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24 de marzo de 2014

EN LO MENSURABLE ESTÁ LA ARQUITECTURA


Un buen amigo, seguramente uno de los profesores más perspicaces con quien he tenido el privilegio de cruzarme, gusta señalar frente a la pura tendencia a la teoría, que si bien parece que el esfuerzo en el aprendizaje se centra en dotar al trabajo de lo inconmensurable, solo en lo mensurable está lo más hermoso, enorme y práctico de la arquitectura: ”El hombre es siempre más grande que sus obras porque nunca puede expresar completamente sus aspiraciones. Para expresarse a través de la arquitectura debe recurrir a medios mensurables como la composición y el diseño. La primera línea sobre un papel es ya una medida de lo que puede ser expresado cabalmente. La primera línea sobre el papel es ya una limitación”(1).
La arquitectura es esclava, sirviente, de lo concreto, de la medida precisa. Esa medida exacta debe resguardarse en la totalidad de la obra y en ella encuentra su libertad, su realidad. En esa primera línea empieza la arquitectura porque toma cuerpo, porque deja de ser inconmensurable, (para más tarde poder volver a serlo, aunque entonces en su verdadero y profundo sentido). En esa primera línea las distancias se entienden aproximativas, progresivas, pero en cada uno de esos tanteos se avanza hacia la medida real.
Hoy cada medida de la arquitectura parece dictada tan solo por una norma. Sin embargo que un salón tenga de principal habitante un círculo de 3 metros de radio, que todo automóvil se haya convertido en un rectángulo abstracto de 450 cm de lado mayor, o que deba colocarse una escalera a un máximo de 5000 centímetros de una postrera puerta, no alcanza a significar lo mismo que la medida del grosor de un muro para el monje Hans Van der Laan, que la proporción en todas sus dimensiones de cada una de sus estancias para Palladio, o que una altura de techos de 3200 milímetros en el Pabellón de Barcelona para Mies Van der Rohe.
En los territorios de la medida solo existe una zona franca para la arquitectura: la que se encuentra entre la proporción y lo esotérico. En esa franja, la medida es trascendente porque relaciona el cuerpo y el mundo por medio del número. Ciertamente hoy el “modulor” o el “número plástico”, (u otros tantos intentos), son contemplados como una reliquia por millares de jóvenes, sin embargo su verdadero juego encubierto nunca desaparecerá por completo por la simple razón de que la arquitectura aspira a ordenar el mundo a través de la medida. Por la mera razón de que la arquitectura necesita de la medida, de lo concreto, para existir.
“Omnia in numero, pondere et mensura”, dice El Libro de Sabiduría (Sab 11:20). También la arquitectura está en el peso y la medida concreta. Sin el peso y la medida exactos no hay arquitectura que valga. Solo en lo mensurable aparece lo inconmensurable.

(1) Jesús Bermejo, buen amigo y arquitecto del número, acaba de publicar una réplica a un texto de este espacio que ha llamado "de lo mensurable y de lo incomensubrable" donde recoge la continuación de este texto de Louis Khan: Kahn, Louis I. Forma y diseño. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1965.

26 de julio de 2021

PRELUDIO A LA SIESTA DE UN FAUNO

 

Mies Van der Rohe tomándose una plácida siesta sobre un duro banco de piedra, es, como siempre que el arquitecto alemán se muestra relajado, un motivo de reflexión. El puro encendido entre los dedos, la dureza del sol y la postura dan idea de que no se trata de un descanso duradero sino de un sencillo instante de reposo. Tras la imagen se intuye, cuanto menos, una comida copiosa e incluso cierta placidez veraniega. Pero siempre que encontremos a Mies de este modo, sospechemos. Cada momento de tranquilidad en Mies oculta y trata de compensar tensiones inusitadas. 
La imagen fue tomada por Fritz Schreiber, en Pura, en el cantón suizo de Ticino. Poco antes, el 11 de Abril de 1933, los nazis habían cerrado la Bauhaus de Berlín de la que Mies era Director. Es entonces cuando emprende un viaje con sus alumnos en una huida hacia ningún sitio, tratando de ganar tiempo, o al menos, a la espera de que el panorama se aclarase. Esos meses de verano recorrió con ellos Alemania, Suiza y el norte de Italia, visitó obras de Gilly y de Schinkel. Construyó a su alrededor una especie de Bauhaus itinerante y de incierto futuro. Una feliz Bauhaus portátil. Una Bauhaus fuera de la Bauhaus que tomaba cuerpo en Mies mismo. Y en la que no era necesaria la presencia de profesorado, aulas, ni planes docentes… 
Mies, aun con esperanza, durante algún momento de reposo, quizás en éste mismo, soñara con el siguiente e inevitable viaje a América. El 20 de Julio de ese mismo año, la Bauhaus quedó definitivamente clausurada. Con ese cierre se derrumbaron muchos sueños. Durante un tiempo, incluso la idea de soñar.

1 de marzo de 2021

OTRO MINIMALISMO


Es mentira que Mies Van der Rohe inventara el lema “menos es más”. Aunque para ser justos, no presumió nunca de eso. La frase, que dio comienzo a un enorme malentendido o, si se quiere, a una filosofía, era de su maestro Peter Behrens. Cuando Mies le estaba presentando mil opciones para la fachada de la fábrica de la AEG, éste respondió con un lacónico “menos es más” que al veinteañero delineante se le quedó grabado a fuego. El significado de esa sentencia, como los dichos de Parménides, era ambiguo y sujeto a interpretación, pero en Mies supuso una iluminación capaz de guiar una obra excelsa (y una posterior y nutrida cantidad de discípulos y aberraciones). 
En realidad la frase era un programa maximalista antes que uno fundado en el “casi nada”. Toda obra debe ser un “pudoroso iceberg” de significados, donde el protagonismo se funde en lo tácito y donde, dentro de lo posible, solo haya que dar la sugerencia de las cosas para que el resto se complete en la cabeza del habitante. Aunque el verdadero problema del “menos es más” es que fue interpretado de manera unidireccional en una arquitectura de simple vidrio y acero mientras que otras alternativas y otras arquitecturas eran posibles bajo su auspicio... 
En este sentido, en la reforma para la Neue Wache, en 1931, Heinrich Tessenow mostró, a quien quisiese oírlo, otra opción. Un agujero en el techo de la vieja obra de Friedrich Schinkel abría la obra a multitud de sentidos. El gesto era tan simple como eficaz: "Quitar" en lugar de "poner", por poco que fuese, era una opción aún más radical que la de Mies (quien por cierto se presentó a este concurso y perdió). Llegados a un punto es necesario decir que "Menos es suficiente", sin embargo el paso más allá está en considerar que con poco basta, que "poco es suficiente".
El cielo de Berlín se cuela por ese agujero y cae hoy sobre la oscura Pietá de Kollwitz. A partir de aquí otro minimalismo habría sido posible. Uno mejor, o al menos más rico, psicológicamente hablando.

