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8 de enero de 2018

GESTOS QUE IMPORTAN


Un anciano contempla el dibujo con sumo cuidado. Con su gesto trata de no estropear lo hecho, las manos se alejan y agrupan como en una plegaria, y se apartan entrelazadas para no dañar la pintura fresca de la litografía. Mientras, el cuerpo volcado hacia el resultado mira de cerca para apreciar todos los detalles. Es como el gesto de un abuelo ante un nieto recién nacido. Parece preguntarle, sin palabras, si se encuentra cómodo o tal vez simplemente contempla sus facciones sin querer despertarle. 
Es el retrato de un encuentro, donde el dibujo y el hombre se han acercado lo suficiente para iniciar un tipo de conversación que trasciende la de las palabras. 
El gesto importa porque habla de un especial cuidado del dibujante ante las cosas que hace. Es un gesto indudablemente prioritario. Importa porque es el signo de una colaboración exenta de prisa, capaz de aislar del mundo y sin embargo capaz de irradiar. En ese instante se describe el hilo comunicante entre un dibujo y quien lo realiza. Es un símbolo de cooperación y de receptividad. No es un gesto autocomplaciente, aunque se podría malinterpretar como tal, sino tan solo atento, expectante, como el de que escucha y espera una respuesta que se va a emitir en voz muy baja, como en un murmullo. No hay nada de narcisismo, tan solo implicación. El gesto importa porque habla de calidad en estado puro. 
Como ese anciano Josef Albers debería dibujar cualquiera que quisiera dibujar arquitectura. Dibujar así supone trazar cada línea de modo que suplique ser construida y prestarla oído y escuchar sus rumores y colaborar con cada trazo para que tome cuerpo. Sea con un ratón o con un lapicero.
Que el dibujo que Albers está realizando sea el de una perfecta escalera de tres peldaños, no es casual. No puede ser casual.
(Para quien pensase que esta vez esto no iba a ir de escaleras...)

26 de diciembre de 2017

LA FORMULA PERFECTA PARA HACER UNA ESCALERA


Vitruvio no fue muy preciso a la hora de ofrecer a la posteridad las medidas exactas que debían tener las escaleras. Decir que las huellas de una escalera debían estar entre los 45.7 y 61 centímetros y sus tabicas entre 22.8 y 25.4 centímetros era proponer un margen de una imprecisión y enormidad inaceptable. 
Alberti y Palladio no fueron mucho más lejos aunque redujeron su monumentalidad. De hecho, hicieron de las escaleras algo mucho más mundano. Ambos propusieron pisas no menores de 30 centímetros y no mayores de 59 y 52 centímetros respectivamente, y contrahuellas entre 12.7 y 22.9 centímetros, en el caso del primero, y de 11.4 y 17.5 centímetros, en el caso del segundo. El motivo de esta reducción de tamaño era que ni griegos ni romanos habían hecho nada semejante a lo postulado por Vitruvio. La antigüedad es algo mítico hasta que se usa la cinta métrica. 
No fue hasta el siglo XVII cuando Francois Blondel en su Cours d´Architecture decidió cambiar la idea por la que una escalera buena era una que copiaba otra del pasado y empezar a referenciar el tamaño de sus partes al paso de un hombre. Postuló, además que la fórmula de la escalera perfecta era resultado de proporcionar dos tabicas por cada huella, dando como resultado una constante de 65 centímetros (2T+H=65). 
Tras esa fórmula vinieron otras, pero no más sencillas ni eficaces. Entre los buscadores del santo grial de la escalera perfecta hay que destacar a Frederick Law Olmsted, que durante más de nueve años se dedicó a medir toda aquella que caía en sus manos con una minuciosidad y nivel de obsesión enfermizo. (Lo cual da idea del cuidado con que proyectó sus paisajes). Con esas medidas trazó curvas y gráficos que sirvieron luego a Ernest Irving Freeze para que presentara dos fórmulas que mostraban muy claramente la deriva del tema: T=9-√ 7(H-8)(H-2) y H=5+√ 1/7(9-T)2+9. Vamos, una pura inutilidad. 
Durante el pasado siglo XX en esa búsqueda de la escalera perfecta entraron fisiólogos, estadistas y etiólogos, dando vueltas y más vueltas al tema e introduciendo estudios de consumo de energía, seguridad y mil otros factores, pero no averiguando cosas mucho más sustanciales que las adelantadas por Blondel. Y es que, en resumidas cuentas, no hay una escalera perfecta y si una horquilla de escaleras bien proporcionadas, y una zona de huellas y tabicas razonables. Porque la escalera perfecta es una nube de posibilidades.
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
O dicho de otro modo, y por acabar, en esas escaleras suyas siempre me pareció que una escalera se había comido a las demás, un poco como esa conocida ilustración de la serpiente que se comió al elefante en el "Principito". Y es que las escaleras parecen "sombreros", pero nunca lo son. Las escaleras siempre contienen muchas otras escaleras.

