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17 de julio de 2023

EL MISTERIO DE LAS LÍNEAS DIFUMINADAS

El clima y el paso del tiempo difuminan las líneas de la arquitectura que da gusto. Toda geometría, por muy pulida que se encuentre, bajo un metro de agua o entre la bruma de la mañana, se vuelve borrosa y cambia de dimensión. La miopía disuelve lo nítido mejor que un poderoso ácido. El tiempo, por su parte, también hace de las suyas. Mordisquea las líneas, las funde o las devora. Una esquina en un callejón acaba ancha y achaflanada por mucho que se refuerce con la dureza de la piedra. Todo se gasta y las líneas no son menos.
El caso es que las líneas al deteriorarse no se acortan, como sucede con una longaniza, sino que simplemente pierden nitidez, engordan, se arquean o se tuercen hasta, de hecho, ser más largas. Basta contemplar los peldaños gastados para subir a lo alto de las viejas iglesias o castillos para ver que la forma se difumina como si estuviese dibujada con un lapicero blandísimo y que esa línea es de mayor longitud que la recta original. Cuatro mil años de historia han hecho de las pirámides de Egipto algo menos nítido y pulido. Hoy la longitud de sus irregulares aristas es mayor que nunca gracias al repliegue e indefinición fruto de su desgaste.
Existen los fenómenos paranormales de lo infraordinario, y esa secreta elongación, es uno de los más hermosos.
Climate and the course of time blur the lines of architecture pleasantly. No matter how polished the geometry may be, under a meter of water or in the morning mist, it becomes hazy and changes dimensions. Myopia dissolves sharpness better than a powerful acid. Time, on the other hand, has its own way. It nibbles at the lines, melting them or devouring them. A corner in an alley ends up broad and chamfered no matter how reinforced it may be with hard stone. Everything wears down, and lines are no exception.
The thing is, as the lines deteriorate, they don't shorten like a sausage does; instead, they simply lose their sharpness, grow thicker, bend, or twist until they actually become longer. Just take a look at the worn steps leading to the top of old churches or castles, and you'll see that the shape fades as if it were drawn with an extremely soft pencil, and that line is longer than the original straight line. Four thousand years of history have made the Egyptian pyramids less sharp and polished. Today, the length of their irregular edges is greater than ever, thanks to the folding and indistinctness resulting from their wear and tear.
There are paranormal phenomena of the infraordinary, and that secret elongation is one of the most beautiful.

14 de septiembre de 2020

UN VERDADERO PROYECTO DE DEMOLICIÓN


El proyecto de demolición es el hermano desheredado de los proyectos. Nadie proyecta la demolición con la misma prometedora alegría de lo que se va a construir. La demolición, por mucho que se intente, carece del futuro. Solo habla de un pasado que se va a erradicar de un modo más o menos delicado (o ecológico). Y es una pena. En lugar de la habitual desidia de destruir lo existente de arriba abajo, previa desconexión de los suministros, habría modos más interesantes, o al menos, más arquitectónicos de arruinar lo existente. Modos que poco tienen que ver con la manida deconstrucción. El proyecto de demolición sería de ese modo un acto de arquitectura e implicaría quitar piezas como lo hace el ajedrez en el desarrollo de sus partidas. Con una lógica y un tiempo determinante. 
Por mucho que viejas piedras construyan el proyecto del porvenir, por mucho que cada materia vaya a ser empleada para construir nuevas pirámides - y pienso en la erigida por Le Corbusier con los cascotes de la vieja iglesia de Rochamp – me temo que el cadáver proyectado por la demolición no será nunca tan vital y lleno de energías como lo recién inaugurado... Pero no desistamos de intentarlo. Tal vez existan otras opciones para encontrar un proyectar demoliciones con futuro. 
“Proyectar se ha convertido en una labor editorial”, dice Jill Stoner (1). En realidad se refiere que hay que quitar mucho, demoler mucho y con orden para poder avanzar en el proyecto de construcción. O, tal vez, algo más sofisticado: cada proyecto contiene un proyecto de demolición en su propio seno. No que cada proyecto deba incluir un futuro proyecto de demolición, como hicieron Stirling, Soane o Speer dibujando las ruinas de sus propios proyectos, sino que proyectar obliga a demoler muchas cosas en el hacerse, que existe un proyecto de derribo dentro de cada proyecto que podría llegar a tener eco en la obra. Sabemos que el proyectar implica demoler pasos intermedios, partes indeseadas, que implica pulir y desprenderse de materia e ideas. ¿Es posible pensar en ese quitar como un proyecto dentro del proyecto? ¿Uno que se extiende más allá de la misma construcción y le acompaña hasta el final de su vida?

