4 de noviembre de 2019

EL EFECTO KIKI-BOUBA

En 1929 el psicólogo alemán Wolfgang Kohler pergeñó un extraño experimento. Ante una forma puntiaguda y otra bulbosa, solicitó a cientos de personas que les diesen un nombre entre dos inventados por el mismo. El resultado no ha dejado de ser estimulante para los lingüistas, los neurólogos, los antropólogos y los filósofos. Los encuestados mayoritariamente llamaron a la forma puntiaguda "Takete" y a la curvilínea "Baluba". 
El experimento hizo tambalear uno de los presupuestos en la fundación de las lenguas primitivas: la relación entre formas y sus sonidos no era tan arbitraria como se pensaba. A la vez que se desmontaban firmes creencias en antropología linguística, se inauguró el arte de la sinestesia. Tras muchos experimentos posteriores, hoy existen pruebas de la firme relación entre las formas y nuestro comportamiento ante ellas. Esto sucede incluso con sonidos, sabores y olores, además de con la música, pero el peso de esta poderosa fuerza secreta entre nuestro cerebro y el mundo apenas ha sido tenido en consideración en la arquitectura. 
En realidad Takete y Baluba (que una vez repetido el experimento cambiaron su nombre por los más callejeros y macarras “Kiki” y “Bouba”), habían tenido egregios antecedentes. Mies van der Rohe, en Berlín, poco antes que su compatriota y vecino Kohler, en 1921, proyectó un rascacielos en la Friedrichstrafáe y un año después, otro de vidrio. Es difícil no ver en la coincidencia entre los dibujos de Wolfgang Kohler y los de Mies para las torres un poderoso intercambio entre disciplinas...
Pero el caso, y es a lo que vamos, la prueba más evidente de la ignorancia de estas poderosas energías por parte de los arquitectos es que si les preguntan sobre esas torres de Mies, una de esas noches que dedican su vigilia a castigar el hígado y poner a caldo al resto de la profesión, los más despiertos pueden que contesten con un condescendiente “¡Ah, si! las torres de cristal de Berlín”, ignorando que todo el mundo sabe que en realidad su nombre adecuado y cierto son Takete y Baluba.
¿Cómo va a conectar la arquitectura con la sociedad, cómo hacer que su mensaje sea accesible si ni siquiera los arquitectos saben dar un buen nombre a sus obras?

28 de octubre de 2019

RECTÁNGULOS MÁGICOS


Desde que al astuto Le Corbusier se le ocurriera hacer ventanas corridas como remedio a las casas oscuras, los arquitectos hemos acabado haciendo todos, como idiotas, ventanas que no son ya ventanas. 
La ventana corrida era perfectamente lógica. Dado que la estructura de hormigón permitía abrir huecos largos, ¿por qué no hacerlos larguísimos? Entonces el paisaje y la luz entraron de forma panorámica e imparable. Pero la "fenêtre en longeur", a pesar de sus bondades, cambió para siempre algunas cosas a la hora de asomarnos al mundo. Uno de los mayores problemas de ese rectángulo horizontal fue que destruyó la posibilidad de graduar las distancias a la hora de mirar a su través. Con la ventana corrida todo se convirtió en un paisaje lejano e intocable. Mientras, el tradicional hueco vertical en fachada, que construía rincones y espacios en sombra y que proveía una vista graduada desde el primer plano de lo que sucedía en el balcón, hasta el cielo, recorriendo todas las distancias intermedias, desapareció como forma de mirar el exterior.
Afortunadamente no sucedió lo mismo con el interior. Esa forma de mirar la realidad de manera graduada, desde los primeros planos, al plano medio y al general no se llegó a erradicar completamente. La posibilidad de contemplar un gradiente de distancias se ha recluido y sobrevive gracias a las puertas. Ese otro rectángulo mágico es el único sitio doméstico que ofrece detalles que tocamos, objetos cercanos, fugas, suelos, luces a media distancia y perspectivas generales. Desde un tirador de una puerta, cercano y a contraluz, a una escoba y unas zapatillas en mitad del paso, a las llaves recortadas contra la pared y un fondo con velas y cuadros, esa sucesión de marcos generan una magia invisible y cotidiana.
Esos rectángulos de interiores sobreviven como el único sistema de ver las cosas con lentitud. Por eso hay que vindicarlos y pasar por ellos un poco más conscientes de lo que nos ofrecen. Que además cerrando sus hojas sirvan para proteger lo que queda de nuestra maltrecha intimidad es un regalo añadido.

