Mostrando entradas con la etiqueta INTERFERIR. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta INTERFERIR. Mostrar todas las entradas

18 de septiembre de 2023

INFRABARROCO


Hacer flotar nubes de piedra, curvar muros como si fuesen ligerísimos lienzos de tela, o exagerar las distancias gracias a la disminución progresiva de los tamaños de las cosas, son recursos de la pulsión barroca. Una pulsión que disfruta con el engaño, la apariencia y la sorpresa antes que con la pura razón.
Antes que un "estilo", en lo barroco resuena el juego, el ingenio y ese tipo de duendes traviesos que se precian del pellizco y de la velocidad. Por eso precisamente el barroco no desaparece, sino que roza algo que sobrepasa el tiempo como sucesión de minutos o años. Simplemente, su espíritu aflora. Eugenio D´Ors denominó a esta corriente subterránea que asoma como si fuese un manantial irrefrenable el "eon barroco". Aunque D´Ors se vio abocado a contraponer lo barroco a lo clásico, lo cierto es que se trata de otro orden de enfrentamiento. Ni siquiera es la culminación de un periodo en los términos estilísticos por los cuales todo acaba en este momento degenerado y que Victor L. Tapiè logró definir inmejorablemente como "florecimiento vicioso". Los intentos por ofrecer una definición no tienen fin. Previtali escribió: "Mil seiscientos treinta, o sea, el Barroco" llevando al absurdo el término en relación a su encasillamiento estilístico...
El barroco fue el arte de lo contradictorio antes de la aparición de "complejidad y contradicción". Lo barroco afecta a las formas, al discurso y a la mirada. Es la manifestación del dominio de un lenguaje. De una lucha con uno mismo. La forma barroca se enseñorea en sus capacidades. Esa vaga presunción le hace bordear el límite de la forma y por ello el poder, la fe y la fuerza han estado en su órbita. Pero no podemos olvidar que existe otro barroco, y es a lo que quería llegar con esta imagen del comienzo, que no es otro que el barroco de lo infraordinario, el barroco de la poca cosa - al que no puede negarse algo de barroco pero de segundo orden o de mise en abyme-. Esta cortina de ladrillo es un buen ejemplo. Este barroco desapercibido roza la posmodernidad pero no busca el aplauso. No se planifica en exceso sino que aspira a la felicidad de lo pequeño. Churriguera, Jujol e incluso Guarino Guarini jugaban con este maravilloso barroco menor que lanzaba leves destellos entre los resquicios de las grandes obras. Un barroco de andar por casa. Un infrabarroco. Uno que aun sobrevive a diario en el plato a punto de caer de la pila del fregadero, en la lámpara inclinada, en el hueco inesperado y flexible que oculta el suelo del pasillo... Ese barroco leve es del desequilibrio, lo inestable, el del cuadro torcido y que el TOC reconoce de inmediato, y que, por supuesto, por convivir con nosotros como lo hacemos con un pajarillo o un cachorro de gato, merece reconocimiento. 
To make stone clouds float, to curve walls as if they were the lightest of canvas, or to exaggerate distances through the gradual reduction of the sizes of things, these are the resources of the Baroque impulse. An impulse that revels in deception, appearance, and surprise rather than pure reason.
Before it's considered a 'style,' in the Baroque, there echoes playfulness, wit, and those mischievous sprites who take pride in the pinch and speed. That's precisely why the Baroque doesn't disappear; instead, it grazes something that transcends time as the succession of minutes or years. Simply put, its spirit emerges. Eugenio D'Ors referred to this underground current that emerges like an uncontrollable spring as the 'Baroque eon.' Although D'Ors was compelled to contrast the Baroque with the classical, the truth is that it's a different order of confrontation. It's not even the culmination of a period in the stylistic terms by which everything ends in this degenerate moment, a definition Victor L. Tapiè brilliantly captured as 'vicious flourishing.' Attempts to provide a definition are endless. Previtali wrote: 'Seventeen hundred thirty, in other words, the Baroque,' absurdly stretching the term in relation to its stylistic categorization.
The Baroque was the art of contradiction before the appearance of 'complexity and contradiction.' The Baroque affects forms, discourse, and perspective. It's the manifestation of mastery of a language. A struggle with oneself. The Baroque form reigns supreme in its capacities. This vague presumption leads it to skirt the boundary of form, and thus power, faith, and strength have been in its orbit. But we can't forget that there's another Baroque, and that's what I wanted to convey with this initial image. It's the Baroque of the infraordinary, the Baroque of the mundane - something of second-order Baroque or mise en abyme can't be denied. This brick curtain is a good example. This unnoticed Baroque brushes against postmodernity but seeks no applause. It's not overly planned but aspires to the happiness of the small. Churriguera, Jujol, and even Guarino Guarini played with this wonderful minor Baroque that emitted faint glimmers amidst the crevices of grand works. A Baroque of the everyday. An infra-Baroque. One that still survives daily in the plate on the edge of falling from the sink, in the slanted lamp, in the unexpected and flexible nook that conceals the hallway floor... This subtle Baroque is of imbalance, the unstable, the askew painting recognized immediately by OCD, and, of course, because it lives with us as we do with a little bird or a kitten, it deserves recognition.