 (1) Jill Stoner, Hacia una arquitectura menor, Madrid: Bartlebooth, pp. 115. (Towards a Minor Architecture, Mit Press, 2012. Traducción Lucía Jalón).

7 de septiembre de 2020

LO INCOMPLETO


La ausencia del antebrazo (¿de verdad falta?) no resta ni un ápice de sentido a la perfección de la forma. Ese Apolo sigue caminando, vivo y sonriente pese a todo. No hay sangre ni dolor en su eterno avanzar, no existe siquiera la resistencia al viento y el desgaste que carga de nuevos sentidos a la Victoria de Samotracia. A pesar de la amputación reconocemos en esta figura una determinación incansable. 
Cuando la ausencia de una parte no impide ni añade nada a su significado cabe preguntarse si acaso esa parte no era necesaria. Si el escultor no debió ya suprimirla antes de darla por acabada. Por mucho que solo sean presuntuosas conjeturas modernas ¿cuántas partes más sobrarían?... (Desde que la psicología puso sus manazas en el modo en cómo vemos el mundo, rellenamos incansablemente lo que falta con una consciente e invisible masilla…) 
Para nosotros ese antebrazo, ese codo amputado, sigue conectando la mano con el cuerpo. Y el aire intermedio resulta tan sólido y está tan presente como la piedra faltante. De hecho, puede decirse que esa desaparición nos permite ver mejor la figura y su real entereza: es su mejor ventana
Igual sucede con la piedra ausente de un muro cuando deja al descubierto la totalidad de su ser, su peso y su intención.

9 de diciembre de 2019

UNA CASA MUY SERIA DE JUGUETE



Cuando Herzog y de Meuron no eran Herzog y de Meuron hacían casas que no eran siquiera casas.  
Una de ellas no pasó de ser una idea. De hecho, se quedó en una simple maqueta que fue expuesta en 1984, en el marco de una muestra colectiva organizada en el museo Pompidou. En una caja de metacrilato a dos aguas flotaba una cubierta amansardada hecha con piezas de lego. Junto a ella colgaba una fotografía de su interior donde ni siquiera había una habitación que fuese, propiamente, una habitación. Era, sin embargo, una declaración de intenciones sobre lo que luego ha sido para ellos el núcleo psíquico del habitar. 
En ese cuarto infantil, nostálgico y algo lacónico, había “una silla de madera pintada de blanco, un estante para la ropa, un lugar para hacer las tareas, un armario abierto con adornos en forma de corazón y una cama con una manta a cuadros – desde allí ves a tu hermana que llegó tarde a casa quitarse la ropa: luces y sombras, la luna, la lámpara de noche, la lámpara de techo inofensiva con la pantalla de tela cuya sombra proyecta una cara distorsionada en el papel pintado nocturno”… 
La casa no es una forma, ni siquiera un material (estaba hecha con vulgares piezas de un juego infantil) o un lugar, sino un conjunto de sensaciones evocadas por medio de objetos. La temprana renuncia por parte de estos dos suizos a entender el descenso de la arquitectura hasta resolver el inmenso problema del habitar íntimo resulta premonitorio. La habitación íntima no es, efectivamente, una habitación, sino con un conjunto de relaciones entre una constelación de objetos y nuestra psique. En ese espacio intermedio se encuentran las entrañas de la verdadera habitación. Y en ese punto parece que poco puede decir la arquitectura y el arquitecto que deben retirarse, en silencio y sin molestar a su inquilino.