21 de octubre de 2019

ADIOS, JENCKS, ADIOS


El 28 de abril de 2016, no hace tanto, la Casa Bavinger de Bruce Goff, fue demolida. Esa paradójica espiral informe había sido considerada una obra maestra por uno de los críticos más reputados de los despistados años ochenta, Charles Jencks, que llegó a denominar a su autor “el Miguel Ángel de la basura”. Y no lo decía como un insulto. La casa Bavinger se ha convertido en uno más de los fracasos de su crítica visionaria y tendenciosa. La lista de estos monumentales errores de juicio podría extenderse al trabajo de Erskine y tantos otros. 
Por eso la reciente muerte del crítico americano nos anima a preguntarnos, ¿qué sucede con las críticas que no sobreviven al juicio del futuro? Y más aún, ¿qué sucede cuando traen tan malas consecuencias? ¿quién es el responsable de las malas obras derivadas de una mala teoría? 
Hoy a la vista de los hechos, estas cuestiones deberían ponernos sobre aviso del destino de la crítica ejercida con mal ojo, malas intenciones o sólo vertida con el ánimo de crear un estado favorable de opinión. De hecho, el tardoposmodernismo pergeñado por Jencks supuso un auténtico desvarío respecto a las posibilidades reales de lo posmoderno, (que no era en absoluto el problema de puro estilo en que acabó convertido). Porque la idea del desarrollo de la posmodernidad como una consecuencia lógica de la modernidad, como evolución estilística en los términos planteados por Focillon, podría considerarse como un mero malentendido de lo teorizado en “Complejidad y Contradicción” o “Aprendiendo de las Vegas”, si no fuese porque el ejercicio oracular del trabajo de Jenck supuso una deformidad que acabó con enanitos de blancanieves a modo de Cariátides sobre la fachada de algún edificio. 
Podemos aceptar que su crítica resultara útil para un cambio de sensibilidad en la agotada época de los años setenta y ochenta, podemos valorar su famoso e influyente plano de las corrientes por las que fluía la arquitectura del siglo XX como viscosas manchas de petróleo, pero las consecuencias que aportaba su distinción del "Tardomodernismo" supusieron un completo desperdicio de energía para cualquier tipo de renovación. Las dos formas predilectas de la posmodernidad, la autopista de Venturi frente a la pastosa acidez de Charles Jenck, se pusieron en el mismo plano cuando en realidad aquella autopista, tras atravesar las Vegas, llegaba mucho más lejos. Casi hasta Koolhaas
Ahora que Jencks ha fallecido, su pérdida nos obliga a preguntarnos, ¿necesita la arquitectura este tipo de críticos para ir más allá de si misma, a pesar de su dañina influencia, a pesar de su encanto, su inteligencia o su mordacidad
El género del obituario no permite ofrecer una respuesta educada.

14 de octubre de 2019

LA CASA DE AZÚCAR


Las casas de jengibre no pueden ser un buen ejemplo de casi nada. Aunque como trabajos de pastelería, o como argumento de cuentos infantiles, no dejen de tener su encanto. 
La casa de azúcar constituye un tipo propio, y tiene al menos la misma importancia y peso histórico que la casa patio: consiste en obras en las que la dosis de azúcar se hace visible en un servilismo extremo hacia el habitante, sea en su disposición, sus partes o sus detalles. Para entender el peligro del exceso de endulzamiento de un obra basta trasladarlo a campos como el de la poesía, la pintura o incluso la música. El azúcar es la principal causa de que escribir un buen poema esté prácticamente vedado a todo adolescente. El mucho azúcar mata el poema lo mismo que estropea cualquier obra de arquitectura. El azúcar se manifiesta en la pura voluntad de la obra por agradar. La casa azúcar puede valerse del guiño cómplice o del ultrafuncionalismo. Pero con ello impide la lenta lectura de la complejidad y hasta la complejidad misma. En la extrema voluntad de ser acogedora, en el ocultar que en toda casa existe un reverso, asoma el dulzor del kitsch y la peor posmodernidad. Ese dulzor de azucarillo puede encontrarse de diversos modos en la obra de Michael Graves, en buena parte de la de Gaudí, en la ambigüedad de Charles Moore y en la voluntad de impresionar de John Portman. Instagram y Pinterest son hoy sus portales predilectos y aparece entre sus retículas de imágenes bajo capas de pintura flúor o pastel – pertinente caso de polisemia - y tras el encantador estilo "vintage"… 
Pero la casa es un recipiente de un intrínseco sabor amargo, como el de las almendras, y un exceso de blandura produce modorra y una invisible y peligrosa alienación. La casa debe ser alimenticia, es cierto. No solo nos debe proteger sino que nos debiera brindar los nutrientes necesarios para nuestra supervivencia espiritual. Pero sin excesos. El azúcar mata. Porque deshace las necesarias aristas y sombras que en realidad tiene toda auténtica casa. Porque si se vive en una casa de azúcar, como demostraban los cuentos infantiles, al final, el alimento es el habitante.

