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3 de septiembre de 2018

POLVO DOMÉSTICO


La limpieza de las casas no arranca con el invento de las escobas y luego de las aspiradoras. Ni siquiera a nivel simbólico. La limpieza es algo más que el mero acto de librarnos de la porquería porque implica a la vez a la sociedad y a nuestra relación psíquica con “lo sucio”. 
Si el felpudo es el símbolo iniciático de la entrada de la casa en relación a la limpieza, en su interior, los rituales no son menores. Desde los actos de purificación de todas las religiones, al bíblico “sacudirse el polvo de los zapatos”, existe un mundo de actos destinados a la idea de lo limpio en el hogar. De todos ellos, los más ancestrales están relacionados con la pureza del dormitorio y de los utensilios de comer.
La limpieza es un acto animal que el hombre ha transformado y trasferido a su habitar diario. Cuando el hombre se hizo ser humano, adecentaba su casa cambiando las hojas secas por otras frescas y sacaba al exterior los restos de alimentación que atraían insectos. Desde entonces esta rama de la limpieza, que no coincide psicológicamente con la de los propios detritos humanos, no es una cuestión de nuestra relación con la pura suciedad sino con algo que penetra en nuestros hogares como un intruso, y que mancha nuestra vida diaria. La suciedad no es sólo el anuncio de la enfermedad sino que en la casa representa otro tipo de amenaza que tiene que ver con la moral.
La suciedad es materia fuera de su sitio. Es decir, la suciedad es un signo de un desorden estructural. De ello se deduce que pasar el polvo, la aspiradora, fregar o barrer provoquen, a la vez que un leve dolor de riñones, una especie de exorcismo de lo oculto. Limpiar la casa es un trabajo de Sísifo que se hace con la secreta furia del que sabe que todo volverá a ensuciarse. 
Incluso el limpiar mismo, paradójicamente, ensucia. Y entonces la arquitectura debe tomar medidas. La limpieza de las ventanas, cuando no es peligrosa, chorrea. El fregar mismo mancha las paredes que necesitan protegerse con rodapiés. Los baños se forran con superficies resistentes, cristalizadas o gresificadas, como cámaras acorazadas a esa sucia humedad que provoca mohos y hace que la pintura se desprenda… Blindamos la arquitectura, pero el polvo se adhiere con sus ventosas a las superficies, deja rastros verticales sobre los radiadores, se acumula en forma de pelusas descomunales que ruedan con las corrientes de aire como seres vivos sin rostro, o se depositan como una costra sobre los muebles inaccesibles… 
Contra la suciedad el único remedio es dar cobijo a un batallón de la limpieza que tiene su propio rincón en la casa. El llamado rincón de la aspiradora o el escobero, oculta, a su vez, la fregona y su cubo, el recogedor y el cepillo, cien trapos viejos, y mil botes rojos, verdes, blancos y azules, especializados como pócimas de amor a la limpieza, aunque, eso sí, clasificados según su PH.
Si se piensa, ese rincón de la limpieza hace las veces del viejo altar que la cultura romana tenía para los dioses lares. Hoy veneramos la limpieza de una manera semejante. Tal vez porque secretamente sabemos que la porquería, el polvo, está formado en gran medida por nuestras propias células muertas. Y limpiar la casa es un poco limpiarnos de ese nosotros que fuimos.

27 de agosto de 2018

VAMOS A LA CAMA


La cama es un mueble que no lo es, porque carece de la necesaria movilidad, y que ocupa generalmente tanto como la habitación donde se encuentra. Su posición relaciona su uso con el de otros muebles de superficie horizontal como son las mesas. Pero nada tiene que ver con ellas. 
Las camas de Thomas Jefferson, la de Felipe II y la de Luis XIV, permitían trabajar, escuchar misa y recibir a los súbditos, respectivamente. La de Le Corbusier estaba elevada a una altura inusual con la excusa de poder ver el paisaje cómodamente recostado. Pero la mayoría de nuestras camas son solamente rectángulos acolchados cuyas simples funciones son las relacionadas con el descanso y otras no menos apreciables, pero en nada relacionadas con la de esos casos ilustres. Entre sus especímenes concretos la “cama de matrimonio” es una de las más destacables. 
Hay quien dice que “la cama de matrimonio” fue una institución inventada en época de Napoleón para documentar una figura social y probar su solidez. El hecho de emplear una cama de matrimonio dota de un estatuto especial a quien duerme en ella y es prueba incluso de la solidez legal de una pareja. De hecho al abandono del lecho conyugal es una prueba de su ruptura. 
En lo que a la arquitectura concierne, lo importante de esas plataformas blandas es que cada uno de sus propietarios posee su lado. Es decir, es un rectángulo dividido pero sin fronteras visibles. La batalla por cada centímetro de sus dos subparcelas y todo lo que las cubre, se da a vida o muerte en función del peculiar clima del dormitorio.
Por eso toda cama de matrimonio, por la mañana, es una topografía de esa lucha a oscuras, donde sus arrugas dejan plasmada la huella de los cuerpos y su actividad. Una batalla que se borra al hacer la cama. Operación que requiere de espacio alrededor y un ahuecado general de todos los aditamentos del maldito rectángulo, porque obliga a bordearla y abrir ventanas y cerrarlas y cambiar sábanas en un trabajo sin fin a base de dejarse los riñones. 
Ahora que lo pienso, en realidad las camas so esos inventos que sirven para descansar de hacer la cama.

