capaz de atufar de humo la casa entera, luego en braseros, chimeneas y cocinas, por un aparato de televisión y luego sustituido por elementos de toda índole, desde piscinas a recónditos servidores wifi… Lo cierto es que los sucesivos centros de la casa se han dispersado por las habitaciones en forma de radiadores, aparatos de climatización, cocinas y multitud de pantallas, hasta hacer que nada hoy agrupe la vida psicológica de sus habitantes. Tanto que ya no queda centro alguno en la casa, sino en todo caso “centros”. Y, por si no fuese suficiente, éstos ni siquiera son centrales, sino que se han sufrido una diáspora en zonas cada vez más privadas, donde la temperatura no depende de la chispa ni de las brasas, sino de ánodos, cátodos y aire. Por no haber, ya no hay ni “calefacción central” (ni quien la pague). Hoy cada estancia es prácticamente una casa autónoma, con más servicios e independencia que los que tuvo ninguna casa entera de hace cien años. 
Tal vez por eso, el centro psíquico de la casa, penitente e incansable, vacío de contenido pero personificado en una presencia invisible como un fantasma, no ha parado de buscar su lugar. 
De hecho, si en un momento de desvelo, en mitad de la noche, oyen leves crujidos en su casa, no crean que es por la dilatación de las tuberías, de los suelos o por el ruido insomne de los vecinos. Es producido por el leve murmullo de ese antiguo centro de la casa, que vaga buscando un sitio. Como un espíritu sin mucha posibilidad de redención, que va ligero y perdido, sin sábanas ni cadenas, pero que cuando se cruza con otros fantasmas, les pregunta: ¿usted cree en las personas?

11 de abril de 2016

ENTUSIASMOS Y OLVIDO


Año tras año, un maravilloso y callado entusiasmo aparece entre algunos jóvenes en el aula de proyectos por un motivo en apariencia inocente y menor: el descubrimiento de las extraordinarias posibilidades de una retícula formada por hexágonos. No es de extrañar. Nadie que empiece a entender las razones de la forma puede no entusiasmarse al serle revelada una geometría que con el menor perímetro es capaz es encerrar la mayor superficie y, a la vez, constituir una retícula que no desperdicia huecos.
Se inicia entonces un proceso lleno de previsibles altibajos. Y a la vez que aparecen los hexágonos en el proyecto, con su centro imposible de domesticar y su exuberancia y las dificultades de dotarlos de una estructura o de partirlos o darles un uso razonable, cunde un desapacible desánimo...
Precisamente hasta que alguien, sea un estudiante con más experiencia, su profesor o la casualidad, les pone sobre la pista de una obra construida hace casi sesenta años por los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para el pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas...
Entonces puede verse resurgir de nuevo aquel arrebato inicial. Y se descubre la inteligencia de aquel viejo proyecto y la perspicacia de la posición dada a los soportes, y la necesaria variedad de la sección y del suelo, y las fotografías de las viejas imágenes del pabellón se vuelven modernas, y rejuvenecen ante unos ojos que las ven de nuevas. Todo se vuelve alegre. Hasta el mero descubrir la correspondencia entre estructura de esos paraguas y sus desagües se vuelve una fiesta. 
Aunque lentamente las soluciones de esos estudiantes se acaben pareciendo inexorablemente a la ofrecida en aquel pabellón olvidado, todo el proceso y sus altibajos se convierten en una verdadera lección, donde batirse con Corrales y Molezún se vuelve un privilegio de esa cofradía del hexágono, porque en verdad son ellos los que enseñan... 
Entre esos jóvenes arquitectos pocos llegan a saber que los motivos de su admiración aun permanecen construidos. Y que el proyecto que tantas enseñanzas les han brindado se extingue lentamente en la casa de campo de Madrid, sin que nada ni nadie, logre reanimarlo. 
Si se contabilizaran las enseñanzas que esa obra ejemplar ha consagrado a la sabiduría o la lógica de la forma; si se registraran cuantos arquitectos han sentido la tentación de copiar esa obra, o de profesar a Corrales y Molezún admiración como maestros secretos, al menos en la casa de campo debería haber un altar. Un altar donde poder llevar ofrendas por parte de los que alguna vez se sintieron miembros de esa religión de abejas cuyos sacerdotes aun perviven como justos maestros para muchos.