7 de octubre de 2019

EL PRIMER CONTACTO DEL HOMBRE CON LA ARQUITECTURA NO FUE LA CASA


Joseph Rykwert teorizó sobre la casa de Adán en el Paraíso, argumentando que si éste tenía un huerto, necesariamente tendría utensilios para su cosecha, y almacén donde guardarlos y por tanto, casa. Pero en realidad ninguna construcción era necesaria en un lugar sin clima adverso ni hostilidades. En el Paraíso, Adán y Eva debieron campar felices en un interior continuo y amable. El Paraíso era un lugar tan íntimo y acogedor como aparentemente ilimitado. Y precisamente por eso, allí no había arquitectura. No era necesaria. 
Conocemos el resultado de lo acaecido tras el “fatal error gastronómico” posterior. Expulsados de un lugar inmejorable, aquellos primeros ancestros, tuvieron que hacerse conscientes de un “afuera” que les obligaba a taparse. Desconocemos si el muro que cercaba el Paraíso tuvo que ser inventado por Dios en el preciso instante de la colosal rebeldía o si existía con anterioridad, pero Adán y Eva no habían sido conscientes de la presencia de ese cierre hasta el momento de su partida. 
Los pintores medievales retrataron el paradisiaco huerto y sus límites e incluso la puerta del exilio. Esa puerta, originario mecanismo fronterizo, fue el primer contacto del hombre con la arquitectura. A menudo se ha insistido en la importancia fundacional de la cabaña primitiva, pero que la primera aproximación del hombre a la arquitectura tuviese lugar gracias a una puerta no es un detalle menor. A estas alturas no parece necesario subrayar el inmenso carácter simbólico de todo el libro del Génesis. 
Masaccio intuyó maravillosamente la importancia de aquella puerta cuando en uno de los frescos de la capilla Brancacci, la convirtió en la señal del exilio. Desde su arco, un haz de rayos negros, el rostro desencajado de Eva y un ángel exterminador señalando hacia una dirección hasta entonces desconocida, son los signos de un irrepetible momento de tránsito. Sin embargo el gesto definitivo de esa puerta irreversible está concentrado en el talón de Adán, demasiado atrás respecto al cuerpo. Un gesto que muestra el último paso antes de abandonar un lugar perfecto, donde no existía ni frío, ni vergüenza. Ese talón aun hoy parece resistirse a salir y muestra a Adán entre dos mundos. 
Cuando hacemos una puerta, esa resistencia a salir debería ser contemplada y debería recordar la enseñanza que ofrece Masaccio: cada puerta toca dos niveles de realidad y no solo dos espacios contiguos. Cada puerta representa un estado intermedio, suspendido entre dos esferas que se tocan en algún lugar, aunque no sabemos si ese contacto se produce fuera o dentro de nosotros.