6 de junio de 2022

LO MUY ESTRECHO


Lo "muy estrecho" atenta contra el cuerpo. Por eso se vuelve una molestia, una aberración, un chiste o una patología con nombre propio: la claustrofobia. 
Lo muy estrecho nos enfrenta a las paredes y nos obliga a rozarnos contra sus suciedades o sentir su temperatura. Lo muy estrecho es intimidatorio y ofensivo porque no esperamos que la arquitectura nos emparede o aprisione por el mero hecho de no guardar una buena distancia.  Por eso el listado de espacios "muy estrechos" - que como puede comprenderse va más allá de los simplemente "estrechos" - comprende zulos, celdas de castigo, espacios de instalaciones y corredores de registro. 
Como puede verse, la categoría de lo muy estrecho no es que invalide un programa o no permita uso alguno, sino que posee un claro carácter coercitivo que se constituye en su principal argumento existencial. Es decir, en esos espacios que no pueden ser usados, no es que propiamente pueda decirse que desaparezca el uso. El espacio muy estrecho es punitivo y precisamente ese es su uso. Ocupar un lugar estrecho es incompatible con el descanso o el pensamiento. Es imposible, por tanto, el habitar en su interior. En lo muy estrecho solo cuenta la opresión. Una opresión, por cierto, sin sujeto opresor. En el espacio muy estrecho la arquitectura se muestra tan desagradable y hostil que no puede siquiera considerarse arquitectura.
Lo inquietante de esos espacios muy estrechos, con todo, no es cuando son cuidadosa y pérfidamente diseñados, sino cuando ocurren por accidente o falta de cálculo. Cuando se vuelven curiosidades, un resto o un espacio sobrante en el que no cabe una persona depositando una escoba, una silla o un mueble, por mucho que ese hueco acabe llamándose almacén...
Pero lo peor de lo muy estrecho sucede a diario, cuando no solo aparece en la arquitectura sino en la vida cotidiana, camuflado bajo la forma de un señor detenido ante un alcorque en mitad de la acera que nos impide el paso, como el espacio insuficiente entre el maletero del coche y la pared del aparcamiento, como una fisura infranqueable entre el carro del supermercado y un estante... Espacios muy estrechos, en fin, que nos obligan a caminar ridículamente como egipcios. Y a blasfemar en arameo cuando aparecen.

7 de febrero de 2022

UN FRÍO DE MUERTE ME RECORRE


A menudo se acusa a la arquitectura moderna de ser “fría”. Los arquitectos ante esa observación suben las cejas con displicencia o se encogen de hombros, sea como estúpido gesto de superioridad o como débil signo de incomprensión. Aun a sabiendas de que “el acero puede ser tan cálido como la madera”, nadie se preocupa de explicarlo y  menos de pensar sobre esa verdad psicológica. Sin embargo mientras no sean capaces de abrir su pensamiento a esa capa ocluida de realidad no podrán comprender siquiera la profunda aportación al campo de la temperatura ofrecido por la modernidad, y menos aun por parte Mies Van der Rohe. 
Si bien la modernidad no tuvo nunca por qué ser fría como tal, el pabellón de Barcelona o la casa Farnsworth por ejemplo, su simiente y su epílogo, son la encarnación y el manantial de esa heladora sensación. Una frialdad contagiosa, convertida en logo, y perseguida con el mismo ansia que pusieron Amundsen, Ellsworth y Nobile para contemplar por vez primera el polo Norte. 
Ni la casa Farnsworth ni acaso el pabellón de Barcelona superaron nunca la condición térmica de obra inacabada. Por mucho que se terminaran los trabajos de sus respectivos interiores, ambas obras estuvieron siempre sujetas a la constante amenaza de las temperaturas extremas. Aun hoy el frío que soportan sus vigilantes no se puede atemperar. El problema no es el de un insuficiente aporte de calorías o aislamiento sino que se encuentra en su mismo centro. La arquitectura de Mies Van der Rohe es una máquina térmica, una cámara frigorífica destinada a helar a sus visitantes. Para lograrlo, cada uno de sus componentes, cada una de sus piezas está diseñada para eliminar el calor consustancial a la sensación de abrigo que puedan ofrecer tanto techos y muros como la propia interioridad de la materia. Walter Benjamin dijo de las cosas (casas) modernas: “el hombre tiene que compensar con su calor la frialdad de las cosas”. Si el calor de las manos que trabajan la materia se transfiere a su ser, Mies es el descubridor del mecanismo por el que esas huellas han sido eliminadas hasta lograr una arquitectura repelente al calor. Al igual que Willis Haviland Carrier, inventor del aire acondicionado, Mies construye pozos térmicos. 
La historia de frialdad acumulada en sus obras es patológica y llega a expulsar toda posibilidad de habitación e interioridad. La falta de calorías en estas obras es consustancial a su concepción y construcción y su capacidad virulenta sobre toda la modernidad, un hecho. Un exceso premonitorio. 
No se puede habitar un cubo de hielo, pero sí, admirarlo. Por mucho que no haya madera suficiente capaz de caldear los grados bajo cero fenomenológicos de esa arquitectura, al menos si puede uno deleitarse con su belleza.