31 de julio de 2017

PLANTAS SIN PIEDAD


Nunca tantos hombres miraron con tanta atención una planta, al menos en la historia del cine. Y además una planta cuyo único mérito era el ser un escenario de un crimen. 
Al contrario de lo que pudiese parecer, no es un tribunal de proyectos fin de carrera. Es una escena de “Doce hombres sin piedad”, extraordinaria película de Sidney Lumet para aprender arquitectura y para dudar del sistema judicial. La planta es, por lo demás, una monumental falta de piedad por el ser humano. Ni siquiera por motivos de intriga cinematográfica alguien podría cometer semejante distribución. Pero claro, hasta el cine se aprovecha de que nadie saber leer esos crímenes ocultos, salvo esos denigrados especialistas llamados arquitectos. Una minoría prácticamente inútil… 
Sin embargo si hubiesen consultado con un arquitecto ya les habría adelantado que en semejante escenario, era inevitable, tarde o temprano, que alguien cometiese un asesinato. 
Si se saben leer, las cosas que anuncian las plantas, se ven venir.

22 de mayo de 2017

LOS IMPOSIBLES ALZADOS, LOS ALZADOS IMPOSIBLES.


Que los alzados salen bien cuando las plantas están bien es un chascarrillo sólo al alcance de ser pronunciado por Corrales y Molezún
Los alzados en realidad son imposibles. Más aun que las plantas o las secciones. Algo de la deformación óptica del ojo, de la fuga de la calle donde está la arquitectura, del árbol, de los coches, de los cables telefónicos o eléctricos que siempre se interponen, hacen que no podamos ver esa anomalía que es una sección exterior a la obra producida a una distancia infinita y privada de perspectiva
Por eso cabe pensar si acaso los alzados no han sido en la historia de la arquitectura más que documentos puramente administrativos. (Muy antiguamente se entregaban alzados, y no plantas, para obtener un permiso municipal porque con los alzados estaban determinados el ancho de la fachada y el número de huecos, y por tanto de viviendas) 
Por mucho que se hable en ellos de proporción o de materia, incluso de belleza, en realidad remiten siempre a la altura a que deben llegar las cosas y cuales deben ser sus dimensiones. Por eso mismo el alzado, en el mejor de los casos, es un plano de despieces.
En otros lugares se conocen los alzados como elevaciones. Pero si se piensa, alzar y elevar son dos actos que no corresponden con esos dibujos, que no se alzan ni se elevan, salvo de una línea generalmente horizontal, porque en un papel o una pantalla no hay gravedad con la que enfrentarse. 
Sobre el alzado recae, además, la mala fama de ayudar a toda arquitectura de fachadas y de hueca apariencia... 
Y sin embargo que riqueza aportan cuando son como mariposas, abstractos, como gestos sin tiempo. Capaces de sellar el carácter de una obra y poner en contacto las dos caras del mundo: el dentro y el fuera más allá de haz y el envés del papel donde se representan.

9 de enero de 2017

LA DUREZA DEL LAPICERO, O POR QUÉ EN OCASIONES MIES DIBUJABA CON UN PURO EN VEZ DE FUMÁRSELO


Para los mitómanos y los místicos “el papel en blanco” aun es el territorio mental preferido de la incertidumbre y de la grandeza creativa de la arquitectura. Se equivocan. La auténtica dificultad de ese proceso estuvo siempre un escalón antes que en la blancura inmaculada del papel: en la elección del lapicero con el que comenzar a trazar la primera línea
Antes, cuando la arquitectura se dibujaba a lápiz, la dureza del grafito marcaba el carácter del dibujo pero también de quien lo usaba, más que cualquier otra decisión de partida. Desde la dureza extrema del 10H, cortante como el filo de un bisturí, a la blandura de un algodón negro de un 8B, esas gradaciones no eran simplemente una habilidosa combinación de arcilla y grafito, sino hasta una filosofía. Cuentan que cuando al arquitecto sueco Sigurd Lewerentz, acostumbrado a dibujar con un 6H, se le acercó una estudiante blandiendo un dibujo realizado con un 2H, irónico, le preguntó si se iba a dedicar a partir de ese momento al dibujo en lugar de a la arquitectura… 
La dureza de esa mina de grafito determinaba el tipo de papel y hasta al tipo de dibujante y de proyecto, porque de su elección dependía de modo transversal la cantidad de veces que se podían arrastrar los instrumentos de dibujo sobre lo ya dibujado sin mancharlo, sin arruinar su limpieza o sin cortar o agujerear el propio papel. Inevitablemente un dibujo muy trabajado estaba configurado desde la extrema dureza de un lapicero o desde la extrema habilidad de su dibujante, que paseaba por el papel con una mina más blanda sin el pecado de la suciedad. Por eso con el tiempo, en la memoria de la arquitectura la precisión y la dureza construyeron una imagen indisociable en el dibujo. 
Y sin embargo ahí estaba también Mies van der Rohe, pensando duro y afilado como ningún otro, pero dibujando con un grafito gordo y blando. Con los puños de la camisa milagrosamente limpios, con una ligereza y una postura que no permiten horas y horas de esfuerzo. Casi con gracia, como los calígrafos japoneses. Como si para la precisión necesaria de su arquitectura se debiese dibujar en el extremo, o con un grafito grueso semejante a uno de sus puros, (en ocasiones como ésta parece estar dibujando con la ceniza de uno de ellos), o en otros casos, con un escalpelo. Pero de ningún modo con un HB tibio y a medio camino de nada. Porque en el fondo ese quizás fuera el mayor de los problemas en la elección de un lapicero - y tal vez de la arquitectura - las medias tintas.
Hoy la simple gradación de grises informáticos, del 250 al 255, está privada de esas connotaciones...Y conste que no se dice con asomo de nostalgia.