30 de julio de 2018

LAS CARTAS SOBRE LA MESA


Las mesas provienen de un ser vivo enhiesto que se derriba, trocea y desbasta gracias al violento oficio del carpintero, hasta concluirse en otro ser horizontal que se usa para leer, conversar y comer. El cambio entre la horizontalidad de la mesa y la verticalidad del árbol del que proceden sus tableros simboliza un cambio en el universo estético de las cosas. 
La mesa, la inglesa “table”, era una simple “tabla”, porque al principio se empleaba sin patas. La tabla se apoyaba tras la comida en la pared hasta mejor ocasión. Pero desde ese momento y como eco del horizonte mismo, la mesa se convirtió en un plano técnico sobre el que se mueven todos los objetos e instrumentos del ser humano: libros, jarras o platos. Todo lo que se coloca sobre una mesa adquiere el carácter de objeto. Porque la mesa objetiva el mundo. 
Tanto es así que hace lo mismo con todo aquel que la emplea. Secciona en dos al invitado como con una cuchilla: así vemos asomar un tronco y su cabeza por la línea de su horizonte e imaginamos unas piernas que ya no percibimos en continuidad. De ese modo las personas son bustos y los objetos cosas a observar en su mismidad. 
Sin embargo en torno a la mesa se da la convivencia del ser humano, la amistad y las negociaciones. La mesa se ha convertido en un símbolo de lo social y del diálogo. Y basta pensar lo que supone no sentarse a una mesa a comer, el mero comer en solitario de la hamburguesa o del sándwich, para comprobar como desaparece toda conversación. Los modales en la mesa y las buenas maneras, son sinónimos. Ningún otro mueble exige educación a la hora de su uso. Gracias a la mesa tenemos cubiertos y amigos. Nos reunimos en torno a las mesas. Son el centro de discusiones, de operaciones y altares de ofrendas. La mesa organiza un espacio propio y hasta el tiempo en la casa, mucho más que la cama. Pasamos de la mesa del desayuno, a la del trabajo y a la de la comida, para luego reunirnos en torno a la mesa de la cena y reposar las gafas o teléfonos de nuestro cansancio en esas pequeñas mesas que son las mesillas de noche. La mesa articula, como un secreto maestro de ceremonias el quehacer diario y ni lo percibimos. 
Pero de todos los usos posibles de las mesas, los mejores son los que les dan los niños, para quienes son habitaciones dentro de las habitaciones. Y a veces hasta cosas mejores…

4 de junio de 2018

TERRAZAS DESDE DONDE SALTAR


Las terrazas sí que son un invento, (y no los pobres balcones). En las terrazas se nos da la oportunidad de tomar el sol, de leer y hasta de saltar por ellas sin perder el glamour. Saltar desde un balcón es cutre y de mal gusto, incluso como deporte de adolescentes borrachos. Pero hacerlo desde una terraza es otra cosa. Es más que una cuestión de estilo. 
La casa con terraza tiene, psicológicamente al menos, una habitación de más. La terraza es una habitación suplementaria que hace de toda la casa algo aéreo. Porque las terrazas, como las plataformas de despegue de los portaviones, casi parece que permiten a la casa volar por si misma. Las terrazas disparan y proyectan el hogar hacia el cielo y convierten casi cualquier casa en un ático. 
Las terrazas pueden construir la fachada de un edificio, cosa que los balcones no pueden ni soñar hacer. Las terrazas pueden incluso dar razón de ser a un edificio, y si no, basta recordar las Marina City Towers, donde solo la terraza es capaz, ella solita, de dar sentido, profundidad y riqueza a las dos torres gracias a esos pétalos hormigonados. 
Aunque lo más hermoso de las terrazas es que son un muestrario de la vida de las personas que las habitan. En el mobiliario de las terrazas triunfa tanto el plástico como todos los complementos que pondríamos encontrar en un exterior, incluyendo gnomos de cerámica, farolillos y césped artificial. Pero aun así las terrazas no pierden su aura y los matices de quien busca en ellas un jardín o una azotea. 
Esos planos aéreos, como el techo descapotable de los coches, es un “extra”. No sólo son una habitación “extra”, sino una extra-habitación. Un “extra” que es en si mismo un artículo de lujo y ni te cuento si se combina con la palabra “vistas”. Entonces constituyen el lujo supremo: la “terraza con vistas”. 
Quien pillara una, en lugar de un casoplón en la sierra.

21 de mayo de 2018

MALDITOS RODAPIÉS


Los rodapiés son unos inventos de lo más razonable porque protegen el contacto de un suelo y una pared. Pero no porque ese contacto sea agresivo y paredes y suelos se lleven a rabiar. Sino porque los pies de las personas parecen tener la costumbre de manchar las paredes en ese preciso encuentro. Extrañamente los humanos juegan a dar patadas a las paredes en sus partes bajas. Y las paredes emplean ese escudo para parapetarse de nosotros. 
Podría pensarse que la historia del rodapié es tan vieja como la historia del zapato y de las paredes, pero no. La historia del rodapié coincide más bien con la de la limpieza. Cuando una pared aspira a permanecer limpia tiene que recurrir a esa junta. Por eso no es casualidad que podamos encontrar rodapiés en algunas pinturas de Vermeer, (aunque se trate de un solo modelo, un azulejo historiado blanco y azul que no casa con el suelo ni con sus paredes en diseño ni color), pero no en los cuadros de Velázquez. Lo cual es significativo de hasta qué punto el rodapié está ligado a la historia del limpiar la casa y de cómo cada país empieza esa historia en momentos diferentes. 
Y conste que el rodapié no es simplemente una pieza que protege de los humanos a las paredes sino que también sirve para esconder las humedades que ascienden por ellas, como trepando. Silenciosas. Y dejando manchas de moho a la mínima, precisamente en esos lugares. El material de los rodapiés, por eso mismo, trata de ocultar con su dureza o su resistencia al agua, esos desperfectos. El rodapié debe ser más fácil de limpiar que la pared misma. Y cuando crecen sobre la pared y suben por ella, cambian su nombre por uno más sonoro y con mejor fama: “zócalo”. Sin embargo ni zócalos ni rodapiés permiten arrimar ningún mueble a la pared, (salvo la estantería Billy de Ikea gracias a su mordisco con forma de rodapié de su esquina y con la que ningún rodapié real encaja). 
En fin, después de toda esta teoría del rodapié no sería justo olvidar que otra de sus principales razones es la de tapar los fallos de construcción del suelo en su encuentro con la pared. Tal es su éxito para esconder defectos que los rodapiés de esa “indecencia del mal ajuste” han pasado a ocupar lugares donde no hay pies, pasándose a llamar “copetes”. Hoy no hay encimera de cocina sin su copete. Nombre simpático pero que no hace sino distraernos de que en realidad son rodapiés para los ojos. Y entonces sí que son malditos rodapiés, porque no dejan ver la verdad de las cosas.

