4 de junio de 2018

TERRAZAS DESDE DONDE SALTAR


Las terrazas sí que son un invento, (y no los pobres balcones). En las terrazas se nos da la oportunidad de tomar el sol, de leer y hasta de saltar por ellas sin perder el glamour. Saltar desde un balcón es cutre y de mal gusto, incluso como deporte de adolescentes borrachos. Pero hacerlo desde una terraza es otra cosa. Es más que una cuestión de estilo. 
La casa con terraza tiene, psicológicamente al menos, una habitación de más. La terraza es una habitación suplementaria que hace de toda la casa algo aéreo. Porque las terrazas, como las plataformas de despegue de los portaviones, casi parece que permiten a la casa volar por si misma. Las terrazas disparan y proyectan el hogar hacia el cielo y convierten casi cualquier casa en un ático. 
Las terrazas pueden construir la fachada de un edificio, cosa que los balcones no pueden ni soñar hacer. Las terrazas pueden incluso dar razón de ser a un edificio, y si no, basta recordar las Marina City Towers, donde solo la terraza es capaz, ella solita, de dar sentido, profundidad y riqueza a las dos torres gracias a esos pétalos hormigonados. 
Aunque lo más hermoso de las terrazas es que son un muestrario de la vida de las personas que las habitan. En el mobiliario de las terrazas triunfa tanto el plástico como todos los complementos que pondríamos encontrar en un exterior, incluyendo gnomos de cerámica, farolillos y césped artificial. Pero aun así las terrazas no pierden su aura y los matices de quien busca en ellas un jardín o una azotea. 
Esos planos aéreos, como el techo descapotable de los coches, es un “extra”. No sólo son una habitación “extra”, sino una extra-habitación. Un “extra” que es en si mismo un artículo de lujo y ni te cuento si se combina con la palabra “vistas”. Entonces constituyen el lujo supremo: la “terraza con vistas”. 
Quien pillara una, en lugar de un casoplón en la sierra.

28 de mayo de 2018

EL BALCÓN SATURADO



En teoría los balcones, o son extensiones de las habitaciones o prolongación de las ventanas, (a veces de la calle misma). Pero está claro que son espacios incompletos, porque no se sabe si crecen de dentro a fuera, o al revés, y necesitan entenderse como prolongación de algo. A veces son como hernias que les salen a las casas y otras como escenarios donde la calle se mete por ellos. 
El balcón es el lugar del pregón, de la recogida de los trofeos deportivos y del lucimiento de banderas en los edificios públicos, pero los de las casas son tan distintos que puede decirse que no pertenecen a la misma categoría de objetos. Porque los balcones en las casas no son símbolos de casi nada. Si tradicionalmente en España los balcones eran un lugar de exhibición y de cortejo, hoy, cuando no están llenos de tiestos, lo están de bicicletas. O son el último refugio de los fumadores domésticos, que encuentran en ese espacio el único lugar para no atufar al resto de los habitantes de sus malos hedores. 
En la práctica el balcón es, pues, un lugar convertido mayoritariamente en un armario sin trasera, y en un desecho hacia la calle. (Un proceso que, si estudia con atención, antes sufrieron los tendederos). En el balcón se acumula siempre y antes de nada un primer objeto: la polución. Es cuando nos asomamos a ellos cuando descubrimos lo sucias que están las ciudades y es entonces cuando nos preguntamos por la mugre que debe contener cada uno de nuestros pulmones. En el balcón descubrimos, consecuentemente, una aspereza adicional del habitar la ciudad: mirando a la ciudad desde allí nos vemos a nosotros mismos, por dentro, un poco engrisecidos. 
Puede que por eso el balcón se haya ido convirtiendo en un cuarto solamente perteneciente al exterior, un almacén de las cosas que no queremos ver a diario en la casa. El siguiente paso en su escala evolutiva es perpetuarlos como armarios o llenarlos de aparatos de aire acondicionado, pero sin preocuparse mucho del aspecto de los balcones del resto de los vecinos. Lo cual es un signo de la individualidad de sus habitantes, pero de una individualidad de sus trastos, una individualidad no voluntaria y sin sentido estético alguno. 
Es importante señalar aquí que el balcón no ofrece la misma cantidad de cosas que su pariente rica, la terraza. Entre ambas piezas, de hecho, hay un abismo de posibilidades y de diferencias a pesar de que se ocupan del mismo espacio intermedio. Porque en las terrazas se dan fiestas y se puede cenar o tomar el sol, y en los balcones nada de eso. En realidad los balcones siempre van a peor. Y no es por ser negativos. Pero es que los balcones son un asco. O mejor dicho, están siempre hechos un asco.
Puede que por eso se produzca la trasferencia de significado.

21 de mayo de 2018

MALDITOS RODAPIÉS


Los rodapiés son unos inventos de lo más razonable porque protegen el contacto de un suelo y una pared. Pero no porque ese contacto sea agresivo y paredes y suelos se lleven a rabiar. Sino porque los pies de las personas parecen tener la costumbre de manchar las paredes en ese preciso encuentro. Extrañamente los humanos juegan a dar patadas a las paredes en sus partes bajas. Y las paredes emplean ese escudo para parapetarse de nosotros. 
Podría pensarse que la historia del rodapié es tan vieja como la historia del zapato y de las paredes, pero no. La historia del rodapié coincide más bien con la de la limpieza. Cuando una pared aspira a permanecer limpia tiene que recurrir a esa junta. Por eso no es casualidad que podamos encontrar rodapiés en algunas pinturas de Vermeer, (aunque se trate de un solo modelo, un azulejo historiado blanco y azul que no casa con el suelo ni con sus paredes en diseño ni color), pero no en los cuadros de Velázquez. Lo cual es significativo de hasta qué punto el rodapié está ligado a la historia del limpiar la casa y de cómo cada país empieza esa historia en momentos diferentes. 
Y conste que el rodapié no es simplemente una pieza que protege de los humanos a las paredes sino que también sirve para esconder las humedades que ascienden por ellas, como trepando. Silenciosas. Y dejando manchas de moho a la mínima, precisamente en esos lugares. El material de los rodapiés, por eso mismo, trata de ocultar con su dureza o su resistencia al agua, esos desperfectos. El rodapié debe ser más fácil de limpiar que la pared misma. Y cuando crecen sobre la pared y suben por ella, cambian su nombre por uno más sonoro y con mejor fama: “zócalo”. Sin embargo ni zócalos ni rodapiés permiten arrimar ningún mueble a la pared, (salvo la estantería Billy de Ikea gracias a su mordisco con forma de rodapié de su esquina y con la que ningún rodapié real encaja). 
En fin, después de toda esta teoría del rodapié no sería justo olvidar que otra de sus principales razones es la de tapar los fallos de construcción del suelo en su encuentro con la pared. Tal es su éxito para esconder defectos que los rodapiés de esa “indecencia del mal ajuste” han pasado a ocupar lugares donde no hay pies, pasándose a llamar “copetes”. Hoy no hay encimera de cocina sin su copete. Nombre simpático pero que no hace sino distraernos de que en realidad son rodapiés para los ojos. Y entonces sí que son malditos rodapiés, porque no dejan ver la verdad de las cosas.