8 de julio de 2019

LA ÉPICA DEL PEGAMENTO


Cada generación ha crecido manteniendo las cosas juntas de diferentes modos. Los años cuarenta sobrevivieron uniendo malamente las cosas con cuerda, cinta aislante y masilla. La siguiente generación empleó pegamentos de contacto y papel celo para reconstruir papeles rotos o arreglar sus zapatillas. La cinta americana es un invento con el que se repararon miles de retrovisores golpeados y cosas que no importaban en exceso, porque el plateado de fondo era indisimulable. Una leyenda urbana que dice que ante la inminencia de una catástrofe espacial la NASA empleó chicle como adhesivo. Su capacidad pringosa salvó la vida a toda una tripulación y el orgullo a la humanidad. 
Cola blanca, pegamento de barra y hasta fracasos adhesivos, como eran en origen los post-it, son hoy parte de nuestro paisaje visual y cultural. Hemos visto nacer incluso los superpegamentos. El violento e indomable “superglue” apareció para unirlo todo y al instante. Pero siempre, en medio, quedaron nuestros dedos, solidificados con el trozo en cuestión… Gracias al cianacrilato - nombre que muestra un vínculo innegable con alguna deidad griega - se han perdido más dedos que con todos los accidentes producidos con hachas, cuchillos y serruchos en la historia del hombre. 
De hecho podría resumirse el siglo XX y lo que llevamos de XXI, no como los siglos de las grandes guerras o los descubrimientos atómicos, sino como la era del pegamento. Y es que a pesar de su creciente peligro y toxicidad, habitamos aceptablemente gracias a ellos. Porque, como sabemos, en el mundo todo está roto en mil pedazos y el manteneros juntos se ha convertido en la principal tarea contemporánea. 
Una tarea, por cierto, compartida por traumatólogos, físicos y filósofos y a la que también los arquitectos dedican gran parte de sus energías desde tiempos inmemoriales. Porque la arquitectura pertenece desde sus inicios a esa misma tradición del mantener las cosas mágicamente unidas. Puede que incluso sea la vicedecana de esa viejo hacer por partes. 
Al principio la arquitectura lograba soldar sus pedazos gracias a ese pegamento natural que nos brinda el universo: la fuerza de la gravedad. Luego por su desarrollo de las estructuras, la construcción e incluso la composición, logró incluso proveer una idea de falsa unidad al conjunto. 
Si se piensa de ese modo, la arquitectura es en realidad un arte de la pura pegatoscopia. Un arte del mantener juntos elementos disímiles, donde cada época y arquitecto tiene el deber de inventar su propio modo de costura. Es decir y resumiendo: la arquitectura es el gran arte del collage. (Y eso sin llegar a hablar siquiera de la importancia del cemento y de la silicona para lograrlo...)
He ahí su futuro.

