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20 de mayo de 2019
MULTIPLES TÁCTICAS DE ARQUITECTURA
Si las estrategias se han vuelto imprescindibles para el arquitecto, las tácticas son la ocasión del habitante de hacer con esa arquitectura lo que buenamente pueda. Porque mientras que el proceso del proyectar es estratégico, el de habitar es puramente táctico. En el sentido que ambas palabras tendrían en un campo de batalla. Precisamente la arquitectura surge en ese terreno intermedio.
Desde ese punto de vista las tácticas del habitar resultan siempre transgresoras. Porque en realidad el que ha definido previamente lo normativo que subvertir es el arquitecto por medio de la coherencia del proyecto. Ante eso el habitante solo puede habitar tergiversando lo proyectado, puesto que la vida con su riqueza no puede preverse por completo.
Los arquitectos, ante el primer clavo sobre una pared recién concluida sienten el mismo dolor que una trepanación en su propio cerebro. No hay explicación posible para algo que no debiera ser doloroso, pero es un hecho. Ella o Él, que han tratado con mimo el crecimiento de la obra, que ha cuidado los detalles y la lisura de esas paredes, de pronto son despojados de su progenie por unos salvajes habitantes, que sin entender sus desvelos, ocupan con sus trastos, generalmente vulgares y sin orden, a destruir toda limpieza.
El relato táctico no es más generoso con la otra parte. ¿Cómo es posible que los cajones tropiecen con la ventana?, ¿o que el interruptor esté situado en tal o cual sitio infame, o que las habitaciones o los armarios no sean un poco más grandes?
Ese malestar compartido y no necesariamente simétrico tiene lugar en una habitación construida, en cuya intersección se produce, sin embargo, un hecho mágico y poco relatado. Con el día a día, y la recolocación de la vida en torno a esas habitaciones se diluirán los roces. Y, como sucede con los zapatos nuevos al domarse, de pronto la casa se dará en nosotros y nosotros en ella.
Ese modo progresivo de habitar, con sus leyes y secretos, ha sido poco valorado por los tiempos en que el objetivo de la arquitectura no era el habitar sino el impresionar. Sin embargo ese habitar rozando, puliendo, es capaz de establecer lazos recíprocos con lo construido capaces de abrir canales que habitualmente permanecen ocluidos. Ese modo diario de ocupar el espacio y dejarse ocupar por él, abre la vida a un modo de entendimiento de las cosas diferente. Ese modo de habitar, en realidad, supone un verdadero buen vivir nada despreciable.
En el conjunto intersección entre lo estratégico y lo táctico, y por mucho que suene a lejana utopía, se da la disolución de la baja y la alta cultura, y el discurso elitista o popular de la arquitectura misma. En ese espacio intermedio ya no hay niveles, salvo de disfrute. Todo un camino que explorar.
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22 de abril de 2019
SE CUELAN POR LAS FISURAS
El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.
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1 de abril de 2019
LOS CAZADORES DE LA CASA
Los arquitectos tienen como sueño hacer la casa. Pero no una casa, sino LA casa.
Esa casa es la pesadilla que les atosiga, que les quita el sueño y que les persigue, porque la casa se les escapa como una comadreja en un bosque nocturno. La casa es escurridiza y aunque el arquitecto tiende trampas en forma de casas particulares que hacen las veces de sofisticados señuelos, la casa se vuelve a escabullir sin apenas dejar huellas.
La casa, como una anguila platónica, es inatrapable. Y así vamos los arquitectos por el mundo, con la tristeza de los cazadores furtivos al regresar a su hogar con hambre y sin nada que llevarse a la boca. Y es entonces cuando guisan una casa, con tal o cual ingrediente: una casa blanca, sobre pilotes, con ventanas corridas y todo eso. O una casa de vidrio que parece flotar, o una casa que vuela ligera sobre un salto de agua…
Y al día siguiente vuelta a la tarea. Hambrientos, un poco malhumorados, pero con la insaciable ambición de los grandes que antes que uno vieron la casa ante sus narices y estuvieron a punto de atrapar, y de los que se siguen cantando leyendas y canciones un poco tristes pero hermosas.
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4 de marzo de 2019
LA CASA QUE PARA MI QUIERO
En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo.
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo.
“Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo.
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol.
(1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56
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25 de febrero de 2019
LA DECADENCIA DEL PASILLO
Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas?
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes.
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas.
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas.
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial.
(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).
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18 de febrero de 2019
LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA
Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa.
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo.
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo.
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.