7 de marzo de 2016

COMUNICAR ESTANCIAS: LA ENFILADE



La enfilade nace como una sucesión abismal de habitaciones cuyas puertas permanecen alineadas. El sistema de comunicación de la enfilade triunfa durante el barroco y tiene origen como término en el mundo militar. La enfilade es la organización de un collar de espacios y pasos que homenajea a la perspectiva y al punto de vista: es decir, construye un infinito de interiores. Depende de lo que se coloque al fondo – sea una ventana, un cuadro o un dormitorio – que el efecto dramático cambie el carácter completo a una obra. Los ingredientes fundamentales de esta forma de comunicación son, por tanto, un ojo, una infinitud de puertas y claroscuros y un final prometido aunque puede que inaccesible.
La enfilade constituye una paradoja entre el estatismo de una mirada dispuesta en un punto y su movimiento. Una trayectoria que avanza pero que no descubre nuevos espacios, sino que atraviesa el mismo, repetido sin fin, aunque con ligeras variaciones. La enfilade es, consecuentemente, un sistema de puertas que conducen a un mismo espacio. Caminar a través de la enfilade supone, sorprendentemente, permanecer quieto en el mismo lugar. Puede que por esa impresión de atravesar barreras psicológicas y sin embargo permanecer en un lugar casi reiterado, fuese tan del gusto barroco.
La enfilade "resultaba apropiada para un tipo de sociedad que se alimenta de la carnalidad, que reconoce al cuerpo como la persona y en la que el gregarismo es habitual. (…) Tal era la típica disposición del espacio doméstico en Europa hasta que fue cuestionado en el siglo XVII, y finalmente reemplazando en el siglo XIX por la planta con pasillos, una planta apropiada para una sociedad que considera de mal gusto la carnalidad, que ve el cuerpo como un recipiente de la mente y del espíritu y en la que la privacidad es habitual”(1).
El sistema de la enfilade se vino abajo porque suponía una jerarquía social de proximidades, un protocolo a partir del cual, una visita no podía traspasar más que determinadas puertas si no poseía suficiente grado de distinción social o relación con el habitante principal. Una vez disueltas las jerarquías que una sociedad está dispuesta a soportar, la enfilade se desligó de lo domestico. Sin embargo permaneció, exitosa, ligada a la tipología del museo.
Como puede verse, el modo en que se recorren ambos mecanismos del pasillo y la enfilade es salvajemente distinto. La enfilade se recorre en compañía, en el pasillo, por el contrario, avanzamos en solitario. El pasillo, por mucho que se adentre y retuerza en las entrañas de la arquitectura, como un tubo digestivo, acaba en una puerta siempre privada: el pasillo tiene final, pero su recorrido no supone ninguna gradación. Por muy sórdido que sea un pasillo, por tétrico o amenazante, acaba sin jerarquía con una puerta más, que casualmente es la última, pero que no necesariamente conduce a la zona más íntima de la casa. Con la enfilade no sucede igual. Paradójicamente la enfilade supone y orquesta una jerarquía de lo privado y de la corporeidad.
Por eso, entre ambos modos de disponer puertas, se esconden dos sistemas de relación no sólo entre habitaciones y modos de concebir la arquitectura, sino dos sistemas sociales. Puede que, a fin de cuentas, hasta dos cosmologías.
Que extrañas posibilidades ofrecen las puertas que al desplazar su lugar, cambian la sociedad misma que las da sustento, y eso sin ni siquiera hablar de si están abiertas o cerradas.