20 de septiembre de 2021

SIMETRÍA Y SALFUMÁN

La obtención de la forma moderna debe más al hundir en el ácido de la abstracción y de la asimetría las formas del pasado, que al funcionalismo y al hormigón juntos. Sumergir un par de días en ese líquido corrosivo cualquier arquitectura garantizaba su completa desinfección ornamental. Bajo un líquido semejante, las acroteras, canecillos y angelotes se desprendían de los muros como la carne de los huesos en un cadáver. Ciertamente la agresiva combinación dejaba un embarazoso olor a salfumán pero, a cambio, lo rancio quedaba completamente erradicado. 
Los químicos saben bien de los devastadores efectos de no manejar con precaución el ácido y sus disoluciones. No sucedió lo mismo con los arquitectos modernos encumbrados en esa nueva alquimia de la limpieza. 
Que Mies van der Rohe, por ejemplo, manipulase aquellas sustancias corrosivas sin precaución era jugarse demasiado. Sobre todo para los ojos. Y que en la necesaria proporción entre abstracción y  asimetría, se prescindiera además de este último componente era tontear con fuego...
La asimetría sin el equilibrio que brinda la abstracción resulta un potente explosivo. ¿Acaso el paso del tiempo no carcome la forma de un modo semejante? ¿Acaso la simetría no es un procedimiento netamente clasicista? En “Complejidad y Contradicción”, Robert Venturi se encargó de subrayar los simpáticos efectos de la exacta compensación entre las partes que brindaba la simetría. Pero es que la empleada por Mies le hacía más posmoderno que el mismo Venturi. Las plantas de los edificios americanos de Mies, desde los construidos a los proyectados, el Crown Hall, muchos de los del campus del IIT, incluso la Galería Nacional de Berlín suponen una bofetada a la moderna asimetría. 
¿Por qué calificar entonces a Mies como un arquitecto moderno? ¿Solo por su abstracta sencillez? ¿Solo por el uso del vidrio y el acero? 

13 de febrero de 2009

MULTIPLICAR


Hay un momento en la trayectoria de un artista mucho más peligroso que el de la simple crisis de creatividad. Un instante mucho más dramático que el miedo al vacío y la soledad ante la tela o el papel en blanco. Es el momento en que el creador siente que ha hecho su verdadero descubrimiento. Cuando percibe que se le han abierto las puertas de lo sublime. Cuando ante su vista se despliega en todas direcciones su propio lenguaje. Como algo irrefrenable. Imparable. Y terriblemente amenazador.
Ante ese despeñadero abierto ante sus pies, tiembla toda rodilla, y el cuerpo se tambalea atraído por el vértigo de esa profundidad. Es el abismo de los múltiples. Es el abismo que se ha tragado a Mondrian, y a tantos otros. Es el abismo del que Picasso se pasó huyendo, a la carrera, toda su vida. Con el que Duchamp y Beuys flirtearon y que obligó a Pollock a suicidarse. Es el abismo ante el que Mies van der Rohe cayó, desparramando sus tripas y su cigarro humeante sin que nadie se diese cuenta.
El instante de los múltiples es aquel en que el artista se repite. En el que comienza la imparable autoimitación que inaugura el mito. El artista ante el hallazgo de su lenguaje original, cómo puede abandonarlo en la cuneta como si fuese un trasto viejo. ¿Cómo pasar sobre él sin gritar que por fin ha descubierto su camino?. Y lo que es más substancial, ¿Cómo no mostrar al mundo que él mismo se ha dado perfecta cuenta de su descubrimiento, que ha sido el primero en reconocerlo como tal?. De ese modo, los múltiples llegan a ser, en realidad, la estrategia de comunicación más verosímil de todo el arte moderno, el auténtico diálogo del artista con el público. En sí, una metacrítica y un metalenguaje.
La repetición es la única vía que le resta para acentuar que nada ha sido por casualidad. Es la única vía por la que puede, por vez primera, y por medios verdaderamente propios, mostrar que es consciente de su invento. Así pues, vindicar los múltiples supone reclamar la creación como acto de dialogo. Admiramos a los artistas que se repiten en cuanto hecho comunicativo. Más a quienes no lo hacen y pasan altivos delante de su invento, porque, inevitablemente, es con la misma pose dialéctica y dandy de los grandes personajes de Platón.
Múltiples pertenece a ese espacio comunicativo y dialógico. Múltiples no es un estilo, al menos literalmente. Ni una receta, sino una actitud. La repetición como diálogo exige valentía y cierta capacidad de sorpresa ante una pluralidad de conexiones que se despliega ante nuestros propios ojos.
Múltiples concede igual valor al original que a la repetición porque ambos manifiestan su propia trascendencia. Si el original contiene el atractivo de la iniciación y lo pionero, la repetición comparte ese descubrimiento de manera retrospectiva.
Walter Benjamin señala como en los múltiples, la copia antigua y la reciente hablan de cosas distintas, aunque poderosas. El tiempo dota a las copias añejas de valores, al igual que a los hombres de arrugas. Con los múltiples, ni forma, ni autenticidad, por primera vez, son protagonistas, ni siquiera lo es la edad de la obra, sino las relaciones que establecen unas copias con otras. Múltiples es un hecho doble. Sin duplicidad no existe, solo adquiere su riqueza y su valor por medio de la copia. Como la propia firma, solo le es dado su poder en el instante en que se convierte en un hecho reiterado, falsificable. Múltiples vive en una cultura de la copia, de la duplicidad, del doble y hunde sus raíces en la serie y en el ready-made. Pero al igual que Duchamp, al igual que Beuys, a los múltiples les es imposible no manifestar su espíritu lúdico y la pertenencia a una cadena de formas.
Cada cual juega a los múltiples de una manera distinta. Cuando preguntan a Beuys, responde que en ellos se esconden, simultáneamente, tanto una estrategia de distribución masiva, como un mensaje, contenido en la misma multiplicidad del objeto. La estrategia de los múltiples está en la constante repetición de la fachada de Mies y en la retícula de todo el minimalismo. En la obra íntegra de Duchamp. En las cúpulas multilobuladas y supurantes de Bernini y Fuller. En ese Warhol que apila las imágenes como billetes de dólar falsos y en las infinitas puertas del infierno de Rodin. Pero también y secretamente, en el orfanato de Van Eyck, donde las formas se repiten sobre sí mismas con la fuerza de un salmo bíblico; en Koolhaas, cuando en cada obra falsifica una parte del objeto surreal y trasero que es él mismo. En Jasper Johns y en sus banderas repetidas como negras botellas de refresco gaseoso. Existe en Zaha Hadid o en Brunelleschi, con la producción de un universo formado por objetos perspécticos que proliferan como un virus mortal.
Múltiples, como hemos visto, ama las fronteras, los bordes, y se acerca a los sitios donde las formas brotan y se entremezclan con ese algo superior que las hace distintas. Cada cual verá Múltiples de una manera distinta, como es natural, pero todas unen sus raíces en un punto común; ese punto común son los ecos resonantes de una estrategia con vocación de intercambio. Un intercambio que hace que, mientras el discurso moderno permanece intocable, y el mercado está pendiente de la última subasta o publicación, nadie se pregunte: ¿Qué sucede con los múltiples?.
Múltiples aparece con el aire de las cosas redescubiertas, de los espacios semi-nuevos. Múltiples hace que, mientras la crítica sermonea altiva a un público inexistente, o el mercado firma talones ante lo peor del viejo arte moderno, la obra grite, desbaratando discursos, depreciando autenticidades y billeteros, con la fuerza de lo plenamente verdadero. Con la fuerza de una auténtica resurrección.