30 de septiembre de 2019

SOBRE EL EGO, LOS PATINAZOS Y LA ARQUITECTURA


La modernidad, de tan pulida y brillante, patinaba. Sí, todo era muy limpio e higiénico pero los modernos se olvidaban mencionar que con sus nuevos descubrimientos ponían en juego la salud de los habitantes por medio de las caídas que propiciaban sus pavimentos pulidos y sin juntas. 
Aunque como descargo cabe decir que la modernidad traía consigo la autoconsciencia de sus limitaciones, y, pronto, mil reglamentos protegieron el ego y el culo de los habitantes introduciendo terapéuticos coeficientes de resbaladicidad. A lo largo del siglo pasado puede verse como progresivamente los suelos han llegado a resbalar cada vez menos hasta perder ese carácter tragicómico. Hoy nadie en su sano juicio puede permitir que se le caigan los clientes patinando por un salón o cruzando la más trasparente pasarela de vidrio. De lo contrario, se aparece y con razón, en las portadas de la prensa como un profesional descuidado o caprichoso. 
La historia del suelo resbaladizo es tan vieja como el propio hombre y comienza con el caminar ancestral sobre el hielo que solo pudo emularse, de modo imperfecto y artificial, en el pulido marmóreo de los grandes palacios. Aún pueden oírse las risas propiciadas por las caídas de una servidumbre apresurada en los amplios espacios del barroco. 
El suelo sin fin y sin juntas es peligroso para el ego pero, a la vez, es uno de los mayores inventos de la modernidad. En ese reino de las pinturas epoxídicas y autonivelantes, y de los barnices sobre tarimas exquisitamente pulidas, han salido ganando las pistas deportivas, las boleras, las salas de baile y la industria. Hoy los patinazos del pasado se imitan como una forma de arte urbano en el breakdance y en el paso del "moonwalk" popularizado por ese príncipe de lo resbaladizo que era Michael Jackson.
Curiosamente esa capacidad de los suelos resbaladizos se ha vuelto a convertir en una ventaja. Las actuales empresas de logística y la industria, con sus robots automatizados, encuentran en el suelo deslizante una maravillosa ventaja, ya que los desgastes, la precisión y la energía encuentran de ese modo un equilibrio óptimo. Suelos para máquinas de los que están excluidos los torpes humanos. ¿Quién lo iba a decir? Incluso los defectos del pasado, en arquitectura, pueden volverse virtudes. Y eso sin siquiera hablar de estética.

23 de septiembre de 2019

PATOCíRCULOS


Imaginen un círculo imperfecto. Uno al que le quitasen un punto de su intachable perímetro. Ese punto ausente haría que no pudiese ser definido de una manera convencional. Para las matemáticas, sin embargo, esa malformación resulta muy útil y, de hecho, fue empleada por el profesor C. J. Keyser para discutir la lógica interna de los axiomas. Esa patología enfermiza y disonante fue denominada con el bello nombre de “patocírculos”. Aunque a nadie se le escapa que un círculo imperfecto es como un santo con dos pistolas: algo tan inconcebible como incoherente. Porque en la esencia del círculo está, precisamente, su perfecta cerrazón
Sin embargo cada disciplina se lleva con sus formas como puede. Tanto que en arquitectura una de las más viejas y difíciles son precisamente los círculos. Para dibujar uno antes sólo se necesita un compás, y para trazarlo en un terreno bastó con una simple cuerda y una piqueta. Pero las cosas se pueden complicar mucho. Todo lo que se quieran. Sobre todo porque en arquitectura no hay posibilidad real de hacer círculos perfectos. Patocírculos son el Panteón de Roma, el Cenotafio pergeñado por Boullé y Stonehenge. A los círculos de la arquitectura hay que poder entrar, y una puerta convierte todo círculo en uno imperfecto. 
Además, y aunque se pudiera prescindir de la singularidad de la puerta, con modesta piedra y madera, o con hormigón incierto, entre los errores de cimentación, entre las dilataciones de aquí y de allá, entre los defectos de la construcción y entre los propios golpes de la vida, la arquitectura está condenada a trabajar con círculos patológicos. Aunque a veces sean memorables. Esos patocírculos permiten entonces imaginar la pulcritud ideal de los verdaderos círculos y la redondez de lo que sucede en el mundo.

16 de septiembre de 2019

EL SALTITO


¿Cuántos pies distraídos se habrán empapado en ese canalón del Salk Institute for Biological Studies un día de hallazgo? Al menos los seis premios Nobel que han poblado esos espacios, (como miles de estudiantes y otros cientos de profesores) han dado un saltito grácil la mayoría de los días al cruzar la plaza. Pero seguramente hubo un día inspirado, uno de esos días de feliz "eureka", en el que cruzaron con los ojos pegados a los hipnóticos resultados del último experimento, y en el que los pies acabaron en un chof… y un posterior, chop, chop, chop…. 
Es leyenda que el espacio entre los edificios de Louis I. Kahn, quedó vacío, sin un árbol, gracias al consejo de su amigo Luis Barragán. El canalillo de agua marca el eje del espacio hacia el horizonte y suena al acercarse al rebosadero. Esa línea que marca la simetría, no puede ser ocupada por nadie. O se está de un lado, o del otro. Estar en el eje, además de antiestético, supone un ridículo despatarre. De modo que ante ese riachuelo solo se puede pasar.
Ahí está y ahí seguirá con mayor fuerza que la de los propios edificios de hormigón y madera, provocando saltitos, y dando sorpresas a los futuros premios nobeles. Y tal vez incluso a alguno de ellos puede llegar a inspirar la dosis de realidad necesaria.
Como la que tenemos al cruzar esa vulgar y hermosa acequia que nos repite desde hace siglos, como una vieja criada: “¿Pretendes conocer las cosas del cielo mientras te olvidas de lo que tienes bajo los pies?”