14 de mayo de 2018

LA PARED INCLINADA


La pared que no guarda los respetuosos y canónicos noventa grados con las demás es temida por inhabitable. La pared torcida es una maldición y basta pensar en Gaudí y sus casas de pisos para ver como en ellas todo parece resolverse subyugando la vida diaria a la tiranía del diseño de los muebles por parte del arquitecto. Por eso tradicionalmente la pared inclinada representa al arquitecto absoluto y a la inundación del diseño. 
La pared inclinada posee, puede que por eso, una mala fama evidente. La pared inclinada es irracional. Es contraria a la lógica de la distribución y a las costumbres. Lo lógico son habitaciones estables como cajas. Una caja de espacio fácilmente ventilable y habitable es moderna y limpia. En una caja de espacio prima lo óptimo. La caja de espacio es la unidad de medida estandarizada de la casa contemporánea del mismo modo que la unidad de medida del tamaño de un territorio son los campos de futbol. Por eso la pared inclinada es cara. Un derroche. 
La pared inclinada, puede que por representar un despilfarro, solo aparece en algunos momentos de la historia donde hay cierta necesidad expresiva o cierta irregularidad en el solar. Un solar imposible, inclinado y con resquicios, como ofrecen la mayoría de las viejas ciudades, invita a acumular esas paredes oblicuas en lugares donde no estorben. Se lleva lo irregular a los almacenes y, solo cuando el arquitecto es habilidoso, se lucen o se vuelven protagonistas del orden general de la planta. Porque las paredes inclinadas, también hay que decirlo, se ven, principalmente, gracias al dibujo en planta. O abriendo habitaciones con llave. 
Solamente los buenos arquitectos, los de músculo, se atreven con la pared inclinada como desafío. Coderch disfrutó con esa pared inclinada. Y lo hico como símbolo de libertad. Pero no de la libertad del arquitecto, sino porque lo oblicuo habla de fugas y de dimensiones mayores a la de la casa cuadrada y a la de sus habitaciones encajadas. Por el mismo motivo lo hace Siza en las suyas. Y Torres y Lapeña.
La pared oblicua no permite arrimar muebles, pero si la vida misma. Planificar una pared inclinada supone acercarse mucho a la vida de esa incierta habitación. Y la pared inclinada se hace entonces símbolo de la vida real, porque aunque aparentemente contraria al sentido común, la vida misma se encarga de su doma.

7 de mayo de 2018

EL MISTERIO DE LA ISLA COCINA


En nuestra vida pasamos en la cocina una media de 5 años. Pero los números caen en picado: desde las tres horas y media al día que un americano dedicaba a preparar la comida a finales de los años setenta, a la escasa media hora a finales de los años noventa, hoy el tiempo es cada vez menor (1). Algo que ni Masterchef ni los programas de cocina han remediado. 
Cuando la humanidad decidió emplear un cuarto específico para la preparación de alimentos, las personas de servicio que trabajaban en él y sus utensilios eran más determinantes del uso de esa habitación que su pura espacialidad. Luego, con la llegada del agua y mucho más tarde de toda la tecnología aportada por los electrodomésticos, tanto la limpieza, la preparación y la conservación de los alimentos, como la optimización de los recorridos entre que buscamos una sartén y abrimos la nevera, han supuesto una revolución en el modo en que nos comportamos. 
Por eso la cocina es la habitación testigo óptima para contemplar los avances humanos. Tal vez incluso sea su motor secreto. En la cocina no sólo se guisan alimentos sino la sociedad misma. La cocina representa un territorio de conquistas sociales camuflado bajo el brillo del acero inoxidable y de las microondas. Por eso hasta la actual isla en la cocina trae consigo una secreta revolución. 
Hoy la isla en la cocina no es simplemente una conquista del ideario americano de vida popularizado por las series de televisión, sino un símbolo que habla de la reducción del número de horas pasadas en esa habitación, de la disolución de sus bordes en medio del salón y del papel de la mujer en la sociedad.
En este sentido esa isla de muebles, como un altar, representa un paso más en la emancipación de la mujer como sujeto social ya no dedicado al cocinar para toda la familia. La mujer salió hace tiempo de aquel espacio y ya nadie se dedica a cocinar en la casa. Porque no hay tiempo para ello, pero también, porque es necesario su sueldo para el mantenimiento de la familia y que se sienta realizada con su trabajo.  
Sin embargo el de la igualdad de género no es su mensaje más sofisticado. La isla de la cocina suplanta, en gran medida, la vieja mesa de desayuno. Aunque se trata de una mesa especial, algo incómoda, al estar macizada de muebles que sirven para acomodar las vajillas y el utillaje de cocina que aun quiere mantenerse fuera de la vista. Es, pues, una mesa inmueble que invita a comer de pie en ella. Y no podemos olvidar que un lugar donde hemos abandonado sentarnos supone un cambio social de importancia, porque el sentarse es el origen del acto de reunirse, al menos en occidente. La cocina en isla es el lugar del breve desayuno familiar, café en mano, aunque donde los miembros de la familia ya no se ven las caras, ni apenas se hablan.
Es también la parte de la cocina que representa, como en una escenografía, que en la cocina ya no se cocina. La isla se convierte en el espacio de la recepción de los alimentos precocinados de la casa. Por mucho que tenga pila o fuegos, es la imagen del puerto de amarre de las bolsas de la compra antes de su almacenaje en la nevera. Un sitio para el lucimiento de los alimentos plastificados y para la comodidad de la compra antes que para el acto del cocinado.
En algún momento de su desarrollo se pasó de las penínsulas a las islas, un fenómeno que no sólo se ha dado en la tectónica de placas. Así, las islas cocina lograron desprenderse de las paredes. La isla cocina posibilita una gozosa doble circulación, a pesar de consumir mucho espacio. Por eso la isla acarrea un espacio invisible grande y lujoso. Y una casa grande que la acoja. Hasta ese punto ha calado el ideario de su forma de vida que ha llegado a simbolizar un estatus social. No sólo de cambio social, sino de lujo: ha suplantado por completo "el sueño americano". De hecho es la prosperidad misma hecha objeto. Es el objetivo vital y burgués de todo occidente, un sueño transnacional, capaz de ocupar la centralidad psicológica del hogar actual.  
Esa isla, finalmente, simboliza que lo que se come en cada casa se fabrica lejos. Que las cocinas dejaron desde hace tiempo de estar cerca. Y que necesitamos de servicio y servidores, pero que sean limpios e invisibles.
Esos misterios esconde la isla cocina, convertida en ideario de comodidad pero sobre la que pesan estos misterios.