15 de octubre de 2018

CUANDO EL TAMAÑO DEJA DE SER UN ASUNTO PRIVADO


Aunque leguleyos, políticos y filósofos se empeñen, las diferencias entre lo público y lo privado no se fundan en la política, el uso o en el concepto de propiedad. Para comprobarlo basta dejarse sorprender por la visión de una ciudad cualquiera, esté viva o muerta, sean sus ruinas o el más vulgar plano turístico, para ver que lo privado puede ser distinguido de lo público, antes que nada y de manera intuitiva, por una mera cuestión de tamaño. Lo pequeño es privado, además de hermoso. 
Por eso no cuesta diferenciar lo particular de la ciudad como espacio cuarteado, semejante a la escritura o a una argamasa que todo lo cose: sean manzanas o chalecitos. Porque lo privado ofrece una escritura y una caligrafía de pequeños espacios que finalizan en sí mismos.
Tal es la capacidad del tamaño de la arquitectura para describir lo doméstico, que aunque el uso de cada cuarto sea incierto o perdido, simplemente por medio de sus dimensiones somos capaces de distinguirlo como “propiedad particular”. 
Es cierto que el tamaño de la casa es compartido con tumbas, capillas y otros usos. Y es cierto, igualmente, que no todo lo privado encaja en un tamaño nítido: encontramos entre sus márgenes desde el palacio al refugio. Pero hay un álgebra primitiva en lo doméstico relacionada con el tamaño que proviene de lo que alcanzamos con los brazos y la mirada, un tamaño de la construcción en relación al cuerpo, semejante al que hace que ante las sillas, los vestidos, y algunos otros objetos, los reconozcamos en espera de un cuerpo ausente.
Desde antiguo se cree que el hogar tiene su origen en el fuego, como un centro que irradia física y espiritualmente. Pero quizás si entendiéramos la casa desde el mero problema de su tamaño, podríamos decir mejor que la casa es más una distancia a ese fuego primitivo. Una distancia que alcanza a influir en su espacio inmediato y construirlo. Porque el tamaño hace la habitación, y tras ella, lo que íntimamente significa la casa. La habitación se encuentra entrelazada con el hombre por medio de una sutil red de costuras que llamamos escala, al igual que se encuentran vinculados el agua y un vaso por medio de una sustancia aparentemente invisible pero cierta. Por eso la habitación, por sus dimensiones, es  la primera homotecia del hombre. 
Hemos dicho en otra ocasión que los cambios en el tamaño de la casa determinan cambios sociales. La cuestión del tamaño determina incluso sus fundamentos políticos. Por eso cuando el mundo de la especulación inmobiliaria trata de cambiar el tamaño de la casa por motivos en apariencia sólo económicos, tal vez convenga recordar que aun es posible ejercer cierta resistencia por medio del tamaño. Porque quien lucha por un tamaño, lucha para mantener la idea de lo que es la casa misma. Y no se debe aspirar a una casa que por lo menos no tenga un tamaño intimamente infinito. 

9 de abril de 2018

EL FANTASMA DEL CENTRO DE LA CASA


Al principio, pero al principio del todo, un hombre casi animal recién expulsado del Paraíso o recién convertido en sapiens, tuvo que edificar un refugio frente a la inesperada hostilidad del exterior. En el centro de ese refugio que llamó casa, encendió, literalmente, un fuego. Desde ese acto fundacional, en cada una de las casas habitadas por el hombre ha pervivido tanto la necesidad psicológica de un centro como el mismo concepto de "centro". Sin embargo, con el paso del tiempo, ese lugar psíquico y físico no ha permanecido vinculado al fuego. Ni siquiera a una fuente de calor. Y ni siquiera ha permanecido en el centro… 
El fuego contenido medularmente en la casa se ha ido desplazando y disolviendo progresivamente entre sus estancias. Ese núcleo que calentaba y servía para cocinar se especializó, primero en un hogar abierto capaz de atufar de humo la casa entera, luego en braseros, chimeneas y cocinas, por un aparato de televisión y luego sustituido por elementos de toda índole, desde piscinas a recónditos servidores wifi… Lo cierto es que los sucesivos centros de la casa se han dispersado por las habitaciones en forma de radiadores, aparatos de climatización, cocinas y multitud de pantallas, hasta hacer que nada hoy agrupe la vida psicológica de sus habitantes. Tanto que ya no queda centro alguno en la casa, sino en todo caso “centros”. Y, por si no fuese suficiente, éstos ni siquiera son centrales, sino que se han sufrido una diáspora en zonas cada vez más privadas, donde la temperatura no depende de la chispa ni de las brasas, sino de ánodos, cátodos y aire. Por no haber, ya no hay ni “calefacción central” (ni quien la pague). Hoy cada estancia es prácticamente una casa autónoma, con más servicios e independencia que los que tuvo ninguna casa entera de hace cien años. 
Tal vez por eso, el centro psíquico de la casa, penitente e incansable, vacío de contenido pero personificado en una presencia invisible como un fantasma, no ha parado de buscar su lugar. 
De hecho, si en un momento de desvelo, en mitad de la noche, oyen leves crujidos en su casa, no crean que es por la dilatación de las tuberías, de los suelos o por el ruido insomne de los vecinos. Es producido por el leve murmullo de ese antiguo centro de la casa, que vaga buscando un sitio. Como un espíritu sin mucha posibilidad de redención, que va ligero y perdido, sin sábanas ni cadenas, pero que cuando se cruza con otros fantasmas, les pregunta: ¿usted cree en las personas?