24 de octubre de 2016

CÓMO TORTURAR A UNA LINEA (O A UN ARQUITECTO) HASTA QUE CONFIESE



A un paleontólogo solvente que encontrara estas antiguallas en futuras excavaciones, seguramente no le costaría aventurar que se trataba de instrumentos para extraer la piedra de la locura de un cerebro enfermo practicando sanguinarias lobotomías, o al menos que servían como aparatos de tortura de alguna civilización poco avanzada y canibal. Y tal vez algo de razón tuviese. 
Sin embargo semejantes herramientas fueron empleadas para proporcionar pequeños escalofríos de placer a los vetustos arquitectos acostumbrados al dibujo a mano. Hoy todos esos instrumentos han quedado relegados por buenos motivos a los museos de historia Sin embargo en su forma conservan aun y misteriosamente algo de la precisión requerida en ciertos oficios. 
Esos raros útiles hablan de una delicadeza que toma cuerpo frente a la intangibilidad actual de los ceros y unos informáticos. No sabemos ya ni cómo ni en qué sentido se empleaban estas amenazantes mandíbulas metálicas, ni falta que hace, pero desde luego su uso requería de una mano y de unos dedos que ajustaran sus ruedas y engranajes con una precisión afilada y exacta, como la que se espera de los profesionales de la orfebrería, la cirugía o la relojería.
Como puede imaginarse la tortura de trazar líneas con tales armas era un martirio recíproco: para el que las trazaba y para las propias líneas, que nunca estaban seguras de acabar siendo suficientemente limpias o determinantes. Nunca acababan bien, siempre requerían tiempo de secado, siempre podían representar una debilidad en la mano que las trazaba, o una inseguridad, o un desgaste. O de una cuchilla suicida que rectificara bordes y errores. 
No cabe la nostalgia. Pero si cabe pensar en el poco sentido que tiene aferrarse fieramente a la incesante mutación de dichos aparatos. Porque igual que nosotros vemos tiralíneas, bigoteras y compases como algo caduco, con los siguientes por venir pasará lo mismo. Porque aunque su manejo hablan de la limpieza y destreza del que los usaba, lo importante del tiralíneas nunca fue el tiralíneas. Y eso, en realidad, no ha cambiado tanto.

10 de octubre de 2016

AXONOMETRÍA, NUDISMO Y VIDEOJUEGOS

Cada sistema de representación encierra una teología (o una antropología). 
Así, entre todos ellos, la axonometría ha transitado desde el anatema al santoral. La perspectiva “egipcia”, la “militar” o la “caballera” son nombres que hablan de sus usos y de sus reinados. Como un afluente que aparece y se oculta, esta especial máquina de mirar es un signo de las ansias de claridad o de opacidad de cada época. En cada una, desde su primigenio uso en China, pasando por la exploración de sus fundamentos teóricos en el siglo de las luces, hasta el neoplasticismo, la perspectiva axonométrica ha ofrecido la posibilidad de la transparencia antes de que el vidrio copara esa idea. (Aunque la comprensión completa de lo representado que ofrece cada axonometría con un solo golpe de vista es infinitamente más clara que la nube de reflejos y engaños de ese material artero y resbaladizo). La visión axonométrica ha sido la de los rayos X antes de la aparición de los rayos X. 
Por eso frente a la perspectiva renacentista, la visión axonométrica ofrece una desnudez pornográfica de lo representado. Bajo esa mirada cósmica, todo objeto se contempla de una vez y por completo. Es el nudismo completo de la forma. La axonometría es un mirar en perspectiva pero infinitamente alejada de lo representado. Tanto que objetualiza la arquitectura y todo lo que toca: como un brutal escarpelo mecánico. 
La axonometría encubre, en su afán de aprender la totalidad simultánea del objeto, la imposibilidad real de la jerarquía de sus partes: cada uno de sus dibujos deshace la necesidad de que lo representado posea una cara principal. No se revela con su dibujo la frontalidad de una fachada, por eso toda axonometría es el signo mismo de la transparencia y de la estratificación de la arquitectura. 
Puede que por esa capacidad haya recuperado en nuestro tiempo un inesperado protagonismo gracias al uso que de ella hacen videojuegos y catálogos de montajes de muebles: la axonometría sobrevuela paisajes y permite intuir pantallas por superar, alejados del subjetivo punto de vista. La axonometría permite averiguar dimensiones y posiciones de huecos y tornillos, incluso la precisa forma de las piezas de todo actual puzzle mobiliario... 
Ni Dios mismo ve en perspectiva su creación, sino que lo hace con una mirada axonométrica. (Aunque Choisy y Stirling demostraron que no solamente era la manera en que Dios veía el mundo, también era el modo en que lo veía el demonio: imágenes desde el fondo de los infiernos ofrecían en sus dibujos la miserable vista que tendría de la obra en construcción un gusano cósmico...) 
Ningún otro sistema de representación ha tratado de ser, en fin, más pedagógico. Ni más moralizante.