(1) Eso manifiestan al menos los sesudos estudios de los especialistas del tema: hoy Ikea y antes Terence Conran en su "Diseño", ed. Blume, Barcelona, 1997.

30 de abril de 2018

EL TAMAÑO (DE LAS CASAS) SI IMPORTA


“Una casa grande es una casa hermosa” dijo Nouvel a finales del siglo XX, y con ello, además de volver a emparejar las ideas de lujo y de tamaño, estaba señalando que hasta el mismo concepto de tamaño de la casa seguía siendo un fenómeno cultural a debate.
Cuando hoy el mercado inmobiliario trata de hacer pasar por lujosas casas indecentemente pequeñas, lo cierto es que su tamaño es la causa de muchas de las situaciones que hoy damos por supuestas en el habitar, en la política y hasta en el modo en que vivimos y nos relacionamos con nuestros semejantes. Porque la historia del tamaño de la casa es un fenómeno cultural tan relevante para occidente como el invento del fuego o el cultivo de cereales. 
Si la modernidad inventó la “vivienda mínima” a principios del siglo XX por motivos puramente económicos amparándose en el funcionalismo, lo cierto es que el tamaño de la casa ha pertenecido a un debate de mayor alcance. De hecho es el único lugar donde la arquitectura y la política han estado verdaderamente imbricadas.
La reducción del tamaño de la casa y su propiedad en el siglo XVII dio origen al concepto de intimidad como hoy lo entendemos. Cuando en los Países Bajos las casas se redujeron y empezaron a pertenecer a una naciente burguesía, se reformuló no solo el concepto de burguesía misma, sino hasta un nuevo mundo donde padres e hijos formaban un núcleo de intimidad que dejó de compartirse con sirvientes, familiares, invitados y amigos. La casa holandesa, situada entre canales y estrechos muros medianeros de ladrillo, cambio de tamaño y, junto a eso, cambió la sociedad entera. Hasta entonces, ni siquiera los niños y los padres se relacionaban del mismo modo. Fue gracias al cambio de tamaño del hogar cuando se vieron alteradas las tareas domésticas, quien se ocupaba de ellas y el hasta el orden de la vida privada. Mientras, en ciudades como París y Londres las casas permanecían llenas de gente a la hora de dormir y comer, y la privacidad no existía como tal. Al menos en el sentido que nosotros le damos. Si hoy sentimos que nuestra intimidad está amenazada en las redes sociales, basta imaginar lo que era habitar en aquellas grandes casas llenas de desconocidos que comían del mismo puchero y dormían en la misma cama. 
El tamaño de las casas es un fenómeno arquitectónico y político antes que puramente económico. Y esto conviene subrayarlo porque durante la mayor parte de la historia donde el hombre ha vivido a cubierto en el interior de ese invento denominado casa, la mayoría lo ha hecho durmiendo y viviendo rodeado de un gran número de personas, e indirectamente eso ha servido como soporte a una ideología política. Hasta el mismo concepto de “ascenso social” tiene que ver con esas grandes casas y su primitiva topología de relaciones espaciales. 
Por eso cuando se habla de una casa grande o pequeña no podemos olvidar como cada simple reducción de superficie juega un papel en las costumbres tal, que incluso es capaz de generar conceptos como el de “comodidad” mismo. 
Porque el tamaño importa. Y desde luego cuando la sociedad cambia el tamaño de sus casas debemos estar prevenidos para otro tipo de cambios. A ellos les debemos los cimientos que han construido muchas de nuestras modernas costumbres, miedos y amenazas.

23 de abril de 2018

SIN SALIR DEL ARMARIO


Una casa con muchos armarios es una bendición. De hecho, si decimos que una casa está mal situada o es sombría o estrecha, pero que tiene muchos armarios estamos manifestando su auténtica redención como hogar. Porque si los hoteles y restaurantes miden su aptitud por un incierto número de estrellas, las casas indudablemente lo hacen por el número de esos raros muebles. 
Efectivamente, los armarios son una parte marginal de la familia de los muebles porque no llegan a serlo del todo. Lo mismo les ocurre a las camas. De hecho podríamos decir que los armarios son habitaciones y no muebles si atendemos a que en ellos se habita y que tienen puertas como las estancias que los contienen. Los armarios son considerados hasta tal punto equivalentes a las habitaciones que cuando una casa carece de sótano, alguno de ellos hace las veces de ese cuarto subterráneo y oscuro, y entre sus baldas se esconde el pasado de sus habitantes y su memoria. 
Pero los armarios no son simples almacenes. En cierta medida son espacios de espera y de parada en los ciclos de la casa. El proceso de limpieza de sábanas y ropa, por ejemplo, pasa por esas habitaciones que se convierten en apeaderos y salas de espera. Así pues, los armarios son nodos. 
Los armarios no necesitan luz ni grandes requerimientos, salvo una pared donde apoyarse y unas puertas. A esas puertas Peter Smithson entonó una hermosa alabanza: “lo que el armario es a la casa, la casa lo es a la ciudad”. Su entusiasmo por lo que escondían le llevó a decir que una habitación podía ser un armario, que los coches eran un tipo especial de armarios (con ruedas) y que también lo eran los marcos de los cuadros, aunque estos últimos fuesen de un tipo especial debido a su poco fondo. 
La realidad de los armarios es que siempre esconden secretos y puede que por eso sean necesarios. También lo son porque nos liberan de prestar atención a las complejidades de la vida y nos evitan tener presentes todas las minucias con que nos atosigaría la vida de los objetos visibles de la casa. Por esta misma razón, si hubiese que hacer un relato de la historia del confort, no debiésemos empezar por la silla o la cama, sino más bien por el descanso que suponen los armarios para la mente. Porque los armarios descansan algo más primordial que la espalda o las piernas, descansan la vista. 
La historia de los armarios es la historia de la moderna comodidad. Lo que nos hace recordar que la historia de la casa es, en realidad, la historia del almacenaje: las casas son los cuartos en los que se depositan los descubrimientos ya obsoletos de la historia del hombre. 
Todo acaba guardado en ese armario que es la casa.

