Aunque la antropomorfización de las escaleras es un insulto a la biodiversidad y al respeto ecológico del animal en cuestión, y también podría decirse lo mismo de toda domesticación, lo cierto es que, una vez que un elefante está en un tren, hay que ser capaz de bajarlo.
Las escaleras para paquidermos siguen reglas muy distintas a las del ser humano y su canónica fórmula de las dos pisadas más una huella igual a sesenta y cinco centímetros. Cuando las cuatro enormes patas cuentan, cuando incluso el peso de una se traduce en toneladas, el diseño de este dispositivo no parece sencillo de calcular. Aunque en todo caso deba hacerse con cariño y teniendo en consideración la irrenunciable diplomacia interespecies.
Añadido a eso, hay que tener en cuenta la ecología política de las prácticas del transporte de estos actantes con trompa. Esta escalera es, en realidad, un espacio de fricción donde puede contemplarse en puridad un verdadero ensamblaje híbrido. Como vemos, esto de lo transescalar es un motivo constante de conflictos. También del lenguaje. Me pregunto si la gramática está preparada para la soberana oscuridad que evita llamar a eso: "escalera para elefantes".
Conviene no olvidar, con todo, que si existiese la posibilidad de una arquitectura para no humanos, será difícil encontrar actores sensibles a ella fuera del reino de los sapiens… Ciertamente estos son capaces de lo mejor y lo peor con el resto de las especies, pero mucho es de temer que incluso el mismo concepto de arquitectura es bastante antropocéntrico. En todo caso, y para que conste la sincera atención a la necesaria negociación que solvente los conflictos transescalares, si ellas lo piden, la semana que viene hablaremos de las escaleras para bacterias. (Pidiendo perdón previamente, por supuesto, por el genocida y colonialista invento de los antibióticos).
Al final esto ha terminado por ser más que una oda una crónica de lo que puede verse en la actual Bienal de Venecia.
Although anthropomorphizing staircases is an insult to biodiversity and to the ecological dignity of the animal in question—and the same could arguably be said of domestication itself—the truth is, once you’ve got an elephant on a train, you’d better know how to get it off.
Stairs for pachyderms obey rules quite different from those for humans and their canonical formula of two steps plus a tread equalling sixty-five centimeters. When four massive legs are involved—when even the width of a single footprint translates into tons—the design of such a device is anything but simple. In any case, it must be carried out with care and with due regard for the unavoidable interspecies diplomacy.
On top of that, one must consider the political ecology of transporting these trunked actants. This staircase is, in fact, a space of friction in which a true hybrid assemblage can be observed in its purest form. As we can see, trans-scalar matters are a recurring source of conflict. And of linguistic confusion. One wonders whether grammar itself is prepared for the sovereign obscurity that avoids naming such a thing: “elephant staircase.”
All the same, we’d do well to remember that if a genuine architecture for non-humans were ever to exist, it would be difficult to find any audience for it outside the realm of Homo sapiens… Certainly, we are capable of both the best and the worst when it comes to other species, but it must be said that even the very notion of architecture is a rather anthropocentric one. In any case, and simply to register an honest concern for the much-needed negotiation to resolve trans-scalar conflicts: if they ask for it, next week we’ll discuss staircases for bacteria. (After apologizing in advance, of course, for the genocidal and colonialist invention of antibiotics.)
In the end, this has turned out to be less an ode than a chronicle of what can be seen at the current Venice Biennale.
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