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

29 de febrero de 2016

COMUNICAR HABITACIONES: EL PASILLO


Debemos al pasillo y a la enfilade dos de las formas de comunicar seres humanos más sofisticadas que ha dado la arquitectura a la civilización occidental: dos modos de colocar puertas entre estancias que esconden dos momentos históricos, pero también dos formas de relacionarse.
Del pasillo, triunfante modo de comunicación de la modernidad funcionalista, podemos decir que tiene su origen no en la voluntad de unir estancias con una circulación compartida, sino de separarlas para facilitar la privacidad y discriminar la circulación. El pasillo, de hecho, tiene su origen en el esfuerzo para evitar la interferencia entre los señores de una casa y su servicio (1). Una paradoja ésta, la de separar en lugar de comunicar, que aún hoy sigue siendo una poderosa fuente de posibilidades.
Quizás sea una obviedad decir que el pasillo es una habitación cuya función principal es la de contener puertas. Puede incluso que por ser tan poca cosa sean espacios despreciados: hasta el mismo nombre “pasillo” ha perdido su carácter nominal para pasar a ser un adjetivo despectivo si se asocia a otras estancias. Basta pensar que cuando alguien quiere insultar a alguna otra habitación con su estrechez se dice que se trata de una cocina-pasillo o de un dormitorio-pasillo. El mercado inmobiliario es reacio a computar al pasillo como superficie eficaz de la casa porque los habitantes se niegan, con razón, a gastar sus ahorros en habitaciones sin un uso serio como son esas otras del salón, la cocina o los baños. Tal vez por ese poco aprecio, el pasillo suele guardar buena relación con un espacio generalmente también ultrajado, pero donde la casa se juega mucho de su ser: la entrada, el vestíbulo. Allí, cercano al acceso de la arquitectura, nacen miles de pasillos por todo el mundo, como miles de ríos nacen de un manantial inagotable.
El pasillo es, por tanto, una auténtica máquina de escupir puertas, es un almacén de puertas, que son los únicos muebles, los únicos objetos móviles de esos tubos. Sin embargo si se diseña con atención un pasillo puede llegar a poseer una dignidad superior: puede ser la media habitación de más que completa la vida de la casa, sea como tendedero, espacio de carreras infantiles o biblioteca. O como aspiraba Jose Antonio Coderch de los suyos, pueden llegar a ser salones.
El pasillo destronó progresivamente a la enfilade cuando el sistema social de relaciones que lo sustentaba se vino abajo progresivamente hasta el siglo XIX. Desde entonces parece que no hay posible vuelta atrás. La hegemonía del pasillo es hoy tan incuestionable, como dudosos los motivos que lo mantienen…

(1) Para adentrarse en la magnífica historia de los pasillos cabe recomendar el relato del historiador y arquitecto Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

25 de mayo de 2015

LA CASA DE LA CASCADA ES LA CASA DE LA CASCADA...


No es casualidad que la casa Kaufmann, la casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, sea una obra clásica, es decir, inagotada. 
La historia es bien conocida. No merece ser recordada, sin embargo si la casa es imperecedera, además de por lo evidente de su calidad y la eternidad de que goza ya su autor, también lo es porque es capaz de emitir un mensaje con una consistencia infrecuente. Y con un nivel de reincidencia en su sentido, agotador. 
La casa de la Cascada lo es a todos los niveles. Y lo consigue apelando incluso al inconsciente. 
Esta imagen del interior en el contraluz del salón es capaz de mostrarnos una de estas nimiedades. La imagen está tomada en el instante en que se penetra en el salón. Desde la entrada a ese espacio inesperadamente bajo, durante apenas una centésima de segundo, el solado provoca el leve desconcierto que se siente al pisar un charco. El desconcierto apenas dura una centésima de segundo. Un lapso del que nadie es consciente y que se dirige como un mensaje directo al fondo del cerebro.
Momentáneamente, en ese salón los muebles parecen flotar casi arrastrados por una corriente. El efecto, solo visual, se produce gracias a la insignificancia del detalle de la pizarra barnizada y sus irregulares brillos, semejantes a los del agua de la cascada que pasa bajo su plataforma en vuelo. Es el efecto breve del agua remansada después de un salto y cuyas ondas van en mil direcciones en conflicto. 
Entonces al pasear por ese salón nos sentimos obligados a llevar botas de agua, a caminar despacio, a sentir de nuevo, y como una necesidad, la presencia de la cascada aun antes de volverla a ver desde la terraza, aun antes de volverla a escuchar, y de manera reiterada. Como un salmo incansable que queda atrapado en el inconsciente: la casa de la cascada es la casa de la cascada, es la casa de la cascada... 
Como hace la publicidad subliminal machaconamente con nuestros inadvertidos cerebros. 
La Casa de la Cascada es, además de una obra maestra, una pura tautología.