16 de abril de 2018

HABITACIONES OLVIDADAS


Las habitaciones no son entes estables a lo largo del tiempo. No lo son sus nombres ni sus usos, y hay un largo rosario de estancias engullidas por la historia de la arquitectura. Un proceso de lo más habitual, pero que “la casa” ha sufrido con especial virulencia. 
La habitación como espacio personal y con una función especializada es, en realidad, un invento relativamente moderno y puesto de moda por las clases pudientes cuando descubrieron que dormir, jugar y comer sin tener gente al alrededor era una gozada. Cuando los griegos y los romanos usaron las alcobas y los impluvios, o cuando en la edad media apareció lo que se conocía como “sala principal” en la planta superior de las casas, estaban dando comienzo las sucesivas privatizaciones del espacio doméstico en cada una de sus culturas. Desde esos instantes las separaciones de señores y criados se hacían palpables. Y, desde entonces, el empleo de las habitaciones como espacios funcionalmente diferenciados se ha desarrollado con saltos, abandonos y olvidos. “Gabinete”, “alcoba”, “tocador”, “sala de audiencia”, “salón privado”, “galería” y “sala de retiro”, constituyen un elenco de matices en las relaciones sociales antes que hermosos nombres, y hablan muy a las claras de la capacidad de las habitaciones de ser relatos culturales antes que simples contenedores de funciones. 
Con el paso de los años se han borrado de nuestra memoria muchas de aquellas estancias, mientras que otras han resurgido con energía gracias al rejuvenecedor viento que traen los nuevos tiempos. Cuando esto es así, épocas enteras se emparejan y relacionan. Término como el de “suite”, hoy ha reaparecido para los baños incluidos en los dormitorios y para denominar las estancias más lujosas de los hoteles. Aunque en su origen dicho término fue aplicado a las habitaciones con varias dependencias en continuidad desde el siglo XVII. Hoy el disponer de varios "ambientes" en las habitaciones de los hoteles y el modo de relación social de ese pasado se enlazan secretamente. Y en ambas, la idea de la continuidad de las dependencias es clave. Cuando las formas son semejantes lo son los motivos que las soportan.
Seguramente en el futuro, nuestros conocidos “tendederos”, “salones” o “comedores” pasen a mejor vida. Tal vez porque vemos cada día cómo cambia nuestra relación con la ropa y su limpieza, con el estar en un lugar común donde se pueda “recibir”, o donde se coma en ocasiones especiales…¿Qué será de entonces de esas queridas habitaciones? Lo que está claro es que no será su fin. Sólo pasarán al secreto trastero de las habitaciones olvidadas.

9 de abril de 2018

EL FANTASMA DEL CENTRO DE LA CASA


Al principio, pero al principio del todo, un hombre casi animal recién expulsado del Paraíso o recién convertido en sapiens, tuvo que edificar un refugio frente a la inesperada hostilidad del exterior. En el centro de ese refugio que llamó casa, encendió, literalmente, un fuego. Desde ese acto fundacional, en cada una de las casas habitadas por el hombre ha pervivido tanto la necesidad psicológica de un centro como el mismo concepto de "centro". Sin embargo, con el paso del tiempo, ese lugar psíquico y físico no ha permanecido vinculado al fuego. Ni siquiera a una fuente de calor. Y ni siquiera ha permanecido en el centro… 
El fuego contenido medularmente en la casa se ha ido desplazando y disolviendo progresivamente entre sus estancias. Ese núcleo que calentaba y servía para cocinar se especializó, primero en un hogar abierto capaz de atufar de humo la casa entera, luego en braseros, chimeneas y cocinas, por un aparato de televisión y luego sustituido por elementos de toda índole, desde piscinas a recónditos servidores wifi… Lo cierto es que los sucesivos centros de la casa se han dispersado por las habitaciones en forma de radiadores, aparatos de climatización, cocinas y multitud de pantallas, hasta hacer que nada hoy agrupe la vida psicológica de sus habitantes. Tanto que ya no queda centro alguno en la casa, sino en todo caso “centros”. Y, por si no fuese suficiente, éstos ni siquiera son centrales, sino que se han sufrido una diáspora en zonas cada vez más privadas, donde la temperatura no depende de la chispa ni de las brasas, sino de ánodos, cátodos y aire. Por no haber, ya no hay ni “calefacción central” (ni quien la pague). Hoy cada estancia es prácticamente una casa autónoma, con más servicios e independencia que los que tuvo ninguna casa entera de hace cien años. 
Tal vez por eso, el centro psíquico de la casa, penitente e incansable, vacío de contenido pero personificado en una presencia invisible como un fantasma, no ha parado de buscar su lugar. 
De hecho, si en un momento de desvelo, en mitad de la noche, oyen leves crujidos en su casa, no crean que es por la dilatación de las tuberías, de los suelos o por el ruido insomne de los vecinos. Es producido por el leve murmullo de ese antiguo centro de la casa, que vaga buscando un sitio. Como un espíritu sin mucha posibilidad de redención, que va ligero y perdido, sin sábanas ni cadenas, pero que cuando se cruza con otros fantasmas, les pregunta: ¿usted cree en las personas?

2 de abril de 2018

UNA VERDAD INCÓMODA SOBRE LA COMODIDAD


La comodidad, palabra sacrosanta en nuestra vida doméstica y a la que nadie está dispuesto a renunciar, sufre una fractura en cuanto cruzamos el umbral de nuestros hogares. Fuera, la ciudad se muestra hostil y declaradamente contraria al confort. 
La ciudad con sus ruidos, contaminación y tráfico es el lugar de la única incomodidad posible en nuestro día a día. Quizás soportamos sus asperezas porque sirve al intangible bien de vivir juntos. Sin embargo de nuestras calles y plazas, de los parques y jardines se ha suprimido toda posibilidad de estar un tiempo sin sentirnos cohibidos por la presencia de los otros o por la creciente reducción de sus bancos, aceras o espacios sin resguardo de sombra o viento. 
A tal punto hemos dejado de exigir a la ciudad lo mismo que a nuestros hogares en términos de comodidad que, efectivamente, este mismo concepto es lo que hoy resulta más significativo a la hora de señalar las antiguas diferencias entre lo público y lo privado. Porque hoy lo público es aquello a lo que no exigimos que sea cómodo y lo privado aquello cuya comodidad es irrenunciable. 
La claudicación de la comodidad en lo público no solamente se limita al espacio urbano. También sufrimos la progresiva incomodidad de las ciudades en su burocratización. El empleo del espacio público está cada vez más reglado por normativas y por la aparición de elementos que lo esclerotizan. Se hace incómodo cruzar por pasos de cebra dirigidos con vallas, se hace incómodo pasear por las aceras crecientemente ocupadas por escaparates, y se hace incómodo hasta el vagar sin rumbo. 
Si se quiere disfrutar de la comodidad de una ciudad solo hay que pagar el canon de ocupar las terrazas de las cafeterías y restaurantes que desplegadas sobre sus aceras, con sus cercas de vidrio y sus sillones tapizados. Es en esa privatización del espacio público donde se nos recuerda que lo privado es cómodo. Y que si queremos sentirnos “a gusto”, volvamos a casa. 
Esas islas de comodidad en la ciudad demuestran como lo cómodo es uno más de los mantras del puro consumo. La comodidad es hoy el símbolo de toda relación comercial. Es el tono y el primer requisito que todo espacio mercantilizado debe poseer. Porque en la actualidad nada hay más cómodo que comprar. Por eso cuando nos sumergimos en lo mullido y lo confortable hay que empezar a sospechar qué nos quieren vender. Porque, nadie lo dude, ese es el espacio de venta preferido por el mercado y donde se produce una de las más importantes batallas por su control.
La verdad es incómoda por algo.