11 de febrero de 2019
ARTILLERÍA DE BOLSILLO
Andamos sin prestar mucha atención a lo que nos rodea. Caminamos absortos en nuestros pensamientos o sumidos en nuestro personal rectángulo iluminado, mientras, las cosas y las ciudades apenas reclaman nuestra atención. Quizás deba ser así. Pero hay veces que nos encontramos con esas cosas y nos devuelven, algo así como la mirada. Como un extraño en el autobús, o un animal abandonado. A veces ese cruce de miradas se da con la arquitectura.
El leve sobresalto de encontrar una temperatura inesperada en un asiento, la extrañeza que se produce al entrar a un lugar con una altura inhabitual, o el situarnos ante el horizonte cuando solo cabía esperar otra calle, pueden ser detonantes de una sensación semejante a la de sufrir un ligero traspiés o la salpicadura de un charco, aunque sin su connotación negativa.
Incluso el leve hundimiento en el pomo de una puerta puede ser el detonante de una de esas extrañezas escondidas en lo cotidiano. Lo maravilloso es que esas sorpresas no solo son fruto de la casualidad o el azar sino que existe una reducida estirpe de arquitectos que las proyectan y esconden con cuidado desde tiempos inmemoriales. Son una callada minoría que se reúnen clandestinamente para adorar al diosecillo de las pequeñas cosas.
Uno camina tranquilo con sus preocupaciones diarias y de repente recibe una de esas pequeñas descargas que resetean la atención. De improviso, el contacto con lo inesperado abre una línea de fuga ante nosotros. Entonces la capacidad de un simple rebaje en el pomo de una puerta, despierta, no solo el sentimiento de algo parecido a una leve incomodidad, o a un recuerdo, sino la reconexión con una dimensión que permanecía hasta ese momento fuera de nuestro radar sensitivo.
Cabe pensar que esa especie de cortocircuitos es una de las mejores bazas que la artillería de la arquitectura lleva escondida en sus bolsillos. Una de las más eficaces en tiempos convulsos como los que vivimos. Porque es una munición casi invisible, que no trata con una imagen de riqueza o de pobreza, ni con la arquitectura como problema exclusivamente formal o háptico, sino cultural, histórico y simbólico. Porque remite a un modo de relacionarnos con el mundo alternativo a la lisa, brillante y muda suavidad del vidrio de la pantalla del smartphone que nos mantenía caminando por el mundo, algo zombies.
*La feliz frase de "artillería de bolsillo" pertenece a Navarro Baldeweg y llega a través de José María Mercé. El pomo de la puerta con esa sorpresa rebajada es de 6a Architects.
El leve sobresalto de encontrar una temperatura inesperada en un asiento, la extrañeza que se produce al entrar a un lugar con una altura inhabitual, o el situarnos ante el horizonte cuando solo cabía esperar otra calle, pueden ser detonantes de una sensación semejante a la de sufrir un ligero traspiés o la salpicadura de un charco, aunque sin su connotación negativa.
Incluso el leve hundimiento en el pomo de una puerta puede ser el detonante de una de esas extrañezas escondidas en lo cotidiano. Lo maravilloso es que esas sorpresas no solo son fruto de la casualidad o el azar sino que existe una reducida estirpe de arquitectos que las proyectan y esconden con cuidado desde tiempos inmemoriales. Son una callada minoría que se reúnen clandestinamente para adorar al diosecillo de las pequeñas cosas.
Uno camina tranquilo con sus preocupaciones diarias y de repente recibe una de esas pequeñas descargas que resetean la atención. De improviso, el contacto con lo inesperado abre una línea de fuga ante nosotros. Entonces la capacidad de un simple rebaje en el pomo de una puerta, despierta, no solo el sentimiento de algo parecido a una leve incomodidad, o a un recuerdo, sino la reconexión con una dimensión que permanecía hasta ese momento fuera de nuestro radar sensitivo.
Cabe pensar que esa especie de cortocircuitos es una de las mejores bazas que la artillería de la arquitectura lleva escondida en sus bolsillos. Una de las más eficaces en tiempos convulsos como los que vivimos. Porque es una munición casi invisible, que no trata con una imagen de riqueza o de pobreza, ni con la arquitectura como problema exclusivamente formal o háptico, sino cultural, histórico y simbólico. Porque remite a un modo de relacionarnos con el mundo alternativo a la lisa, brillante y muda suavidad del vidrio de la pantalla del smartphone que nos mantenía caminando por el mundo, algo zombies.