4 de septiembre de 2017

JUNTAS DE DILATACIÓN


El frío y el calor alternativos revientan la materia que nos rodea con un poder mayor y más discreto que el de los superhéroes de película o cualquier explosivo pirotécnico. La arquitectura estalla donde menos se espera cuando dilatan cada uno de sus materiales sin haberlo previsto. Entonces aparecen fisuras y grietas que recuerdan, por un lado, como las arrugas en la piel, que el tiempo pasa por la obra de modo irreversible, y por otro, el carácter vivaz y dinámico de la materia. 
En el mundo de la construcción a esas franjas de nada longitudinal se las denomina con el prosaico término de “juntas” cuando se han planificado y a veces hasta con su apellido delator “juntas de dilatación”. 
Lo cierto es que no hay alternativa a la segura aparición de las grietas que no sea el anticiparlas, dibujarlas y planificarlas como se planifica la masa construida. Sin embargo el control de esas “nadas” han dado siempre un prestigio que no puede ni imaginarse. Y es que en esta profesión de la arquitectura, la historia trata bien a quien considera esos vacíos entre lo construido con cierto arte ya que invitan a cierta eternidad de las obras. 
Sin embargo la naturaleza no tiene estos problemas. En la naturaleza las juntas de dilatación no existen. Simplemente la materia se rompe y resquebraja sin dolor, aunque, a veces, con un ruido sordo o un leve chasquido. (En realidad solo hay dos materias en la concienzuda naturaleza que no se rompen por dilatación, la arena del desierto y el agua del mar. Bueno y luego otras aún más valiosas e inmanejables para la arquitectura: la luz y el aire). O resumiendo y como dijo el ronco filósofo Leonard Cohen: "Hay una grieta en todo".
Mientras, en cada obra, el lento e imperceptible baile de las cosas, con su encogerse y ensancharse, nos invita a pensar en esos vacíos como un principio inevitable y rico del arte de la buena construcción. Y ver en esos movimientos algo parecido a la lenta respiración de ese ser calmo que es la arquitectura.

26 de junio de 2017

ELOGIO DE LA COMPACIDAD


Si para resolver un problema un arquitecto propone una forma, el problema queda circunscrito y aunque no parezca fácil de resolver, al menos es uno. Si para resolver el mismo problema divide la forma en dos, en realidad debe solventar tres cuestiones: dos formas y la relación que se establece entre ellas. Vamos, que a mayor división formal el número de problemas a resolver se multiplica...
Esta simple reflexión, debería bastar para enarbolar un principio universal de la forma arquitectónica compacta. Que por supuesto posee motivos de mayor calado que el de economizar el esfuerzo del arquitecto. 
Si sumamos a ello la lógica del intercambio de temperatura de la forma en relación a su superficie, podemos aun llegar más lejos. Dos formas poseen más superficie que otra del mismo volumen e igual geometría que las anteriores. Es decir, al mismo volumen contenido, dos formas intercambian con el exterior más energía que sólo una. Esta simple razón, sería un motivo adicional de elogio de la compacidad. 
El resumen de estas dos funciones, de la economía de medios y de energía, valdría para extrapolar no solo un principio de la compacidad en arquitectura, sino incluso en urbanismo: porque sólo la ciudad compacta es sostenible. Tanto que es fácil deducir que debemos nuestra supervivencia como especie a ese vivir juntos, muy juntos, compactos. 
Así las cosas, duden del que hable de ecología en arquitectura si lo primero que nombra son palabras como combustibles fósiles, aislamiento, placas solares u otras mil distracciones. Sólo la compacidad puede ser la primera preocupación de todos aquellos que piensen, honestamente, en el tema de la ecología en arquitectura, e incluso de los que hablen de economía. Lo demás es literatura. 

