24 de junio de 2019

LA DENIGRADA ZONA DE CONFORT



Cuando los vendedores de felicidad espiritual nos animan a salir de nuestra zona de confort, porque lo más valioso está fuera, porque las experiencias más estremecedoras y ricas se encuentran más allá de sus límites, el único remedio es resistir y rezar, y mucho, para no caer en esa tentación.
Con lo que ha costado a la humanidad construir eso que ahora se desprecia: la zona de confort. ¡Menudo inventazo!. Mucho más importante que la patata o la penicilina. Porque la denigrada zona de confort ha salvado más vidas que el tubérculo y Alexander Fleming juntos. 
Una casa caliente, bien ventilada, una casa donde no se hacinen sus habitantes. Una casa separada de la humedad del suelo, con paredes secas y sin mohos. Una casa limpia y con puertas que protejan su interior... Como para que ahora nos digan que la zona de confort es el mayor de nuestros males… 
Plegarias sin fin a quienes contribuyen a conservar las amenazadas zonas de confort, es lo que deberíamos hacer. Y junto a esas manifestaciones públicas de fe, debiéramos cultivar las jaculatorias privadas a los radiadores, a los pasillos, a los felpudos y a las cortinas. Rogad por nosotros, objetos de culto que construís las valiosas zonas de confort que son las casas. Porque sin ellas dedicaríamos nuestra vida diaria a sobrevivir de mala manera. ¿Saben por qué? 
Porque las zonas de confort son los lugares de partida, porque en ellos no existe la tensión del teatro público, y porque nos permiten ahorrar energías para otras cosas. Quizás más importantes. Por ejemplo, soñar.

17 de junio de 2019

GUARDIANES DEL AIRE


Los tabiques son un invento maravilloso a pesar de no ser más que unos muros pobres y delgados. En su origen la palabra árabe “tashbik” significaba entramar o fabricar redes, cosa que le hubiese encantado saber a Semper dado su esfuerzo por localizar el origen de la arquitectura en lo ligero y lo trenzado de las ramas y los tejidos vegetales. Pero hoy los tabiques apenas conservan ese significado. Tan solo los llamados tabiques palomeros (o conejeros) mantienen ese aspecto aéreo debido a la celosía que forman sus huecos entre ladrillos. Aunque, eso sí, nadie los ve. Porque los tabiques palomeros se usan para dar forma a las cubiertas inclinadas. 
Por cierto, la historia de esos tabiques perdidos que no separan personas sino que construyen la geometría de una cubierta, es una particularidad interesante de la familia de paredes. Si en algún momento lo fueron, hoy los tabiques palomeros no son ya refugio de palomas. Son tabiques que sirven cómo cámara de aire y para adaptar la forma del exterior al interior. Es decir, pertenecen a un tipo de soluciones constructivas que permanecen ocultas, y cuyo fin es el mero fabricar huecos intermedios. Pero aun con eso, aun con ser una mera tramoya, forman las necesarias tripas de la arquitectura. Esos huecos perdidos, transfuncionales, o sea, que en apariencia sirven para muchas cosas pero que al final no sirven para casi nada, juegan un importante papel en las casas, porque son los que construyen, en buena medida, el confort interior. Por eso y aunque no se vean, son un símbolo de esa capacidad de las casas de proveer cierto sentido de refugio. 
Los insignificantes tabiques palomeros no son poca cosa. Porque aunque modestos, cuando llueve o hace frío, sustentan la pendiente de una cubierta para expulsar el agua hacia el exterior, o hacen las veces de guardianes del aire intermedio. Pero todo, como sin esfuerzo, y sin presumir de estar ahí. Sin esperar recompensa.