*La feliz frase de "artillería de bolsillo" pertenece a Navarro Baldeweg y llega a través de José María Mercé. El pomo de la puerta con esa sorpresa rebajada es de 6a Architects.
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21 de enero de 2019
TÁCTICAS SALVAJES
Aquí parece que cada habitante parece estar condenado a cumplir con las estrictas reglas impuestas por el edificio. Tras el vidrio uniforme y repetido como una celda, todos los inquilinos deberían desarrollar una existencia semejante. Sin embargo algo sucede en medio de esa retícula monótona que trata de ser trasgredido. Es el escenario de una batalla. Y es que los seres humanos no tienen remedio. A la mínima, customizan todo.
Si las estrategias de poder parecen imponer al habitante un modo de vida, con sus tácticas de ocupación, los habitantes ejercen una especie de rebeldía callada que puede resultar de lo más creativa. En el fondo, porque nadie respeta las reglas del habitar. O en el fondo, porque puede que la arquitectura no haya nacido para imponer reglas a nadie, sino para cumplir las suyas. Puede que porque las reglas, en realidad, estén constantemente redefinidas. Por eso y una vez que hay un habitante, comienza el festival del habitar.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.
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3 de diciembre de 2018
CONFORMARSE CON LAS PAREDES
Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa!
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable.
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado.
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros.
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.
26 de noviembre de 2018
LA CASA DE LA MEMORIA. LOS ALMACENES DEL TIEMPO.
Nuestra memoria se debilita. Ese órgano, antes soporte de todo conocimiento, se ha vuelto frágil debido a la facilidad de acceso a cualquier información en cualquier lugar y momento.
Hemos delegado en dispositivos electrónicos los números de teléfonos de nuestros seres queridos y cómo llegar a los sitios. No intentamos ya recordar datos, ni fechas, ¿Para qué si están a un solo "click" de distancia? Tampoco poesía, ni canciones, a pesar de que intuimos que gracias a ellas construimos el tono del lenguaje y del pensamiento que habitamos. Parece que la memoria se ha retraído tanto que ha llegado a atrofiarse…
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.
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19 de noviembre de 2018
FABRICANTES DE RINCONES
Hoy, en la sociedad de sobreexposición y del mercadeo extremo del espacio, ya no es posible encontrar buenos rincones. Cuando no hay sombras donde protegernos de la red wifi que todo conecta, cuando nuestros gustos más profundos permanecen inevitablemente a la vista, cuando todo rincón tiene que ser optimizado para alquilar, el fabricar un nuevo tipo de rincones se ha vuelto necesario. Y un difícil deber profesional.
Es cierto que el rincón se ha entendido a menudo de un modo negativo y algo pobre: el rincón vivido reniega del afuera, del universo, reclama la soledad y solo parece construir una dialéctica del dentro y del afuera. Sin embargo “los rincones están encantados.”(2)
La primera dificultad para el arquitecto fabricante de rincones es que aparentemente éstos no se hacen, sino que se encuentran. Es el habitante el que los produce: “se construye una cámara imaginaria alrededor de nuestro cuerpo que se cree bien oculto cuando nos refugiamos en un rincón. Las sombras son ya muros, un mueble es una barrera, una cortina es un techo”(3).
Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX, para encontrar la generación de los grandes fabricantes de rincones de la arquitectura moderna, (En la primera mitad del siglo los maestros solo fueron grandes fabricantes de esquinas): Aldo Van Eyck fue muy sensible a esos mediocuartos y tal vez el gran maestro de ellos. Indudablemente existen tipologías donde es necesario trabajar el rincón como elemento constitutivo fundamental. Principalmente donde los habitantes sean seres frágiles o estén, de algún modo, quebrados. Refugios, lugares de acogida, orfanatos, colegios o residencias, deben atender a los rincones como si fuesen sus altares.
Para un arquitecto detectar rincones a veces requiere de una especial perspicacia, pero existe un método infalible para encontrarlos: miren donde se refugia un niño triste o enfadado. Porque nadie ama los rincones tanto como los niños.
Laugier contó un chiste cuando dijo que la arquitectura nació en una cabaña primitiva hecha de palos, porque cualquier ser humano, hasta el niño más inocente, sabe, que la arquitectura comienza en un rincón. Y digo bien, la arquitectura “comienza” en un rincón, y no “comenzó”, porque en cada rincón empleado como tal, ésta se actualiza y rejuvenece.
(1) Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 173. (Ed. Or. La poétique de l´espace, París, 1957), (2) Ibídem, pp. 175, (3) Ibídem, pp. 175.