20 de febrero de 2017

IRRESISTIBLE RESISTENCIA


La arquitectura resiste hasta que deja de hacerlo. Hasta que sus entrañas se rompen por alcanzar un límite elástico fruto del cansancio que todo lo desmigaja. Algo semejante a la fatiga destruye los lazos internos que mantenían la integridad de las partes. Con una lenta deformación o con un repentino chasquido, todo se desmorona. La imagen de puentes y edificios cayendo bruscamente resulta inolvidable. Y atractiva, por apocalíptica. Sin embargo la mayor parte de las desapariciones de la arquitectura se producen de una manera más silenciosa e invisible. Como un anticipo de lo inevitable, cada vez que una obra deviene en ruina es el simple aperitivo de la frágil eternidad de todas ellas. 
A largo plazo, la vocación de permanencia de toda edificación se anula. Entre la fuerza de la gravedad y el inapreciable transcurrir del tiempo que todo lo desgasta, nada está destinado a permanecer en pie. La arquitectura actual, para más inri, trabaja con un horizonte no mayor de la centena de años. Con lo que ya solamente puede resistir más allá del siglo una idea de arquitectura, o si se quiere, incluso su propia representación
Así pues, ¿Por qué el hombre continúa aun empeñado en erigir todo tipo de construcciones para preservar su memoria, representarse u ofrecer una idea de la civilización, si todo va a acabar derruido bajo metros de lodo, arena o entre vegetación? ¿Por qué todavía se atribuye la arquitectura el heroico, simbólico e inútil empeño de resistir? 
Quizás porque la arquitectura es la única que se sumerge en ese río del tiempo con un placer inigualado. Y chapotea como un niño, feliz a pesar de todo. Porque esa sustancia en la que salpica es purificadora y la despojará todo de lo innecesario y lo superfluo. Empezando por la función o sus significados.
Y principalmente porque no hay mayor espejo inventado para tomar consciencia de nuestra frágil individualidad que la existencia más prolongada y mansa de la arquitectura.

13 de enero de 2017

LA HERENCIA DE LOS DESHEREDADOS


La arquitectura es un arte de toneladas más que de kilogramos. Por eso no es fácil hablar de la ligereza de una obra y menos aun conseguir que ésta ofrezca siquiera una sensación de liviandad semejante a las nubes, a la hoja de un árbol o a un cuadro de Turner.
El valor de la casa Guzmán, recientemente demolida obra de Alejandro de la Sota, estaba concentrada precisamente en haber logrado esa sensación grácil, como de casa de papel, apenas explorada en la arquitectura moderna española. Sólo por esa heroicidad merecía pervivir. Que su autor fuese Alejandro de la Sota parece significativo pero secundario. Alejandro de la Sota habría estado conforme con la apreciación. 
Sin embargo con esta pérdida late alguno de los dramas no solamente de la arquitectura sino del propio siglo XX. ¿A quien pertenece la Arquitectura cuando ésta es irrepetible? ¿No se convierte entonces en patrimonio del hombre? ¿Cómo ha podido destruirla alguien que la pudo vivir y comprender a lo largo de los años? ¿Acaso no tiene la arquitectura ninguna capacidad de mejorar la vida de quién ha podido disfrutarla? 
Las primeras preguntas pueden ser respondidas recordando la fabulosa novela “Billar a las nueve y media”, donde una saga de tres generaciones de arquitectos destruían la obra erigida por sus progenitores sucesivos. El freudiano asesinato del padre estaba presente en aquella Alemania de Heinrich Böll, como también estaba presente el intento del hijo por construir algo aun más memorable y mejor. Sin embargo el drama de la casa Guzmán es que no existe el legítimo intento que late en la catedral románica cuando es arrasada por la gótica o la renacentista... Simplemente existe con esta destrucción una puerta abierta al abismo de la barbarie. Cuando se abren esas simas, el ser humano, en su conjunto, es peor. 
Las últimas preguntas nos atosigan aun más. Porque dejan sin respuesta el sentido redentor de la creación estética. Y son semejantes a las que Steiner se hacía en otro contexto: ¿Cómo era posible que alguien después de tocar y entender perfectamente a Bach fuese capaz de cerrar la tapa del piano y aniquilar miles de seres humanos en un campo de concentración?. No tenemos respuestas para esa pregunta. Y si bien el interrogante de Steiner está planteado en un extremo, lo sucedido en la casa Guzmán pertenece a su órbita: el disfrute estético no nos exime de la barbarie. 
En la parábola bíblica del “hijo pródigo” la vuelta al hogar, aun a pesar de haber dilapidado la herencia paterna, fue recibida como una fiesta. En el mundo de la cultura no hay posibilidad de aplicación de esta parábola. Porque el camino de vuelta se ha destruido junto con la herencia. 
De la casa Guzmán solo quedan para nuestros hijos unas fotos y nuestros pesados comentarios. 
Ojalá no aparezca otra ocasión de asomarse a estos vértigos.