14 de mayo de 2018

LA PARED INCLINADA


La pared que no guarda los respetuosos y canónicos noventa grados con las demás es temida por inhabitable. La pared torcida es una maldición y basta pensar en Gaudí y sus casas de pisos para ver como en ellas todo parece resolverse subyugando la vida diaria a la tiranía del diseño de los muebles por parte del arquitecto. Por eso tradicionalmente la pared inclinada representa al arquitecto absoluto y a la inundación del diseño. 
La pared inclinada posee, puede que por eso, una mala fama evidente. La pared inclinada es irracional. Es contraria a la lógica de la distribución y a las costumbres. Lo lógico son habitaciones estables como cajas. Una caja de espacio fácilmente ventilable y habitable es moderna y limpia. En una caja de espacio prima lo óptimo. La caja de espacio es la unidad de medida estandarizada de la casa contemporánea del mismo modo que la unidad de medida del tamaño de un territorio son los campos de futbol. Por eso la pared inclinada es cara. Un derroche. 
La pared inclinada, puede que por representar un despilfarro, solo aparece en algunos momentos de la historia donde hay cierta necesidad expresiva o cierta irregularidad en el solar. Un solar imposible, inclinado y con resquicios, como ofrecen la mayoría de las viejas ciudades, invita a acumular esas paredes oblicuas en lugares donde no estorben. Se lleva lo irregular a los almacenes y, solo cuando el arquitecto es habilidoso, se lucen o se vuelven protagonistas del orden general de la planta. Porque las paredes inclinadas, también hay que decirlo, se ven, principalmente, gracias al dibujo en planta. O abriendo habitaciones con llave. 
Solamente los buenos arquitectos, los de músculo, se atreven con la pared inclinada como desafío. Coderch disfrutó con esa pared inclinada. Y lo hico como símbolo de libertad. Pero no de la libertad del arquitecto, sino porque lo oblicuo habla de fugas y de dimensiones mayores a la de la casa cuadrada y a la de sus habitaciones encajadas. Por el mismo motivo lo hace Siza en las suyas. Y Torres y Lapeña.
La pared oblicua no permite arrimar muebles, pero si la vida misma. Planificar una pared inclinada supone acercarse mucho a la vida de esa incierta habitación. Y la pared inclinada se hace entonces símbolo de la vida real, porque aunque aparentemente contraria al sentido común, la vida misma se encarga de su doma.

7 de mayo de 2018

EL MISTERIO DE LA ISLA COCINA


En nuestra vida pasamos en la cocina una media de 5 años. Pero los números caen en picado: desde las tres horas y media al día que un americano dedicaba a preparar la comida a finales de los años setenta, a la escasa media hora a finales de los años noventa, hoy el tiempo es cada vez menor (1). Algo que ni Masterchef ni los programas de cocina han remediado. 
Cuando la humanidad decidió emplear un cuarto específico para la preparación de alimentos, las personas de servicio que trabajaban en él y sus utensilios eran más determinantes del uso de esa habitación que su pura espacialidad. Luego, con la llegada del agua y mucho más tarde de toda la tecnología aportada por los electrodomésticos, tanto la limpieza, la preparación y la conservación de los alimentos, como la optimización de los recorridos entre que buscamos una sartén y abrimos la nevera, han supuesto una revolución en el modo en que nos comportamos. 
Por eso la cocina es la habitación testigo óptima para contemplar los avances humanos. Tal vez incluso sea su motor secreto. En la cocina no sólo se guisan alimentos sino la sociedad misma. La cocina representa un territorio de conquistas sociales camuflado bajo el brillo del acero inoxidable y de las microondas. Por eso hasta la actual isla en la cocina trae consigo una secreta revolución. 
Hoy la isla en la cocina no es simplemente una conquista del ideario americano de vida popularizado por las series de televisión, sino un símbolo que habla de la reducción del número de horas pasadas en esa habitación, de la disolución de sus bordes en medio del salón y del papel de la mujer en la sociedad.
En este sentido esa isla de muebles, como un altar, representa un paso más en la emancipación de la mujer como sujeto social ya no dedicado al cocinar para toda la familia. La mujer salió hace tiempo de aquel espacio y ya nadie se dedica a cocinar en la casa. Porque no hay tiempo para ello, pero también, porque es necesario su sueldo para el mantenimiento de la familia y que se sienta realizada con su trabajo.  
Sin embargo el de la igualdad de género no es su mensaje más sofisticado. La isla de la cocina suplanta, en gran medida, la vieja mesa de desayuno. Aunque se trata de una mesa especial, algo incómoda, al estar macizada de muebles que sirven para acomodar las vajillas y el utillaje de cocina que aun quiere mantenerse fuera de la vista. Es, pues, una mesa inmueble que invita a comer de pie en ella. Y no podemos olvidar que un lugar donde hemos abandonado sentarnos supone un cambio social de importancia, porque el sentarse es el origen del acto de reunirse, al menos en occidente. La cocina en isla es el lugar del breve desayuno familiar, café en mano, aunque donde los miembros de la familia ya no se ven las caras, ni apenas se hablan.
Es también la parte de la cocina que representa, como en una escenografía, que en la cocina ya no se cocina. La isla se convierte en el espacio de la recepción de los alimentos precocinados de la casa. Por mucho que tenga pila o fuegos, es la imagen del puerto de amarre de las bolsas de la compra antes de su almacenaje en la nevera. Un sitio para el lucimiento de los alimentos plastificados y para la comodidad de la compra antes que para el acto del cocinado.
En algún momento de su desarrollo se pasó de las penínsulas a las islas, un fenómeno que no sólo se ha dado en la tectónica de placas. Así, las islas cocina lograron desprenderse de las paredes. La isla cocina posibilita una gozosa doble circulación, a pesar de consumir mucho espacio. Por eso la isla acarrea un espacio invisible grande y lujoso. Y una casa grande que la acoja. Hasta ese punto ha calado el ideario de su forma de vida que ha llegado a simbolizar un estatus social. No sólo de cambio social, sino de lujo: ha suplantado por completo "el sueño americano". De hecho es la prosperidad misma hecha objeto. Es el objetivo vital y burgués de todo occidente, un sueño transnacional, capaz de ocupar la centralidad psicológica del hogar actual.  
Esa isla, finalmente, simboliza que lo que se come en cada casa se fabrica lejos. Que las cocinas dejaron desde hace tiempo de estar cerca. Y que necesitamos de servicio y servidores, pero que sean limpios e invisibles.
Esos misterios esconde la isla cocina, convertida en ideario de comodidad pero sobre la que pesan estos misterios.

