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13 de abril de 2020

AUTÉNTICOS VESTÍBULOS DE INDEPENDENCIA


Aunque desarrollado extensamente por la pintura, el tema de la Anunciación ha tenido siempre profundas resonancias arquitectónicas. Paradójicamente, de la abrumadora cantidad de cuadros realizados sobre el sagrado “Fiat”, sus escenografías están concentradas en poco más de media docenas de espacios. Los más trascendentes desbordan la historia de la pintura para injertarse en la psique colectiva a la hora de entender la importancia del umbral. La elegante logia empleada por Fray Angélico, el interior fugado hacia el paisaje de Boticelli, la leve terraza de Leonardo, o los espacios interiores, catedralicios o domésticos, de la iconografía gótica, son indicativos de la íntima necesidad de espacio alrededor del acto de la bienvenida. 
En el respetuoso espacio que separa al Arcángel y la Virgen resuena hoy como un símbolo nuestra inesperada “distancia social”. (Hasta el mismo Dios parece que necesitó “socializar” en las proximidades de un umbral). Hoy esos espacios han actualizado su función salvadora. Los viejos y denostados vestíbulos, lugares oscuros, tendentes a acumular abrigos, un paragüero generalmente mugriento y una escueta superficie para las llaves, ya venían reclamando un espacio donde recibir en nuestra ausencia los mil paquetes diarios que genera la compra a distancia, pero ahora en ellos se da, además, la batalla por mantener el interior de la casa protegida. 
Hoy los denostados vestíbulos parecen más necesarios que los balcones. Si con el cierre de las terrazas vivimos hoy un arrepentimiento generalizado, los vestíbulos tienen la súbita obligación de recuperar el sentimiento de seguridad que ofrecía la casa. A la ineludible dimensión psicológica del umbral, el futuro tal vez añada, en la proximidad de la puerta, materiales y espacios desinfectantes. Desde un lugar donde sustituir el inmundo calzado empleado en el exterior - como hace desde tiempos inmemoriales el sabio ámbito rural con los zuecos o las madreñas - por las hoy todopoderosas “zapatillas de estar por casa”, a un espacio para la desinfección de los alimentos antes de llegar a la cocina… 
Lograr todo eso ofreciendo la bienvenida y no la imagen de un mecánico atrincheramiento, es labor de la arquitectura. Por cierto, ¿cuánto ha aportado la estúpida mercadotécnica de las viviendas inteligentes a los umbrales y a la protección de la casa cuando se ha visto realmente amenazada? En el umbral quizás haya, también, que poder conectar el modo-avión.

9 de marzo de 2020

EL PELDAÑO FANTASMA


La experiencia es casi invisible y privada, pero se repite ocasionalmente. Al subir o bajar por una escalera en penumbra, el cuerpo avanza a tanteos ciegos. La mirada es inútil y ensayamos con los pies como con un bastón, apoyando las puntas y confiando en el ritmo previo. Es entonces, en el último e invisible peldaño cuando todo sucede. (Porque en realidad no sabemos que ese que ya hemos abandonado era el último peldaño). En ese instante la pierna se lanza sobre el paso siguiente, sin descubrirlo, produciéndose un ligero, o no tan ligero, traspié. 
Ese peldaño soñado es tan fantasmagórico como cierto. Su realidad está firmemente construida en nuestro cerebro, y aunque se trata de una huella y una contrahuella basada en la experiencia anterior, fundada en un acto de fe, tiene consecuencias en nosotros. Vaya que las tiene.
Ese peldaño fantasma no es ni duro ni blando, es decir, no es una función de la materia sino del tiempo. Al principio, en el primer milisegundo, creemos poder alcanzarlo y su ausencia solo se interpreta como un error de distancia, pero según el peso se deposita y el pie se hunde, sabemos que todo esfuerzo por corregir el gesto resultará inútil. Finalmente el tropezón es inevitable, no necesariamente dramático, pero si algo cómico. Y nos acusamos a nosotros mismos de torpes. Luego, la vida sigue… 
Nos alejamos de la escalera, sin embargo el peldaño fantasma, travieso, se ríe de nosotros a hurtadillas, escondido ahora bajo la zanca de la escalera.