26 de marzo de 2018

LA CASA CEBOLLA


Cada casa es una cebolla. 
Sucesivas capas se acumulan sobre ella encerrándola y encerrándonos, a la vez que nos proveen de un cierto sentido de la privacidad. Las primeras capas son las más visibles y están constituidas por la propia arquitectura y sus límites. El umbral es responsable de introducir pieles densas y poderosas. Bajo el término umbral, la casa acumula las veladuras que suponen, el limpiarse los pies en un felpudo, sacar las llaves del bolsillo, dejar un paraguas o el abrigo, y saludar. Las capas del umbral por supuesto contienen también ese objeto que llamamos puerta y nuestras queridas cortinas cercanas a las ventanas. 
Luego se construyen y solapan otros estratos menos visibles, como son el paso a paso desde el recibidor, los pasillos, hasta llegar al armario de la ropa ante el que nos desvestimos, la cama, y finalmente un lugar casi sin conexión wifi. 
El encontrar el centro de esa cebolla puede ser variable pero está en función de cada habitante. Porque esas capas crecen y crecen hacia dentro como matrioskas. Ese centro sin hueso de la casa supone un hueco que cada persona sigue pelando dentro de si mismo. De ese modo, la casa cebolla se extiende hasta nuestro interior y se completa en algún lugar dentro de cada uno. O dicho de otro modo, la casa cebolla devora a sus habitantes, los engulle en las tripas de sí misma. Las recubre con un vestido invisible tras otro, hasta que el habitante deja de serlo para ser habitado. 
La casa cebolla es, en una imagen, la mera tensión hacia el interior que ejerce toda casa. Una tensión introspectiva, casi hipnótica, semejante a la que debe sufrir la materia en su interior debido a la fuerza de la gravedad. 
La casa cebolla, como esos cuadros de Frank Stella, se construye como un eco sucesivo de un marco, desde una intangible primera capa, pero hacia dentro, como en abismo. Y nos descubre eso precisamente, que hay una intimidad abismal que la sustenta.

19 de marzo de 2018

LA CASA CORTINA


Es hermoso pensar en las cortinas de una casa como sus unidades mínimas de privacidad. Unos velos que se dejan mecer por el viento y por el habitante, en una reciprocidad y movilidad nada despreciable. Un tipo de objeto que se sitúa en el límite de todo. Son parte de la arquitectura y a la vez de nosotros mismos.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.

12 de marzo de 2018

LA CASA SIN INTIMIDAD HACIA LA QUE CAMINAMOS


La casa trasparente de Mies constituye una imagen premonitoria de nuestro futuro. Hoy, gota a gota, con un delicado e imperceptible desangrarse, entregamos cada día datos de nuestra intimidad en el mundo intangible de las redes. Hoy los muros que nos rodeaban se acercan a aquellas paredes sin sombra de la casa Farnsworth.
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?

5 de marzo de 2018

LA CASA PERDIDA


Cada uno de nosotros tiene su origen en la casa, en una casa. Y desde ese lugar ya lejano de la infancia se produce un acercamiento a toda idea de arquitectura posible. En la casa “tiene lugar” todo lugar. En la casa primordial acaudalamos la confianza necesaria para “estar en el mundo”. Y sin embargo y a pesar de esa realidad no sabemos exactamente qué es una casa ni cuáles son los mecanismos psíquicos sobre los que se funda. Aunque sepamos reconocer cuando estamos ante una, sea cual sea el momento en la historia del hombre. Identificamos una casa del neolítico o una casa en el más remoto lugar de la tierra sin más que verla. La casa es y la reconocemos como tal aun cuando sólo queden sus raspas. 
Por eso cuando apenas queda un rescoldo del habitar, cuando tan sólo quedan los jirones desmembrados de esa función primordial del ser humano, resultan sobrecogedores. Amputar la sagrada función de la concavidad que ofrece la casa, suprimir de este objeto madre su capacidad de acogernos y resguardarnos es privarnos de algo prácticamente más necesario que el alimento. Porque esa topografía de la receptividad es desde donde se funda mucho de lo que es “ser humano”. 
“Si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz”, dice Bachelard. Por eso un atentado contra la casa obliga a sus habitantes al esfuerzo por recobrar algo de los sueños no destruidos. El uso de un baño, el escuchar música o jugar entre ruinas en la casa perdida, privada de todo posible resguardo, es reivindicar un regazo desde el que poder continuar soñando la vida e imaginar un futuro.
En esas ocasiones donde se nos muestra la casa como algo perdido nos damos de bruces con más verdad sobre su esencia que lo que a diario vivimos en nuestras casas imperceptibles.

26 de febrero de 2018

LA RECTITUD DEL ESTILÓBATO


A finales de verano de 1911, durante tres semanas, Le Corbusier realizó un peregrinaje diario a la Acrópolis a contemplar el Partenón. Allí realizó numerosos apuntes. Dibujó sus proporciones, midió su tamaño y los efectos de sus escorzos. Se dejó impresionar por un edificio que había marcado la historia de la arquitectura durante más de dos mil años. Entre los dibujos realizados, dos son prácticamente iguales, y no dejan de llamar la atención. Son el retrato de las columnas de mármol llegando al estilóbato en las fachadas este y oeste del Partenón. 
Los peldaños grandiosos y de escala desmesurada de ese templo están curvados hacia sus bordes para compensar el efecto óptico que tendía a combar esa línea en dirección contraria. Una famosa corrección que permitía verlos horizontales cuando se contemplan a distancia y que ha sido la fuente de hermosas leyendas sobre el conocimiento y finura de los griegos sobre el funcionamiento del ojo. Le Corbusier no podía ignorarlo, no podía no verlo y dejar constancia de ello en aquellos dibujos. Aunque le hubiese parecido mucho más hermosa la explicación de esa curvatura como el simple y natural desagüe de la gran superficie de suelo por motivos funcionales, con ese encuadre la curva era imposible de obviar. 
Aquellos peldaños fueron retratados por el pintor suizo como exquisitas líneas horizontales, puras, cuya única función era la de oponerse a las verticales de las columnas. Ni siquiera esos peldaños eran el instrumento para domesticar el suelo irregular y convertirlo en un suelo civilizado sino un mecanismo plástico de contraste. 
Gracias a esas dos imágenes podemos aún imaginarnos a un Le Corbusier sentado en escorzo, incómodo, acalorado en el agosto griego, buscando la posición de la libreta predominante y preguntándose ¿Dónde se esconde el secreto equilibrio del Partenón? Y dibujar esas oposiciones binarias de tonos rojos y azules, y dudar si girar nuevamente la libreta. 
Aún hoy esos peldaños monumentales y las columnas siguen siendo lanzados hacia nosotros como un conjunto indisociable. No existe verticalidad en el templo sin la horizontalidad ficticia de esas escaleras curvas y paradójicas que Le Corbusier se empeñó en dibujar rectas y cartesianas.