4 de julio de 2013

SOBRE LA INFINITUD DE NAVES CON VENTANAS POSIBLES...

Hace ya muchos años, en 1952, a un insensato y genial mecanicista como era Chermayeff, en Harvard, se le ocurrió la brillante idea de tratar de establecer una lista de vocablos y conceptos capaces de describir la infinita variedad de elementos que constituían el complejo organismo llamado “casa”. El listado, su definición y reformulación se extendió durante una década.
Serge Chermayeff había sido un discípulo aventajado de Erich Mendelsohn, de sus manos salió el maravilloso pabellón De La Warr y paseó su saber por las mejores universidades norteamericanas del momento. Es decir, no es que fuera un tipo precisamente torpe, sin embargo y a pesar de aquellos lustros de esfuerzo llegó a una muy poco sorprendente conclusión: por un lado que no era posible enumerar, de hecho, todos los minúsculos requerimientos de la más simple casa; por otro, que entre todos esos requisitos básicos se producían mutuas colisiones que al interactuar provocaban segundas derivadas que se abrían como las ramas de un árbol infinito, interactuando sucesivamente con otras...
El caso es que aquel listado elemental de treinta y tres requerimientos y sus cruces primarios tenía su gracia.
Y el caso es que no encontró otra salida en esos años que recurrir a una fe ciega en la potencia de las computadoras del futuro para su improbable resolución combinatoria. (Ahí dio comienzo una fe que aun hoy es compartida por muchos y que ha encontrado su correlato en el campo del ajedrez).
Aquel listado es una guía que pasados sesenta años se ha complicado aun más. Y si el cálculo que por entonces era de unos cuantos de miles de millones de combinaciones posibles, hoy tal vez sea aun peor.
El tema es que con esos trabajos se vino a demostrar una simpleza que aun hoy, a la vista de los hechos, merece recordarse: que el número de datos a tratar en el simple tema de la “casa” desborda las ecuaciones posibles para su resolución. O lo que es lo mismo, que el trabajo del arquitecto, frente al de otros profesionales, es tratar de resolver un maravilloso problema del que no se conocen todas sus particularidades; una ecuación de imposible resolución matemática y sin embargo una ecuación sabia, correcta y magnífica...

6 de agosto de 2012

SIMETRÍA FEROZ

La simetría persigue a la arquitectura occidental como un perro de presa a un animal herido.
La modernidad trató, bajo todas sus formas, de huir de toda composición que recordara al pasado, y por ello cambió la simetría por un sistema de equilibrios no menos fiero. La simetría volvió a hostigar a la arquitectura en la posmodernidad, y ésta incluso asumió que tal vez no estaba tan mal morir bajo sus fauces encantadoras.
La simetría aparece, como un fantasma, incluso entre lo más aparentemente desordenado, porque es una secreta necesidad antropológica. El hombre aguarda su consuelo, y en cuanto haya ocasión, construye un universo mentalmente simétrico porque, para su tranquilidad, todo debe aspirar al equilibrio.
Pero si la arquitectura ansía la simetría como objeto lúdico, lo hace no solo por motivos metafísicos, sino de pura economía. Porque la simetría simplifica, y porque gracias a su presencia se construye y equilibra sin necesidad de costosa materia y con la mitad de esfuerzo mental.
La simetría aparece comprensiblemente en Venturi, en Rossi y en Kahn, pero también, como aquí e incómodamente, en Hertzberger. O en Mies, en quien, por cierto, se ha logrado obviar siquiera hablar de ella, como una visión extirpada en la que ya ni se percibe su presencia. Porque si la simetría es una bestia depredadora, hay quien ha creído domesticarla con algo de carnaza y de celo.
Pero, ¿de donde proviene su violencia oculta?, ¿gracias a que mecanismos nos amenaza?. La respuesta se encuentra en el mismo lugar que hace de los espejos máquinas inquietantes: del miedo a lo doble, a la copia y a lo falso. Del miedo a pensar que existe un lugar exacto, solo un poco más allá, en el que habita un doble nuestro. O del miedo a que seamos nosotros su doble falsificado y prescindible.
La simetría siempre retorna, siempre aflora,- como por otro lado la asimetría-, y no es ni vieja ni nueva. Simplemente está ahí, esperando para jugar, a la mínima ocasión, su juego preferido, la arquitectura.