(1) Eso manifiestan al menos los sesudos estudios de los especialistas del tema: hoy Ikea y antes Terence Conran en su "Diseño", ed. Blume, Barcelona, 1997.

30 de abril de 2018

EL TAMAÑO (DE LAS CASAS) SI IMPORTA


“Una casa grande es una casa hermosa” dijo Nouvel a finales del siglo XX, y con ello, además de volver a emparejar las ideas de lujo y de tamaño, estaba señalando que hasta el mismo concepto de tamaño de la casa seguía siendo un fenómeno cultural a debate.
Cuando hoy el mercado inmobiliario trata de hacer pasar por lujosas casas indecentemente pequeñas, lo cierto es que su tamaño es la causa de muchas de las situaciones que hoy damos por supuestas en el habitar, en la política y hasta en el modo en que vivimos y nos relacionamos con nuestros semejantes. Porque la historia del tamaño de la casa es un fenómeno cultural tan relevante para occidente como el invento del fuego o el cultivo de cereales. 
Si la modernidad inventó la “vivienda mínima” a principios del siglo XX por motivos puramente económicos amparándose en el funcionalismo, lo cierto es que el tamaño de la casa ha pertenecido a un debate de mayor alcance. De hecho es el único lugar donde la arquitectura y la política han estado verdaderamente imbricadas.
La reducción del tamaño de la casa y su propiedad en el siglo XVII dio origen al concepto de intimidad como hoy lo entendemos. Cuando en los Países Bajos las casas se redujeron y empezaron a pertenecer a una naciente burguesía, se reformuló no solo el concepto de burguesía misma, sino hasta un nuevo mundo donde padres e hijos formaban un núcleo de intimidad que dejó de compartirse con sirvientes, familiares, invitados y amigos. La casa holandesa, situada entre canales y estrechos muros medianeros de ladrillo, cambio de tamaño y, junto a eso, cambió la sociedad entera. Hasta entonces, ni siquiera los niños y los padres se relacionaban del mismo modo. Fue gracias al cambio de tamaño del hogar cuando se vieron alteradas las tareas domésticas, quien se ocupaba de ellas y el hasta el orden de la vida privada. Mientras, en ciudades como París y Londres las casas permanecían llenas de gente a la hora de dormir y comer, y la privacidad no existía como tal. Al menos en el sentido que nosotros le damos. Si hoy sentimos que nuestra intimidad está amenazada en las redes sociales, basta imaginar lo que era habitar en aquellas grandes casas llenas de desconocidos que comían del mismo puchero y dormían en la misma cama. 
El tamaño de las casas es un fenómeno arquitectónico y político antes que puramente económico. Y esto conviene subrayarlo porque durante la mayor parte de la historia donde el hombre ha vivido a cubierto en el interior de ese invento denominado casa, la mayoría lo ha hecho durmiendo y viviendo rodeado de un gran número de personas, e indirectamente eso ha servido como soporte a una ideología política. Hasta el mismo concepto de “ascenso social” tiene que ver con esas grandes casas y su primitiva topología de relaciones espaciales. 
Por eso cuando se habla de una casa grande o pequeña no podemos olvidar como cada simple reducción de superficie juega un papel en las costumbres tal, que incluso es capaz de generar conceptos como el de “comodidad” mismo. 
Porque el tamaño importa. Y desde luego cuando la sociedad cambia el tamaño de sus casas debemos estar prevenidos para otro tipo de cambios. A ellos les debemos los cimientos que han construido muchas de nuestras modernas costumbres, miedos y amenazas.

23 de abril de 2018

SIN SALIR DEL ARMARIO


Una casa con muchos armarios es una bendición. De hecho, si decimos que una casa está mal situada o es sombría o estrecha, pero que tiene muchos armarios estamos manifestando su auténtica redención como hogar. Porque si los hoteles y restaurantes miden su aptitud por un incierto número de estrellas, las casas indudablemente lo hacen por el número de esos raros muebles. 
Efectivamente, los armarios son una parte marginal de la familia de los muebles porque no llegan a serlo del todo. Lo mismo les ocurre a las camas. De hecho podríamos decir que los armarios son habitaciones y no muebles si atendemos a que en ellos se habita y que tienen puertas como las estancias que los contienen. Los armarios son considerados hasta tal punto equivalentes a las habitaciones que cuando una casa carece de sótano, alguno de ellos hace las veces de ese cuarto subterráneo y oscuro, y entre sus baldas se esconde el pasado de sus habitantes y su memoria. 
Pero los armarios no son simples almacenes. En cierta medida son espacios de espera y de parada en los ciclos de la casa. El proceso de limpieza de sábanas y ropa, por ejemplo, pasa por esas habitaciones que se convierten en apeaderos y salas de espera. Así pues, los armarios son nodos. 
Los armarios no necesitan luz ni grandes requerimientos, salvo una pared donde apoyarse y unas puertas. A esas puertas Peter Smithson entonó una hermosa alabanza: “lo que el armario es a la casa, la casa lo es a la ciudad”. Su entusiasmo por lo que escondían le llevó a decir que una habitación podía ser un armario, que los coches eran un tipo especial de armarios (con ruedas) y que también lo eran los marcos de los cuadros, aunque estos últimos fuesen de un tipo especial debido a su poco fondo. 
La realidad de los armarios es que siempre esconden secretos y puede que por eso sean necesarios. También lo son porque nos liberan de prestar atención a las complejidades de la vida y nos evitan tener presentes todas las minucias con que nos atosigaría la vida de los objetos visibles de la casa. Por esta misma razón, si hubiese que hacer un relato de la historia del confort, no debiésemos empezar por la silla o la cama, sino más bien por el descanso que suponen los armarios para la mente. Porque los armarios descansan algo más primordial que la espalda o las piernas, descansan la vista. 
La historia de los armarios es la historia de la moderna comodidad. Lo que nos hace recordar que la historia de la casa es, en realidad, la historia del almacenaje: las casas son los cuartos en los que se depositan los descubrimientos ya obsoletos de la historia del hombre. 
Todo acaba guardado en ese armario que es la casa.