18 de julio de 2021

LA MANO FANTASMA


De los antiguos personajes, de sus andanzas y miradas, apenas asoman algunos restos. Son parte de un mosaico en la Iglesia de San Apollinaire, en Ravena. Los protagonistas se eliminaron, y la representación del palacio de Teodorico y su corte quedó reducida a unas cortinas y un espacio ennegrecido tras el que nada se oculta. Ese tipo de destrucción, conocido como damnatio memoriae, uno de los más sádicos para un pueblo como el romano que se fundaba sobre la reverencia hacia los ancestros, es, sin embargo aquí, algo defectuoso. 
Resulta significativo que del pasado puedan eliminarse la poesía, la escultura, la pintura, y hasta el nombre de sus patrocinadores, pero que en lo que respecta a la arquitectura se vuelva una tarea que raya lo imposible. 
Fue propio de la economía de medios de otros tiempos que cuando se destruía lo previo se emplearan algunas de sus partes para la nueva obra. El dar cabida a un capitel ya tallado era más económico que empezar de cero. Por eso el pasado de la arquitectura y sus restos siempre asomaron, como estos fantasmas del mosaico italiano con forma de mano. Hoy y por mucho que los viejos tiempos afloren de otros modos, sea con apariencia de formas ya conocidas, de soluciones y detalles ya vistos o simples citas, lo pretérito balconea sin cesar sobre el presente de la arquitectura. Cada proyecto trata de instaurar un nuevo sentido pero, por sutil que sea, el completo borrado de lo anterior resulta un acto iluso. 
Esa mano fantasma que asoma en una pared de Ravena representa fielmente el modo en que la arquitectura se enfrenta a ese reto. Su modo de borrar propio es siempre insuficiente e incompleto debido a su intrínseca forma de continuidad. Siempre queda algo, aunque sean las cimentaciones – reales o metafóricas- de lo anterior. Como esa mano que saluda desde otros tiempos. 
Por eso mejor ser educado y devolver conscientemente el saludo.

19 de abril de 2021

EL ARTE DE LAS FRONTERAS IMPERFECTAS


Las fronteras son un asco. Las tumbas donde yacen aquellos que murieron defendiendo las fronteras no tienen fin. Todavía es mayor el número de los que murieron tratando de ampliarlas. Ese mundo de bordes y límites es intrínseco a la naturaleza. Un animal es capaz de dejarse despedazar con tal de no abandonar sus pastos. Entre un lóbulo del cerebro y otro existe una frontera. Entre el corazón y los pulmones otra que de ser traspasada pone en peligro la vida del organismo que los acoge… Entre nosotros y el mundo, entre el entendimiento de una persona y otra, entre una idea y su opuesta existen fronteras equivalentes. 
Las fronteras, encarnadas en muros, pasaportes y porteros, impiden la completa ósmosis y una comunicación eficaz. Aun así, aun a pesar de su impermeabilidad y su duro blindaje, no son infranqueables. No existe ninguna frontera perfecta en su aislamiento. Toda frontera tiene puertas y claves. No hay inmunidad posible a la humedad o a las hormigas. Las fronteras pueden impedir la circulación de personas, (e incluso de ideas), pero no de los humores y las conversaciones de sus guardianes al otro lado. No hay frontera, ni muro, que pueda impedir que el más modesto rayo de sol cruce a su través, o acaso la niebla. 
Si las fronteras no son puntos, ni líneas, sino algo semejante a superficies, la arquitectura es una sabia barrena, tijera o hacha, para lucir la posibilidad de cruces, contaminaciones y pasos a su través. La arquitectura es, precisamente, el arte de hacer visible y significante la necesaria imperfección de las fronteras.

15 de febrero de 2021

UN PEQUEÑO DESVIO

Cultivar un campo tiene su misterio. Cada vez que el agricultor se enfrenta al momento de la siega tiene que conducirse para no perder ni una gavilla mientras evita los accidentes del terreno. En esa tarea puede que el desvío provocado por un seto de árboles o una piedra no sean una gran molestia, sin embargo el esfuerzo por no perder la línea recta libra ese trabajo de todo posible rastro de automatismo. En este caso además ese obstáculo facetado y denso dispuesto artificialmente en mitad del campo supone un poderoso recordatorio biográfico. 
La capilla dispuesta entre el cultivo como un exvoto recuerda a su propietario el íntimo motivo de su construcción. Erigida como acto de fe y agradecimiento del campesino a San Niklaus von Flüe (conocido localmente como Hermano Klaus) al haber superado una difícil enfermedad cardiaca, el ligero giro del volante a la hora de recoger el forraje puede que sea una jaculatoria mejor que la propia capilla proyectada por Peter Zumthor
Mientras y para los demás, esa pieza interrumpe con su verticalidad la línea del horizonte. Como si su fin no fuese otro que el desviar la normal marcha de la vida de cualquiera que pase por allí.