11 de enero de 2016

ACOSTUMBRARSE


De tanto admirar la casa Farnsworth, obra maestra de la ligereza y de Mies van der Rohe, encumbrada por encima del suelo y de si misma, hemos dejado de ver su colector. Pero ahí está, disimulado a pesar de ser grueso y excesivo. 
Ese tubo habita en la oscuridad de la casa, bajo la plataforma, como un ser deforme, como un atlante contrahecho. Ese tubo vigila sin descanso y con una sonrisa sin dientes a todo el que se acostumbra a las incongruencias que las obras maestras parecen tener que soportar. 
No se cuál es el mecanismo por el que uno se acostumbra a esas cosas y de pronto deja de percibir sus dolorosas incorrecciones. La fuerza de la costumbre aniquila ciertas faltas, las hace desaparecer, tal vez por la mera repetición de la mirada sobre ellas. Sin embargo, la mierda sigue allí. 
Por mucho que nos pese, por el interior de ese tubo invisible, bajan las aguas fecales de la señora Farnsworth. Mientras, en paralelo a esa heces, asciende el agua limpia y el resto de los suministros de la casa. Aunque invisible, esa proximidad es una guarrería doble. Aunque sea prácticamente teológica, (más que escatológica). 
¿Cómo hemos llegado a no verlo? ¿cómo se lo hemos perdonado a Mies? ¿por qué nos hemos olvidado de ese tubo vigilante en sombra?. 
Puestos a presumir de transparencia y de ligereza, y puestos a enfadar a la ya enfadada señora Farnsworth, ¿no hubiese sido mejor obviar incluso la necesidad del baño y de cocina de su casa?... Aunque duela plantearlo, ¿acaso no era una mejora la casa de vidrio que hiciera Philip Johnson sobre la idea de Mies?... 
Decía Jardiel Poncela que lo peor del infierno son los tres primeros días, es decir, hasta que uno se acostumbra. No, el problema del infierno es que aunque te acostumbres, no puedes olvidarte de que estás en el infierno. El problema es que una vez que percibes ese tubo maldito ya nunca te olvidas de su presencia. La pérdida de la inocencia es el peaje que toda obra maestra debe poder soportar.

4 de noviembre de 2019

EL EFECTO KIKI-BOUBA

En 1929 el psicólogo alemán Wolfgang Kohler pergeñó un extraño experimento. Ante una forma puntiaguda y otra bulbosa, solicitó a cientos de personas que les diesen un nombre entre dos inventados por el mismo. El resultado no ha dejado de ser estimulante para los lingüistas, los neurólogos, los antropólogos y los filósofos. Los encuestados mayoritariamente llamaron a la forma puntiaguda "Takete" y a la curvilínea "Baluba". 
El experimento hizo tambalear uno de los presupuestos en la fundación de las lenguas primitivas: la relación entre formas y sus sonidos no era tan arbitraria como se pensaba. A la vez que se desmontaban firmes creencias en antropología linguística, se inauguró el arte de la sinestesia. Tras muchos experimentos posteriores, hoy existen pruebas de la firme relación entre las formas y nuestro comportamiento ante ellas. Esto sucede incluso con sonidos, sabores y olores, además de con la música, pero el peso de esta poderosa fuerza secreta entre nuestro cerebro y el mundo apenas ha sido tenido en consideración en la arquitectura. 
En realidad Takete y Baluba (que una vez repetido el experimento cambiaron su nombre por los más callejeros y macarras “Kiki” y “Bouba”), habían tenido egregios antecedentes. Mies van der Rohe, en Berlín, poco antes que su compatriota y vecino Kohler, en 1921, proyectó un rascacielos en la Friedrichstrafáe y un año después, otro de vidrio. Es difícil no ver en la coincidencia entre los dibujos de Wolfgang Kohler y los de Mies para las torres un poderoso intercambio entre disciplinas...
Pero el caso, y es a lo que vamos, la prueba más evidente de la ignorancia de estas poderosas energías por parte de los arquitectos es que si les preguntan sobre esas torres de Mies, una de esas noches que dedican su vigilia a castigar el hígado y poner a caldo al resto de la profesión, los más despiertos pueden que contesten con un condescendiente “¡Ah, si! las torres de cristal de Berlín”, ignorando que todo el mundo sabe que en realidad su nombre adecuado y cierto son Takete y Baluba.
¿Cómo va a conectar la arquitectura con la sociedad, cómo hacer que su mensaje sea accesible si ni siquiera los arquitectos saben dar un buen nombre a sus obras?