16 de abril de 2018

HABITACIONES OLVIDADAS


Las habitaciones no son entes estables a lo largo del tiempo. No lo son sus nombres ni sus usos, y hay un largo rosario de estancias engullidas por la historia de la arquitectura. Un proceso de lo más habitual, pero que “la casa” ha sufrido con especial virulencia. 
La habitación como espacio personal y con una función especializada es, en realidad, un invento relativamente moderno y puesto de moda por las clases pudientes cuando descubrieron que dormir, jugar y comer sin tener gente al alrededor era una gozada. Cuando los griegos y los romanos usaron las alcobas y los impluvios, o cuando en la edad media apareció lo que se conocía como “sala principal” en la planta superior de las casas, estaban dando comienzo las sucesivas privatizaciones del espacio doméstico en cada una de sus culturas. Desde esos instantes las separaciones de señores y criados se hacían palpables. Y, desde entonces, el empleo de las habitaciones como espacios funcionalmente diferenciados se ha desarrollado con saltos, abandonos y olvidos. “Gabinete”, “alcoba”, “tocador”, “sala de audiencia”, “salón privado”, “galería” y “sala de retiro”, constituyen un elenco de matices en las relaciones sociales antes que hermosos nombres, y hablan muy a las claras de la capacidad de las habitaciones de ser relatos culturales antes que simples contenedores de funciones. 
Con el paso de los años se han borrado de nuestra memoria muchas de aquellas estancias, mientras que otras han resurgido con energía gracias al rejuvenecedor viento que traen los nuevos tiempos. Cuando esto es así, épocas enteras se emparejan y relacionan. Término como el de “suite”, hoy ha reaparecido para los baños incluidos en los dormitorios y para denominar las estancias más lujosas de los hoteles. Aunque en su origen dicho término fue aplicado a las habitaciones con varias dependencias en continuidad desde el siglo XVII. Hoy el disponer de varios "ambientes" en las habitaciones de los hoteles y el modo de relación social de ese pasado se enlazan secretamente. Y en ambas, la idea de la continuidad de las dependencias es clave. Cuando las formas son semejantes lo son los motivos que las soportan.
Seguramente en el futuro, nuestros conocidos “tendederos”, “salones” o “comedores” pasen a mejor vida. Tal vez porque vemos cada día cómo cambia nuestra relación con la ropa y su limpieza, con el estar en un lugar común donde se pueda “recibir”, o donde se coma en ocasiones especiales…¿Qué será de entonces de esas queridas habitaciones? Lo que está claro es que no será su fin. Sólo pasarán al secreto trastero de las habitaciones olvidadas.

2 de enero de 2018

LA ESCALERA NORMATIVA


Debido a la proliferación de rampas, escaleras mecánicas y ascensores que prometen ahorrar esfuerzo y ofrecen, ¡ay!, mayor comodidad, las escaleras se han convertido en objetos inútiles, y lo que es peor, invisibles. Hoy esas agrupaciones otrora misteriosas de peldaños se han arrinconado en recintos, como se hace con los cuartos de calderas. 
Pero en realidad, y por mucho que las escaleras hayan querido ser enterradas con normativas de todo tipo, por mucho que se las haya forzado, y con razón, a que sus peldaños no resbalen ni den sorpresas; por mucho que se las haya obligado a que estén contrastados los tonos de sus pisas para que las personas con problemas de visión perciban su forma y aristas con facilidad; por mucho que se haya insistido en que los barrotes de sus barandillas no dejen distancia para que puedan atrapar cabecitas de niños inconscientes; por mucho que se haya obligado a que pudiese girar por su rellano un volumen de dimensiones semejantes a un hombre rígido envuelto en una caja de madera; por mucho que se las haya encerrado como bestias dentro de un recinto resistente al fuego noventa insoportables minutos y mil otras perrerías, (y por mucho que el resultado parezca la única escalera posible), lo cierto es que siguen siendo una ocasión de pensar en el milagro del cuerpo de un ser humano en movimiento y como la arquitectura puede acompañarlo en esa singular coreografía
Todo este menosprecio a las escaleras comenzó cuando éstas se volvieron el retrato robot normativo de una sola escalera. Una escalera tipo que en realidad solo contiene reglamentos y no personas. (Las personas, como todo el mundo sabe, suben y bajan en ascensor). Estabuladas como los pollos en un corral, de esas escaleras fideicomisarias de oscuras normativas no se puede esperar ya ni un mísero asesinato, ni una grata sorpresa. En las escaleras normalizadas no hay lugar para lo memorable. Nadie se besa furtivamente en esos lugares protegidos con barreras antipánico. 
Y sin embargo los arquitectos aún luchan en el exiguo campo de batalla que ofrecen las leves y bizantinas variaciones regulatorias de las escaleras. Se dejan la piel por construirlas y que sirvan de atajo a las rampas, porque éstas consumen una enormidad de sitio, y son lentas y tediosas. Suspiran por hacer escaleras que inviten a llegar a un lugar y hacerlo significativamente diferente. Sueñan con escaleras que enmarquen en su recorrido cosas dignas de ser vistas. Matan por construir, en fin, escaleras que nos aceleren el pulso igual que lo hace el ser amado...