27 de abril de 2020

700


Seguramente estaba muy lejos de las intenciones de Samuel Beckett convertirse en un profeta de la esperanza. Era suficientemente negativo, aforístico y oscuro, como para ver impresa su pesadumbre existencial en bellos caracteres sobre tazas de desayuno de Mrs Wonderful: “Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Banalizado, ese enunciado se ha convertido en un mantra en todas las escuelas de coaching del mundo. No hay CEO, por efímera que sea esa palabra para una start-up, deportista retirado o modesto profesor de proyectos, que no la pronuncie en esa u otras de sus muchas formulaciones como una verdad esculpida en el tímpano de los templos disciplinares dedicados a la prueba y el error. Pero puede que con ese fracasar Beckett se estuviese refiriendo a otra cosa. 
En cada línea escrita o trazada, se descartan una infinidad de otros desarrollos posibles. En cada argumento, en cada idea, está cosido un hilván de fracasos y de errores alternativos. En cada libro, cuadro, u obra de arquitectura existe una sombra de las posibilidades descartadas que, de haber crecido, los habrían hecho ligeramente más hermosos o ajustados. Esos fracasos gravitan sobre lo realizado, presionan su realidad y ofrecen algo casi fantasmagórico. En cada éxito habita una nube de fiascos.
En el Partenón asoman las frustraciones arrastradas por el dórico en multitud de templos previos. Sin embargo, el fracaso al que se refiere Beckett toca una fibra que está contenida en el propio desarrollo de esa obra. Fidias dudó de una de sus distancias o acanaladuras, o de unos centímetros que hubiesen mejorado el resultado. Esas decisiones exiliadas permanecen tan vivas como cada una de las piedras de la Acrópolis. Esas presencias se hacen reales en la obra de arquitectos sin que éstos consigan diluirlas o acallarlas. En algunos casos, incluso, hablan en voz alta. En Bramante, en Piranesi, en Venturi, o en Koolhaas, el chillido es estridente. 
Con cada uno de estos setecientos textos que hoy aquí se celebran, sucede otro tanto. (Sucede incluso con estas mismas líneas mientras son escritas y sus marcha atrás y los cambios de palabras y de orden). A estos textos les persiguen otros posibles. Textos en potencia, solapados a los que han visto la luz. Inconclusos, pero no abandonados (los abandonados son otra legión) a la sombra de los visibles, en los que no existe ni parecido con el perfecto inacabamiento de los esclavos de un Miguel Ángel. Textos no-natos, como flores crecidas junto a otras flores antes que malas hierbas. Siamesas malogradas, aunque levemente más hermosas. Creo que a esos abortos, moldes en realidad de los que sí han visto la luz, son a quien se dirigía la apelación de Beckett. Esos fracasos son de largo recorrido y son los que nos espolean a fracasar otra vez. Y otra. Lo de hacerlo mejor, está por ver.

20 de enero de 2020

COSAS QUE SUCEDEN BAJO LA LÍNEA DE FLOTACIÓN



Parte del volumen asoma hasta la altura de las ruinas cercanas. El resto crece hacia la tierra, para dar cabida al edificio y sus usos. Entre esas dos tensiones puede más el peso, y el edificio se hunde. El foso a su alrededor es más que un gesto. Es arquitectura. 
Apenas hay forma en este sarcófago semienterrado que es la obra del Memorial del campo de concentración de Rivesaltes, en Francia. El proyecto de Rudy Ricciotti y Passelac&Roques, un simple cajón de hormigón ocre, no parece esconder muchos matices sin embargo su valor, que cualquiera que se tome el trabajo que merece estudiarlo verá recompensado, está en saber situarse en relación al horizonte
La línea de flotación de una obra, como la de los barcos, representa una parte importante de su significado como forma. Cambiar la línea del horizonte está al alcance de muy pocas disciplinas. Tal vez la aeronáutica y la espeleología sean las más capacitadas para hacerlo. Sin embargo la arquitectura no necesita de la literalidad del vuelo o del enterramiento cavernario. Porque a la arquitectura le basta con colocarse sabiamente en relación a esa línea horizontal donde fugan las perspectivas de nuestra mirada. 
En este monumento el suelo se excava, y en esa relación con el terreno recuerda las obras de los arqueólogos del siglo XIX cuando descubrían figuras que luego se han mostrado inmensas, o a la de los artistas del landart... 
Por lo demás, el zócalo ni siquiera es accesible en su parte superior. No se asemeja en nada a esa famosa casa de Capri donde se puede incluso montar en bicicleta si se es un poco osado. El objetivo de esta terraza intransitable es la de construir una línea casi horizontal. No se subraya con eso unas vistas deliciosas como sucedería con la cubierta de un barco, sino algo más allá. Con esa masa y gracias a su posición, la mirada desciende. Y bajamos inconscientemente la cabeza. Lo cual es significativo y difícil de lograr en arquitectura.
Hay motivos para sugerir esa reverencia inconsciente. En ese lugar laten algunos de los recuerdos más dolorosos de la historia de Francia.

2 de diciembre de 2019

BLANDAS PAREDES DE FELPA



Cuando las paredes pierden alguna de sus cualidades aparecen misteriosos seres a medio camino entre el mundo de los fantasmas y de la solidez de lo mineral. Afortunadamente para nuestra salud psíquica, no es muy habitual encontrarse en medio de semejantes monstruos. Desde que Freud se dedicara a inventar la cura para una enfermedad inexistente como es el psicoanálisis, se introdujo en el imaginario colectivo la sala con paredes acolchadas. Pero cuando las paredes dejan de ser paredes y se ablandan como cera derretida, el estatus de seguridad que ofrece todo acolchado se tambalea. 
Las paredes de felpa de Anne Holtrop del Felt Pavilion, en el Kunsthal de Rotterdam, trabajan en ese desagradable pero interesante terreno de ambigüedad sobre lo que son las paredes. Una pared de fieltro desde luego cumple con los requerimientos psicológicos del resto de las paredes. Separa y forma espacios independientes, pero carece de la necesaria estabilidad. 
Sus paredes necesitan estar colgadas como pesados cortinajes. Además, en una pared de felpa aparecen problemas añadidos al soportar perforaciones y huecos como puertas y ventanas. Debido a que una jamba o un dintel no pertenecen al mundo de las cortinas, su deformación habla simultáneamente de inestabilidad y de peso
Esas obras blandas de objetos aparentemente sólidos relaciona esa casa de felpa con las obras de Claes Oldenburg de los años sesenta (Soft Toilet, o Soft Light Switches). También con los trabajos de Beuys en cuanto a su coincidencia material, pero sobre todo con los de Robert Morris y sus piezas de fieltro cortadas. Sin embargo el trabajo de Morris, cuyo aparente material era el fieltro, en realidad estaba concentrado en la anti-forma resultante de las diversas rasgaduras en relación a la fuerza de la gravedad. Es decir, colgar trozos de fieltro en una pared inevitablemente formaba catenarias o un amasijo si llegan al suelo. Mientras que en las paredes de fieltro de Holtrop este material quiere ofrecer resguardo, ser paños todo lo verticales posible y, en fin, ser un componente físico, simbólico y formal de lo interior.  
El resultado es que la casa de Holtrop avanza un aspecto para las cortinas que no puede tampoco ser despreciado y es precisamente el territorio ambiguo entre la pared que está a punto de dejar de serlo o de la cortina que quiere solidificarse sin ser ni una cosa ni la otra. Y aunque indudablemente el resultado es inquietante también resulta iluminador: la diferencia entre cortinas y tabiques es antes que de densidad material, de su capacidad para mostrar o disimular, respectivamente, la fuerza de la gravedad con la excusa de la protección.