27 de marzo de 2017

ENTRAR, DEJARSE SEDUCIR


Un oficinista empuja la puerta para acceder al recibidor de su diario lugar de trabajo. Aunque la entrada a la torre donde acude se produce desde más lejos. La plaza previa al edificio de oficinas, espacio regalado a la ciudad, constituía ya el verdadero primer paso. Para conquistar el mismo plano de suelo de la torre, había ascendido tres peldaños desde las calles de Nueva York y luego había cruzado entre dos estanques rotos por chorros de agua, que como esculturas, le habían escoltado hacia la entrada. 
Justo antes de ese suave empujar la puerta, una pérgola le había ofrecido un techo que no era el de la propia torre, puesto que era más oscuro, grueso y pesado de lo imaginable, aunque le permitía plegar el paraguas los días de lluvia. En ese instante, bajo el voladizo de la entrada, podía verse como la fachada de vidrio del hall había reducido sus proporciones hasta convertirse en la pequeña puerta giratoria que ahora empuja. 
El empleado se aproxima cada día a ese paño de vidrio bajo la torre por su eje, sin embargo, aunque lo intente, nunca puede atravesarlo. La puerta giratoria aun siendo de vidrio no le regala siquiera la posibilidad de un último reflejo donde acicalarse antes de entrar al trabajo debido a su curvatura deformante. Tendrá que posponer ese gesto, como poco, al interior del ascensor
Hay arquitecturas a las que se llega arreglado desde casa. 
Mies Van der Rohe sigue ofreciendo en el acceso del Seagram Building una lección inagotada sobre lo que es una puerta y sobre el sentido que toda entrada tiene como mecanismo de seducción. Cada entrada en la arquitectura de Mies ofrece la misma atracción que un ritual de flirteo. Todo está dispuesto sobre un eje que no permite nunca que sea accesible, que no se puede cruzar. Disminuye y acerca el tamaño de la arquitectura hasta hacerla tangible, sin embargo, y siempre en el último momento, no deja a nadie penetrar por el mismísimo eje. Aquí, a modo de parteluz, se encuentra el eje de rotación de la puerta. Tal vez, porque como en las antiguas iglesias, el eje para Mies se dedica a algo sagrado. E innombrable.

6 de julio de 2015

LA FIRMA DEL ARQUITECTO


Durante los periodos heroicos de la modernidad puede que el primer proyecto de un arquitecto fuera la acción constitutiva de uno mismo: su firma. En algún momento de su carrera, como si fuese un verdadero primer proyecto, Le Corbusier o Mies van der Rohe hicieron lo propio con esos nombres y garabatos. La firma de un arquitecto significó entonces, además del establecimiento de un nombre, algo bien diferente. Tal vez no más complejo que lo que significa para un notario. Tal vez no tan insondable como lo es para un artista o un artesano. 
Sin embargo el sentido de la firma de aquel arquitecto recién nacido moderno no era precisamente el mismo que tenía para Picasso o Velázquez. El artista con cada rúbrica depositada sobre la obra, certifica su autenticidad. De hecho, falsificar el estilo o los temas de un artista no es aun hoy un delito, aunque si lo sea falsear su firma. Gracias a la firma, la obra de arte nos envía un mensaje doble: primeramente que la obra aspira a reconocerse como obra, y obra de arte; en segundo lugar, afirma que sobre ella estuvo el cuerpo y el talento depositados allí por el artista. Por eso, y de alguna manera, con cada firma el artista vende su cuerpo. Cada firma es, en el arte, una especial manera de “prostitución” ha dicho Barthes con algo de malicia. 
Sin embargo, y ya que el arquitecto no puede vender la huella que su cuerpo dejó sobre la obra, dado que no construye por sí mismo la arquitectura, ¿qué significó pues la firma de esos pioneros?. Melodramáticamente con su firma el arquitecto no vendía otra cosa que su derecho a la libertad, su responsabilidad y su prestigio. En fin, con su firma el arquitecto no vendía un cuerpo, sino quizás algo peor. 
La firma del arquitecto, aun hoy, es un signo de la responsabilidad que asume. Firma, y con ese acto asume la carga no de su obra, ya que ésta no es de su propiedad, sino la de haber contribuido, mal que bien, a ella. La firma significaba asumir una responsabilidad, semejante a la que se asume respecto a una progenie...
Una línea extraordinariamente recta, bajo el nombre de Le Corbusier. Una R sobradamente mayúscula en el apellido de Mies… No cabe ver hoy en esos trazos las firmas de unos meros artistas, sino los enigmáticos signos de una extraña pero valiosa forma de compromiso con lo ejecutado. Seguramente lo que representan esos signos, esos leves rasguños, fuera uno de los pocos motivos a los que aquellos arquitectos debían su pervivencia... 
Cabía esperar que tras la firma, tras ese primer proyecto de un arquitecto moderno, vendría el resto. Empezando por el proyecto de una silla y luego el de una casa (1). 

(1) COLOMINA, Beatriz, “A Name, then a Chair, then a House. How an Architect Was Made in the 20th Century”. Harvard Design Magazine, nº 15, 2001.