10 de junio de 2019

VENTANAS PARA ANIMALES


Además de las habituales ventanas para caballos y otras especies, en raras ocasiones, los arquitectos también hacen ventanas para personas. 
Esos profesionales deben entonces salir de su zona de confort y esforzarse para entender la fisonomía de la mirada humana, y de sus extremidades ramificadas en dedos y su anómala verticalidad corporal. Y hasta tienen que estudiar la altura del horizonte y las impredecibles costumbres de esos bípedos implumes. Porque todos los animales merecen igual consideración a la hora del diseño. 
Desgraciadamente, las ventanas para caballos y gatos son diseñadas por los arquitectos dando todo por supuesto, y enseguida se buscan las mejores vistas al mar o a la catedral de Londres, porque se supone que caballos y gatos aprecian, además de habitar en un buen vecindario, el recibir el sol de mañana según madrugan y el resto de esas cosas habituales. Pero, claro, con los seres humanos es otro asunto. 
Si le Corbusier hizo una ventana para el dueño de la casa al borde del lago Leman, una ventana desde la que ladrar a la altura de los tobillos a los paseantes, no se olvidó de ese otra especie que jugaba con él y le entretenía lanzándole una pelota en el jardín, y le hizo una ventana corrida con vistas al lago… Porque “una ventana corrida ya no es una ventana”. Y su madre merecía la misma consideración que el perro. Que menos.

3 de junio de 2019

LO QUE SOBRA


Por eso que deja caer Matisse al suelo, sin cuidado, cualquier museo de arte moderno del mundo pujaría como si se tratase de oro puro. Lo que sobra de lo grande, es grande. Y hasta la basura de todo lo que huela a genialidad (o a negocio), se cuida como una reliquia salvífica.
Con todo, la belleza de ese confeti de colores, formas desechadas y de las que ni Matisse mismo sospecha un reciclaje posible, son un negativo suficientemente hermoso como para despreciarlo como idea. ¿Dónde fueron esas formas desechadas? ¿A qué cubo de basura van a parar los intentos fallidos de las cosas y de las ideas? Algunos exploradores de los restos, llámense investigadores, profesores o forenses, disfrutan escarbando entre las papeleras de la historia. Buscan recuperar una forma de hacer, unos rastros capaces de entender mejor a sus autores, a veces incluso tratan de rememorar con ellos el latido de una vida.
Y en eso estaba. Pensando con cuál de esas contrahuellas de Matisse me quedaría. ¿Cuál de todas ellas sería más “matissiana”, cuando he descubierto entre ellas, una, abajo, casi a la altura de su rueda. Un resto luminoso. Un retal que parece recortado por el pintor mismo, pero que no lo es. Un rastro de luz que brilla desde el fondo del cuarto, y que se posa entre el resto de los papeles. Como una paloma.
Y pienso que de todos me quedaría con ese trozo de luz. El único de todos ellos vivo. Móvil. Y se me ocurre que tal vez todas las casas deberían tener uno de esos trozos de luz fugaces, que aparecen al subir el sol en primavera, o que se refleja en un lugar misterioso. Aunque sea para recordarnos que las casas guardan más cosas que a nosotros y nuestros muebles.

27 de mayo de 2019

EL CALOR INVISIBLE


En el mundo contemporáneo, nadie, salvo que sea medianamente rico o muy pobre, tiene una chimenea de verdad en su casa. La chimenea, ese objeto que tanto tenía que ver con la palabra hogar, era un elemento fundacional de la arquitectura, pero hoy se ha convertido en un programa televisivo o en una mera decoración sin uso real.
En torno a la chimenea ya no nos congregamos, (salvo que hayamos alquilado una casa rural), por eso su sentido apenas se percibe. Solo queda de las chimeneas su poder embelesador. Es decir, la chimenea es actualmente, con suerte, un pasatiempo hipnótico. Desligadas de su poder calorífico, de esas aristas entre paredes y suelo solo importa su imagen. Ya no huelen, ya no sirven ni para cocinar, ya ni tienen que ver con el fuego sino con su vibración. Solo se ven. Se han vuelto, pues, cosas que no alcanzan siquiera el estatuto que tienen los objetos decorativos, puesto que en ellas ya ni está depositada la memoria de algún acontecimiento biográfico. Por eso ¿qué recuerdos guardan las chimeneas que nunca se han encendido?
Hoy lo único que queda de esos rincones son su sombra y sus conductos, que sin embargo sueltan el humo que se produce en las calderas de oscuros cuartos de instalaciones. Porque a pesar de que no hay chimeneas dentro de nuestras casas, sigue habiendo cuartos donde se queman combustibles y máquinas que producen calor (o frío) a conveniencia. Un mundo de tecnología oculta nos provee del verdadero y único confort que cabe esperar de la arquitectura. A saber: despreocuparnos del exterior. Situarnos entre dos curvas de óptimas condiciones higrotérmicas.
Aunque ahora que lo pienso, en realidad las chimeneas si simbolizan algo: que existe un afuera en el espacio descrito por esas curvas. Que en cualquier momento podemos volver a ser extranjeros de esa “zona de confort”. Mientras, las chimeneas sin uso se han vuelto un poco como ese incómodo acompañante de los antiguos emperadores romanos, que no hacía sino repetirles, "recuerda que eres humano". Recuerda que el confort no es una conquista irreversible.