27 de junio de 2011

CASAS DE PAPEL

Hace ya más de 20 años, en una exposición casi insustancial se congregaron cerca de cuarenta trabajos, bajo un único tema: “la casita de papel”. El elenco de arquitectos presentados fue tan amplio e irregular como los trabajos que éstos produjeron. Seguramente la época, pleno julio, el lugar, Málaga y la proximidad de las vacaciones, intervino de alguna manera en el resultado. (No obstante, como siempre, parece que  ni el clima ni el calendario resultó exculpatorio para los mejores).
El asunto no tenía nada de trascendente y se brindaba al juego y al chiste ingenioso. La colección de desfachateces resultó muy acorde a los signos de unos tiempos en que aún coleaba la ironía sórdida de la posmodernidad.
Entre semejante producción de papel maché en 30 por 30, caben destacar pajareras, casas a las que se adosaron tetas, columnas o hachazos, o aquellas que con aire afectado trataron de hacer poesía donde no solo resultaba imposible, sino quizás hasta inapropiado. Hay que contemplar las propuestas de Mendez da Rocha, de Campo Baeza, de Antonio Miranda, Luis Fernández Galiano, o Joan Busquets... para darse cuenta de estos extremos.
De entre todos aquellos juguetes hay pocos que con el paso del tiempo no hayan envejecido. El de Oíza es una de esas raras excepciones. Su propuesta, casi metafísica, casa contenedora de casas, mise en abyme, como una matrioska infinita, tiene ese difícil encanto de lo inmediato y de lo profundo. Homenaje a Borges o a las puertas de las catedrales románicas donde el arco se adentra en otro, sin descanso ni fin, como una escalera infinita de objetos que contienen objetos. No cabe por tanto en 30 por 30. Sabemos que tarde o temprano esa casa saltará por encima nuestro.
Por haber tocado temas medulares hay juegos que quizá no envejezcan. Y tal vez por eso mismo, cuando aparecen novedades que nos cautivan, siempre alguien se ha adelantado, al menos, veinte años.
En el mejor de los casos y respecto a los inventos, la arquitectura es una carrera siempre de segundos puestos y más vale estar prevenido ante la frase, por mentirosa y llena de vanidad de:“yo fui el primero”.