11 de diciembre de 2017

LO INDIGNO DE VIVIR BAJO UNA ESCALERA


San Alejo y Harry Potter comparten un espacio indigno como símbolo de su mala posición social: el despreciable espacio bajo la escalera. Ese maltratado espacio, que supuso un refugio básico para la supervivencia del santo del siglo V, del triunfante y joven mago y de muchas bicicletas y trastos sin uso, también ha sido el invernadero de una especie vegetal que de otro modo seguramente se habría extinguido, el ficus. 
El chiscón de la escalera es un espacio despreciable y despreciado, porque entre una línea oblicua y la horizontal del suelo no cabe un cuerpo en una posición que no sea torturada. Ese espacio es además estrecho y no ha tenido nunca el estatus de habitación, al contrario de lo que sucede con las codiciadas buhardillas. Por eso es un lugar de los más denostado de la casa, junto a tendederos, y otros no mejores como los que quedan bajo las sillas, mesas y camas y que no hacen más que acumular migas o polvo. 
Por eso mismo, el espacio bajo la escalera ha dado pie a construir escaleras que llevan a oscuros sótanos o a ser, sin más, un espacio de trastero, por mucho que las revistas de decoración hayan intentado en ese lugar hacer estanterías, armarios y hasta rellenarlos de secretos e ingeniosos cajones.
Reclamar esos espacios como lugares de ensoñación simbólica es inocente. Sin embargo juegan un papel en la casa, en la infancia y en el crecimiento de las personas. Esos espacios son oscuros, también a nivel simbólico, y toda casa debe tener espacios oscuros para poder sentir los luminosos de un modo diferente.

4 de diciembre de 2017

SEXO Y ESCALERAS



Hablando de escaleras, circula por ahí un sesudo estudio de un egregio profesor americano sobre sexo y arquitectura que no deja de ser piedra de escándalo (y de marketing). El estudioso en cuestión, de Cornell o Princeton ya ni recuerdo, dedicó su tiempo a investigar el uso del espacio doméstico en diferentes escenas de cine porno, llegando a la interesante conclusión de que de los lugares donde se ruedan esos espectáculos de ciencia ficción, las escaleras son unos de los preferidos, con un 23% de apariciones como fondo (si es que puede hablarse de fondo en ese cine de primeros planos). Más concretamente, descubrió que, de las escaleras, los espacios más filmados son los cinco primeros peldaños de ascenso. Sus conclusiones revelaron que esos peldaños atesoraban la capacidad de comportarse como un lecho. O dicho de otro modo, que esos primeros peldaños antes de llegar al suelo llevaban implícita una condición multiuso, a medio camino entre el mueble y el inmueble. Cosa por otro lado bien evidente y que no necesitaba de la dedicación de un profesor americano para descubrirse. 
No querría yo profundizar mucho en sus conclusiones, ni aprovechar para discutir cómo anda la investigación en la academia y en lo fácil que se ha vuelto ser escandaloso pero vacuo, sino reflexionar más bien sobre el incomprensible y reciente erotismo que sostienen las escaleras y tratar de averiguar su origen. 
Las escaleras en la modernidad son un símbolo sólido y firme de una sensualidad no disimulada. Ese hecho ha sido explotado mucho antes que por la industria del porno, por el cine clásico, con protagonistas ascendiendo y descendiendo por ellas, en brazos de un galán o un asesino, con gestos desmayados hasta un dormitorio, o reptando por ellas tras haber sufrido un disparo o un desengaño… En resumen, el cine debe casi tanto a las escaleras como a los hermanos Lumière. 
Lo más interesante de esa relación entre erotismo y escaleras es que tiene fecha de nacimiento. Fue en Noviembre de 1899, cuando en el libro “Interpretación de los sueños”, Sigmund Freud escribió sin demasiado fundamento que las "inclinaciones empinadas, escaleras y escalones, subiéndolos o bajándolos, son representaciones simbólicas del acto sexual". Desde entonces sus discípulos renegaron de lo directo y explícito de la imagen, pero para las pobres escaleras el daño ya estaba hecho. Desde entonces soñamos mucho más con ellas y su dimensión erótica se ha convertido en parte de la iconografía moderna de modo indeleble. Desde entonces las escaleras han estado un poco menos limpias. 
Y es que una vez que se crean conexiones verosímiles entre las cosas, luego no es fácil devolverlas al sótano del subconsciente.