9 de mayo de 2016

NO HAY DETALLES, SINO TROZOS


Por mucho que a veces se logre disimular, en arquitectura no hay detalles constructivos como tales sino pedazos unidos con mayor o menor habilidad.
Con suerte el detalle constructivo resulta una colisión irregular donde el oficio del arquitecto está presente si todos los sentidos del fragmento logran remitir a un algo superior que ofrezca la idea de integración y de unidad. Es decir, si se logran borrar las uniones o hacer que parezcan naturales o lógicas, el detalle parece consecuencia de algo superior. Aunque eso sea una ficción. Esa habilidad es parte del ingenio ancestral del buen oficio del arquitecto, que coincide con el de cualquier buen artesano (incluidos zapateros, herreros y carpinteros). Es en el saber coser fragmentos -que no en el hacer detalles- donde posiblemente se puede admirar el último reducto donde el arquitecto puede mostrar hoy su talento (ya que cualquiera puede hacer formas a mansalva y sin prácticamente ningún esfuerzo).
Octavio Paz definía el fragmento como una partícula errante, meteórica, que sólo cobra sentido frente a otras partículas. No es nada, afirmaba salomónico, sino es una relación. Son palabras esclarecedoras. Los fragmentos son partes huérfanas, afectadas por una orfandad congénita, porque poseen un pasado.
Tal vez por eso mismo la arquitectura está inmersa en un permanente esfuerzo por mantener unida una cadena de fragmentos a diferente escala: una puerta, una ventana, una barandilla, un suelo, una esquina… Incluso el material mismo de que se compone la arquitectura no ha logrado ser más que una suma de fragmentos. (El hormigón mismo es una argamasa de agua, arena, piedras, cemento y a veces hasta acero o peores aditivos, pero sin forma, ni sentido propio hasta que no ocupa todo su preciso lugar y adquiere solidez)
Es importante señalar que la arquitectura consiste más en una suma de fragmentos que en una suma de elementos constitutivos básicos. El fragmento está sucio, ha sido usado, tiene historia, y la historia mancha y deja huellas sobre las cosas; mientras que la historia del elemento arranca de una limpia abstracción, de una idea intocable. Es decir, los fragmentos por si mismos emiten un mensaje desde tiempos inmemoriales: no hay un detalle constructivo solitario ni un constructor solitario. Todos están conectados por una hermandad despedazada.
El detalle constructivo es, en fin, como cada parte de la arquitectura, un gran arte combinatoria.

12 de mayo de 2014

CÓMO DESTRUIR LA ARQUITECTURA


Como todo el mundo sabe basta poco más que un pico, una pala y tiempo para destruir la forma de la arquitectura. Sin embargo esta destrucción, que sería una cuestión trivial, inmediata y punible por las sociedades civilizadas de no mediar una orden de demolición y unos kilos de dinamita, traza un límite entre todas las arquitecturas: las sensibles y las blindadas ante la aniquilación.
Este hecho, radical y amenazante en apariencia, pretendería más que animar a una revuelta aniquiladora de arquitecturas peligrosas, nefastas o feas, utilizar la destrucción de un modo propositivo. Del mismo modo que operar un cadáver ha supuesto una fuente irrenunciable de enseñanzas para generaciones enteras de matasanos, destruir la arquitectura puede producir exactos beneficios para un arquitecto. Porque seccionar cuerpos ya sin vida, destripar mecanismos y destrozar vehículos es, antes que un ejercicio de nigromancia, uno de aprendizaje.
Como puede imaginarse no son pues éstas cuestiones de pura destrucción sino que requieren un necesario grado de comprensión sobre la forma sobre la que se opera. Demoler un edificio supone saber de cálculo estructural al menos tanto como para construirlo.
¿Cómo destruir la arquitectura con un mínimo de elegantes movimientos?, ¿que partes recortar, demoler y derribar para que una obra pierda lo que de más profundo posee?. ¿Cómo destrozar el Pabellón de Barcelona?, ¿bastaría un par de kilos de pintura roja sobre sus pilares metálicos para aniquilar toda su dialéctica antigravitatoria?. ¿Cómo destruir el Panteon romano?, ¿sería suficiente permitir la entrada de luz desde uno de sus ábsides para provocar una pérdida de sentido?, ¿dejaría entonces de ser una obra de arquitectura para ser simplemente una ruina?... ¿Eliminando el orden salomónico del baldaquino de Bernini, la rampa de la villa Saboya o el lateral de las escaleras de la Biblioteca Laurenciana sería suficiente para destruir su maestría y su espíritu?
En este antiproyectar de la destrucción fingida hay un aprendizaje profundo. Sublimar ese especial modo de destrucción implica proyectar. El especial desandar el camino del arquitecto que parió la obra implica un mágico descubrimiento: el de su gestación.

