14 de octubre de 2019

LA CASA DE AZÚCAR


Las casas de jengibre no pueden ser un buen ejemplo de casi nada. Aunque como trabajos de pastelería, o como argumento de cuentos infantiles, no dejen de tener su encanto. 
La casa de azúcar constituye un tipo propio, y tiene al menos la misma importancia y peso histórico que la casa patio: consiste en obras en las que la dosis de azúcar se hace visible en un servilismo extremo hacia el habitante, sea en su disposición, sus partes o sus detalles. Para entender el peligro del exceso de endulzamiento de un obra basta trasladarlo a campos como el de la poesía, la pintura o incluso la música. El azúcar es la principal causa de que escribir un buen poema esté prácticamente vedado a todo adolescente. El mucho azúcar mata el poema lo mismo que estropea cualquier obra de arquitectura. El azúcar se manifiesta en la pura voluntad de la obra por agradar. La casa azúcar puede valerse del guiño cómplice o del ultrafuncionalismo. Pero con ello impide la lenta lectura de la complejidad y hasta la complejidad misma. En la extrema voluntad de ser acogedora, en el ocultar que en toda casa existe un reverso, asoma el dulzor del kitsch y la peor posmodernidad. Ese dulzor de azucarillo puede encontrarse de diversos modos en la obra de Michael Graves, en buena parte de la de Gaudí, en la ambigüedad de Charles Moore y en la voluntad de impresionar de John Portman. Instagram y Pinterest son hoy sus portales predilectos y aparece entre sus retículas de imágenes bajo capas de pintura flúor o pastel – pertinente caso de polisemia - y tras el encantador estilo "vintage"… 
Pero la casa es un recipiente de un intrínseco sabor amargo, como el de las almendras, y un exceso de blandura produce modorra y una invisible y peligrosa alienación. La casa debe ser alimenticia, es cierto. No solo nos debe proteger sino que nos debiera brindar los nutrientes necesarios para nuestra supervivencia espiritual. Pero sin excesos. El azúcar mata. Porque deshace las necesarias aristas y sombras que en realidad tiene toda auténtica casa. Porque si se vive en una casa de azúcar, como demostraban los cuentos infantiles, al final, el alimento es el habitante.

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