11 de septiembre de 2017

AGUAS CIVILIZADAS O POR QUÉ GUSTAN TANTO LAS PISCINAS


Estanques, pozos y albercas sirven a la arquitectura y a sus inquilinos proporcionándoles algo más que simple refresco. Porque son lugares desde donde mana energía antes que simple agua. En la antigüedad el agua que era capaz de atesorar la arquitectura era sagrada y de ella se emergía renovado. Por eso a las aguas civilizadas se las nombraba bíblicamente como “aguas tranquilas, aguas profundas”. 
Entre esa familia de usos y formas que reúne el agua en torno a la arquitectura, el espacio del agua ociosa contemporánea es el de la piscina. Y todo porque el agua de las viejas albercas ha pasado a ser un agua demasiado incierta en su limpieza para las aspiraciones occidentales de trasparencia e higiene. 
La piscina es esa habitación de recreo donde el agua permanece clara pero paradójicamente incapacitada para calmar la sed. De estos pequeños depósitos de infinito en medio de la vida ordinaria, sin embargo, ha desaparecido ya el riesgo de embelesamiento narcisista producido por el reflejo de uno mismo, porque el agua de la piscina ya nada refleja. Sus aguas son inevitablemente cristalinas, es decir, están más cerca en cuanto a sus propiedades del vidrio que de un líquido. Y eso por mucho que existan juegos malévolos con el color de las paredes y el suelo de esta habitación ociosa para hacer que el agua parezca de otra naturaleza. 
Curiosamente las variedades de piscina no son muchas porque su forma depende de pocos factores. Los bordes de este cuarto de agua opulenta oscilan entre lo rectilíneo y lo arriñonado, esto último desde que Aalto y decidiese imitar la forma de los lagos fineses en la piscina de Villa Mairea. Cualquiera que se tome el tiempo de estudiar la historia de esos bordes, verá que es una historia de modas, donde se han tratado de borrar, disimular y exagerar sus límites aunque sin poder escapar completamente de esas dos tipologías primigenias. Y donde su salto cualitativo ha sido el de colocar las piscinas en los lugares más inesperados, (en medio del salón, en la casa que Loos proyectara para Josephine Baker o en la casa Ghilardi de Barragán, por ejemplo) o el de convertirlas en peceras de nadadores y vidrio (véase si no cualquier revista de decoración y los miles de casos con suelos o paredes de vidrio a cientos de metros de altura aparecidos en los últimos años). 
Sin embargo no puede olvidarse que el último objetivo de las piscinas, de esas preciosas habitaciones veraniegas, es el de una “gran zambullida”. Ese es su fin íntimo. “Un maremagnun de energía psíquica conscientemente contenido en el que el yo puede zambullirse imaginariamente“, que diría un discípulo de Jung. Aunque a veces ese proceso tan delicado se disimule bajo el simple utilitarismo de la natación.

14 de agosto de 2017

PARA APRECIAR REALMENTE LA ARQUITECTURA, PUEDE SER NECESARIO COMETER UN ASESINATO


Bernard Tschumi a mediados de los setenta si que era un provocador. Luego, cuando se dedicó a hacer arquitectura, la cosa cambió. 
Sin embargo en esos inicios incluso era delicioso oírle decir: “La arquitectura se define por las acciones de las que es testigo tanto como por lo que encierran sus muros”. Como publicista nunca tuvo precio. Toda una generación, incluso vio con gracia que se apoyase en lo mejor de la filosofía francesa para justificar el hacer de la arquitectura. Como si la arquitectura pudiese permitirse el lujo de importar teorías que no fuesen de la propia arquitectura. 
Sin embargo si su aportación tuvo trascendencia en un momento histórico de zozobras fue porque no era una cuestión baladí la aplicación de la categoría de “evento” como desencadenante de la arquitectura. Porque actualizaba la esquilmada noción de función y le ofrecía un digno camino de salida. La arquitectura no poseía verdadera existencia hasta que no se comportaba como el escenario de la vida de las personas. Hasta la aparición del evento, es decir, la espoleta de la función, la arquitectura no era más que una carcasa sin sentido. Por eso era importante cometer un crimen. Y por eso Bernard Tschumi fue de los pocos reductos donde pervivió, en plena posmodernidad, algo de los rastros de la olvidada modernidad.

3 de abril de 2017

MEZZANINE NO ES UN NOMBRE DE MUJER


La palabra mezzanine es una deliciosa reliquia. Hoy apenas es empleada ni siquiera por los profesionales del ramo que la han sustituido por términos más sencillos de entender como “doble altura”, “entreplanta” o “entresuelo”. Sin embargo se trata de un término que por si solo es capaz de explicar muchas de las argucias de la arquitectura del pasado para ganar espacios y superficies. De origen francés y luego italiano, todos los significados de mezzanine remiten al latino “medianus” y es en lo intermedio y en lo intersticial donde encuentra su razón de ser. 
El espacio en mezzanine es el espacio inesperado desde el que asomarse, es el lugar del balcón interior pero también es el signo del espacio aprovechado al máximo de sus posibilidades. A pesar del lujo espacial que promete, la mezzanine siempre fue un espacio sin nombre. Tanto que ni siquiera entraba en el cómputo de las plantas nobles denominadas por números enteros. ¿Acaso era de recibo decirse viviendo en la planta tres y media o en el piso uno con setenta y cinco? Por eso mismo en la mezzanine se solían alojar el servicio, los almacenes o los usos despreciados. 
Si en la planta el mecanismo del “poché” es el signo del espacio ocupado por el muro y solo habitable en rincones e intersticios, la mezzanine es su equivalente en sección. Pero la mezzanine depende constantemente de un subalterno que la hace posible y sin el que sus espacios se harían inalcanzables: la escalera. A los espacios intermedios de la mezzanine siempre se sube o se baja y por ello se hace imposible no ver su carácter parasitario, ya que constantemente recibe en préstamo un suelo o un techo para poder existir. 
La mezzanine aun hoy conserva un carácter similar al que en el mundo de la gastronomía posee el cocinar con sobras. Con todo y a pesar de su papel secundario y de las connotaciones ligadas al aprovechamiento y la explotación extrema de la sección, la mezzanine parece el más legítimo progenitor del moderno espacio de “doble altura”. Tal es el cambio de mentalidad vivido en torno a la mezzanine, que se ha vuelto cada vez más un espacio transparente y exhibido como una conquista o un trofeo de caza. 
De la mezzanine hoy se presume, como se presume de un bolso de marca o de un coche último modelo. Pero no está mal recordar que, en ocasiones, nuestros lujos provienen de las desventuras y desprecios del pasado. A fin de cuentas, antes tampoco los percebes o un simple cocido eran considerados manjares. Y ya ven hoy.

12 de diciembre de 2016

PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA


El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura? 
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre. 
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera. 
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.