9 de septiembre de 2019

VIVIR EN UN ZAPATO


Tampoco está tan mal. Los espacios están más o menos bien proporcionados. Si me apuran, el salón alejado de la cocina resulta un poco pequeño. Quizás el dormitorio quede algo apretado. Pero cualquiera acostumbrado a ver casas, las ha visto mucho peores. Y esta, al menos, es un chiste. O no. Tal vez solo sea un síntoma, magnificado. O una profecía.
La casa en cuestión fue cometida en los años cincuenta por el coronel Mahlon Haines en un prado de Pennsylvania. No merece la pena mostrar el edificio entero porque cualquiera puede adivinarlo. Se trata de una casa que haría las delicias de cualquier posmoderno.
El bueno del señor Haines, que como ese otro coronel del pollo frito tenía un sentido del negocio indestructible, sabía bien como emplear la arquitectura como arma de venta. Aunque éste, no hay que ser muy perspicaz, vendía zapatos. Y a lo grande.
El caso es que me pregunto si esto de hacer de la casa un espacio para la pura venta no se ha convertido en una de las claves de la era de Instagram y las redes sociales. ¿Acaso no es ya la casa, cualquier casa, el instrumento mercantil de nuestras individualidades? ¿No late en la casa una sobreexterioridad de la que esa casa zapato era una precisa y premonitoria metáfora?
Si pasan por el 197 Shoe House Road, en York, Pennsylvania, ya saben. Aceleren.
No se detengan.
A fin de cuentas es solo un vulgar resto arqueológico de la posterior arquitectura del espectáculo.

2 de septiembre de 2019

EL PAPEL Y EL LAPIZ NUNCA SE TOCAN


Los físicos dicen que el papel y el lápiz nunca se tocan. El papel se queda a una distancia del grafito del orden de 10-5 centímetros. No es poca distancia porque los átomos son todavía diez veces menores.  
Ese negro polen, como lo llama Bachelard, queda flotando en una nube, solo ligeramente agarrado a la superficie irregular y volcánica que debe ser el papel a la astronómica escala de lo pequeño (1). Sobre esa distancia del orden de la diezmilésima de milímetro suceden cosas que no vemos y que pertenecen al mundo de las ideas. Pero el mero hecho de pensar que no hay una imbricación real entre el negro y el blanco abre un abismo al pensamiento de lo que es un dibujo. Porque si el carbón del lapicero y el papel no constituyen una unidad, al menos en nuestra mente, podemos temer incluso su posible divorcio. ¿Qué sucedería si de improviso el polvo acumulado de grafito vertido en la historia del hombre decidiese despegarse de los papeles que levemente les sostienen? Como mariposas negras esas nubes quedarían flotando y ya no tendríamos los restos de las ideas, ni acaso las sombras corporales de sus autores, sean de Giotto, de Mies Van der Rohe, o de nuestros seres queridos…
Solo el pensarlo asusta. Mejor seguir creyendo que nada hay tan sólido como esa unión entre el negro y el blanco en el que se fundaba el hacer del viejo arquitecto. Y que la memoria de lo trazado permanecerá más tiempo que nuestra propia vida. O al menos, más que lo dibujado con los aún más frágiles y etéreos ceros y unos.

(1) Bachelard, Gaston: «Materia y mano», en El derecho de soñar, Madrid: F.C.E., 1985, pp.71.