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5 de noviembre de 2018
LA HABITACION DEL OFICIAL MEDICO
A Hannes Meyer siempre se le ha tachado de minimalista. Pero injustamente. Y todo porque su arquitectura tenía rasgos de dureza maquinista. O porque se ha interpretado esta habitación espartana del Co-Op, que realizó como escenografía para la obra de teatro “el obrero cooperativo”, como si fuese un autorretrato. En cualquier caso, lo cierto es que esa habitación ha supuesto la excusa perfecta para relanzar un alegato al “menos es suficiente” y para dejar a Meyer como un profeta de la austeridad. Pero, ¿de qué austeridad?
Indudablemente, aquella habitación forrada en tela del Co-op, de techos bajos y de muebles misteriosos, tenía su encanto. Un encanto parvo, de tienda de campaña de un oficial del ejército, que recuerda mucho a aquel que hiciera Schinkel en el Palacio de Charlottenhof cien años antes. Las sillas plegables, típicas de un habitar provisional, la cama, sustentada de un modo inverosímil y precario, sin almohada, ni sábanas, pero de una tela tensa, y un gramófono, soportado también por una ligerísimas patas plegables, son todo el lujo necesario para un oficial cultivado de un ejército desconocido. Los botes de vidrio con sustancias desconocidas son la confirmación de que algo de boticario tiene el inquilino. Pero, ¿de verdad constituye la imagen de un habitar estoico? De hecho, ¿es posible habitar entre esas paredes?
Por lo pronto, en la segura campaña militar en que está instalada esta habitación, no hay un campo embarrado en sus afueras. En la batalla que se está librando en el exterior de ese cuarto, el oficial lucha con un armamento que se nos escapa. Pero batalla de un modo que hace innecesario ningún salvaje enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Esta habitación en guerra es contra unos enemigos que no son físicos. Es una batalla que se libra en el campo de la moral- ¿cuál no lo es?- Pero no es una simple guerra contra la maldad del capitalismo o una batalla química, sino de un orden que pertenece a lo intangible. Y sin embargo, se trata de una batalla donde los medios empleados para la derrota enemiga son salvajes. Porque lo cierto es que el único modo de recuperar la humanidad tras la batalla es la música.
Sin embargo el ejército en el que se ha alistado nuestro inquilino ejerce un tipo de presión inhumana sobre sus propios soldados. No hay posibilidad de caer derrotado al llegar a la habitación, puesto que la cama no permite dejarse caer sin más. Impone al cuerpo un esforzado depositarse. No hay nada relajado dentro de este espacio donde en cualquier momento puede entrar alguien requiriendo nuevas urgencias. Ni quitarse la ropa es posible. Ni almacenarla siquiera, puesto que no hay armarios. No hay vida cotidiana en la habitación de Meyer. Porque todo dice que nos encontramos en una situación excepcional. Hay tensión en cada esquina y detalle. Es una habitación resorte. Y como tal, en ella no cabe un verdadero habitar ni el descanso.
No duden que el oficial médico está deseando volver a casa.
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29 de octubre de 2018
HABITACIONES SIN ARISTAS PERO CON RINCONES
Heinrich Tessenow, maestro despreciado por la modernidad y los modernos, lo era, en gran medida, por la incierta ventaja saber hacer arquitectura de hermosas habitaciones.
Tessenow trazaba la vida diaria dentro de cuartos sin límites. Adivinaba en ellos una vida recién salida por la puerta. Mientras, él como dibujante, había permanecido dentro, ya sin sujeto aparente a quien hacer el retrato. Tessenow entonces nos acercaba a lo más elemental del espacio, y se recreaba en cuartos con rincones, pero sin aristas. Dibujaba muebles apoyados en paredes sin materia, colgaba cuadros y espejos sobre un blanco intachable, y usaba ese mismo blanco del papel como superficie delimitadora y neutra. Todo como si lo que le importase de verdad fuese precisamente la magia de lo que no estaba dibujado.
Entre los objetos trazados destacan las ventanas, que son en sus manos más que un punto de fuga del paisaje. Con visillos, cortinas y plantas a su alrededor, la pared se perfora y se convierte allí en lugar. Pero conviene señalar que sus ventanas no son culpadas de dejar en sombra la pared donde se recortan, cosa que si hacía le Corbusier, sino que gracias a ellas la estancia vive bajo una luz universal, neutra y blanca, que todo parece limpiar.