3 de octubre de 2016

LO QUE SCHINKEL HIZO CUANDO TUVO QUE EXPLICAR COMO SE APRENDE ARQUITECTURA



Es leyenda que Karl Friederich Schinkel dio comienzo a su vocación artística al visitar una exposición y quedar sobrecogido con una obra allí colgada. Y es leyenda que renunció a su vocación de pintor al pasear entre los cuadros de otra exposición pocos años después (1). (Desde entonces poca gente ha vuelto a tener la fortuna de recibir el aliento de las musas en esos lugares, por lo general más abarrotados de personas que de obras). 
Berlín, Mies y la Arquitectura le deben, cuanto menos, gratitud. 
Schinkel ejerció como arquitecto del siglo XIX, pero fue especialmente talentoso y con unas dotes inusuales para prescindir de todo lo superfluo, de la decoración y de las artes aplicadas. Curiosamente, y a pesar de que su vocación se había despertado como una conversión repentina, lo cierto es que tuvo ocasión de pergeñar un lugar donde los arquitectos pudieran aprender tan incierto oficio sin recurrir a las musas ni a sucesos paranormales: construyó una escuela de Arquitectura en 1831. 
Sin entrar en los pormenores de la vieja enseñanza que se impartía entre las paredes de la Bauakademie, puede decirse que el resultado era un edificio que hablaba del porvenir de la modernidad: desde su inesperada austeridad, a su estructura de pórticos de acero, la obra suponía una ventana al futuro por la que Mies Van der Rohe supo asomarse. 
Cualquiera diría que la parquedad formal de su planta podría encarnar sencillamente el espíritu mismo de la arquitectura. Todo era allí rígido, reticulado con un ritmo incesante de quinientos cincuenta y cinco centímetros. Ni un descanso. Aparentemente. 
En una esquina, apenas en un detalle de toda la planta, existe un pequeño paso en diagonal. Diminuto, casi inapreciable. Una puerta oblicua, medieval, frente a la racionalidad de la retícula para resolver el problema de entrar a una estancia en esquina desde el pasillo de circulación central. Un lugar inspirado. Necesario. Una pequeñísima diagonal, un acento que parece decir a cualquiera de los alumnos que estudiasen entre sus paredes: la arquitectura es oficio, y medida y ritmo, pero también un especial ingenio que sabe ver oportunidades más allá de la lógica convencional para introducir la excepcionalidad. O dicho de otro modo, el signo de una especial mirada, solo propia del arquitecto. El edificio ya no existe, tras la guerra y sus sucesivos intentos de reconstrucción y destrucción no se ha logrado que se volviera a levantar, salvo una esquina y un pobre andamiaje recubierto por unas lonas. Por supuesto sin aquella diagonal tan inapreciable como significante. 

(1) Las dos obras que supusieron su particular caída del caballo fueron un boceto del arquitecto Friedrich Gilly para un monumento de Federico el Grande y el cuadro «Monje en el mar» de Caspar David Friedrich. Mejor que ese cuadro de Friedrich, se dijo Schinkel a si mismo en un inusual arrebato de autoconsciencia, él no llegaría a pintar. Y dejó la pintura para dedicarse a construir.

5 de septiembre de 2016

ARQUITECTURA DESVIADA

Una ligerísima desviación en lo ortogonal, de apenas unos grados, deshace la arquitectura del opresor ángulo recto. Sin embargo, ¿quién es capaz de percibir esa tiranía? ¿A partir de que desviación no somos conscientes de la rectitud de una esquina?
El propio Euclides, progenitor de la geometría, no estuvo nunca interesado en definir el ángulo recto como aquel que tiene noventa grados. ¿A quién le importa saber que son los grados? Euclides dice que “cuando una línea recta que está sobre otra hace que los ángulos adyacentes sean iguales, cada uno de los ángulos es recto, y la recta que está sobre la otra se llama perpendicular a la otra recta”. Es decir, nos ofrece la comprensión de lo que un ángulo recto con un tipo de precisión que sobrepasa la necesidad de entender lo que es un grado. Lo cual es instructivo. 
El escultor Eduardo Chillida justificaba su abandono de la arquitectura precisamente por ese despotismo del ángulo a noventa grados: "Creo que el ángulo de noventa grados admite con dificultad el diálogo con otros ángulos, sólo dialoga con ángulos rectos. Por el contrario los ángulos entre los ochenta y ocho y los noventa y tres grados, son más tolerantes, y su uso enriquece el diálogo espacial. ¿No son por otra parte los noventa grados una simplificación de algo muy serio y muy vivo, nuestra propia verticalidad?".(1)
Efectivamente el ángulo que formamos respecto a la tierra que nos soporta no es el de la precisión matemática de la simple plomada. Somos huesos y músculos en un milagroso equilibrio que poco tiene que ver con la precisión de los noventa grados. Y sin embargo en lo avanzado por Chillida se trasluce una iluminación añadida: el ángulo de noventa grados resulta siempre una simplificación. Es, de hecho, la representación del mismo simplificar. Con la salvedad de las matemáticas y de la metafísica, es el signo más puro de lo abstracto. Esto se debe a que el ángulo recto es más un sistema de relaciones que un ángulo en sí mismo. Cada ángulo de noventa grados es por tanto y antes que nada, una idea del mundo, que solo llega al puerto de la realidad cotidiana desde la pura abstracción, desde el mundo de las ideas. Algo, a nadie se le escapa, difícilmente compatible con la arquitectura. Ni siquiera el ángulo recto al que cantó Le Corbusier en su oscuro poema escapa a este hecho…:

La espalda en el suelo...
¡Pero me he puesto en pie!
Ya que tú estás erguido
hete ahí listo para actuar.
Erguido sobre el plano terrestre
de las cosas comprensibles
contraes con la naturaleza un
pacto de solidaridad: es el ángulo recto

Por eso desde antiguo no hay modo mejor de hacer tangibles los euclidianos ángulos rectos en cada obra, con la seguridad de que son ángulos rectos-correctos, que ese otro ingenio pitagórico elemental del triángulo de tres, cuatro y cinco medidas en cada uno de sus lados. Cosa que no deja de ser un juego abstracto, pero que al menos es la traducción a la realidad de más calado de que disponemos porque llega desde la medida. Pero que habla de cómo se construyen las cosas con una pedagogía de lo concreto que maravilla.