9 de enero de 2017

LA DUREZA DEL LAPICERO, O POR QUÉ EN OCASIONES MIES DIBUJABA CON UN PURO EN VEZ DE FUMÁRSELO


Para los mitómanos y los místicos “el papel en blanco” aun es el territorio mental preferido de la incertidumbre y de la grandeza creativa de la arquitectura. Se equivocan. La auténtica dificultad de ese proceso estuvo siempre un escalón antes que en la blancura inmaculada del papel: en la elección del lapicero con el que comenzar a trazar la primera línea
Antes, cuando la arquitectura se dibujaba a lápiz, la dureza del grafito marcaba el carácter del dibujo pero también de quien lo usaba, más que cualquier otra decisión de partida. Desde la dureza extrema del 10H, cortante como el filo de un bisturí, a la blandura de un algodón negro de un 8B, esas gradaciones no eran simplemente una habilidosa combinación de arcilla y grafito, sino hasta una filosofía. Cuentan que cuando al arquitecto sueco Sigurd Lewerentz, acostumbrado a dibujar con un 6H, se le acercó una estudiante blandiendo un dibujo realizado con un 2H, irónico, le preguntó si se iba a dedicar a partir de ese momento al dibujo en lugar de a la arquitectura… 
La dureza de esa mina de grafito determinaba el tipo de papel y hasta al tipo de dibujante y de proyecto, porque de su elección dependía de modo transversal la cantidad de veces que se podían arrastrar los instrumentos de dibujo sobre lo ya dibujado sin mancharlo, sin arruinar su limpieza o sin cortar o agujerear el propio papel. Inevitablemente un dibujo muy trabajado estaba configurado desde la extrema dureza de un lapicero o desde la extrema habilidad de su dibujante, que paseaba por el papel con una mina más blanda sin el pecado de la suciedad. Por eso con el tiempo, en la memoria de la arquitectura la precisión y la dureza construyeron una imagen indisociable en el dibujo. 
Y sin embargo ahí estaba también Mies van der Rohe, pensando duro y afilado como ningún otro, pero dibujando con un grafito gordo y blando. Con los puños de la camisa milagrosamente limpios, con una ligereza y una postura que no permiten horas y horas de esfuerzo. Casi con gracia, como los calígrafos japoneses. Como si para la precisión necesaria de su arquitectura se debiese dibujar en el extremo, o con un grafito grueso semejante a uno de sus puros, (en ocasiones como ésta parece estar dibujando con la ceniza de uno de ellos), o en otros casos, con un escalpelo. Pero de ningún modo con un HB tibio y a medio camino de nada. Porque en el fondo ese quizás fuera el mayor de los problemas en la elección de un lapicero - y tal vez de la arquitectura - las medias tintas.
Hoy la simple gradación de grises informáticos, del 250 al 255, está privada de esas connotaciones...Y conste que no se dice con asomo de nostalgia.

30 de mayo de 2022

EN LA OBRA NO HAY PRIMAVERA


Cualquiera que haya puesto ladrillos o vidrios, cualquier capataz, obrero o ferrallista, cualquiera que haya pisado una obra sabe que se trata un espacio hostil en el que perpetuamente se vive bajo un frío o un calor insoportables. Los bidones que contienen hogueras ocasionales constituyen un símbolo ancestral del momento de la construcción. En la obra no hay primavera. Por esa razón, solamente una vez concluidas, pueden adquirir algo del calor sustancial al cobijo humano.
Aunque no siempre se logra. 
Hay quien construye verdaderas cámaras frigoríficas. 
La imagen podría ser la del serpentín que forma la espalda de un frigorífico moderno. Pero es peor. Es el suelo radiante de la casa Edith Farnsworth. La distribución de las mangueras que recorren la casa, de pura uniformidad, ajenas por completo a la orientación, al exterior, a los árboles y las sombras que ofrecen sobre ese suelo, son una declaración elocuente de los intereses de Mies Van der Rohe por el buen vivir de su clienta.
Desde luego en esta obra no había un clima bien temperado. O invierno o tórrido verano. Ni más, ni menos. En Mies nunca hubo asomo de primavera. 

14 de octubre de 2013

CONCIERTO DE ARQUITECTURA

La ciudad es el instrumento musical por antonomasia de la modernidad. Esto ha sido probado antes incluso de que la modernidad existiese como tal. Los “intonarumori” (entonaruidos), fueron los inventos de Luigi Russolo y Ugo Piatti para recrearlos. 
Esto bastaría para probar la constante relación de la arquitectura con la música, más allá incluso de la equivalencia “congelada” entre ambas. 
Esa música arranca desde la construcción de la arquitectura, donde ya provee interesantes conciertos. El lento ascenso de la cubierta de la Galería Nacional de Berlín, fue atendida como una sinfonía por Mies Van der Rohe y toda una multitud que acudió a escuchar los quejidos de la estructura al elevarse. El esfuerzo de la losa negra de acero ascendida por majestuosos gatos hidráulicos fue un acto con más efectos musicales que constructivos o formales, pues en realidad a Mies sólo le importó siempre una precisa distancia del suelo a techo y no sus gradientes. 
El concierto allí presenciado debió estar a la altura de alguno de los mejores de Stockhausen. 
Toyo Ito, por su parte en la Mediateca de Sendai hablaba de los chasquidos de la estructura de acero al contraerse y retorcerse después de ser soldada. Chirridos nocturnos de parto, quizás mejor que ese prolongado ruido de fondo que es el 4,33´´, de John Cage. 
La propia arquitectura se encarga de emitir a diario los crujidos de suelos, los golpes de sus desagües y los de sus ascensores intempestivos. Los conciertos de la arquitectura son permanentes y son tanto mejores que los de sus habitantes. Los inaguantables ruidos, llantos y gemidos de las paredes vecinas llegan a nosotros a través de una arquitectura siempre demasiado débil. 
Porque puestos a elegir es preferible contar con la arquitectura como proveedora de música que sus habitantes (cuando no son profesionales): “En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde…” (1)

(1) CORTÁZAR, Julio. Un tal Lucas. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1979. 