Hoy sus dibujos siguen siendo hipnóticos, además, porque las paredes y los techos que no alcanzamos a ver, sin embargo, están presentes. Porque percibimos en esas habitaciones cualidades materiales sin tenerlas. Porque vemos que los suelos brillan y que los objetos son útiles o significativos para sus habitantes. Y hasta porque los muebles ligeros se muestran precisamente de ese modo. Porque hasta el espacio está contenido y medido a pesar de no verlo por completo. En fin, porque reconocemos en esos cuartos a personas viviendo y como el espacio ha sido modelado según esa vida.
Nada se esconde en las habitaciones de Tessenow. Todo está a la vista. Aparentemente no hay misterio y sin embargo parecen contarse allí el secreto arte de habitar dentro de una habitación, que no es moderna, ni lo contrario.
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8 de octubre de 2018
DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"
La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano.
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas.
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño…
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento.
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada.
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”.
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos.
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.
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1 de octubre de 2018
LA ARQUITECTURA SEGÚN UN FABRICANTE DE ASPIRADORAS
“Hemos hecho un pacto entre los seres humanos y nuestro entorno, y a eso le llamamos casa.”(1)
El autor de esta esplendorosa definición de la casa es uno de los mejores conocedores de lo que es hoy el hogar contemporáneo, el fabricante de aspiradoras Colin Angle. Que la definición provenga del inventor de un robot que escanea los espacios de nuestros hogares y nuestras costumbres con la excusa de la limpieza automática del polvo no es de extrañar. Hoy las aspiradoras aspiran más que suciedad, aspiran a conocernos mejor que nosotros mismos…
Pero ese es otro asunto.
Volvamos por ahora a esa hermosa definición. En ella se reconocen dos partes conscientes y capaces de llegar a un objetivo compartido: el hombre y el entorno, y un pacto deseado que es a la vez la conclusión y el símbolo que llamamos casa. Efectivamente desconocemos los términos de dicho acuerdo, pero se requiere inteligencia para comprender los deseos de un entorno que aun se muestra silencioso, o al menos difícil de descifrar. El entorno puede que sea enigmático pero ya no agresivo y se comunica en un lenguaje inteligible.
Hoy el entorno quiere llegar a un acuerdo tanto como nosotros. El entorno es, pues y claramente, civilizado, y le reconocemos no solo consciencia sino capacidad de llegar a un pacto cierto, o dicho de otro modo, una inteligencia propia. Como se ve, el entorno ya no es la salvaje naturaleza del pasado que gobernaba a su antojo nuestro destino. Dado que hay casas, parece claro que hemos llegamos a comprenderlo siquiera mínimamente, (y él a nosotros). Incluso fuera de la casa ese pacto se mantiene, porque nuestra posición relativa respecto a la casa no es trascendente para el acuerdo. Es decir, la casa no es ya refugio, sino que es el símbolo de un entendimiento.
Que distinta es esa otra definición de la casa de Camilo José Cela y tan admirada por Oiza: “Fruto del amor del hombre con la Tierra, nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola”. Que distinta, porque en ella la casa es un hijo amado que nos protege de una madre imprevisible, trémula pero amada, una madre tan gigantesca que en ocasiones es amenazante por su propio tamaño.
Indudablemente ambas coinciden en señalar que la casa ocupa papel mediador, cosa que es trascendente. La consciencia de que el entorno ha cambiado de escala también lo es. El entorno se ha empequeñecido o el hombre lo ha civilizado casi todo, tanto da. En medio, la casa se muestra como lugar de diálogo y terreno neutral entre el afuera y nosotros. Y eso es un descubrimiento. Para aquellos amantes de lo que significa la casa, esa definición parece un regalo mayor que el de los propios robots de limpieza.
(1) Romero, Rubén, “entrevista a Colin Angle”, En El país. Retina, número 9, Septiembre de 2018, pp. 40.
(1) Romero, Rubén, “entrevista a Colin Angle”, En El país. Retina, número 9, Septiembre de 2018, pp. 40.
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24 de septiembre de 2018
CUATRO ESQUINITAS
Cuatro sillas esquineras de 1980 en perfecto estado de conservación. Precio: 3250 dólares. Autor: Steven Holl. Cuatro sillas que no valen en realidad como sillas de comedor, ni de trabajo. Cuatro sillas que, en todo caso y aunque no lo parezcan, son más un juego conceptual que simples sillas.
Su geometría es ciertamente sofisticada y su modo de construcción no resulta nada convencional. Los encuentros entienden bien lo que es una esquina, y ofrecen un aceptable ángulo para un asiento cómodo. No es poco, pero no justifican su precio. Puede que porque no sea eso lo importante. Porque la clave es que esas sillas ofrecen dos familias de habitaciones con ellas. Y son pocas las sillas que regalan habitaciones. (La silla Barcelona, entre ellas).
