En ocasiones, ser arquitecto consiste tan solo en saber,
antes de que ocurra, que alguien ha perdido a un ser querido. Saber que después
del trágico suceso, a duras penas habrá logrado llamar a familiares y amigos, avisando
cómo se iban a organizar las exequias. Tal vez una esquela en un periódico.
Saber que el difunto será trasladado al cementerio y un funeral amable tratará
de brindar algo de consuelo a la familia.
Saber que el familiar más próximo, sentado ya sobre un banco
primitivo e inocente cerca del difunto, ha pasado la noche en vela. Saber que
apenas puede pensar nada con claridad. Que apenas puede dar sentido a las
palabras que escucha desde el altar. Su mirada vaga. A sus pies, encuentra una
filigrana, como una alfombra de piedra, delicada y sorprendentemente tallada.
Su mirada perdida se detiene por un instante sobre esos arabescos. El solado de
la capilla no tiene semejante grado de detalle en ningún otro punto.
Todo tiene algo de reconfortante. Y todo habrá cambiado.
Lo substancial no es tanto el detalle de esa alfombra, como
saber que la arquitectura tiene la capacidad que devolver la mirada
transformada. Al recogerse sobre sí, la mirada se impregna de algo parecido al
consuelo humilde que las cosas y la arquitectura pueden brindar. A su vuelta,
la mirada ha cambiado. Todo habrá cambiado.
Esa pequeña alfombra de piedra , igual que los bancos, la
capilla y el cementerio, es el trabajo de Erik Gunnard Asplund en el cementerio
de Estocolmo.
Su grandeza como arquitecto es haber soñado una y mil veces
esa escena, haberla anticipado y luego haber logrado darle forma de
arquitectura: escenario adecuado y pertinente a la vida de los hombres.