3 de octubre de 2016

LO QUE SCHINKEL HIZO CUANDO TUVO QUE EXPLICAR COMO SE APRENDE ARQUITECTURA



Es leyenda que Karl Friederich Schinkel dio comienzo a su vocación artística al visitar una exposición y quedar sobrecogido con una obra allí colgada. Y es leyenda que renunció a su vocación de pintor al pasear entre los cuadros de otra exposición pocos años después (1). (Desde entonces poca gente ha vuelto a tener la fortuna de recibir el aliento de las musas en esos lugares, por lo general más abarrotados de personas que de obras). 
Berlín, Mies y la Arquitectura le deben, cuanto menos, gratitud. 
Schinkel ejerció como arquitecto del siglo XIX, pero fue especialmente talentoso y con unas dotes inusuales para prescindir de todo lo superfluo, de la decoración y de las artes aplicadas. Curiosamente, y a pesar de que su vocación se había despertado como una conversión repentina, lo cierto es que tuvo ocasión de pergeñar un lugar donde los arquitectos pudieran aprender tan incierto oficio sin recurrir a las musas ni a sucesos paranormales: construyó una escuela de Arquitectura en 1831. 
Sin entrar en los pormenores de la vieja enseñanza que se impartía entre las paredes de la Bauakademie, puede decirse que el resultado era un edificio que hablaba del porvenir de la modernidad: desde su inesperada austeridad, a su estructura de pórticos de acero, la obra suponía una ventana al futuro por la que Mies Van der Rohe supo asomarse. 
Cualquiera diría que la parquedad formal de su planta podría encarnar sencillamente el espíritu mismo de la arquitectura. Todo era allí rígido, reticulado con un ritmo incesante de quinientos cincuenta y cinco centímetros. Ni un descanso. Aparentemente. 
En una esquina, apenas en un detalle de toda la planta, existe un pequeño paso en diagonal. Diminuto, casi inapreciable. Una puerta oblicua, medieval, frente a la racionalidad de la retícula para resolver el problema de entrar a una estancia en esquina desde el pasillo de circulación central. Un lugar inspirado. Necesario. Una pequeñísima diagonal, un acento que parece decir a cualquiera de los alumnos que estudiasen entre sus paredes: la arquitectura es oficio, y medida y ritmo, pero también un especial ingenio que sabe ver oportunidades más allá de la lógica convencional para introducir la excepcionalidad. O dicho de otro modo, el signo de una especial mirada, solo propia del arquitecto. El edificio ya no existe, tras la guerra y sus sucesivos intentos de reconstrucción y destrucción no se ha logrado que se volviera a levantar, salvo una esquina y un pobre andamiaje recubierto por unas lonas. Por supuesto sin aquella diagonal tan inapreciable como significante. 

(1) Las dos obras que supusieron su particular caída del caballo fueron un boceto del arquitecto Friedrich Gilly para un monumento de Federico el Grande y el cuadro «Monje en el mar» de Caspar David Friedrich. Mejor que ese cuadro de Friedrich, se dijo Schinkel a si mismo en un inusual arrebato de autoconsciencia, él no llegaría a pintar. Y dejó la pintura para dedicarse a construir.

3 de abril de 2009

ESTAR EN LAS NUBES (V)


“¿A qué se parece aquella nube? Esa es una pregunta que todos recordamos en alguna ocasión y que no altera , por tanto, la consistencia de nuestra imaginación. Es mejor invertir la pregunta. Porque existe un arte -el preferido por el príncipe de la melancolía y por algún personaje de Baudelaire- de reconocer figuras en las nubes: figuras evanescentes, consumidas, huidizas: figuras de lo moderno. Es cierto. Pero hay otro arte, análogo e inverso, más misterioso, más pervertido, que no deja el consuelo de la memoria, sino que mantiene siempre abierta la punzada de la sorpresa: el arte de reconocer la nubosidad de lo quieto, el arte de saber ver, no lo estable en lo huidizo, sino lo huidizo en lo estable: saber ver un desvanecimiento, un envejecimiento, una transición, un cambio – que asoma ya emborronando la imagen-. ¿Qué de nube hay en ese camello, en esa comadreja, en aquella ballena? ¿Cuánta nube es esta ciudad, esa arquitectura, aquel rostro?.”(1)

Estas líneas de Quetglas arrastran, poco después, una importante cuestión: ”¿Cómo la figura de las nubes ha podido anunciar, presidir y seguir todo el desarrollo de lo que ha sido la arquitectura moderna?”.
La nube, desde este punto de vista, es símbolo clarificador entre la firme voluntad de forma de la modernidad y la disolución de sus intenciones. Pero podemos concretar aun más la cuestión: ¿Cuánto de nubes hay en la arquitectura de Le Corbusier, o de Zumthor, o de Herzog y de Meuron, o de Chales y Ray Eames, o de Mies van der Rohe?.
La respuesta es variable pero siempre está presente y es posible. Las formas huidizas siempre se manifiestan como dudas o como ambigüedades en el proceso. También se manifiestan por medio de los trazos borrosos o por una suma de partes excesivas.
Así aparecen esa clase de nebulosas en los croquis de grafito de las torres de Mies. También en la sucesión de brillos, reflejos y chispazos que se dan en el Pabellón de Barcelona. Efecto similar se consigue en la casa de los Eames, donde la materia por medio de los reflejos se convierte en algo veloz como las mejores escenas de acción de una película de guerra.
En los croquis de Zumthor para las termas de Vals, donde son agua y piedra nebulizados, como si del mismo material se tratase. En todas esas pieles agujereadas por la carcoma, o como gasas de fantasma, que son las chapas perforadas de Herzog y de Meuron . En la sala de la Asamblea de Chandigarh plagada de formas contradictorias y colores, donde su esencia de ripio y de nube, mágicamente, coinciden...

“De John Ruskin - mirador de nubes- a Coop Himmelblau – que pinta nubes cenitales contra el azul celeste- ; de Louis Sullivan- que cruza el continente americano como una nube, para llover sobre Chicago incendiada- a El Lisstskij (sic) – que tiende sus trampas estribanubes alrededor de Moscú- ; de Otto Wagner – que fecunda Viena desde un globo nuboso de lluvia dorada- a Bruno Taut – con nubes de sombra polícroma sobre Magdeburgo coloreada. Llueve sobre los altares de Firminy. Hay una nube de hormigón gris con el arco iris sobre Ronchamp...”