Una de esas habitaciones invisibles está generada por el mueble resultante de juntarlas espalda con espalda, formando entre todas una especie de chimenea. Un mueble en torno al cual se circula, exento, que dispara la visión de quien ocupe cada asiento hacia un horizonte infinito, igual a como hacía Palladio en su Villa Rotonda. Aunque tal vez no persigan propósitos tan elevados y sólo sea un modo de guardarlas en un trastero. Nunca se sabe.
La otra combinación posible es más rica y no admite ser llevada a un almacén. Porque de enfrentarlas surge una habitación que se tensa según la distancia a que se coloquen. Esa relación con forma de cuadrado encierra, a su vez y por tanto, tres posibles habitaciones alternativas: en la primera, sentados en la diagonal opuesta podríamos casi tocarnos y escuchar todo susurro sin excesiva incomodidad. Esa habitación cercana a los 240 centímetros de lado es la habitación familiar. Más allá nacería la habitación de lo social, donde es posible hablar y escucharse cómodamente. Esa habitación de conversar es de 540 centímetros de lado como máximo, porque a partir de esa distancia se construye otro tipo de espacio donde el hablar pierde naturalidad al necesitarse forzar la voz, y donde se pierden los gestos no verbales. A partir de ahí aparece una tercera habitación, no ya de convivencia, sino de observación y vigilancia.
Cuatro habitaciones selectas. Si se piensa con calma, hay casas que tienen menos.
Hay casas que se conforman, de hecho, con mucho menos. Y habitantes que también. A ver si resulta que esos travesaños de madera de arce salían a cuenta...
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17 de septiembre de 2018
LA CASA DEL CALOR
Cuando llega el estío las casas modernas se convierten en hornos. Hoy el único frescor de la casa se logra costosamente con aire acondicionado o bajando a la piscina de la urbanización. Ya ni la sombra caliente del pavimento permite salir a la fresca. (Tampoco es que la escala de las calles del extrarradio inviten mucho a ello).
Dentro, el solazo atraviesa los cristales de las casas hasta tocar el suelo laminado y recalentarlo como una parrilla. Nada amansa la fiereza solar, porque ya no hay toldos, ni pérgolas, ni aleros, ni celosías que se interpongan en ese rectilíneo y lacerante recorrido. Todo se ha vuelto tan barato con la excusa de la limpieza formal que ya ni llevando sombrero y gafas de sol en el salón podemos protegernos de la calima sino es recurriendo al mando a distancia del split.
Antes todo era más sucio, es verdad, y más lento y más sudoroso, pero los parrales, con sus enredaderas, o los jardines cercanos a las casas de gruesos muros atemperaban el ambiente. La casa de sombra y de huecos pequeños protegía con sus paredes encaladas al pobre habitante. Las paredes sudaban antes que nosotros, traspiraban. Cualquiera que haya vivido la sensación de una casa respirando sabe también del secreto funcionamiento de los botijos y de las fresqueras. Pequeñas sabidurías perdidas en la ciudad.
Allí el frescor no solo se lograba por lo pesado de los muros sino que hasta los abanicos, las telas, y las velas colgadas de los patios atenuaban el bochorno.
Bochorno, bonita palabra. Hay arquitectura que evita el bochorno y otra que es bochornosa. Parece que todo esto no hace sino abrir la lata de la nostalgia. Pero es que en verano se echa tanto de menos alguna corriente de aire; algo de confort sin el zumbido insoportable del aire acondicionado; algo de piedad por parte de la arquitectura. Un gesto de protección es siempre tan bien recibido. Y más si es eficaz, y no solo postureo climático.
Bochorno, bonita palabra. Hay arquitectura que evita el bochorno y otra que es bochornosa. Parece que todo esto no hace sino abrir la lata de la nostalgia. Pero es que en verano se echa tanto de menos alguna corriente de aire; algo de confort sin el zumbido insoportable del aire acondicionado; algo de piedad por parte de la arquitectura. Un gesto de protección es siempre tan bien recibido. Y más si es eficaz, y no solo postureo climático.
10 de septiembre de 2018
LA CASA DE UNA SOLA FACHADA
Por mucho que el Abate Laugier fantaseara sobre el origen de la arquitectura como una sencilla cabaña hecha de troncos y ramas, lo cierto es que cualquiera interesado por el origen de la arquitectura sospecha que el nacimiento de la habitación humana fue más bien el refugio que brindaron las cuevas. La protección primigenia que ofrecen esas casas de una sola fachada frente al agua de la lluvia pero también frente al frío o al calor exterior es tan evidente como sencilla. Por eso, aún hoy, cada oquedad en la tierra es un santuario del acto de habitar.
