
Del
31 de Octubre al 11 Noviembre de 1955, por primera y última vez en su vida, Le
Corbusier visita Japón. El viaje es dedicado principalmente a cuestiones
relacionadas con el encargo del Museo de Arte Occidental en Tokio. Al contrario
que otros arquitectos europeos maravillados con la arquitectura tradicional, él
apenas parece descubrir allí nada emocionante.
En un apunte del viaje, seguido de un lacónico texto, anota sobre el umbral de la casa japonesa: “una piedra amplia sirve de escalera”.
Sin embargo, ese umbral condensa para el observador interesado, matices sobre los que conviene detenerse. El paso del espacio exterior al interior, se da con ausencia de la puerta como nosotros la entendemos. Solo por medio de una lenta sucesión de pequeños eventos se anticipa el paso de un universo a otro.
Al principio, se trata solo de unas piedras irregulares en el camino. Se haría difícil distinguir si forman parte o no de la naturaleza si no fuera por cierta cadencia en su colocación. Son piedras apenas tratadas. Apenas son rugosas, aunque hay que caminar con cuidado sobre ellas. Con todo, las últimas son diferentes; se alejan del suelo, aumentan su tamaño o cambian de color. Aunque no se han tallado, se convierten en esa escalera amplia de la que hablaba, casi sin atención, le Corbusier.
Exactamente antes de esa penúltima piedra que ya podemos decir que es una “piedra civilizada” -puesto que se ha pulimentado su superficie horizontal-, el alero de la casa sale a nuestro encuentro, protegiéndonos de la lluvia y el sol.
Antes de llegar al nivel de la casa, aparece un peldaño de madera. El último escalón. Se ha superpuesto ligeramente al anterior de piedra. La madera suena diferente, es un peldaño perteneciente a otro mundo, donde las cosas están manipuladas y existe la construcción. Allí, el habitante se sienta para descalzarse. No es un suelo frío. Puede dejar su calzado sobre el anterior espacio de piedra pulida.
Aparece tras ese último peldaño, lejos del suelo, la plataforma de entrada; espacio cubierto pero exterior; prácticamente un híbrido entre la galería y el porche occidental. Tras él un ligero panel de madera y papel. Esos paneles son deslizantes, sin otro sonido que un sordo roce de la madera que protege el espacio de los tatamis. Sucesivos paneles y estancias van construyendo un universo de sombras hasta las piezas centrales de la casa. Tanizaki hace un elogio de ese espacio central de estancia, donde la sombra es la constituyente primordial del espacio.
Toko no ma, Shōji y tantas otras palabras ajenas a nuestra cultura, no hacen sino alejarnos de la profunda sabiduría que una entrada así, encierra.
En un apunte del viaje, seguido de un lacónico texto, anota sobre el umbral de la casa japonesa: “una piedra amplia sirve de escalera”.
Sin embargo, ese umbral condensa para el observador interesado, matices sobre los que conviene detenerse. El paso del espacio exterior al interior, se da con ausencia de la puerta como nosotros la entendemos. Solo por medio de una lenta sucesión de pequeños eventos se anticipa el paso de un universo a otro.
Al principio, se trata solo de unas piedras irregulares en el camino. Se haría difícil distinguir si forman parte o no de la naturaleza si no fuera por cierta cadencia en su colocación. Son piedras apenas tratadas. Apenas son rugosas, aunque hay que caminar con cuidado sobre ellas. Con todo, las últimas son diferentes; se alejan del suelo, aumentan su tamaño o cambian de color. Aunque no se han tallado, se convierten en esa escalera amplia de la que hablaba, casi sin atención, le Corbusier.
Exactamente antes de esa penúltima piedra que ya podemos decir que es una “piedra civilizada” -puesto que se ha pulimentado su superficie horizontal-, el alero de la casa sale a nuestro encuentro, protegiéndonos de la lluvia y el sol.
Antes de llegar al nivel de la casa, aparece un peldaño de madera. El último escalón. Se ha superpuesto ligeramente al anterior de piedra. La madera suena diferente, es un peldaño perteneciente a otro mundo, donde las cosas están manipuladas y existe la construcción. Allí, el habitante se sienta para descalzarse. No es un suelo frío. Puede dejar su calzado sobre el anterior espacio de piedra pulida.
Aparece tras ese último peldaño, lejos del suelo, la plataforma de entrada; espacio cubierto pero exterior; prácticamente un híbrido entre la galería y el porche occidental. Tras él un ligero panel de madera y papel. Esos paneles son deslizantes, sin otro sonido que un sordo roce de la madera que protege el espacio de los tatamis. Sucesivos paneles y estancias van construyendo un universo de sombras hasta las piezas centrales de la casa. Tanizaki hace un elogio de ese espacio central de estancia, donde la sombra es la constituyente primordial del espacio.
Toko no ma, Shōji y tantas otras palabras ajenas a nuestra cultura, no hacen sino alejarnos de la profunda sabiduría que una entrada así, encierra.
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