20 de mayo de 2019

MULTIPLES TÁCTICAS DE ARQUITECTURA


Si las estrategias se han vuelto imprescindibles para el arquitecto, las tácticas son la ocasión del habitante de hacer con esa arquitectura lo que buenamente pueda. Porque mientras que el proceso del proyectar es estratégico, el de habitar es puramente táctico. En el sentido que ambas palabras tendrían en un campo de batalla. Precisamente la arquitectura surge en ese terreno intermedio. 
Desde ese punto de vista las tácticas del habitar resultan siempre transgresoras. Porque en realidad el que ha definido previamente lo normativo que subvertir es el arquitecto por medio de la coherencia del proyecto. Ante eso el habitante solo puede habitar tergiversando lo proyectado, puesto que la vida con su riqueza no puede preverse por completo. 
Los arquitectos, ante el primer clavo sobre una pared recién concluida sienten el mismo dolor que una trepanación en su propio cerebro. No hay explicación posible para algo que no debiera ser doloroso, pero es un hecho. Ella o Él, que han tratado con mimo el crecimiento de la obra, que ha cuidado los detalles y la lisura de esas paredes, de pronto son despojados de su progenie por unos salvajes habitantes, que sin entender sus desvelos, ocupan con sus trastos, generalmente vulgares y sin orden, a destruir toda limpieza. 
El relato táctico no es más generoso con la otra parte. ¿Cómo es posible que los cajones tropiecen con la ventana?, ¿o que el interruptor esté situado en tal o cual sitio infame, o que las habitaciones o los armarios no sean un poco más grandes? 
Ese malestar compartido y no necesariamente simétrico tiene lugar en una habitación construida, en cuya intersección se produce, sin embargo, un hecho mágico y poco relatado. Con el día a día, y la recolocación de la vida en torno a esas habitaciones se diluirán los roces. Y, como sucede con los zapatos nuevos al domarse, de pronto la casa se dará en nosotros y nosotros en ella. 
Ese modo progresivo de habitar, con sus leyes y secretos, ha sido poco valorado por los tiempos en que el objetivo de la arquitectura no era el habitar sino el impresionar. Sin embargo ese habitar rozando, puliendo, es capaz de establecer lazos recíprocos con lo construido capaces de abrir canales que habitualmente permanecen ocluidos. Ese modo diario de ocupar el espacio y dejarse ocupar por él, abre la vida a un modo de entendimiento de las cosas diferente. Ese modo de habitar, en realidad, supone un verdadero buen vivir nada despreciable. 
En el conjunto intersección entre lo estratégico y lo táctico, y por mucho que suene a lejana utopía, se da la disolución de la baja y la alta cultura, y el discurso elitista o popular de la arquitectura misma. En ese espacio intermedio ya no hay niveles, salvo de disfrute. Todo un camino que explorar.