11 de noviembre de 2019

DE CORTINAS Y FANTASMAS


En arquitectura no es fácil hacer espiritismo. Pero a veces es posible convocar energías perdidas con la simple operación de escuchar los restos del habitar en lugar de engañosas psicofonías. 
Un buen ejemplo es lo sucedido en la casa VDL. Sus dos versiones, construidas sucesivamente por Richard Neutra en el borde del lago Silver Lake Reservoir, eran una declaración de sus principios como arquitecto, un laboratorio donde experimentar soluciones constructivas novedosas y un íntimo retrato familiar. Pero desde que los Neutra abandonaran sus cuartos, todo cambió. Aunque no en apariencia: la casa sigue siendo ese hermoso conjunto de plataformas, enormes cristaleras, voladizos y superficies de agua que hablan de la ligera modernidad californiana del arquitecto austriaco. 
Hoy en el inmueble se realizan diferentes actividades relacionadas con la universidad responsable de conservar su legado. Una de ellas es el montaje de diferentes eventos e intervenciones que pretenden captar fondos a la vez que ser un acicate cultural. Desde su “musealización” la casa ha sido restaurada y cuidada con una delicadeza casi arqueológica, pero sin prestar atención a sus fantasmas.
Solo el arquitecto colombiano Luis Callejas, junto con la artista Charlotte Hansson han sido sensibles a esas presencias que vagaban por los cuartos, cuando en una intervención detectaron una llamativa disonancia entre la realidad construida de la casa y las fotografías conservadas en los archivos de Neutra.
La casa se había mantenido impecablemente, salvo por algún detalle casi menor: en la restauración se habían suprimido las cortinas. La falta de velos hacía que el habitar de la casa y su memoria fuesen irreales. Los reflejos de las superficies de agua e incluso el viento pasando tras las superficies acristaladas llegaban a significar algo completamente distinto a las intenciones originales de Neutra. Con "Horizontes húmedos/ Wet Horizons", Callejas planteó algo tan sencillo como recolocar a la casa sus visillos. Incluso el acto de planchar y coser “in situ” los quince metros de seda que formaban parte de la intervención suponían la reconstrucción de una actividad que no se había visto en la casa en décadas... 
Sacar una casa, al menos momentáneamente, de su estatus de museo es recuperar de ella su verdadera esencia. Esos velos reconstruyen una intimidad perdida y rememoran la sombra del matrimonio Neutra. Las cortinas de seda blanca hacen las veces de presencias casi fantasmales, agitadas por el viento del lago…
Que importantes son las cortinas y que poca atención reciben. 

19 de agosto de 2019

LA ARQUITECTURA DEL TURISMO


Los vuelos son baratos, y Grecia ni te digo. Las guías turísticas y los portales de internet hacen obligatorio asomarse a la acrópolis por la simple razón de sus muchas estrellas a pie de foto. Y ahí tenemos a la muchedumbre, igual que hace no mucho contemplábamos una cola parecida en la cima del Everest: una versión más dramática que el arcano desfile de las Panateneas. 
La gran arquitectura atrae al turismo y si además el foco procede de algo que tiene más de dos mil quinientos años, mejor que mejor. Sin embargo la relación de una informe masa de personas con un monumento, brutal en su forma e historia, exquisito en su concepción, nos enfrenta a un conflicto que se pone sobre la mesa sin paliativos. ¿Es posible que uno solo de los turistas sumergidos en la multitud sea capaz de salir de esa condición grupal para percatarse de la implacable belleza del lugar en el que se encuentra? ¿Es capaz el Partenón o el Erecteion de golpear con su lógica interna a uno solo de los cerebros que van a fotografiarse ante ellos bajo el abrasador sol griego? 
La respuesta se intuye. Pero no deja de ser necesario que sea formulada para cualquiera interesado en las posibilidades que la arquitectura tiene de alterar la vida de las personas. Igual que en Venecia o ante la Gioconda, la ecuación entre masa y velocidad destruye la posibilidad de percibir la belleza. La experiencia del turismo no altera el ser del que viaja.
La masa solo espera encontrar las puestas de sol que ve en Instagram. Los lugares bajo el filtro de “Juno”, “Ludwig”, “Sierra” o “Perpetua” corren el riesgo de parecerse unos a otros hasta igualarse. Y cuando todo sea ya igual a todo, no habrá turismo para descubrir la realidad. Porque dondequiera que vayamos, entonces, descubriremos lo que ya conocíamos y que podía ser visto desde la pantalla retroiluminada de nuestros dispositivos móviles. 
Por eso creo que el final de esta pesadilla acabará cuando no importe ver esas piedras y pase a importar solo la manera de disfrutarlas. De la acrópolis, y de tantas grandes cosas, la clave está en cuanto éstas son capaces de comprometer nuestra mirada. Cuanto nos comprometen. Si tras la peregrinación no cambian profundamente algo de nosotros, mejor no ir. 