PS: seguiremos con las escaleras más adelante... Por ahora, tomémonos un descanso y comencemos una nueva serie.

19 de febrero de 2018

SI TUVIESE QUE ELEGIR UNA ESCALERA EN VENECIA...


Las escaleras de Venecia son infinitas, pero entre todos sus ejemplares hay uno que merece la pena revisitar con los pies, porque a pesar de ser un ejemplar inapreciable por los miles de turistas que se acumulan sobre sus peldaños, su caminar es amable y poderoso. Son las escaleras del Ponte dell'Accademia. 
En pocos lugares como en éste se aprecia que uno de los mayores problemas a resolver por las escaleras es el del ritmo. Allí es cómodo, se alternan los pies derechos y los zurdos dejando un sutil descanso entre ellos y eso a pesar de la curva a la que deben adaptarse. Tan bien considerado está el ritmo en esos pasos, que sus peldaños se vuelven invisibles, no necesitan diseño y no reclaman atención. 
Acostumbrados a que los peldaños que dejan espacio para pasos intermedios se bajen o suban siempre con el mismo pie, ese pisar repetido nos hace un poco torpes. Igual que un profesor de baile corrige la impericia de sus aprendices, las escaleras que siempre repiten la pisada sobre el mismo lado nos hacen sentir su presencia y a nosotros mismos un poco robotizados e idiotas. Sin embargo en las escaleras del puente de la academia existe una cortesía en la distancia de sus peldaños de lo más civilizada. Se alternan los pies como en un baile invisible y con un ritmo perfecto. 
Eugenio Miozzi, un ingeniero hoy casi olvidado, se encargó en 1933 de hacer las escaleras contenidas en ese puente de madera como una solución provisional entre el derruido puente de acero y el futuro puente de piedra. El caso es que lo provisional se hizo permanente. Cuando algo está bien, el tiempo juega a su favor. Y esas escaleras lo están, y las usan millones de personas sin darse cuenta, abstraídas como están por la belleza de Venecia misma.

(Si tuviera que elegir una escalera de Venecia, y sólo una, no sería la de Scarpa). 

12 de febrero de 2018

ESCALERAS QUE SEPARAN


Si por lo general el uso más importante de las escaleras es unir dos espacios, existe una excepción particular a ese objetivo. Porque existen escaleras que han nacido para separar y crear división antes que para comunicar. 
Estas escaleras excepcionales tratan, con sus pocos peldaños, de impedir el normal flujo de circulaciones. Es decir, hacen las veces de tuberías o de carriles donde se pretende aislar recorridos o distanciar tráficos diferentes. Generalmente a esas escaleras de un solo peldaño que se extienden por las calles se las denomina con el insustancial nombre de aceras. 
Las aceras son un caso particular de las escaleras porque, a pesar de gozar de una pisa y una tabica, como el resto de esos verticales mecanismos, no aspiran a elevarse sino que permanecen apegadas al suelo, como esos pájaros pesados y de alas cortas o como las domésticas gallinas. Escalera sin verticalidad, el peldaño de las aceras es un obstáculo, un leve pliegue del suelo, casi invisible y que sin embargo, al revés de lo que sucede con el solitario peldaño de interiores, no hace tropezar. Ese peldaño nos protege de atropellos y del posible agua que corra por la calzada, delimita los usos del suelo y hasta fabrica un tipo especial de ciudadanos: los peatones. El peatón pertenece a la subespecie de los ciudadanos que caminan por la ciudad, pero que lo hacen protegidos de la feroz brutalidad del tráfico por medio del escudo que son sus aceras. 
Las aceras son parte de esa armadura invisible no portátil que ofrece la ciudad a sus moradores y sus peldaños son, por tanto, un burladero y un signo de civilización. Por eso no verán nunca una utopía que dedique una palabra a esos peldaños solitarios, pero su colocación y anchura nos invita a un ejercicio de silenciosa caballerosidad diaria. No está mal para un solo peldaño.

5 de febrero de 2018

ESCALERAS Y TUMBAS


Bernini yace a los pies de una escalera. Sin una mísera escultura que lo rememore. Invisible para cualquiera que ande distraído por la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Enterrado bajo dos peldaños después de haber construido Roma entera. ¿Quién lo diría? Aunque siendo Bernini alguien tan poco dado al descuido de la forma y del mármol, esas escaleras son un símbolo. 
El tiempo pasará, pero ese lugar de piedra donde permanecer arrodillado ante el altar mayor, no será movido de allí. Al contrario de lo que podría suceder con una silla o un mueble, Bernini sabe bien que una escalera tiene mayor capacidad de permanencia. Dos peldaños de mármol romano son un excelente reclinatorio pero también son un buen un sitio donde esperar sentado. “Juan Lorenzo Bernini, de las artes y de la Ciudad, descansa aquí humildemente”. Esos dos peldaños son un espacio de reposo de lo más discreto donde, como reza la lápida, “la noble familia Bernini, espera la resurrección”. Efectivamente, allí Bernini parece esperar, pero como el que espera a un amigo sentado en unas escaleras, en medio de la ciudad. O como el que espera el paso de un autobús. Esa escalera es, pues, el símbolo de un estar esperando, pero no por mucho tiempo. Esos peldaños anuncian una resurrección inminente. Son, por lo tanto, un acto de fe. 
Diariamente nos sentamos en mil escaleras como en un asiento informal y breve. Para esperar de ese modo no se necesitaba ninguna escultura grandilocuente. A fin de cuentas, la eternidad estaba a la vuelta. Y de hecho, ¿para qué más adornos?, cualquiera sentado en esa escalera se hace escultura viva del estar descansando de Roma.