13 de mayo de 2019

UN POCO DE SILENCIO


Dice Álvaro Siza que todas las bibliotecas debieran tener, a su salida, grandes escaleras donde poder pensar en lo aprendido, en lo leído en su interior. En la biblioteca, los libros y la lectura crean una atmósfera de intimidad que no es sencillo conciliar con lo cotidiano. Toda biblioteca debe ofrecer, por tanto, una especie de cámara de descompresión.
Miguel Ángel nos legó, ya lo sabemos, una de esas cámaras anecoicas perfectas. El recinto de entrada a la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, podría interpretarse de ese modo. E incluso la escalera que allí se desborda, podría ser leída como ese tipo de mecanismos de silencio reclamados por Siza.
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)

(1) Sobre este paño en blanco palabras más precisas pueden ser leídas en la tesis doctoral de Colmenares Vilata, Silvia (2015). Ni lo uno, ni lo otro: posibilidad de lo neutro en arquitectura. Tesis (Doctoral), E.T.S. Arquitectura (UPM).   

6 de mayo de 2019

NACIDOS PARA MORIR


Pocas veces somos conscientes que, al igual que los seres vivos, los edificios nacen para morir. Por el camino, como nosotros, sufren transformaciones que no hacen sino prolongar su existencia. De lo contrario es inevitable que tarde o temprano se conviertan en una pura ruina
Ser conscientes de eso nos evitaría algún disgusto, no solo como arquitectos. También haría que, cuando caminamos por una ciudad, sintiésemos su compañía y su envejecer como propio, aunque con un ritmo más lento e invisible, un poco como sucede con algunos árboles.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.

29 de abril de 2019

VIRTUDES DE UN CIERTO DESORDEN


El “cuarto del arquitecto” es un completo desorden. Con trastos encima de toda superficie, ni la mesa ni la silla pueden ser usadas. No cabe nada más en los armarios. Hasta por el suelo tiene sus cosas olvidadas. El cuarto del arquitecto parece definitivamente instalado en la adolescencia. 
Aparentemente el problema es que el desorden se entiende como una calamidad que afecta a la propia moral de las cosas. Y por eso resulta inaceptable. El orden se ha vuelto una de las penúltimas tiranías del mundo contemporáneo. Perder tiempo en encontrar cosas perdidas atenta contra el dios del rendimiento y la productividad. Lo cual es un pecado grave. 
Y así anda el arquitecto, entre el sentimiento de culpa y la innata necesidad de tener ante su vista su material de trabajo. Porque aun así, manejarse en el desorden, sea simbólico o real, corresponde al propio y específico modo de hacer del arquitecto. 
Basta fijarse en su estancia, para ver que, al menos, sus cosas no andan por ahí de cualquier modo. Aunque desordenadas, todas están puestas en pie. 
Seguramente no hay manera de proyectar sin ese inexplicado desorden. Un caos que mezcla cosas, que establece conexiones casuales y que permite enlazarlas. Quizás porque sin ese específico pero pragmático desorden - pregunten a Bo Bardi que para eso es la autora del precioso dibujo - no habría ciudades tan ricas, a veces incluso tan ordenadas. Ni arquitectura siquiera. 

22 de abril de 2019

SE CUELAN POR LAS FISURAS


El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.