4 de febrero de 2019

EL AMARGO REGUSTO DE LO PRIMITIVO

Entre estos dibujos sólo median cuatro mil años. A la vista de los hechos, la arquitectura doméstica no parece haber avanzado mucho en este periodo. O lo que es más vertiginoso: lo sucedido entre ese paréntesis no parece haber supuesto más que un rodeo despreciable.
Sin embargo entre la vieja planta trazada sobre terracota y la planta contemporánea – que puede considerarse genérica por la multitud de proyectos actuales que tocan el mismo tema-, se hace evidente un entendimiento de la habitación como núcleo estructurante de la casa. Bueno, de la habitación y de su primitivo modo de unión. 
Porque si la habitación parece no haber pasado de moda como centro del habitar, ¿por qué volver, sin embargo, a una disposición de cuartos encadenados, cuando el pasillo era una solución óptima desde todo punto de vista? Precisamente en el gusto por la planta de habitaciones sin pasillo parece intuirse algo más que un mero problema compositivo en la arquitectura contemporánea. De hecho puede que sea un síntoma, un viraje, en el significado del habitar. 
Efectivamente si estudiamos las diferencias entre ambos dibujos podemos ver hay varios matices diferenciales, y no sólo por la colocación de sus puertas y el uso del espacio central. Las más notables tratan sobre el tamaño de las salas y sus modos de relación. Con todo, es posible su lectura en paralelo, lo que remite a un regusto actual por lo anacrónico. Las proporciones, los pasos y las relaciones entre cuartos permiten entrever seres humanos habitando rincones y una jerarquía de las privacidades. O dicho de otro modo, en esta arquitectura de habitaciones podemos intuir un gusto primitivo por lo funcional antes de que lo funcional existiese. 
En la planta contemporánea de habitaciones encadenadas, cada una se enhebra con la siguiente, pero en esa célula elemental, curiosamente, no se aspira a la jerarquía. Cada estancia vale para todo dependiendo de su posición respecto a las demás. En el discurso de una arquitectura de cuartos, cada uno es intercambiable a pesar del dibujo de sus muebles y sus usos. No es que sean habitaciones sin función sino que son estancias cuya disposición aspira a ofrecer privacidades alternativas. Es decir, la casa de habitaciones manifiesta un esfuerzo dirigido a fabricar espacios de reguardo, quizás porque se intuye una forma de vida en la que el habitante está sobre expuesto, sin posibilidad alguna de protección. 
Este fenómeno resulta clave para el entendimiento de multitud de casas que vemos en este comienzo del siglo XXI. Aunque lo importante de este fenómeno es que delata un cambio de sensibilidad: construimos rincones que simbolicen el ansia de resguardo, a la vez que exhibimos nuestra privacidad, sin pudor. Tiempos esquizofrénicos que tienen la casa como campo de batalla.

12 de marzo de 2018

LA CASA SIN INTIMIDAD HACIA LA QUE CAMINAMOS


La casa trasparente de Mies constituye una imagen premonitoria de nuestro futuro. Hoy, gota a gota, con un delicado e imperceptible desangrarse, entregamos cada día datos de nuestra intimidad en el mundo intangible de las redes. Hoy los muros que nos rodeaban se acercan a aquellas paredes sin sombra de la casa Farnsworth.
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?

8 de mayo de 2017

SOBRE CÓMO LAS PUERTAS PUEDEN SALVAR VIDAS O PROPINAR COCES


Esos seres pacíficos y aparentemente inofensivos que son las puertas esconden en su alma un espíritu animal. Y se dice esto de las generalmente pacíficas puertas porque a veces se abalanzan sobre los habitantes, propinando coces a quien pasa cerca descuidado. 
En la previsibilidad de su apertura descansa el que las puertas sean tratadas como seres domésticos y mansos. Su correcta apertura puede salvar tantas vidas como uno de esos perros entrenados para las catástrofes. Las puertas abren hacia afuera en previsión de las indeseables y contadas ocasiones en que la gente sale despavorida ante una emergencia o cuando se corre el riesgo de quedar atrapado, sea en una sala de conciertos o en un cuarto trastero. El resto de las veces, que sepamos, las puertas abren hacia dentro para evitar ese mal gesto que es un portazo en la cara
Sin embargo hay instantes donde la dirección de apertura de la puerta supone un reto superior, casi moral, porque ese sentido de apertura puede ser leído como un acto invasivo, casi violento. Hace muchos años Quetglas dijo que ese era el principal problema a resolver por Le Corbusier cuando tuvo que proyectar las puertas de un espacio sagrado. ¿Cómo debe abrir la puerta de un santuario? ¿Hacia dentro o hacia fuera? Si fuese hacia el interior, el fiel entraría sin aviso, casi con arrogancia, en el espacio de la divinidad. Por el contrario si abriese hacia fuera, el visitante debiera permanecer a la espera de esa revelación del interior, pasivo, aguardando el permiso de un dios inaccesible. ¿Cómo hacer una puerta que abriera en las dos direcciones a la vez? Le Corbusier responde con una puerta pivotante sobre un eje central. 
Una puerta abierta simultáneamente hacia dentro y hacia fuera es una solución de compromiso, como también tratan de hacerlo esas puertas de los restaurantes que baten en dos direcciones con una ventana que evite el desastre de los platos volando, y como la puerta abierta y cerrada de Duchamp… Una sabia, correcta y magnífica solución de compromiso.
Verdaderamente, la puerta pivotante es una puerta contradictoria y esquizofrénica, pero como esos animales extraños, se hace necesario recordarla, no solo por amor a la diversidad de esa imperceptible y maravillosa fauna, sino porque demuestra que es tarea de la arquitectura resolver los imposibles con esa elegante insatisfacción.