26 de agosto de 2019

VIVES, SIN SABERLO, EN LA CASA DE TU ABUELA


Las casas que habitamos fueron inventadas en el siglo XIX. De ese siglo de nuestras abuelas son el hormigón armado, la máquina de coser, el frigorífico, el ascensor, la lavadora, el aire acondicionado, la plancha, el timbre, el inodoro, la aspiradora, la cama plegable, la luz eléctrica y hasta los rascacielos… 
Vamos, que en nuestro habitar cotidiano nos rodean puras reliquias. Inventos de los que no parece que vayamos a desprendernos en un breve periodo de tiempo porque, por hoy, no tienen mejores sustitutos. 
Si se piensa, el siglo XX es solo un siglo de descubrimientos menores en relación a lo doméstico. Aunque la televisión sustituyó a la radio, (como a su vez ésta al lugar central ocupado por el fuego), hoy con su multiplicación exponencial ya no determina el espacio ni la forma de vida de la casa. Ni siquiera la electrónica ha cambiado gran cosa la forma del hogar en comparación con la herencia del siglo anterior. Por mucho que nos digan que subir las persianas a palmotadas o suplicándoselo a Alexa sea la repanocha, lo cierto es que, respecto a la esencia de la casa, no significa mucho. Todo sigue siendo una herencia directa de la casa de nuestros más queridos ancestros. Con ese encanto del tapetito de croché incluido. 
Del siglo XX solo el plástico ha supuesto una costosa y verdadera revolución. Tanto y tan costosa, que en este siglo XXI tratamos de desinventarlo.
Instálense cómodos junto al boudoir, porque las casas del siglo XIX aun tienen para rato.

19 de agosto de 2019

LA ARQUITECTURA DEL TURISMO


Los vuelos son baratos, y Grecia ni te digo. Las guías turísticas y los portales de internet hacen obligatorio asomarse a la acrópolis por la simple razón de sus muchas estrellas a pie de foto. Y ahí tenemos a la muchedumbre, igual que hace no mucho contemplábamos una cola parecida en la cima del Everest: una versión más dramática que el arcano desfile de las Panateneas. 
La gran arquitectura atrae al turismo y si además el foco procede de algo que tiene más de dos mil quinientos años, mejor que mejor. Sin embargo la relación de una informe masa de personas con un monumento, brutal en su forma e historia, exquisito en su concepción, nos enfrenta a un conflicto que se pone sobre la mesa sin paliativos. ¿Es posible que uno solo de los turistas sumergidos en la multitud sea capaz de salir de esa condición grupal para percatarse de la implacable belleza del lugar en el que se encuentra? ¿Es capaz el Partenón o el Erecteion de golpear con su lógica interna a uno solo de los cerebros que van a fotografiarse ante ellos bajo el abrasador sol griego? 
La respuesta se intuye. Pero no deja de ser necesario que sea formulada para cualquiera interesado en las posibilidades que la arquitectura tiene de alterar la vida de las personas. Igual que en Venecia o ante la Gioconda, la ecuación entre masa y velocidad destruye la posibilidad de percibir la belleza. La experiencia del turismo no altera el ser del que viaja.
La masa solo espera encontrar las puestas de sol que ve en Instagram. Los lugares bajo el filtro de “Juno”, “Ludwig”, “Sierra” o “Perpetua” corren el riesgo de parecerse unos a otros hasta igualarse. Y cuando todo sea ya igual a todo, no habrá turismo para descubrir la realidad. Porque dondequiera que vayamos, entonces, descubriremos lo que ya conocíamos y que podía ser visto desde la pantalla retroiluminada de nuestros dispositivos móviles. 
Por eso creo que el final de esta pesadilla acabará cuando no importe ver esas piedras y pase a importar solo la manera de disfrutarlas. De la acrópolis, y de tantas grandes cosas, la clave está en cuanto éstas son capaces de comprometer nuestra mirada. Cuanto nos comprometen. Si tras la peregrinación no cambia profundamente algo de nosotros, mejor no ir. 

12 de agosto de 2019

TAL QUE ASí DE GRANDE


Cada sistema de medidas referencia el mundo y lo moldea. Somos ochenta kilos de carne o ciento ochenta libras, y con ese cambio de medida cambiamos nosotros mismos. Y otro tanto sucede con el mundo a nuestro alrededor. Si la medida del mundo es el fútbol, en todo vemos un campo de juego, o sus tácticas. Y así con la poesía, el baile, los toros o la arquitectura. 
Por su parte ésta última mide con medidas que son parte del cuerpo humano desde tiempos inmemoriales. El codo, el pie y el brazo, sirven desde antes que el frío y abstracto sistema métrico decimal se impusiese para relacionarnos con el espacio. Lo importante de un sistema de medidas es que implica una filosofía. 
Por eso sorprende tener ahí a Reyner Banham midiendo no se sabe qué. Porque sabemos que su personal sistema de medidas no es ese espacio vacío e intermedio, sino Los Ángeles. O la tecnología. O el clima. Pero esas manos, a esa distancia, y esa cara de sorpresa, solo pueden estar hablando de una cosa
De la distancia entre su pensamiento y el de Tafuri. Por lo menos.