La cueva protege con eficacia, y seguramente de ahí viene la profunda metáfora de la casa y de la tierra como madre, antes que como suministradora de alimentos. El espacio excavado, esculpido y horadado de la casa de una sola fachada conforma una arquitectura oscura, sin aristas claras y donde el sentido de la orientación proviene de la fachada con luz. Pero si las casas de una sola fachada, tienen sus ventajas desde un punto de vista climático, no sucede igual con el aire que se almacena sin renovación en sus cámaras siempre sobrecargadas. Las casas de una sola fachada son reductos de oscuridad, de un olor reconcentrado y húmedo.
La casa de una sola fachada a duras penas construye ciudades, aunque si comunidades. Pero a los efectos del habitar humano, lo excavado conforma un conjunto de tipologías rico y variado, que va desde las minas, las bodegas, los enterramientos, los bunkers, las criptas, los garajes, los depósitos y las canteras.
La cueva es un refugio óptimo frente al exterior pero también frente al tiempo. Preservan la memoria y el pasado. Hasta un tenue caballo dibujado en sus paredes tiene mayores visos de eternidad que sobre cualquier otra superficie conocida. Sin embargo el espacio de la cueva es siempre primitivo, y por eso contiene, más que habitantes, una ensoñación arqueológica. Ante es cierto que en toda cueva siempre nos preguntamos por la naturaleza o costumbres de sus inquilinos anteriores. Porque siempre los hubo.
En la casa de una sola fachada no hay pasillos sino pasadizos y túneles. Tampoco hay habitaciones como tales sino cámaras y rincones. No hay paredes o armarios sino nichos y grietas. Al otro lado de habitación de la casa de una sola fachada hay un espacio macizo infinito, que se dibuja negro y sin fin, y no un vecino ruidoso.
De la casa de una sola fachada podemos aun aprender mucho en relación a lo ecológico, decíamos, pero sobre todo en cuanto al habitar primordial. Porque nos ofrece la posibilidad de pensar la habitación desde presupuestos alejados de la pura mercantilización del espacio sin cualidades que nos rodea. Pensar en términos de rincones o de grutas, de sonido o de contraluces para una habitación es renovarla. Y no es mala cosa pensar en esos términos para la casa en lugar de solo metros cuadrados y la posición de la televisión o la cama.
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3 de septiembre de 2018
POLVO DOMÉSTICO
La limpieza de las casas no arranca con el invento de las escobas y luego de las aspiradoras. Ni siquiera a nivel simbólico. La limpieza es algo más que el mero acto de librarnos de la porquería porque implica a la vez a la sociedad y a nuestra relación psíquica con “lo sucio”.
Si el felpudo es el símbolo iniciático de la entrada de la casa en relación a la limpieza, en su interior, los rituales no son menores. Desde los actos de purificación de todas las religiones, al bíblico “sacudirse el polvo de los zapatos”, existe un mundo de actos destinados a la idea de lo limpio en el hogar. De todos ellos, los más ancestrales están relacionados con la pureza del dormitorio y de los utensilios de comer.
La limpieza es un acto animal que el hombre ha transformado y trasferido a su habitar diario. Cuando el hombre se hizo ser humano, adecentaba su casa cambiando las hojas secas por otras frescas y sacaba al exterior los restos de alimentación que atraían insectos. Desde entonces esta rama de la limpieza, que no coincide psicológicamente con la de los propios detritos humanos, no es una cuestión de nuestra relación con la pura suciedad sino con algo que penetra en nuestros hogares como un intruso, y que mancha nuestra vida diaria. La suciedad no es sólo el anuncio de la enfermedad sino que en la casa representa otro tipo de amenaza que tiene que ver con la moral.
La limpieza es un acto animal que el hombre ha transformado y trasferido a su habitar diario. Cuando el hombre se hizo ser humano, adecentaba su casa cambiando las hojas secas por otras frescas y sacaba al exterior los restos de alimentación que atraían insectos. Desde entonces esta rama de la limpieza, que no coincide psicológicamente con la de los propios detritos humanos, no es una cuestión de nuestra relación con la pura suciedad sino con algo que penetra en nuestros hogares como un intruso, y que mancha nuestra vida diaria. La suciedad no es sólo el anuncio de la enfermedad sino que en la casa representa otro tipo de amenaza que tiene que ver con la moral.