(1) QUETGLAS, Josep, Escritos Colegiales, Actar, Barcelona, 1997, pp. 190

20 de diciembre de 2021

ESTO NO ES UNA CASA

El pabellón de Barcelona no es una casa. Ni una "casa alemana", ni una "casa moderna", ni siquiera una para los dioses. Su espacio se construyó para permanecer sistemáticamente desocupado y sigue, aun hoy, sin haber acogido ni un solo habitante. Además de ocasionales gatos nocturnos, turistas glotones de modernidad y el inevitable comisario de turno, sus cortinas, muros de ónice y sus pilares cromados, están a la espera, no de un morador, sino de presencias de otro orden. Y no hablo de fantasmas
En el pabellón de Barcelona hubo nunca posibilidad de dar cabida a actos repetidos, a hábitos, y por tanto, nada hubo que dejase huellas. No existe allí sombra del desgaste (en cuanto algo se deteriora se sustituye de inmediato), ni de Mies Van der Rohe, ni de la visita de un viejo rey, y menos del equipo que lo reconstruyó. 
Hace tiempo Josep Quetglas dejó escrito: “En la obra están custodiados y abiertos la biografía, la época y el curso general de la historia. Custodiados, abiertos y a la espera... ¿de quién?” Creo que se refería a la presencia de alguien semejante a si mismo. Pocos son los que se han ganado el derecho de ser sus perpetuos inquilinos, (que no habitantes). Él, de hecho, es de los pocos "habituados" a sus secretos y manías autistas. Son pocos los que, legítimamente, pueden caminar por ese lustroso espacio sin puertas sin pedir permiso y sin horario. ¿Por qué? Porque gracias a ellos sabemos que el pabellón solo puede ser habitado con ojos prestados. La ofrenda de esa actualización, la ocupación delegada que nos brindan, les otorga ese privilegio. Eso es lo más dentro que se puede estar en esta fría y magnífica obra. De hecho, si Quetglas, por un desafortunado casual abandonara Mallorca y tuviese que regresar a Barcelona como un desheredado, igual a como en la edad media los perseguidos tenían derecho “a acogerse a sagrado” bajo el pórtico de una catedral, el pabellón debiera guardarle el derecho a ocupar sus sillones, a pasear entre sus estanques, libre de ruidos y amenazas externas. Sin que ningún turista, catedrático, o viajero interrumpiese su diálogo con los reflejos y las sombras de ese lugar. Libre para seguir renegando incluso de la autenticidad del pabellón. (En esos paseos, podría dialogar con Robin Evans). 
Si la categoría de habitante está vedada a este espacio, la de "inhabitante" permanece abierta (1). Lo sorprendente es que apenas un puñado de personas siente el rumor de esa responsabilidad cuando intervienen entre sus paredes: la de hacer algo que permita soñar su habitación (2).

(1) Quetglas mismo decía: "¿Qué es un inhabitante? Quien habita sin poseer, sin estar, sin hacer, sin poder.". Ver Quetglas, Josep. "Habitar", en Restos de Arquitectura y de crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 26 
(2) Entre los últimos, solo Anna y Eugeni Bach, al recubrir esta obra de blanco y privarlo de materialidad, han sido conscientes de lo que estaba en juego. Pocos pueden ser intitulados de inhabitantes de esa no-casa.

2 de septiembre de 2019

EL PAPEL Y EL LAPIZ NUNCA SE TOCAN


Los físicos dicen que el papel y el lápiz nunca se tocan. El papel se queda a una distancia del grafito del orden de 10-5 centímetros. No es poca distancia porque los átomos son todavía diez veces menores.  
Ese negro polen, como lo llama Bachelard, queda flotando en una nube, solo ligeramente agarrado a la superficie irregular y volcánica que debe ser el papel a la astronómica escala de lo pequeño (1). Sobre esa distancia del orden de la diezmilésima de milímetro suceden cosas que no vemos y que pertenecen al mundo de las ideas. Pero el mero hecho de pensar que no hay una imbricación real entre el negro y el blanco abre un abismo al pensamiento de lo que es un dibujo. Porque si el carbón del lapicero y el papel no constituyen una unidad, al menos en nuestra mente, podemos temer incluso su posible divorcio. ¿Qué sucedería si de improviso el polvo acumulado de grafito vertido en la historia del hombre decidiese despegarse de los papeles que levemente les sostienen? Como mariposas negras esas nubes quedarían flotando y ya no tendríamos los restos de las ideas, ni acaso las sombras corporales de sus autores, sean de Giotto, de Mies Van der Rohe, o de nuestros seres queridos…
Solo el pensarlo asusta. Mejor seguir creyendo que nada hay tan sólido como esa unión entre el negro y el blanco en el que se fundaba el hacer del viejo arquitecto. Y que la memoria de lo trazado permanecerá más tiempo que nuestra propia vida. O al menos, más que lo dibujado con los aún más frágiles y etéreos ceros y unos.

(1) Bachelard, Gaston: «Materia y mano», en El derecho de soñar, Madrid: F.C.E., 1985, pp.71.

4 de junio de 2010

ENTRE LA BANALIDAD Y EL CAOS



Eckhard Schulze-Fielitz sería un perfecto desconocido si no fuera porque los signos de los tiempos tienen reservados rincones de gloria inesperados para ciertos temperamentos. Sus realizaciones apenas tuvieron el vigor o la destreza como para alimentar ninguna pléyade de seguidores. Su obra construida apenas podría considerarse un remedo aceptable de Mies van der Rohe sin su energía ni su garbo.
Pero algo sucedió en su carrera a todo punto inesperado; por medio de un amigo común, Daniel Spoerri, conoció a Yona Friedman y desde ese instante, fue capaz de saltar sobre si mismo y proponer una arquitectura absolutamente ambiciosa, viva y utópica.
La rigidez de sus propuestas anteriores fue trasformada en riqueza espacial gracias a adiciones de módulos tridimensionales que colonizaban el aire hasta el paroxismo. La propuesta Raumstadt, de 1959, es un intento plástico y urbano de una calidad indiscutible y se postuló como una de las megaestructuras más sugerentes de toda una generación que sintió en sus propias carnes el fracaso del urbanismo moderno.
Su vínculo innegable con Friedman o con las propuestas de Constant no le resta el mérito de saberse inmerso en un tiempo en que la respuesta utópica era, si no la única, si la más eficaz manera de trasformar la realidad.
Pero si algo de milagroso fue su encuentro con Friedman, en arquitectura no existen los milagros. Ese cambio inesperado se sustentaba sobre una infinidad de estudios de todo orden, desde lo psicológico, a lo social, pasando por la antropología y lo ecológico que ahora se encuentran recogidos y publicados en una obra magna editada con el suntuoso título de Metalenguaje del Espacio y que da idea del marco de ambiciones latentes que se ocultan tras su figura.
Entre la infinidad de esquemas y esbozos que aparecen, estos del comienzo, sin ser ni mucho menos los más significativos, ponen de relieve el lugar de aproximación de Schulze-Fielitz y de toda esa generación a las megaestructuras y las propuestas urbanas. El problema de la ciudad es un problema de forma. Pese a las inmensas connotaciones políticas y su cercanía al situacionismo, el problema a resolver solo era posible abordarlo por medio de la forma arquitectónica. Entre la banalidad de la retícula y el caos de lo informe se encuentran las posibilidades de lo armónico y de lo fascinante. Conocer el lugar ocupado en esos planos era aceptar que la utopía tampoco podía librarse siquiera del contexto en que navegaban, algo erráticas, eso si, las arquitecturas de su tiempo.