3 de abril de 2017

MEZZANINE NO ES UN NOMBRE DE MUJER


La palabra mezzanine es una deliciosa reliquia. Hoy apenas es empleada ni siquiera por los profesionales del ramo que la han sustituido por términos más sencillos de entender como “doble altura”, “entreplanta” o “entresuelo”. Sin embargo se trata de un término que por si solo es capaz de explicar muchas de las argucias de la arquitectura del pasado para ganar espacios y superficies. De origen francés y luego italiano, todos los significados de mezzanine remiten al latino “medianus” y es en lo intermedio y en lo intersticial donde encuentra su razón de ser. 
El espacio en mezzanine es el espacio inesperado desde el que asomarse, es el lugar del balcón interior pero también es el signo del espacio aprovechado al máximo de sus posibilidades. A pesar del lujo espacial que promete, la mezzanine siempre fue un espacio sin nombre. Tanto que ni siquiera entraba en el cómputo de las plantas nobles denominadas por números enteros. ¿Acaso era de recibo decirse viviendo en la planta tres y media o en el piso uno con setenta y cinco? Por eso mismo en la mezzanine se solían alojar el servicio, los almacenes o los usos despreciados. 
Si en la planta el mecanismo del “poché” es el signo del espacio ocupado por el muro y solo habitable en rincones e intersticios, la mezzanine es su equivalente en sección. Pero la mezzanine depende constantemente de un subalterno que la hace posible y sin el que sus espacios se harían inalcanzables: la escalera. A los espacios intermedios de la mezzanine siempre se sube o se baja y por ello se hace imposible no ver su carácter parasitario, ya que constantemente recibe en préstamo un suelo o un techo para poder existir. 
La mezzanine aun hoy conserva un carácter similar al que en el mundo de la gastronomía posee el cocinar con sobras. Con todo y a pesar de su papel secundario y de las connotaciones ligadas al aprovechamiento y la explotación extrema de la sección, la mezzanine parece el más legítimo progenitor del moderno espacio de “doble altura”. Tal es el cambio de mentalidad vivido en torno a la mezzanine, que se ha vuelto cada vez más un espacio transparente y exhibido como una conquista o un trofeo de caza. 
De la mezzanine hoy se presume, como se presume de un bolso de marca o de un coche último modelo. Pero no está mal recordar que, en ocasiones, nuestros lujos provienen de las desventuras y desprecios del pasado. A fin de cuentas, antes tampoco los percebes o un simple cocido eran considerados manjares. Y ya ven hoy.

12 de diciembre de 2016

PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA


El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura? 
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre. 
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera. 
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.

31 de octubre de 2016

¿QUÉ DIABLOS ES EL ESPACIO?


Entender las relaciones entre el cuerpo y el espacio como una manifestación artística estuvo muy de moda en los años setenta. Por entonces, experiencias como inclinar suelos, fabricar espacios inhabitables y apoyarse en paredes de modo inverosímil constituían una alternativa a los parques de atracciones infantiles. 
Mientras artistas y espectadores comenzaban a saltar, pasear o escalar por las instalaciones de los museos, casi siempre acompañados de gritos y exclamaciones indecorosas, los directores de los mismos, algo desconcertados, no tuvieron más remedio que esgrimir una forzada y tolerante media sonrisa. A fin de cuentas era arte… 
Reivindicar el cuerpo como instrumento de contacto con el mundo, era no sólo un acto de desacralización de los museos y de las prácticas artísticas, sino de pura política. Y lo era porque como acto igualitario, cualquiera podía experimentar aquellas experiencias artísticas sin conocimientos previos ni soportar largos discursos teóricos. Para experimentar el placer del espacio, bastaba “jugar en él”, participar de sus ofrecimientos. 
Como puede imaginarse el espacio pronto fue abandonado como tema de museo. El espacio y las placenteras relaciones con el cuerpo debían estar enclaustrados en el día a día hasta volverse, de nuevo, invisibles. Sin embargo allí se aprendió una cosa que tal vez los tiempos nos hagan conveniente recordar: del mismo modo a como sentimos la utilidad de la mano izquierda, un dedo o un tobillo sólo cuando se inutilizan o están escayolados, el espacio nos hace tomar consciencia del cuerpo. El espacio hace presente la individualidad de cada uno de nosotros. Nos particulariza en su relación con él.
Lo cual recuerda esa anécdota de David Foster Wallace: "Hay dos jóvenes peces que nadan y a cierto punto encuentran un pez anciano que va en la dirección opuesta, hace una señal de saludo y dice: 'Hola muchachos, ¿cómo está el agua?' Los dos peces jóvenes nadan un poco más y luego uno se vuelve al otro y le espeta: '¿Qué diablos es el agua?'". 
Pues lo mismo con esa otra sustancia invisible: '¿Qué diablos es el espacio?'. Es eso que te permite ser consciente de ti mismo.