15 de abril de 2019

UN COHETE EN FLORENCIA


La leyenda alrededor de la escalera de la Biblioteca Laurenciana, obra del Buonarroti, es tan enorme que a veces nos impide ver algunos de sus mejores flecos. Por ejemplo, si la escalera es un monumento al desbordamiento de la forma o si el lenguaje allí utilizado anticipa el porvenir del barroco, a menudo hace pasar por alto que es parte de algo aun mayor e inacabado. 
En el actual conjunto, formado por la sala de lectura y la caja de las escaleras, es poco conocido un dibujo de Miguel Ángel que trataba de completar esas dos piezas. El escultor pretendía rematar la gran sala de lectura con un cuarto triangular dedicado a los libros raros de la biblioteca de los Medici. Desconocemos en gran medida su posible funcionamiento y cómo se habría llevado a cabo. El triángulo, como la punta de un diamante, hubiese dirigido la sala, hubiera marcado una dirección, como lo hace una flecha. En su centro, el uso de una pieza circular, a medio camino entre una pila bautismal y un mueble, hubiese dado sentido al final del eje de la sala de lectura. Aunque quizás todo esto no sea una cosa que solo interese a historiadores y a eruditos… 
Lo llamativo es que la inclusión de ese triángulo hubiese cambiado mucho el significado de todo el conjunto. Porque, por lo pronto, la biblioteca se habría convertido en un gran cohete antes de que existiesen los cohetes. Un verdadero proyectil impulsado por ese chorro a propulsión que hubiese sido desde entonces la escalera. Como puede imaginarse, la velocidad que habría adquirido el conjunto habría sido exponencial. Inimaginable. Y la escalera, convertida en escape de gases incandescentes, no la habríamos asimilado en su caída al lento desbordarse de la lava de un volcán con la que los historiadores más sagaces la han identificado… 
Todo un cambio.
Por mi parte, y desde que he visto ese cohete, no puedo ver la biblioteca sino como un antecedente mágico de aquellos primeros intentos por ir a la luna y a Miguel Ángel como un ingeniero de la NASA. Y es que las formas en arquitectura, una vez que se aparecen, simplificadas, casi como una caricatura, no hay quien las borre de la cabeza. 

8 de abril de 2019

UN SIGLO DE FUTURO. UN SIGLO DE BAUHAUS.


Ahora que la Bauhaus ha cumplido un siglo y se llena todo de aniversarios y homenajes merecidos, lo cierto es que con esta celebración parece haber obtenido el definitivo estatuto de reliquia. 
Dentro de poco serán antiguallas también el pabellón de Barcelona, la Villa Saboya y el resto de los posos de la modernidad. Hoy, aquellos que viven del legado de la escuela alemana de manera directa o indirecta, es decir, todo aquel dedicado al diseño, a la arquitectura, al teatro, a la edición, a la moda o a la escenografía, se junta para celebrar congresos, jornadas o festivales. Esas reuniones son, en realidad, los únicos monumentos posibles a la Bauhaus. Porque a partir de la Bauhaus fue imposible erigir monumentos. Allí se destruyó la idea de monumentalidad misma. 
Encumbrar la lógica del mundo moderno con sus objetos funcionales, no dejó hueco para lo puramente simbólico. Por eso mismo su centenario nos deja a todos con la misma dolorosa sensación que deben tener los familiares de los marineros perdidos en el mar: que miran al horizonte con rabia por lo que les ha robado, pero sin poder hacer mucho más. A nosotros solo nos cabe ojear aquella época cargada de optimismo gracias a las miles de fotografías que perviven de por entonces, a sus objetos de ensueño y a la mítica de sus profesores. En su recuerdo aun sentimos muy viva la felicidad no disimulada de sus estudiantes, ataviados de modos que anticiparon la moda del siglo XX, mientras corren por pasillos y balcones de edificios que hoy veneramos como objetos de museo. 
Quizás por eso la Bauhaus sigue siendo la única marca de vanguardia sin fecha de caducidad. Y precisamente por esa misma razón pensamos en esa escuela con algo de nostalgia. Aunque quizás no ya de su modernidad, sino de la evidente alegría que desprendía toda su producción.
Todo en la Bauhaus hablaba de futuro. Todo parecía nuevo. Y eso era incluso mejor que la misma modernidad. He ahí su herencia más imperecedera e irrepetible.