10 de febrero de 2020

LA ESCALERA DEL FRACASO


"Ellos se han dejado vencer por la vida. Han pasado treinta años subiendo y bajando esta escalera… Haciéndose cada día más mezquinos y más vulgares. Pero nosotros no nos dejaremos vencer por este ambiente". Las palabras de Buero Vallejo vertidas en su Historia de una Escalera resuenan como un eco en cualquier colección de huellas y contrahuellas fracasadas. A veces incluso resultan premonitorias del cansancio que toda escalera soporta. 
Las escaleras son el símbolo de lo cotidiano y por ello pueden convertirse en la imagen totémica de la extenuación vital, del desfallecimiento e incluso de la rendición. Las escaleras agotan, y ese agotamiento puede llegar a transferirse a lo psíquico, trasformando a quienes suben o bajan por ellas.
Las escaleras son pues, y también, el signo de una rendición invisible. Éstas situadas en el Bronx newyorkino, que conectan las avenidas Shakespeare y Anderson, en West 167th Street, eran uno más de sus muchos ejemplares... Anónimas y grises, hasta que fueron empleadas como escenografía de película. Desde entonces han pasado de ser un espécimen vulgar a tener nombre: "escaleras de Joker", y a ser un centro de peregrinación multitudinaria.  
Convertidas en un fondo de memes y de turismo cinematográfico masivo, esas escaleras, carentes hasta entonces de interés, diseño y calidad y en las que latía un palpable peligro barrio bajero, constituyen un nuevo símbolo. Pero, ¿de qué? ¿De la vacuidad de lo cotidiano? ¿De la de las redes y el universo egotista de los selfies? ¿O están a la espera de ofrecernos algo más?
Tal vez, como ha dicho Slavoj Zizek de la propia película de marras, esa sucesión de peldaños, dureza y suciedad sea "una imagen del nihilismo oscuro destinado a despertarnos". Eso en realidad son este tipo de escaleras agresivas, silenciosas y agotadoras.
Que pueden ser un lugar de trasformación de almas. Y no siempre a mejor.

  

30 de diciembre de 2019

EL PELIGRO DE ESCONDERSE TRAS UNA PUERTA


La escena es tan inolvidable como terrorífica. Una puerta cae a golpe de hachazos a manos de Jack Torrance. La puerta no es suficientemente sólida para proteger a una madre y su hija. Una fragilidad que no deja de ser resonante. 
Stanley Kubrick, apoyado en Stephen King, puso al descubierto alguno de los miedos más contemporáneos, también de la arquitectura: confiamos en las puertas para que, suceda lo que suceda, nos protejan de las locuras del exterior. 
Afortunadamente la escena contraria es más habitual: el desengaño encuentra la primera protección al cerrar la puerta y convertirse ésta en refugio improvisado. Un rectángulo de madera apuntalado por nuestra espalda se convierte entonces en un rincón de emergencia. En ese instante tiene cabida el primer sollozo solitario. 
Las puertas interiores son signos vivos de las relaciones de la casa. Cerramos las puertas entre habitaciones y las abrimos, y esos gestos representan los cambios de humor, de edad y hasta de confianza entre sus miembros. La puerta adolescente a la que se llama con los nudillos sordos es el símbolo de una habitación que no es ya la de un niño, sino que se ha convertido en una auténtica “habitación propia”. El pestillo de un dormitorio simboliza el deseo de un tiempo privado. La puerta del baño se cierra por reclamo propio o ajeno, significándose con ello prisa, o intimidad. Los olores, los sonidos y las luces que se cuelan por las rendijas de las puertas  señalan su ocupación y la actividad de su interior. Con todo, las puertas de la casa siempre dejan pasar sonidos inapropiados. Sean adultos o juveniles, desengaños, risas, susurros o gritos. Cortázar nos recuerda que a su través se oye hasta “el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde”… 
Malditas puertas cuando se convierten en rectángulos permeables que no ofrecen seguridad alguna, incluso frente a la voz de Jack Nicholson.