20 de mayo de 2013

EL MIEMBRO FANTASMA



Cuando a un ser humano le es amputado un miembro el cuerpo reacciona a esa perdida y sigue durante tiempo reconociendo, en el lugar que ocupaba, dolores ausentes. El miembro fantasma duele con un dolor cierto a pesar de no estar ya.
Del mismo modo podría decirse que la arquitectura reacciona con las partes amputadas de un modo semejante y en todas las escalas posibles. En las ciudades las cicatrices de lo mutilado se encuentran en trazados inexplicables de algunas calles y plazas.
Los materiales cortados en una obra hacen que algunas estén pobladas de fantasmas invisibles que reclaman esos fragmentos perdidos. Esa sensibilidad a los fantasmas es la que obligó a Lewerentz a colocar ladrillos enteros en la iglesia de San Marcos, haciendo piruetas formales a pesar de la lógica, para no partir ninguna pieza cerámica. Seguramente para que la obra no reclamase su parte despreciada. (Tal vez ese es el motivo profundo de que haya casas y arquitecturas habitadas por presencias nebulosas antes de finalizarse, porque son llamados a gritos sordos por esas partes ausentes).
Hoy el Coliseo Romano es el resultado de esas amputaciones que provoca la fuerza de la gravedad, el tiempo y la necesidad de materiales en una ciudad sin mejores canteras que las antigüedades. Rafael Stern y Giuseppe Valadier trataron de apaciguar el dolor de la mutilación con dos prótesis contrarias en actitud e intenciones a cada lado de esos pedazos derruidos: una congeló el tiempo y la otra hizo del pasado una lección de pedagogía.
Esos paños ciegos que tratan de serenar el dolor de lo ausente son los mismos que obligaron a Asplund en la ampliación del ayuntamiento de Gotemburgo o a Rafael Moneo en la obra del Banco de España. Las ampliaciones conjuran al por venir. Nos arrastran a cubrir esas partes gangrenadas y amputadas.
Y, ¿acaso la arquitectura no ha tratado siempre de apaciguar el dolor de esos miembros fantasmas, fueran reales o imaginarios?.

15 de abril de 2013

SOBRE LOS TABIQUES


Los tabiques son como las cuchillas de afeitar, como una especie de maquinaria de trinchar espacios que el utilitarismo ha puesto en las desnudas manos del arquitecto para despiezar y deshuesar el magro del espacio. Aun a pesar de las lacerantes heridas que provoca. Aun a pesar de que en muchas ocasiones esas tabiquerías no son sino el relleno fundamental del mismo contorno edificatorio, el arquitecto no retrocede ante su uso indiscriminado.
Imaginen cuando la arquitectura no está sino saturada de esas cuchillas vacías, como un glorioso pavo de navidad relleno de esos filos cortantes. Y que descuidadamente uno se lleva a la boca un mordisco solo llamado a provocar daños. Pues ese es el empleo mayoritario de las particiones que se hacen a diario en las entrañas de cada proyecto. Dispuestos a separar espacios y usos, la arquitectura tiene mejores mecanismos: desde los pasillos, los forjados, las escaleras, la propia luz, el espacio y sus cualidades recónditas...
Los interiores de la arquitectura están repletos de matices aun antes de ser divididos por tabiques. Existen rincones, y zonas de sombra y penumbras latentes antes de que esa guillotina deje caer su brutal cuchilla de carnicero. Solo la tabiquería tiene verdadero sentido si en lugar de servir para trinchar, es costura y modo de unión y vínculo. Es decir cuando es un elemento conectivo.
Ese descubrimiento hace parecer toda tabiquería como algo de otro orden, ahora si más cercana a lo que es su profunda misión. ¿Acaso no deja pasar siempre del otro lado sonidos sordos?. ¿Acaso no suele compartir materia en sus caras y conducir energía eléctrica desde sus entrañas?. ¿Acaso no conocemos más de la vida de los del otro lado que de la nuestra gracias a los tabiques?.

11 de febrero de 2013

LOS TRABAJOS PREVIOS DE LA ARQUITECTURA


Las tareas de mover tierras, limpiar, desbrozar el terreno y adecuarlo para la nueva obra, y que habitualmente entran en la categoría edificatoria de los “trabajos previos”, se remontan siempre mucho más atrás.
Los trabajos previos contemplan efectivamente las demoliciones e incluso las sombras de las arquitecturas que han ocupado el mismo solar en el pasado. Ahí el trabajo del arquitecto se acerca al del forense y el del paleontólogo y los huecos excavados, y las antiguas cimentaciones, y las formas y las ruinas, afloran como si manaran desde el interior de la tierra. Los pacíficos trabajos previos se vuelven entonces sombras vivas que reclaman para si la pertenencia del lugar e incluso sacrificios a la obra por nacer.
Porque el pasado reclama un tributo, que puede ser negado, silenciado o incluso exterminado, pero que está disponible como la materia más barata y accesible para todo proyecto, (junto al sol y al clima). De esos restos asomando del pasado y de la tierra, y que parecen tremendamente amenazantes, hay quien sabe sacar partido a modo de auténtico reciclaje. Y cabe nombrar la capilla de Ronchamp, donde Le Corbusier supo explotar los escombros de la vieja ruina y transformarlos en una estantería de piedras y guijarros en el muro sur y una mastaba, ahorrando en materia, en memoria y en cimentaciones.
Por supuesto, los trabajos previos, tienen su reverso; llevados demasiado lejos, son capaces incluso de hacer resucitar el antiguo proyecto y forzar una reconstrucción de oscura taxidermia, como bien sabe el pabellón de Barcelona.
En arquitectura estos trabajos, bien entendidos, son siempre motivo de ahorro: de tiempo, cimentaciones, energía, e incluso formas. Allí empieza lo verdaderamente sostenible, desde siempre.
Hay quien, pomposamente, ha llamado a esas tareas "la memoria del lugar", pero con saber que son parte de los “trabajos previos” de la arquitectura no nata, es más que suficiente.