1 de abril de 2019

LOS CAZADORES DE LA CASA


Los arquitectos tienen como sueño hacer la casa. Pero no una casa, sino LA casa. 
Esa casa es la pesadilla que les atosiga, que les quita el sueño y que les persigue, porque la casa se les escapa como una comadreja en un bosque nocturno. La casa es escurridiza y aunque el arquitecto tiende trampas en forma de casas particulares que hacen las veces de sofisticados señuelos, la casa se vuelve a escabullir sin apenas dejar huellas. 
La casa, como una anguila platónica, es inatrapable. Y así vamos los arquitectos por el mundo, con la tristeza de los cazadores furtivos al regresar a su hogar con hambre y sin nada que llevarse a la boca. Y es entonces cuando guisan una casa, con tal o cual ingrediente: una casa blanca, sobre pilotes, con ventanas corridas y todo eso. O una casa de vidrio que parece flotar, o una casa que vuela ligera sobre un salto de agua… 
Y al día siguiente vuelta a la tarea. Hambrientos, un poco malhumorados, pero con la insaciable ambición de los grandes que antes que uno vieron la casa ante sus narices y estuvieron a punto de atrapar, y de los que se siguen cantando leyendas y canciones un poco tristes pero hermosas.

25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

18 de marzo de 2019

LO VERNÁCULO ES HERMOSO


Creo que fue Zagajewski quien dijo que en Bulgaria nunca se producirá una obra maestra literaria. Lo argumentaba aludiendo a la necesidad de un volumen mínimo del idioma y a una historia literaria sobre la que fundar esa obra maestra.
Virginia Woolf en "Un cuarto propio" planteó que, de haber tenido Shakespeare una hermana, tan dotada como él, ésta no hubiese podido escribir nunca obras maestras: "Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada." 
Aun podemos enfocar el asunto de las obras maestras desde otra perspectiva: ¿Cuantos habitantes tenía Florencia cuando se produjo la aparición de Bramante, Donatello y los artistas que revolucionaron el arte del Renacimiento? Se calcula que había por entonces aproximadamente ochenta mil florentinos. Hoy que esa misma ciudad tiene el doble de habitantes, parece que la posibilidad de encontrar el doble de artistas, o al menos un buen puñado, sería fácil. Pero no lo es. En absoluto. 
Por lo visto el arte necesita de un clima cultural, de un contexto, que lo haga posible. Por mucho que Florencia dispusiese hoy de mecenas capaces de requerir lo mejor que el arte pueda aportar, por mucho que su ciudad y su comercio ayudaran a su prosperidad, lo cierto es que la ciudad no volverá a ver una concentración semejante de talento. Quizás porque ya ni siquiera consideramos que el arte sea lo mismo. (Y se dice esto con perdón de los artistas que hoy pululan por las calles de esa hermosa ciudad tratando de rememorar a sus predecesores en el cargo). 
Sin embargo, y es a lo que voy, intuimos que en arquitectura las cosas funcionan de un modo algo diferente. Las ciudades se forman por una colisión de otro orden. Y no necesariamente de talento artístico. Son los contenedores de una continuidad que engrandecen las sucesivas generaciones que las habitan, como si fueran enormes obras incompletas. Las épocas de talentos notables indudablemente pueden cambiar algo su tono por la inserción de piezas imperecederas. Unas gotas de renacimiento o de modernidad trasformaron ciudades de media Europa. Incluso como en el París de Haussmann o la Roma de Sixto V, no todo está dicho con respecto a sus cambios estructurales. Pero si en algo se diferencia la arquitectura de esas otras artes es que existe en ella una condición de anonimato fundado en la continuidad que quizás sea parte de su más profunda esencia.
Se ha creído mucho tiempo que la arquitectura es fruto de un autor, pero antes que nada, lo es de un lugar y un tiempo. Es más dueña de una obra la ciudad que la cobija que su arquitecto. Por eso me pregunto si no será una condición propia de ese arte de la construcción su carácter esencialmente vernáculo. Claro que habría que entender lo vernáculo no como lo pueblerino, ni lo popular, ni simplemente lo pobre, barato o falto de sofisticación.
Saenz de Oiza decía que la única arquitectura verdadera era la vernácula. Quizás se refería a su origen etimológico. La vieja palabra latina vernacŭlus, significaba “nacido en la casa de uno”. Valorar así lo vernáculo sería apreciar una arquitectura que hemos visto crecer, con cariño, en proximidad y lentamente. Casi como los tomates o los hijos.