28 de octubre de 2019

RECTÁNGULOS MÁGICOS


Desde que al astuto Le Corbusier se le ocurriera hacer ventanas corridas como remedio a las casas oscuras, los arquitectos hemos acabado haciendo todos, como idiotas, ventanas que no son ya ventanas. 
La ventana corrida era perfectamente lógica. Dado que la estructura de hormigón permitía abrir huecos largos, ¿por qué no hacerlos larguísimos? Entonces el paisaje y la luz entraron de forma panorámica e imparable. Pero la "fenêtre en longeur", a pesar de sus bondades, cambió para siempre algunas cosas a la hora de asomarnos al mundo. Uno de los mayores problemas de ese rectángulo horizontal fue que destruyó la posibilidad de graduar las distancias a la hora de mirar a su través. Con la ventana corrida todo se convirtió en un paisaje lejano e intocable. Mientras, el tradicional hueco vertical en fachada, que construía rincones y espacios en sombra y que proveía una vista graduada desde el primer plano de lo que sucedía en el balcón, hasta el cielo, recorriendo todas las distancias intermedias, desapareció como forma de mirar el exterior.
Afortunadamente no sucedió lo mismo con el interior. Esa forma de mirar la realidad de manera graduada, desde los primeros planos, al plano medio y al general no se llegó a erradicar completamente. La posibilidad de contemplar un gradiente de distancias se ha recluido y sobrevive gracias a las puertas. Ese otro rectángulo mágico es el único sitio doméstico que ofrece detalles que tocamos, objetos cercanos, fugas, suelos, luces a media distancia y perspectivas generales. Desde un tirador de una puerta, cercano y a contraluz, a una escoba y unas zapatillas en mitad del paso, a las llaves recortadas contra la pared y un fondo con velas y cuadros, esa sucesión de marcos generan una magia invisible y cotidiana.
Esos rectángulos de interiores sobreviven como el único sistema de ver las cosas con lentitud. Por eso hay que vindicarlos y pasar por ellos un poco más conscientes de lo que nos ofrecen. Que además cerrando sus hojas sirvan para proteger lo que queda de nuestra maltrecha intimidad es un regalo añadido.

7 de octubre de 2019

EL PRIMER CONTACTO DEL HOMBRE CON LA ARQUITECTURA NO FUE LA CASA


Joseph Rykwert teorizó sobre la casa de Adán en el Paraíso, argumentando que si éste tenía un huerto, necesariamente tendría utensilios para su cosecha, y almacén donde guardarlos y por tanto, casa. Pero en realidad ninguna construcción era necesaria en un lugar sin clima adverso ni hostilidades. En el Paraíso, Adán y Eva debieron campar felices en un interior continuo y amable. El Paraíso era un lugar tan íntimo y acogedor como aparentemente ilimitado. Y precisamente por eso, allí no había arquitectura. No era necesaria. 
Conocemos el resultado de lo acaecido tras el “fatal error gastronómico” posterior. Expulsados de un lugar inmejorable, aquellos primeros ancestros, tuvieron que hacerse conscientes de un “afuera” que les obligaba a taparse. Desconocemos si el muro que cercaba el Paraíso tuvo que ser inventado por Dios en el preciso instante de la colosal rebeldía o si existía con anterioridad, pero Adán y Eva no habían sido conscientes de la presencia de ese cierre hasta el momento de su partida. 
Los pintores medievales retrataron el paradisiaco huerto y sus límites e incluso la puerta del exilio. Esa puerta, originario mecanismo fronterizo, fue el primer contacto del hombre con la arquitectura. A menudo se ha insistido en la importancia fundacional de la cabaña primitiva, pero que la primera aproximación del hombre a la arquitectura tuviese lugar gracias a una puerta no es un detalle menor. A estas alturas no parece necesario subrayar el inmenso carácter simbólico de todo el libro del Génesis. 
Masaccio intuyó maravillosamente la importancia de aquella puerta cuando en uno de los frescos de la capilla Brancacci, la convirtió en la señal del exilio. Desde su arco, un haz de rayos negros, el rostro desencajado de Eva y un ángel exterminador señalando hacia una dirección hasta entonces desconocida, son los signos de un irrepetible momento de tránsito. Sin embargo el gesto definitivo de esa puerta irreversible está concentrado en el talón de Adán, demasiado atrás respecto al cuerpo. Un gesto que muestra el último paso antes de abandonar un lugar perfecto, donde no existía ni frío, ni vergüenza. Ese talón aun hoy parece resistirse a salir y muestra a Adán entre dos mundos. 
Cuando hacemos una puerta, esa resistencia a salir debería ser contemplada y debería recordar la enseñanza que ofrece Masaccio: cada puerta toca dos niveles de realidad y no solo dos espacios contiguos. Cada puerta representa un estado intermedio, suspendido entre dos esferas que se tocan en algún lugar, aunque no sabemos si ese contacto se produce fuera o dentro de nosotros.

