20 de agosto de 2018

LA LUZ VIENE DE DENTRO


La luz, como el color del cielo, es un misterio que comienza en el fondo de nuestra retina. Aunque para la moderna psicología y fisiología del ojo, la luz es una sustancia que acaba recolectada en un rincón del cerebro gracias a chispazos neuronales, cualquier arquitecto sabe que es precisamente el camino inverso el que sigue: sale desde un rincón cerebral hasta hacernos entender el universo y lo que nos rodea. 
La luz es una proyección, que se extiende hacia el exterior, por mucho que la realidad diga lo contrario. Por eso y antes de llegar al infinito, el filtro de la arquitectura nos hace comprender sus cualidades más profundas. Aunque cada ser humano posee un modo de ver la luz que es personal, cuando esa sustancia atraviesa el filtro humanizador que supone lo construido, todo cambia. Entonces somos seres humanos con cosas en común, y compartimos algo más que una insulsa genética. 
Es la arquitectura quien toma forma gracias a la luz a la vez que la interpreta, la pondera y nos permite contemplar el mundo de un modo cultivado. Fue el Zaratustra de Nietzsche, quien se levantó con la aurora, “se colocó delante del sol y le habló así: « ¡Oh gran astro!¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras aquéllos a quienes iluminas!”. La luz necesita de la arquitectura tanto como la arquitectura del sol, dice sin modestia. Tal vez solo así se puede comprender lo que representa la luz para el hombre y hasta qué punto no puede sino entenderla como una sustancia humanizada. 
Sólo así cobra sentido la fachada del veneciano Redentore de Palladio, la definición de arquitectura de Le Corbusier o el porqué de las piedras erigidas en Stonehenge. La luz da forma a las piedras y a nosotros mismos con ellas, y tan presente está el binomio de la luz y la arquitectura que se ha convertido en uno de los símbolos predilectos de la humanidad para retratarse en el tiempo y ser conscientes de él.

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