La suciedad es materia fuera de su sitio. Es decir, la suciedad es un signo de un desorden estructural. De ello se deduce que pasar el polvo, la aspiradora, fregar o barrer provoquen, a la vez que un leve dolor de riñones, una especie de exorcismo de lo oculto. Limpiar la casa es un trabajo de Sísifo que se hace con la secreta furia del que sabe que todo volverá a ensuciarse.
Incluso el limpiar mismo, paradójicamente, ensucia. Y entonces la arquitectura debe tomar medidas. La limpieza de las ventanas, cuando no es peligrosa, chorrea. El fregar mismo mancha las paredes que necesitan protegerse con rodapiés. Los baños se forran con superficies resistentes, cristalizadas o gresificadas, como cámaras acorazadas a esa sucia humedad que provoca mohos y hace que la pintura se desprenda… Blindamos la arquitectura, pero el polvo se adhiere con sus ventosas a las superficies, deja rastros verticales sobre los radiadores, se acumula en forma de pelusas descomunales que ruedan con las corrientes de aire como seres vivos sin rostro, o se depositan como una costra sobre los muebles inaccesibles…
Contra la suciedad el único remedio es dar cobijo a un batallón de la limpieza que tiene su propio rincón en la casa. El llamado rincón de la aspiradora o el escobero, oculta, a su vez, la fregona y su cubo, el recogedor y el cepillo, cien trapos viejos, y mil botes rojos, verdes, blancos y azules, especializados como pócimas de amor a la limpieza, aunque, eso sí, clasificados según su PH.
Si se piensa, ese rincón de la limpieza hace las veces del viejo altar que la cultura romana tenía para los dioses lares. Hoy veneramos la limpieza de una manera semejante. Tal vez porque secretamente sabemos que la porquería, el polvo, está formado en gran medida por nuestras propias células muertas. Y limpiar la casa es un poco limpiarnos de ese nosotros que fuimos.
Si se piensa, ese rincón de la limpieza hace las veces del viejo altar que la cultura romana tenía para los dioses lares. Hoy veneramos la limpieza de una manera semejante. Tal vez porque secretamente sabemos que la porquería, el polvo, está formado en gran medida por nuestras propias células muertas. Y limpiar la casa es un poco limpiarnos de ese nosotros que fuimos.
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27 de agosto de 2018
VAMOS A LA CAMA
La cama es un mueble que no lo es, porque carece de la necesaria movilidad, y que ocupa generalmente tanto como la habitación donde se encuentra. Su posición relaciona su uso con el de otros muebles de superficie horizontal como son las mesas. Pero nada tiene que ver con ellas.
Las camas de Thomas Jefferson, la de Felipe II y la de Luis XIV, permitían trabajar, escuchar misa y recibir a los súbditos, respectivamente. La de Le Corbusier estaba elevada a una altura inusual con la excusa de poder ver el paisaje cómodamente recostado. Pero la mayoría de nuestras camas son solamente rectángulos acolchados cuyas simples funciones son las relacionadas con el descanso y otras no menos apreciables, pero en nada relacionadas con la de esos casos ilustres. Entre sus especímenes concretos la “cama de matrimonio” es una de las más destacables.
Hay quien dice que “la cama de matrimonio” fue una institución inventada en época de Napoleón para documentar una figura social y probar su solidez. El hecho de emplear una cama de matrimonio dota de un estatuto especial a quien duerme en ella y es prueba incluso de la solidez legal de una pareja. De hecho al abandono del lecho conyugal es una prueba de su ruptura.
En lo que a la arquitectura concierne, lo importante de esas plataformas blandas es que cada uno de sus propietarios posee su lado. Es decir, es un rectángulo dividido pero sin fronteras visibles. La batalla por cada centímetro de sus dos subparcelas y todo lo que las cubre, se da a vida o muerte en función del peculiar clima del dormitorio.
Por eso toda cama de matrimonio, por la mañana, es una topografía de esa lucha a oscuras, donde sus arrugas dejan plasmada la huella de los cuerpos y su actividad. Una batalla que se borra al hacer la cama. Operación que requiere de espacio alrededor y un ahuecado general de todos los aditamentos del maldito rectángulo, porque obliga a bordearla y abrir ventanas y cerrarlas y cambiar sábanas en un trabajo sin fin a base de dejarse los riñones.
Ahora que lo pienso, en realidad las camas so esos inventos que sirven para descansar de hacer la cama.
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