29 de enero de 2018

PORQUE IMPORTAN LAS ESCALERAS


Las escaleras importan. A pesar de que nadie se ocupe ya mucho de ellas. Y a pesar de ser objetos obsoletos y despreciados. Importan y no por simple caridad. Tampoco por un afán utilitarista, aunque sigan siendo necesarias en caso de incendio. Las escaleras importan porque constituyen el elemento conectivo más elemental de la arquitectura.
Este elemento, que es a su vez un proto-vínculo, simboliza el objetivo último del antiguo arte de la composición y representa la más básica fuente de unión entre lugares disímiles en esta disciplina. Además de poseer una extraña capacidad mágica por la que, siendo en sí un mecanismo espacial, es capaz de unir otros dos diferentes. Es decir, como los puentes hacen en horizontal al atravesar valles o ríos, las escaleras crean espacios en sus dos extremos siendo ellas un espacio particular. Son por ello, el primer y más sencillo sistema de sintaxis en arquitectura. 
Al igual que los biólogos sienten pasión por las moscas del vinagre o los genetistas por el Caenorhabditis elegans, un gusano despreciable pero modélico desde el punto de vista de la investigación celular, las escaleras son extraordinarios modelos para el desarrollo de la arquitectura, entendida ésta como problema de relaciones antes que como un problema de imagen. 
Verdaderamente las escaleras han perdido protagonismo con el trascurrir del siglo XXI, pero sin embargo, si realizásemos un exhaustivo análisis de su anatomía, darían pie a averiguar cuáles son los sistemas de vinculación primarios entre diferentes situaciones, relaciones y usos en el ecosistema edilicio. Sin estudiar a fondo ese ser unicelular que es la escalera es imposible comprender siquiera hoy lo que significa lo vertical en términos Bachelarianos, ni puede que tampoco, en otro extremo y puestos a especular, el sentido de progreso social. 
Si los laboratorios de biólogos, médicos y biotecnólogos están ocupados desvelando el genoma de gusanos, ratones y de la Arabidopsis thaliana, los investigadores de la arquitectura tal vez debieran estudiar más de cerca el genoma, no del parametricismo, o cualquier -ismo que aparezca en el calendario, sino el más útil y a la postre, más productivo, de las escaleras, ¿Por qué?. Porque son más fáciles de manipular, de trabajar y mantener que las obras completas. Porque  nada hay tan parecido a la arquitectura con una estructura celular tan sencilla. De su recombinatoria, de su producción y de su cultivo depende en buena medida, como seres testigo que son, el avance y los descubrimientos futuros en campos como el del envejecimiento y genética del desarrollo de la arquitectura.
Por eso nos apasionamos por las escaleras, ¿Acaso valen menos que gusanos o la levadura?

22 de enero de 2018

EL DESCANSILLO NECESARIO


La palabra “descansillo”, empleada en castellano para referirse a esas breves superficies horizontales que interrumpen las escaleras y que proveen cierto sosiego entre las extenuantes subidas y bajadas, difieren en fondo y espíritu de las empleadas en Inglés, donde se denominan “landing”. Curiosamente la palabra castellana habla de las consecuencias que provocan las escaleras en relación cansancio que producen. Las escaleras agotan, y por eso necesitan tramos horizontales, más amplios que los peldaños, donde aminorar la marcha, a veces cambiar de dirección, y permitir a la musculatura que el ejercicio repetitivo de subir o bajar no acabe convertido en un tropiezo
Sin embargo la palabra británica habla de su relación con el suelo, con el terreno: “land”. Para el mundo anglosajón nuestro descansillo es innecesario, se da por supuesto. O dicho de otro modo, como es evidente que por las escaleras la gente cae, debe ofrecerse un lugar de aterrizaje preferentemente antes de llegar al suelo. Aunque también, y puestos a especular, puede que se deba a algo más prosaico: para cada escalera inglesa existe la obligación de ofrecer una porción de territorio digno de ser contemplado a medio camino de su recorrido, un “landscape”, es decir, un “paisaje”. 
Es cierto que también existe en español otra palabra para denominar ese espacio plano “in media res” de las escaleras, “rellano”, que en catalán se denomina “replà”. Ambos términos hacen referencia a porciones horizontales de terreno, pero no de territorio. Aunque ambos poseen la doble connotación de planitud, no llegan a asociarse a un espacio capaz de formar un paisaje, sino más bien remiten a su geometría y al acto de redoblar un plano. El rellano, como el relleno, es una acción doble, que insiste en su reiteración de lo horizontal. 
Así pues, y detenidos brevemente en este descansillo, peculiar órgano de la anatomía de lo vertical, pensemos en lo que aún queda por bajar y en el paisaje que nos queda por delante en torno a las escaleras.

15 de enero de 2018

LA ESCALERA DEL FILÓSOFO


Un anciano medita apenas iluminado por la amarilla luz de una ventana. Sin embargo la protagonista de la escena está a su derecha: una escalera que se enrosca voluminosa sobre sí misma como una brutal serpiente opaca. 
La escena aparentemente doméstica por su tamaño, habla de un rincón abuhardillado y tranquilo, pero los ingredientes que acompañan el cuadro hablan del poder de la escalera para sugerir más que ella misma como objeto físico y llenar el conjunto con una extraña sensación de vertical intranquilidad. Porque la escalera sube pero no lo hace hacia la luz, sino hacia un lugar oscuro y desconocido. Y ese subir se contradice con la imagen de las escaleras bíblicas y herméticas que prometían luz y conocimiento en su ascenso. Por lo visto el conocimiento no es nada luminoso. 
La escalera de ese filósofo es la escalera de la luz y de la sombra, pero simultáneamente. La luz que entra por la ventana alumbra los primeros peldaños de subida y el envés del siguiente piso, pero el resto es un agujero que se contrapone a la luz dorada de la ventana e incluso a la de la chimenea. La escalera del cuadro de Rembrandt es un personaje que podría ser del mismísimo Caravaggio. O dicho todo lo anterior de otro modo: la luz en esa escalera es una luz que sabe que también es sombra. 
El filósofo medita sobre cosas para nosotros imposibles de averiguar si no fuese por ese símbolo de lo vertical. Una escalera que parece decir que todo contiene todo. El anciano habita, de ese modo, en dos mundos: el arriba de esa escalera y el abajo, el error y la sabiduría, la luz y la oscuridad. Pero lo hace a la vez. Y la escalera es una brutal metáfora de esa condición. La escalera mientras, se enrosca sobre un centro que simboliza aquello que se quiera: dios, un principio, el amor, el arte, la conciencia o el propio ser. Como la serpiente que es, se trata de algo vivo y en movimiento, algo que nos mira y que anuda ambos mundos y resume el drama entero de lo vertical.