(1) CHILLIDA, Eduardo, Preguntas, Discurso de ingreso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid, 1994, pp. 44.

18 de julio de 2016

UN CORTE LIMPIO


Cuando la arquitectura se ofrece partida como un melón abierto, parece que nada más se va a esconder en su seno. Entonces parece que se dejan ver sus carnes y sus secretos, sin pudor, como en ropa interior, como un poco violados en su intimidad. ¿Quién no ha experimentado algo así al ver una sección? Porque las secciones nos descubren no solo el espacio y el tiempo de la construcción sino que nos desvelan un poco lo que debería ser descubierto no de un plumazo sino con ciertos desvelos y tiempo. 
El descubrimiento inmediato del interior que provoca una sección es algo indiscutiblemente violento, como una decapitación a guillotina, en la que siempre podemos imaginar un estremecedor ruido sordo al golpear con el suelo. Con suerte el corte ha sido limpio pero ¿dónde ha ido a parar la parte oculta? He ahí uno de los dramas de todo corte de la obra de arquitectura: una vez hecho no hay manera de reconstruir la intimidad desvelada, no hay manera de recomponer sus mitades. Por mucho que la parte oculta de la sección clame por volver a reconstituirse. 
Dicho esto y a pesar de esa violencia, el corte tiene una innegable utilidad porque nos permite averiguar si la obra está suficientemente madura. (A veces es mejor hacerse con media sandía a esperar la sorpresa de un insulso contenido completo). Media arquitectura a veces vale más que la arquitectura entera. Porque la sección no es siempre guillotina sino también un modo de honrar a la arquitectura. Es la exigua diferencia entre carniceros y cirujanos.

27 de junio de 2016

LA PLANTA EN EXTINCIÓN



La planta es una especie en peligro de extinción. Al dibujo de la planta de arquitectura me refiero. (El resto parece que peligra siempre en remotas zonas del planeta y alejadas de nuestra sensibilidad). 
Las plantas están amenazadas de extinción, decíamos, por motivos que a generaciones pasadas sorprenderían. Los nuevos modos de producción de la arquitectura, donde el “modelo” digital ofrece la promesa de un control absoluto de la obra, no trabajan ya con la representación como base del pensamiento de esta vetusta disciplina. Cortar un modelo por una sección horizontal no da como resultado una planta. Al menos en los términos que la planta significó para los arquitectos del pasado.   
La planta se encuentra abandonada a su suerte, apenas se la cultiva en oficinas jóvenes, en espacios orientales, o en grandes corporaciones, cuyas sensibilidades se encuentran desplazadas. Inevitablemente desplazadas. Sin embargo y dada la preocupación por la supervivencia disciplinar en que nos hayamos inmersos, la representación de la arquitectura tal vez sea de los últimos reductos propiamente del arquitecto. La representación de las plantas, por ello, es un territorio que no debiera descuidarse bajo la pena de una pérdida de “biodiversidad”. 
Porque cuando un arquitecto habla de una planta no se refiere a un dibujo más o menos logrado, sino más bien una forma de mirar específica. Tan específica que no es compartida por ninguna otra profesión, (ocupadas como están en plantas de más envergadura y follaje). Esa mirada no es la del historiador del arte ni en el ingeniero especialista en programas. Bajo la mirada del arquitecto, del arquitecto Louis Kahn, al menos, “la planta es una sociedad de habitaciones”(1). La planta es además un sistema económico de relaciones espaciales y un sistema político entre sus estancias… 
Y así todo. Pero más, mucho más, que un corte simplón y vacío. Y más que un dibujo. 

(1) Kahn, Louis, “La Habitación, la calle y el consenso humano”, ahora en Latour, Alessandra, Louis Kahn, Escritos conferencias y entrevistas, Editorial El croquis, Madrid, 2003, pp. 275. En su edición original en “the Room, the Street and Human Agreement”, AIA Journal, vol 56, nº3, septiembre 1971, pp. 33-34.