13 de febrero de 2009

MULTIPLICAR


Hay un momento en la trayectoria de un artista mucho más peligroso que el de la simple crisis de creatividad. Un instante mucho más dramático que el miedo al vacío y la soledad ante la tela o el papel en blanco. Es el momento en que el creador siente que ha hecho su verdadero descubrimiento. Cuando percibe que se le han abierto las puertas de lo sublime. Cuando ante su vista se despliega en todas direcciones su propio lenguaje. Como algo irrefrenable. Imparable. Y terriblemente amenazador.
Ante ese despeñadero abierto ante sus pies, tiembla toda rodilla, y el cuerpo se tambalea atraído por el vértigo de esa profundidad. Es el abismo de los múltiples. Es el abismo que se ha tragado a Mondrian, y a tantos otros. Es el abismo del que Picasso se pasó huyendo, a la carrera, toda su vida. Con el que Duchamp y Beuys flirtearon y que obligó a Pollock a suicidarse. Es el abismo ante el que Mies van der Rohe cayó, desparramando sus tripas y su cigarro humeante sin que nadie se diese cuenta.
El instante de los múltiples es aquel en que el artista se repite. En el que comienza la imparable autoimitación que inaugura el mito. El artista ante el hallazgo de su lenguaje original, cómo puede abandonarlo en la cuneta como si fuese un trasto viejo. ¿Cómo pasar sobre él sin gritar que por fin ha descubierto su camino?. Y lo que es más substancial, ¿Cómo no mostrar al mundo que él mismo se ha dado perfecta cuenta de su descubrimiento, que ha sido el primero en reconocerlo como tal?. De ese modo, los múltiples llegan a ser, en realidad, la estrategia de comunicación más verosímil de todo el arte moderno, el auténtico diálogo del artista con el público. En sí, una metacrítica y un metalenguaje.
La repetición es la única vía que le resta para acentuar que nada ha sido por casualidad. Es la única vía por la que puede, por vez primera, y por medios verdaderamente propios, mostrar que es consciente de su invento. Así pues, vindicar los múltiples supone reclamar la creación como acto de dialogo. Admiramos a los artistas que se repiten en cuanto hecho comunicativo. Más a quienes no lo hacen y pasan altivos delante de su invento, porque, inevitablemente, es con la misma pose dialéctica y dandy de los grandes personajes de Platón.
Múltiples pertenece a ese espacio comunicativo y dialógico. Múltiples no es un estilo, al menos literalmente. Ni una receta, sino una actitud. La repetición como diálogo exige valentía y cierta capacidad de sorpresa ante una pluralidad de conexiones que se despliega ante nuestros propios ojos.
Múltiples concede igual valor al original que a la repetición porque ambos manifiestan su propia trascendencia. Si el original contiene el atractivo de la iniciación y lo pionero, la repetición comparte ese descubrimiento de manera retrospectiva.
Walter Benjamin señala como en los múltiples, la copia antigua y la reciente hablan de cosas distintas, aunque poderosas. El tiempo dota a las copias añejas de valores, al igual que a los hombres de arrugas. Con los múltiples, ni forma, ni autenticidad, por primera vez, son protagonistas, ni siquiera lo es la edad de la obra, sino las relaciones que establecen unas copias con otras. Múltiples es un hecho doble. Sin duplicidad no existe, solo adquiere su riqueza y su valor por medio de la copia. Como la propia firma, solo le es dado su poder en el instante en que se convierte en un hecho reiterado, falsificable. Múltiples vive en una cultura de la copia, de la duplicidad, del doble y hunde sus raíces en la serie y en el ready-made. Pero al igual que Duchamp, al igual que Beuys, a los múltiples les es imposible no manifestar su espíritu lúdico y la pertenencia a una cadena de formas.
Cada cual juega a los múltiples de una manera distinta. Cuando preguntan a Beuys, responde que en ellos se esconden, simultáneamente, tanto una estrategia de distribución masiva, como un mensaje, contenido en la misma multiplicidad del objeto. La estrategia de los múltiples está en la constante repetición de la fachada de Mies y en la retícula de todo el minimalismo. En la obra íntegra de Duchamp. En las cúpulas multilobuladas y supurantes de Bernini y Fuller. En ese Warhol que apila las imágenes como billetes de dólar falsos y en las infinitas puertas del infierno de Rodin. Pero también y secretamente, en el orfanato de Van Eyck, donde las formas se repiten sobre sí mismas con la fuerza de un salmo bíblico; en Koolhaas, cuando en cada obra falsifica una parte del objeto surreal y trasero que es él mismo. En Jasper Johns y en sus banderas repetidas como negras botellas de refresco gaseoso. Existe en Zaha Hadid o en Brunelleschi, con la producción de un universo formado por objetos perspécticos que proliferan como un virus mortal.
Múltiples, como hemos visto, ama las fronteras, los bordes, y se acerca a los sitios donde las formas brotan y se entremezclan con ese algo superior que las hace distintas. Cada cual verá Múltiples de una manera distinta, como es natural, pero todas unen sus raíces en un punto común; ese punto común son los ecos resonantes de una estrategia con vocación de intercambio. Un intercambio que hace que, mientras el discurso moderno permanece intocable, y el mercado está pendiente de la última subasta o publicación, nadie se pregunte: ¿Qué sucede con los múltiples?.
Múltiples aparece con el aire de las cosas redescubiertas, de los espacios semi-nuevos. Múltiples hace que, mientras la crítica sermonea altiva a un público inexistente, o el mercado firma talones ante lo peor del viejo arte moderno, la obra grite, desbaratando discursos, depreciando autenticidades y billeteros, con la fuerza de lo plenamente verdadero. Con la fuerza de una auténtica resurrección.