23 de enero de 2023

¿SABES POR QUÉ NO CADUCA EL MINIMALISMO?


Al igual que un anarquista no puede decir “nosotros los anarquistas” sin dinamitar la coherencia de un credo que trata de destruir todo tipo de agrupación, no existe el gremio que admita a los “minimalistas” como conjunto organizado. El minimalismo es una religión de seres solitarios y, como tal, no permite la formación de una cofradía, ni siquiera bajo una misma bandera disciplinar. Y debido a que no existe el gremio de los minimalistas, tampoco existen obras minimalistas, ni de pintura, ni de escultura, ni de poesía (cuya razón de ser es, precisamente, el esencialismo). ““Arquitectura minimalista”: de eso no hay” dice, con más razón que un santo, Josep Quetglas
Ad Reinhardt, la orden del Císter, Adolf Loos, Dan Graham, Robert Smithson (el mejor de ellos), John Cage, Marie Kondo y los lemas “menos es suficiente” de Aureli, o el anterior "menos es más" de Mies Van der Rohe, no permiten el gregarismo por mucho que puntualmente las afirmaciones, obras o actitudes que transmitan, hundan sus raices en un mismo fondo espiritual. Sus autores y obras no constituyen un grupo, y menos, un conjunto coherente.
El minimalismo exige la misma soledad que la del anacoreta. Construir una banda de autores o de obras "minimal", significaría construir un contexto, un sistema de relaciones entre todos ellos. En definitiva, supondría realizar un montaje y atribuirle un sistema de significados. Cosa que el minimalismo deplora. Como los toreros, que tras un empellón del astado se levantan y se sacuden el polvo, la obra minimalista grita "¡Dejadme sola!".
La causa de todo ello es que el minimalismo no significa nada. Simplemente nos persigue para dejarnos, precisamente solos. Es, por todo ello, un espejo en el que siempre acabamos retratados. Por eso no caduca y por eso nos inquiere, con esa insoportable medio sonrisa de lado cuando clamamos el consabido “espejito, espejito” del cuento: "No me preguntes. Estás tan solo como yo."

20 de abril de 2020

SOBRE LA TRANSPARENCIA, LOS PERROS Y OTRAS COSAS.


Ahora que cualquiera desearía tener tanto más un perro que una terraza, como si ambos fuesen equivalentes, yo para mí quisiera éste que pintó Leonardo cuando era un joven aprendiz en el taller del consagrado Verrocchio: un perro casi transparente. Un perro que no ensucie, que deje ver a su través. Y que, consecuentemente, hasta sus restos sean igual de inocuos. Y sin hedores. 
La transparencia del agua, del aire o del vidrio puede ser un hecho cierto, pero cuando se trata de un ser vivo la cosa cambia, y pasamos a entender esa presencia como ligeramente fantasmagórica. Efectivamente hay especies, sobre todo acuáticas, que en escalas diminutas son tan transparentes como su medio, pero por lo demás la transparencia es una cualidad al alcance de pocos seres de este mundo. 
Ni siquiera la casa más cristalina es verdaderamente transparente, porque lo transparente no es solo lo que deja pasar la luz a su través, sino lo que impone una forma de ver distinta. La transparencia exige unos ojos dispuestos de un modo contradictorio. Un poco como esos peces que tienen los globos oculares en el mismo lado del cuerpo, o como esos insectos que los tienen diminutamente arracimados, o que apuntan con ellos en todas direcciones sin ápice de sincronía. La transparencia, con esa tiránica forma de mirar cuatridimensional, exige colocar los ojos a los dos lados del objeto, a la vez. Un poco como la mirada que ofrecen los rayos X. Miramos delante del objeto y detrás y en medio, y vemos como entre esos puntos los ojos pasan, despacio, como el que atraviesa una levísima puerta. 
Eso es precisamente lo que consiguió Mies van der Rohe con la casa Farnsworth. O Leonado con este perro. Que los ojos pasen a su través, ralentizados, como fotograma a fotograma. Así puede verse el latido de los órganos o incluso el mal humor de la señora Farnsworth. Casi hasta podemos acariciarlos. 
Aunque ahora que lo pienso, no creo que la gendarmería de turno admitiera de buen grado ver a ningún paseante solo arrastrando una correa. Cosas de la transparencia.

11 de julio de 2022

LA MEJOR CRIPTA DE LA ARQUITECTURA MODERNA


Este maravilloso gnomo de jardín, con su gorro oscuro posando en una incómoda posición encunclillada es el arquitecto Jaques Herzog. Su contexto, algo tenebroso para una visita, es el bajosuelo de la famosísima casa Farnsworth, de Mies van der Rohe. En esa posición contempla el cilindro de las bajantes y las canalizaciones de la casa como si se tratase un tesoro arqueológico. Este lugar, nutricio y excrementicio a la vez, puesto que es el único cordón umbilical de la casa con el mundo, resulta, para cualquier arquitecto, un lugar de peregrinaje obligado cuando visita la antigua residencia de Edith Farnsworth. En él, como las catacumbas o las criptas fundacionales de las catedrales, se entierra el santo grial de la modernidad. En él se repite un tipo de ritual simbólico semejante al de multitud de templos occidentales desde tiempos inmemoriales: encima está el altar y a su sombra se encuentran los restos de un enterramiento que justifica el emplazamiento de la iglesia. 
Ese tubo de vulgar cemento, gastado ya por los besos de los peregrinos, (metafóricamente hablando), encierra el mundo de las apariencias, el simbolismo y, en cierto modo, hasta el cadáver de una época de la arquitectura y de su mundo de significados erradicados. Bajo ese suelo el acero blanco de la estructura no es tan blanco y el óxido y la suciedad, inevitables, dan la cara, deshaciendo la supuesta pureza a la que la arquitectura una vez aspiró. 
Mientras la casa, insuperada obra de arte, pervivirá para siempre convertida en lugar de culto. Por fin transformada precisamente en eso, en una capilla laica. Donde no es posible la vida, pero sí otro tipo de experiencias místicas.