25 de abril de 2016

HOMENAJE A LA LÍNEA DE PUNTOS

Las líneas de puntos crecen junto con las demás como el trigo y la cizaña. Tanto que viven sobre el papel en una realidad esquizofrénica, porque sin cesar se debaten entre lo prescindible y el olvido. 
Las líneas discontinuas son prácticamente líneas sin cuerpo. Ninguna parece ser capaz de transmitir la seguridad de que llegue a su destino. Una recta a trazos no es el recorrido más corto entre dos puntos, como pudiera ser el de la todopoderosa línea continua; en la línea de puntos hay contenida una especie de duda, como esos afluentes de los ríos que aparecen y desaparecen absorbidos por la tierra y de los que no tenemos seguridad de su real desembocadura. 
Formadas por diferentes gruesos, trazos y ritmos, las líneas de puntos constituyen un morse de señales ambiguas hasta que su contexto no determina su completo significado. Como hormigas enfiladas que pasean por un pentagrama invisible, son los signos empleados para representar lo que queda detrás de las cosas, las partes ausentes, las proyecciones, es decir, son el signo de lo invisible. Un techo, un vacío o una continuidad falsamente interrumpida son algunos de sus usos más nobles.
Pero las líneas de puntos necesitan ser protegidas, como las especies en vías de extinción, porque son frágiles. Las líneas de puntos desaparecen a la mínima. Cuando no es por una manipulación en el dibujo, sea eso la fotocopia o cualquiera de los procedimientos a que se someten las imágenes, es por puro desinterés sobre su importancia como código de representación. Entonces se acaban disolviendo y haciendo invisibles. Y de lo invisible se pasa enseguida a lo prescindible. 
Decimos que son las líneas más frágiles y sin embargo ofrecen una riqueza insustituible a lo que un dibujo puede significar como lenguaje ya que ejercen con sus trazos la misma utilidad que los hilvanes con la costura, aunque en el espacio. Los espacios se acaban uniendo gracias a esos pespuntes, tanto es así que suprimiendo algunas de esas líneas veremos sin sentido plantas de catedrales y hasta mucha de la mejor arquitectura moderna. 
(Se bien que también están esas otras líneas de puntos, las que tratan de enmascararlo todo como fuegos de artificio gráfico, y que camufladas entre un ejército de más y más cansinas líneas de puntos hacen que, con su uso decorativo, toda su respetable familia pierda valor). 
Por eso, a las primeras, a las honestas líneas de puntos va dirigido este sincero homenaje.

22 de febrero de 2016

MIRAR DESDE ARRIBA


En 1842, Gaspar-Félix de Tournachon, (que ha pasado a la historia con el pseudónimo de Nadar) tuvo la osadía de ascender ochenta metros en un globo aerostático, fotografiar los tejados del encantador pueblecito francés de Petit-Bicêtre e inventar así la fotografía aérea. Una década después de ese invento se propuso sacarle partido: a los oficios de periodista, escritor, y fotógrafo, agregó el de comandante de una compañía de globos aerostáticos. El objetivo de Nadar era descubrir con la fotografía aérea las posiciones de las tropas prusianas que por entonces sitiaban París. Desde entonces la mirada desde arriba no sólo ha pertenecido a la divinidad y a la arquitectura, sino también a la tecnología militar.
Mirar desde arriba nunca ha estado al alcance de la lógica, de la seguridad, ni del pueblo llano. Tal vez por eso las plantas de arquitectura son un documento tan anómalo e indescifrable, porque nos sitúa lejos de la mirada habitual de las cosas. Mirar desde arriba es hacerlo con una mirada irreal, que en arquitectura tiene sentido puramente instrumental: la mirada desde arriba permite organizar la relación entre las partes y las conexiones entre las personas y los usos que se hace del espacio. El arquitecto ha recurrido a la mirada en planta por el mismo motivo que Dios creo el mundo y lo contempló en planta, para cerciorarse que la creación había sido algo bueno.
El ser humano ha construido torres para elevarse del suelo y ver la globalidad de ese plano que deja atrás. Por eso el elevarse y mirar desde arriba es un procedimiento mágico que hoy, sin embargo, parece condenado a olvidarse.
El dominio del dibujo en planta parece solo pertenecer al campo de preocupaciones de los viejos artesanos de la arquitectura, que hoy queda como una reliquia. Cuando en la actualidad se proyecta el futuro edificio con intangibles modelos digitales, la planta acaba siendo el resultado de una simple sección horizontal. Sin embargo la planta siempre será otra cosa antes que una simple sección paralela al suelo: la planta es una forma de mirar.
Aparentemente el mirar desde arriba es un mirar desde la superioridad, pero en realidad no en una mirada que mantenga una relación jerárquica o de poder sobre lo contemplado, sino de puro orden. Mirando desde arriba se puede anticipar, efectivamente, la buena consecución de los humildes actos de la arquitectura diaria.

28 de diciembre de 2015

DIBUJOS A MEDIAS


Hay dibujos que muestran la esencia misma del dibujar a través de una especial torpeza. Se trata de algo así como dibujos insuficientes. Dibujos que se dan en los cambios de época, que son fruto de la impericia amateur o del aprendizaje. Son esa familia de dibujos que no son correctos ni acabados en el sentido que damos habitualmente a esos términos: ni son claros, ni son plenamente útiles. Sin embargo poseen el encanto que tiene todo esfuerzo empeñado en una búsqueda.
Cuando la técnica de representación no parece depurada, cuando hay inocencia pero también cuando la destreza se queda lejos, aparecen estos territorios intermedios tan productivos. Territorios indecisos incluso desde el punto de vista de su clasificación, como por ejemplo sucede en este caso: donde no puede decirse que se trate de perspectivas, ni alzados, ni acaso secciones.
Se trata de dibujos que no “dicen” pero al menos si “balbucean” algo. Como sucede al expresarse en un idioma apenas conocido o cuando late una inseguridad en la expresión: secciones empeñadas en describir los usos, mostrar el aspecto exterior de la obra y a la vez el modo en que se han construido, pero donde todo falla. Porque la continuidad necesaria de la cuerda empleada para hacer sonar sus campanas y que recorre interiormente la torre, se rompe. Porque no puede ascenderse por unas escaleras donde, hasta los mismos habitantes, parecen estampar sus cabezas contra el techo. Porque las tejas no fueron nunca picudas escamas de dragón. Porque no sería admisible una campana fuera de plomo con el campanario…
Son dibujos sin pericia pero bajo los que late la necesidad de encontrar un modo de expresarse diferente. Sobrevuela en ellos una insatisfacción muy digna de respeto. Claman por una forma de dibujo para poder expresarse y son conscientes de no haberla alcanzado. Son dibujos a medias, pero que gracias a ese inconformismo que asoma, lo tienen todo.
O al menos lo más importante que puede exigírsele a un dibujo de arquitectura.