27 de abril de 2010

ELOGIO DEL FRAGMENTO



El fragmento, desde que su patrón, Heráclito, se decidiera a hacer añicos los largos discursos de la filosofía, tiene vida propia como objeto de cultura. Desde entonces, lo fragmentario no ha dejado de tener vigencia, tanto en oriente como en occidente, si bien ha cambiado considerablemente su forma de exhibición. Por medio del proverbio, la máxima, el pensée o el aforismo, autores como Pascal, Nietzsche, La Rochefoucauld, Benjamín, Lao Tsé, o Leopardi han entronizado un tipo especial de narración cuyo principal fin ha variado tanto como su forma.
El fragmento goza del prestigio que tiene reconocerse parte de algo pleno aunque perdido. Un fragmento de ánfora griega o de un capitel romano, evocan narraciones más bellas sobre dioses muertos y sacrificios olvidados que la historia completa de toda una civilización.
Sin embargo trabajar con fragmentos, como acariciar vidrios rotos, es peligroso. Como destellos oscuros suelen cegar no solo al lector, sino al propio hacedor, que enamorado de la forma, pierde fácilmente los ojos dándoles un valor que no tienen o un lugar que no les corresponde. Bien por el encanto, por su valor material, o la potencialidad de su futuro, el fragmento arrastra a quien lo utiliza y configura una poderosa constelación capaz de apresar algo de la vida de su entorno. Porque el fragmento siempre absorbe algo de alrededor, estableciendo una red de conexiones entre los sentidos de los trozos próximos y el mismo público, que esforzado, trata de articular y reconstruir su conjunto como algo coherente antes de quedar atrapado en él como un pedazo más.
La arquitectura que trabaja con el fragmento es la de Scarpa, la del collage, la de Moretti, la de casi todo Le Corbusier y Rem Koolhaas, y la de todas las obras que trabajan sobre los restos de otras. La arquitectura del auténtico reciclaje y de la mortal pasión coleccionista.

9 de mayo de 2009

RUINA



Todo comienza cuando el edificio se termina.
En esa arquitectura formada aparece, por fin, la idea. Entonces los habitantes y el tiempo hacen su trabajo. La obra adquiere nuevos significados y tonos; en hermosas ocasiones, tonos sentados y suaves. Fatalmente, después, la obra será ruina. El tiempo abrirá líneas en lugares inapreciables al principio; fisuras, más tarde. Abrirá lucernarios, ventanas y caminos, como solo lo hacen los grandes arquitectos. Solo algunos restos permanecerán erguidos.
Esas ruinas serán capaz de evocar tiempos pasados. Esconderán misterios sobre sus habitantes y permitirán soñar un pasado remoto y quizás bárbaro.
Esos fragmentos suyo sentido general se habrá perdido, serán capaces de recrear obras inesperadas. Al igual que las viejas estatuas, comidas por el tiempo como guijarros de playa, serán obras nacidas a una nueva vida. La victoria de Samotracia será aun más viento de mar y cielo que la mujer que fue.
¿Cómo serán las ruinas que engendrará la arquitectura de hoy?. Piranesi, Rossi o Stirling ya hicieron esa pregunta a generaciones pasadas, sabiéndose autores de los restos que nacerán de sus obras.