8 de enero de 2018

GESTOS QUE IMPORTAN


Un anciano contempla el dibujo con sumo cuidado. Con su gesto trata de no estropear lo hecho, las manos se alejan y agrupan como en una plegaria, y se apartan entrelazadas para no dañar la pintura fresca de la litografía. Mientras, el cuerpo volcado hacia el resultado mira de cerca para apreciar todos los detalles. Es como el gesto de un abuelo ante un nieto recién nacido. Parece preguntarle, sin palabras, si se encuentra cómodo o tal vez simplemente contempla sus facciones sin querer despertarle. 
Es el retrato de un encuentro, donde el dibujo y el hombre se han acercado lo suficiente para iniciar un tipo de conversación que trasciende la de las palabras. 
El gesto importa porque habla de un especial cuidado del dibujante ante las cosas que hace. Es un gesto indudablemente prioritario. Importa porque es el signo de una colaboración exenta de prisa, capaz de aislar del mundo y sin embargo capaz de irradiar. En ese instante se describe el hilo comunicante entre un dibujo y quien lo realiza. Es un símbolo de cooperación y de receptividad. No es un gesto autocomplaciente, aunque se podría malinterpretar como tal, sino tan solo atento, expectante, como el de que escucha y espera una respuesta que se va a emitir en voz muy baja, como en un murmullo. No hay nada de narcisismo, tan solo implicación. El gesto importa porque habla de calidad en estado puro. 
Como ese anciano Josef Albers debería dibujar cualquiera que quisiera dibujar arquitectura. Dibujar así supone trazar cada línea de modo que suplique ser construida y prestarla oído y escuchar sus rumores y colaborar con cada trazo para que tome cuerpo. Sea con un ratón o con un lapicero.
Que el dibujo que Albers está realizando sea el de una perfecta escalera de tres peldaños, no es casual. No puede ser casual.
(Para quien pensase que esta vez esto no iba a ir de escaleras...)

2 de enero de 2018

LA ESCALERA NORMATIVA


Debido a la proliferación de rampas, escaleras mecánicas y ascensores que prometen ahorrar esfuerzo y ofrecen, ¡ay!, mayor comodidad, las escaleras se han convertido en objetos inútiles, y lo que es peor, invisibles. Hoy esas agrupaciones otrora misteriosas de peldaños se han arrinconado en recintos, como se hace con los cuartos de calderas. 
Pero en realidad, y por mucho que las escaleras hayan querido ser enterradas con normativas de todo tipo, por mucho que se las haya forzado, y con razón, a que sus peldaños no resbalen ni den sorpresas; por mucho que se las haya obligado a que estén contrastados los tonos de sus pisas para que las personas con problemas de visión perciban su forma y aristas con facilidad; por mucho que se haya insistido en que los barrotes de sus barandillas no dejen distancia para que puedan atrapar cabecitas de niños inconscientes; por mucho que se haya obligado a que pudiese girar por su rellano un volumen de dimensiones semejantes a un hombre rígido envuelto en una caja de madera; por mucho que se las haya encerrado como bestias dentro de un recinto resistente al fuego noventa insoportables minutos y mil otras perrerías, (y por mucho que el resultado parezca la única escalera posible), lo cierto es que siguen siendo una ocasión de pensar en el milagro del cuerpo de un ser humano en movimiento y como la arquitectura puede acompañarlo en esa singular coreografía
Todo este menosprecio a las escaleras comenzó cuando éstas se volvieron el retrato robot normativo de una sola escalera. Una escalera tipo que en realidad solo contiene reglamentos y no personas. (Las personas, como todo el mundo sabe, suben y bajan en ascensor). Estabuladas como los pollos en un corral, de esas escaleras fideicomisarias de oscuras normativas no se puede esperar ya ni un mísero asesinato, ni una grata sorpresa. En las escaleras normalizadas no hay lugar para lo memorable. Nadie se besa furtivamente en esos lugares protegidos con barreras antipánico. 
Y sin embargo los arquitectos aún luchan en el exiguo campo de batalla que ofrecen las leves y bizantinas variaciones regulatorias de las escaleras. Se dejan la piel por construirlas y que sirvan de atajo a las rampas, porque éstas consumen una enormidad de sitio, y son lentas y tediosas. Suspiran por hacer escaleras que inviten a llegar a un lugar y hacerlo significativamente diferente. Sueñan con escaleras que enmarquen en su recorrido cosas dignas de ser vistas. Matan por construir, en fin, escaleras que nos aceleren el pulso igual que lo hace el ser amado...

26 de diciembre de 2017

LA FORMULA PERFECTA PARA HACER UNA ESCALERA


Vitruvio no fue muy preciso a la hora de ofrecer a la posteridad las medidas exactas que debían tener las escaleras. Decir que las huellas de una escalera debían estar entre los 45.7 y 61 centímetros y sus tabicas entre 22.8 y 25.4 centímetros era proponer un margen de una imprecisión y enormidad inaceptable. 
Alberti y Palladio no fueron mucho más lejos aunque redujeron su monumentalidad. De hecho, hicieron de las escaleras algo mucho más mundano. Ambos propusieron pisas no menores de 30 centímetros y no mayores de 59 y 52 centímetros respectivamente, y contrahuellas entre 12.7 y 22.9 centímetros, en el caso del primero, y de 11.4 y 17.5 centímetros, en el caso del segundo. El motivo de esta reducción de tamaño era que ni griegos ni romanos habían hecho nada semejante a lo postulado por Vitruvio. La antigüedad es algo mítico hasta que se usa la cinta métrica. 
No fue hasta el siglo XVII cuando Francois Blondel en su Cours d´Architecture decidió cambiar la idea por la que una escalera buena era una que copiaba otra del pasado y empezar a referenciar el tamaño de sus partes al paso de un hombre. Postuló, además que la fórmula de la escalera perfecta era resultado de proporcionar dos tabicas por cada huella, dando como resultado una constante de 65 centímetros (2T+H=65). 
Tras esa fórmula vinieron otras, pero no más sencillas ni eficaces. Entre los buscadores del santo grial de la escalera perfecta hay que destacar a Frederick Law Olmsted, que durante más de nueve años se dedicó a medir toda aquella que caía en sus manos con una minuciosidad y nivel de obsesión enfermizo. (Lo cual da idea del cuidado con que proyectó sus paisajes). Con esas medidas trazó curvas y gráficos que sirvieron luego a Ernest Irving Freeze para que presentara dos fórmulas que mostraban muy claramente la deriva del tema: T=9-√ 7(H-8)(H-2) y H=5+√ 1/7(9-T)2+9. Vamos, una pura inutilidad. 
Durante el pasado siglo XX en esa búsqueda de la escalera perfecta entraron fisiólogos, estadistas y etiólogos, dando vueltas y más vueltas al tema e introduciendo estudios de consumo de energía, seguridad y mil otros factores, pero no averiguando cosas mucho más sustanciales que las adelantadas por Blondel. Y es que, en resumidas cuentas, no hay una escalera perfecta y si una horquilla de escaleras bien proporcionadas, y una zona de huellas y tabicas razonables. Porque la escalera perfecta es una nube de posibilidades.
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
O dicho de otro modo, y por acabar, en esas escaleras suyas siempre me pareció que una escalera se había comido a las demás, un poco como esa conocida ilustración de la serpiente que se comió al elefante en el "Principito". Y es que las escaleras parecen "sombreros", pero nunca lo son. Las escaleras siempre contienen muchas otras escaleras.