26 de enero de 2015

HACER DETALLES, TENER DETALLES


La mirada que se echa de lejos a una obra de arquitectura es bien distinta a la que “pace”, como decía Paul Klee, en su cercanía. En los detalles hay algo que roza la intimidad con los problemas de la materia y del habitar. Cada detalle es un balcón abierto hacia la arquitectura.
Cada época ha tenido su especial sensibilidad hacia los puntos singulares de una obra. En la modernidad, obligados por el nuevo lenguaje de la pureza, el detalle fue diseñado centrando su energía principalmente en los encuentros de la materia y su puesta en valor. Luego el detalle fue entendido como un resumen o un emblema del proyecto. Una barandilla, una junta, el pomo de una puerta o el encuentro de diferentes materias, han sido sus lugares predilectos.
Por eso mismo no son pocas las ocasiones en que el detalle no ha sido otra cosa que el rastro del autor haciéndolo.
No obstante el verdadero detalle constructivo dista mucho de ser un mero dibujo a una escala entre el 1:1 y el 1:50.
El dibujo de detalle del acceso de Villa Mairea, nos descubre esa atención particular del arquitecto en un punto. Existe allí una concentración de gestos: además de un dosel apoyado mágicamente sobre columnas variadas de hormigón, listones de madera, corteza de árbol y postes atados, es un compendio de lo que una puerta significa a niveles no solo de forma y materia.
Aalto plantó a la izquierda de esa entrada arbustos de frambuesa (Rubus odoratus). La planta, especialmente olorosa, rica en colores, resistente a las heladas, contribuye a ese conjunto.
Sabemos que las casas, cada casa, huelen, con un olor particular producido por los años, los guisos y los habitantes. Por el olor sabemos de las familias numerosas, la vejez o los nacimientos que las habitan. El ambiente, el particular aire que rodea el cuerpo, también rodea la arquitectura. La primera impresión de la casa queda concentrada en la entrada y se diluye hasta que se vuelve imperceptible incluso para los propios habitantes.
La puerta es un conjunto complejo de situaciones: constructivas, formales, táctiles y, además, aromáticas. En esa entrada, la frambuesa da sus frutos a finales de verano, mientras sus flores silvestres, púrpuras, contribuyen a dar la bienvenida a la casa. Al menos para Alvar Aalto, hacer un detalle era tener un detalle.

17 de noviembre de 2014

PLANTEAR


Cualquiera diría que esa planta es el resultado de seccionar horizontalmente a una altura de cuarenta y ocho centímetros la "Fuente de los cuatro ríos”, de Gian Lorenzo Bernini, en la romana Piazza Navona.
La geometría desaforada e informe se impone y el marco de la fuente no ayuda a contener esa masa de piedra para la que no existe planimetría posible. Sin embargo, en algún momento durante su construcción la fuente fue de ese modo.
Pueden extraerse consecuencias de este tipo de descubrimientos: por un lado, que una planta es un sistema narrativo de mayor hondura que lo que se da por supuesto. Por otro, que la planta no siempre es el documento que avanza una pura distribución funcional, que describe óptimamente a los habitantes durmiendo y paseando entre los futuros muros de la arquitectura. Dicho de otro modo, la planta resulta, antes que nada, una herramienta extraordinaria para la exploración de la forma.
“Planear” y “planta”, es cierto, comparten raíces. Sin embargo entender la planta solo como una sección particular de la arquitectura supone distraer la atención de su potencia como bisturí cósmico para el descubrimiento de otras maneras de mirar. Interiorizar la planta como sección horizontal es una obviedad de parvulario hasta que uno traza plantas de los objetos cotidianos: la sección de una manzana, de una silla o de una máquina de escribir, por un plano paralelo al suelo, nos descubre objetos y formas maravillosas y habitualmente invisibles.
Generalmente los cortes, las secciones verticales sobre la forma, nos trasladan su orden constructivo y su espacialidad, pero esa específica incisión horizontal cuando se aleja de la arquitectura no trata de lo mismo, sino de sus ingredientes constitutivos en el tiempo. Porque la planta, que siempre habla de la funcionalidad, lo hace por encima de todo, de la funcionalidad de la materia, no de sus recintos.

22 de septiembre de 2014

HERRAMIENTAS DE ARQUITECTO


Empeñarse en recurrir a instrumentos ajenos al oficio de arquitecto ha terminado por resultar un lastre. A ningún ortodoncista se le ocurriría usar un telescopio, ni a un zapatero una máquina de escribir para mejor hacer sus respectivos oficios. Por mucho que ambos disfrutasen de horizontes biográficos más amplios. Sin embargo en el arquitecto late la suave tentación ancestral de emplear medios que apenas maneja con soltura, cuando en realidad le basta con emplear bien los ya conocidos para descubrir otros mundos y proveerse de sorpresas de todo orden.
Si el arquitecto fuese ejemplar, emplearía un plano de emplazamiento para describir una molécula, un partido político o una obra teatral. Haría plantas y secciones de un balance bancario y un detalle constructivo de un campeonato de atletismo… Porque lo contrario, parece claro, no aporta beneficios.
Las herramientas del arquitecto, empleadas con imaginación y sentido histórico, permiten visualizar y entender muchos de los factores invisibles de la compleja realidad. Imaginen obtener una topografía de un ser animado, el despiece constructivo de un programa radiofónico, o erigir una axonometría de una cita a ciegas. A la vuelta de la esquina espera un universo al alcance de un lápiz y una mirada entrenada.
Porque el arquitecto, conviene no olvidarlo, antes que otra cosa, dibuja. Dibuja siempre. Incluso cuando construye se limita a dibujar con otros materiales. Al arquitecto le basta dibujar sin descanso, sin pausa, para comprender la realidad; para empujar las cosas hacia el fondo de la memoria; para hacerse con el pasado; para iluminar zonas oscuras. Le basta dibujar con manos siderales, con tacto y delicadeza, antes que con virtuosismo.
Porque la arquitectura exige una especial perfección en el uso del dibujo hasta la disolución del dibujo.