5 de agosto de 2019

PUERTAS INFINITAS


El bueno de Robert Venturi empleó esta puerta de la tumba de la princesa egipcia Shert Nebti para ilustrar su libro “Complejidad y contradicción en arquitectura”. Puertas dentro de puertas son como muñecas rusas, dijo. Aunque con ello pretendía ejemplificar la riqueza que aporta al juego de la arquitectura las cosas dentro de las cosas, se limitó a señalar simplemente su valor formal, sin entrar a ver lo que significaba desde otros puntos de vista… 
A efectos prácticos esa puerta era una inutilidad. A pesar de lo cual, las puertas dentro de puertas, misteriosamente, pueden ser encontradas en los mil enterramientos a lo largo de todo Egipto. Los arqueólogos cuentan que a los pies de esos raros mecanismos los antiguos egipcios depositaban ofrendas a unos muertos que habitaba ya lejos, en un mundo inaccesible. Tan lejos, que ese eco, esas jambas y dinteles replicados en abismo, eran una vía de comunicación entre la vida y la muerte. Lo cual da idea de un pensamiento capaz de entender el infinito a la vez que de atribuir un valor a esos elementos de tránsito. 
Y es que si de algo sabían los egipcios es de muerte y de umbrales
Esa colección de puertas autoenmarcadas, decoradas con mil sellos, inscripciones y signos, son aun hoy un altar a los antepasados y a las puertas mismas. El sistema de jambas y dinteles repetidos conduce a una enfilade sin espacios intermedios que, en parte, recuerda a las puertas de las iglesias románicas y góticas, donde los arcos se multiplican como salmos, a las banderas superpuestas de Jasper Johns en sus pinturas y a los marcos en eco de Frank Stella… 
Con todo, que hace cuatro mil años se emplearan las puertas para representar una distancia infinita pero posible de recorrer, ha perdido fuerza como significado. Apenas hay ninguna religión que soporte ya el símbolo del infinito, en abismo. Pero si una disciplina. 
Adivinen cual.

29 de julio de 2019

LA SUCIA PUBLICIDAD DE LA ARQUITECTURA


Siempre me he preguntado si la publicidad contenida en las revistas de arquitectura no deja de ser, de algún modo, el retrato indirecto de los prescriptores de la propia arquitectura, la imagen de un mundo ensoñado, o el simple desvarío de los presidentes de las compañías de turno extasiados con sus productos. 
Si por lo general la publicidad siempre se ha mostrado como un espacio de creatividad, cuando lo han hecho tratando de vender al colectivo de los arquitectos, es como si hubiesen renunciado a su cometido. O hubiesen delegado en sus más barbilampiños becarios. 
Por ejemplo, e injertada entre proyectos y sesudos artículos de los intelectuales más reputados, esta imagen publicitaria aparecía en una revista de arquitectura de los años setenta. Aunque no lo parezca, pretendía vender el jacuzzi bermellón. Ningún publicista medianamente respetable se la jugaría con el conjunto de tópicos, dobles sentidos e indefiniciones de arriba. La imagen no tiene sentido ni aunque quisiera vender el jacuzzi al actual y todopoderoso cancerbero de la frontera norteamericana. Y además deja un extraño regusto por ser un conjunto de raros contradichos: una partidita de cartas en una bañera, los sombreros tejanos, la pistola sobre la mesa y el desierto alrededor son más que un atrezzo casual. 
¿Qué hacen dos maduritos en un rojo y burbujeante spa en mitad de ninguna parte? ¿Se intuía ya por entonces que había que vigilar la frontera del sur de Texas? ¿O era una reivindicación de otro tipo de libertades?... Lo único claro es que allí no hay afuera, ni toallas. Y que empezaba a hacer fresco. Definitivamente los publicistas de la arquitectura están y han estado siempre locos. Aunque el jacuzzi mola.
(La semana que viene les escribo entre sus burbujas. Me lo instalan en dos días. Feliz verano).