26 de septiembre de 2016

TENDEDEROS Y DEBILIDADES

El tendedero está constantemente amenazado en su fragilidad, no porque haya encontrado sustituto en la tecnología de las lavadoras secadoras, sino porque a la ropa y su lavado diario parece que destinarle varios metros cuadrados de suelo que se paga a precio de media vida de hipoteca, es mucho. Demasiado. 
La función del tendedero es tan frágil que muy a menudo acaba siendo eliminada por una más poderosa. Así, ese habitáculo siempre reducido cuando está incorporado a la casa acaba siendo convertido en trastero, en almacén de bicicletas o canibalizado por la inminente reforma de la cocina. Además, el aire de la ciudad moderna, más que secar la ropa, la ensucia, decimos como excusa. 
Por eso con el paso del tiempo se tiende la colada en lugares interiores y un poco vergonzantes de la casa y empleamos para ello provisorias estructuras arácnidas, que en su torpe montaje mantienen el sonido de un cascabeleo animal. El tendedero nos persigue entonces por la casa, nos zancadillea, siempre está en medio, como una molestia que se oculta a las visitas y que a oscuras se esquiva con dificultad. 
Sin embargo el tendedero encarna la necesaria dosis debilidad que toda casa posee, al recordarnos que nos revestimos de ropa interior, camisas gastadas y sábanas que envejecen con nosotros. Y que la vida de la casa no es en todos sus rincones ni compacta, ni monumental. 
Vista desde la entrada de la casa, a la debilidad del habitar que representa la ropa tendida, Alvar Aalto dedicó hace casi cien años unas hermosas palabras. Aalto elogiaba esas cuerdas no como un adorno de la vida, sino como sustancia medular de la arquitectura en su vida cotidiana. Aunque “lo más sensato sería que el lector, de entrada, no se pusiera a colocar cuerdas entre `las columnas de entrada del hall´, para tender la ropa de su progenitura” (1). Porque claro, una cosa es confesar una debilidad y otra convertirla en espectáculo. 

(1) Aalto, Alvar, “Del umbral a la sala de estar”, Revista Aitta, 1926. Ahora en Alvar Aalto, de palabra y por escrito. El Croquis Editorial, Madrid, 2000.

23 de mayo de 2016

BENDITAS INSTALACIONES



Nadie es consciente de la belleza o del aire mismo que respira, hasta que falta. Y lo mismo puede decirse de las instalaciones. 
En la arquitectura las instalaciones nos proveen de caricias que ya no percibimos. De hecho han adquirido un grado de invisibilidad digno de la ciencia ficción. Queda muy lejos el tiempo en que la relamida y exhausta cultura occidental tenía que ir a buscar agua a diario o debía esforzarse para caldear mínimamente su hogar. El poder eliminar los más inmundos residuos a golpe de bote sifónico, el leer con nocturnidad e incluso el poder limpiar sencillamente las manchas de nuestra colorida indumentaria, son costosos lujos que provienen de las benditas instalaciones y a los que apenas concedemos ya atención. 
En la historia del hombre las energías dedicadas a realizar las más sencillas tareas domésticas requerían incluso de una sociedad articulada de un modo bien diferente al actual. La distinción kahniana entre espacios servidores y espacios servidos, tan pedagógica para hacer entender que hay usos que requieren de otros para llegar a funcionar, que existen relaciones de parasitismo y simbiosis entre espacios, sirve también para simbolizar una diferencia mucho más radical de otro orden: En el pasado la diferencia entre servidores y servidos no estaba arraigada en el espacio sino en las propias personas. Un conjunto muy amplio de la población estaba dedicada plenamente y en horario completo a las tareas que hoy hacen las instalaciones. Iluminar, ventilar, proveer de agua o limpiar eran comodidades que consumían vidas. 
Puede que por eso el desarrollo de las instalaciones resultara uno de los principales avances emancipatorios. Porque las instalaciones son antes que nada una operación sociopolítica de primer orden. Son su memoria y a veces un símbolo. 
Las instalaciones son como los derechos humanos. Todo el mundo debería poder acceder a ellas. 
Benditas instalaciones si la vida de las personas es mejor. Benditas instalaciones si además de su democratización lográsemos hacer inapreciable el recibo de la luz.

16 de mayo de 2016

MALDITAS INSTALACIONES


Hasta Palladio habría sido peor arquitecto de haber tenido que lidiar con las malditas instalaciones.
Como un goteo incesante de espacios ocupados pero no habitados, no ha dejado nunca de maravillarme que en algún momento de la posmodernidad las instalaciones adquiriesen tan buena fama que todo arquitecto, cuando podía, las enseñaba como una ofrenda a su propia modernidad. Como quien abre la gabardina enseñando sus naderías, como quien luce una medalla, el museo Pompidou de París, con su exuberancia jeroglífica de tubos exteriores fue una de sus imágenes más populares. (Creo que el “efecto Beaubourg” era eso en realidad y no otra cosa). 
Desde entonces cabe sospechar de todo arquitecto que enseña sus cuartos de máquinas como el que enseña trofeos de caza. Porque es como el que luce una colección de cuernos de acero inoxidable colgando de la pared y sacando pecho de su extraordinaria y falsa actualidad. 
Las instalaciones, como los gases nobles, ocupan más de lo necesario a cambio de la incierta promesa del confort. Verdaderamente estamos frigorizados o calefactados a capricho, pero mientras, el consumo se dispara, el mundo se calienta como una pelota en un microondas y la arquitectura no mejora ni un ápice. 
Porque las instalaciones siempre suenan, vibran, nos dan con el chiflete del aire en el cogote en el peor momento de una siesta, siempre consumen de más y siempre requieren una actualización y un mantenimiento imposible. 
Las instalaciones son una maldición y son las primeras causantes de haber permitido que el cáncer de la construcción sin fin se haya extendido por doquier, porque gracias a ellas cualquier lugar del mundo se ha vuelto habitable confortablemente. Como las atmósferas que las instalaciones ofrecen son humectadas y temperadas a conveniencia de un simple botón, se puede construir un paraíso en el desierto o en mitad de un glaciar. Mientras, el exterior solo puede contemplarse como en una pantalla de televisión porque el exterior es una parte invisitable y hostil. Vamos, que fuera no hay quien esté.
Es decir, las instalaciones son también las responsables de que la arquitectura y el lugar hayan dejado de estar en perfecta comunión. 
Ellas y algún arquitecto malintencionado.