21 de julio de 2014

LOS INTERSTICIOS


Entre las dos cúpulas de la Catedral de San Pablo, en Londres, el aire intermedio no es un espacio desperdiciado y prescindible. Más bien al contrario, una cáscara sujeta a la otra al compensar sus esfuerzos y empujes. 
Si bien esta duplicidad estructural no es en absoluto intuitiva, y si bien el ingenio del que procede se remonta a idéntico problema al que existe en la cúpula de Santa María de las Flores, de Brunelleschi, o San Pedro, el valor de ese espacio intermedio ideado por Sir Cristopher Wren es tan innegable como el dedicado al asiento de público unas decenas de metros más abajo, o al de la sacristía, o al del trono de la realeza. 
La imagen de este espacio intermedio caracterizado como un “espacio fantasma”, aparentemente convierte ese aire en nada. Sin embargo ese aire es el que lo sujeta todo. Es un aire gravitacional, denso y constructivo, y entre las dos cáscaras se produce la tensión de la distancia precisa. La imagen se convierte por ello en una especie de catedral de todos los "falsos techos" que pueblan hoy nuestras viviendas, oficinas y hospitales. Este aire es un gran monumento al falso techo. Un sagrario al espacio, más que servidor, complementario.
Por eso esas dos ventanas son como dos ojos que vigilan de cerca su valor, como una cara miope asombrada por ese intersticio.

14 de julio de 2014

RAZONES PARA UNA DELGADA LINEA NEGRA


Sabemos que una línea negra, delgada y de pequeñas teselas vitrificadas en negro, recorre horizontalmente la fachada del Pabellón Carlos Ramos en Oporto, de Álvaro Siza. A primera vista inexplicable y hermosa. Una línea que no corresponde con forjados, ni con despieces, ni cambios de materia, ni resaltos. Una delgada línea que cabe atribuir a un error y sobre la que conviene, por tanto, trazar una teoría del azar y una teoría de la suerte. (Aunque a fin de cuentas eso sean teorías sobre las razones desconocidas). 
Una línea negra, hermosa e inexplicable, es una línea con un motivo invisible hasta que Siza, o el tiempo lo aclare: “Al tocar el suelo, las paredes blancas limitan, con trazo negro, la superficie abierta a la humedad, a la contaminación verde” (1). 
Así pues no es una linea que prueba que los grandes arquitectos tienen suerte o que todo lo dibujado se construye hasta en sus errores, sino que se trata de una línea donde detener el ascenso de la humedad.
Sólo eso.
Una línea desde la que poder repintar la fachada aunque no por completo. Una línea de mantenimiento y economía. Una línea ahora algo fastidiosa. Porque no es mejor explicación que esa otra que versaba sobre el azar y hacía de esa línea negra una excepción a la espera de motivos.
A veces los motivos en espera son mejores que la explicación de los propios motivos.

(1) SIZA, Álvaro, Escritos, editorial Abada, Madrid, 2014, pp. 378.

5 de mayo de 2014

SIN LEVANTAR EL LAPICERO


Ante la tentación de proyectar de lejos, como tal vez lo haría una divinidad inalcanzable, la invitación a sumergirse en la punta del lapicero es un ejercicio de inteligencia espacial básica.
Ahondar en el paseo ficticio de un habitante convertido en tinta o grafito, imaginar ese recorrido y lo que ello conlleva, las implicaciones de uso, de la mirada, de su construcción, de la iluminación o de la sombra, del espacio, acarrea descubrir y anticipar el carácter concreto de lo proyectado. Igual que en los juegos infantiles el unir puntos numerados proveía de la satisfacción de ver aparecer figuras reconocibles gracias la simple exigencia de la continuidad.
Frente a ese dibujar doblemente lejano de las computadoras que interponen ceros y unos, a los que añaden su propia y siempre indeterminada distancia a lo dibujado, el paseo sobre la superficie del papel de ese habitante afilado provee mil gratificaciones al aprender a proyectar. El descenso del pensamiento sobre la superficie del papel, pero sin levantar el lapicero, es exacta a la que sentía el flâneur a cuyo paso se abrían los espacios de la ciudad recién iluminada del siglo XIX.
Es como paseante imaginario que no se desvanece a voluntad como se intuye de modo inmejorable la continuidad del espacio y el tiempo en la futura arquitectura, y desde donde el dibujo se muestra como una auténtica máquina de aprender a proyectar, liberándolo del lastre amenazante de la mera artisticidad.
No levantar el lapicero representa por tanto, si no la mejor al menos la primera y más económica simulación del habitar ajeno. Desde ahí se puede llegar a ser arquitecto. (Como de tantos otros paisajes no siempre tan accesibles).