30 de septiembre de 2019

SOBRE EL EGO, LOS PATINAZOS Y LA ARQUITECTURA


La modernidad, de tan pulida y brillante, patinaba. Sí, todo era muy limpio e higiénico pero los modernos se olvidaban mencionar que con sus nuevos descubrimientos ponían en juego la salud de los habitantes por medio de las caídas que propiciaban sus pavimentos pulidos y sin juntas. 
Aunque como descargo cabe decir que la modernidad traía consigo la autoconsciencia de sus limitaciones, y, pronto, mil reglamentos protegieron el ego y el culo de los habitantes introduciendo terapéuticos coeficientes de resbaladicidad. A lo largo del siglo pasado puede verse como progresivamente los suelos han llegado a resbalar cada vez menos hasta perder ese carácter tragicómico. Hoy nadie en su sano juicio puede permitir que se le caigan los clientes patinando por un salón o cruzando la más trasparente pasarela de vidrio. De lo contrario, se aparece y con razón, en las portadas de la prensa como un profesional descuidado o caprichoso. 
La historia del suelo resbaladizo es tan vieja como el propio hombre y comienza con el caminar ancestral sobre el hielo que solo pudo emularse, de modo imperfecto y artificial, en el pulido marmóreo de los grandes palacios. Aún pueden oírse las risas propiciadas por las caídas de una servidumbre apresurada en los amplios espacios del barroco. 
El suelo sin fin y sin juntas es peligroso para el ego pero, a la vez, es uno de los mayores inventos de la modernidad. En ese reino de las pinturas epoxídicas y autonivelantes, y de los barnices sobre tarimas exquisitamente pulidas, han salido ganando las pistas deportivas, las boleras, las salas de baile y la industria. Hoy los patinazos del pasado se imitan como una forma de arte urbano en el breakdance y en el paso del "moonwalk" popularizado por ese príncipe de lo resbaladizo que era Michael Jackson.
Curiosamente esa capacidad de los suelos resbaladizos se ha vuelto a convertir en una ventaja. Las actuales empresas de logística y la industria, con sus robots automatizados, encuentran en el suelo deslizante una maravillosa ventaja, ya que los desgastes, la precisión y la energía encuentran de ese modo un equilibrio óptimo. Suelos para máquinas de los que están excluidos los torpes humanos. ¿Quién lo iba a decir? Incluso los defectos del pasado, en arquitectura, pueden volverse virtudes. Y eso sin siquiera hablar de estética.

16 de septiembre de 2019

EL SALTITO


¿Cuántos pies distraídos se habrán empapado en ese canalón del Salk Institute for Biological Studies un día de hallazgo? Al menos los seis premios Nobel que han poblado esos espacios, (como miles de estudiantes y otros cientos de profesores) han dado un saltito grácil la mayoría de los días al cruzar la plaza. Pero seguramente hubo un día inspirado, uno de esos días de feliz "eureka", en el que cruzaron con los ojos pegados a los hipnóticos resultados del último experimento, y en el que los pies acabaron en un chof… y un posterior, chop, chop, chop…. 
Es leyenda que el espacio entre los edificios de Louis I. Kahn, quedó vacío, sin un árbol, gracias al consejo de su amigo Luis Barragán. El canalillo de agua marca el eje del espacio hacia el horizonte y suena al acercarse al rebosadero. Esa línea que marca la simetría, no puede ser ocupada por nadie. O se está de un lado, o del otro. Estar en el eje, además de antiestético, supone un ridículo despatarre. De modo que ante ese riachuelo solo se puede pasar.
Ahí está y ahí seguirá con mayor fuerza que la de los propios edificios de hormigón y madera, provocando saltitos, y dando sorpresas a los futuros premios nobeles. Y tal vez incluso a alguno de ellos puede llegar a inspirar la dosis de realidad necesaria.
Como la que tenemos al cruzar esa vulgar y hermosa acequia que nos repite desde hace siglos, como una vieja criada: “¿Pretendes conocer las cosas del cielo mientras te olvidas de lo que tienes bajo los pies?”

5 de agosto de 2019

PUERTAS INFINITAS


El bueno de Robert Venturi empleó esta puerta de la tumba de la princesa egipcia Shert Nebti para ilustrar su libro “Complejidad y contradicción en arquitectura”. Puertas dentro de puertas son como muñecas rusas, dijo. Aunque con ello pretendía ejemplificar la riqueza que aporta al juego de la arquitectura las cosas dentro de las cosas, se limitó a señalar simplemente su valor formal, sin entrar a ver lo que significaba desde otros puntos de vista… 
A efectos prácticos esa puerta era una inutilidad. A pesar de lo cual, las puertas dentro de puertas, misteriosamente, pueden ser encontradas en los mil enterramientos a lo largo de todo Egipto. Los arqueólogos cuentan que a los pies de esos raros mecanismos los antiguos egipcios depositaban ofrendas a unos muertos que habitaba ya lejos, en un mundo inaccesible. Tan lejos, que ese eco, esas jambas y dinteles replicados en abismo, eran una vía de comunicación entre la vida y la muerte. Lo cual da idea de un pensamiento capaz de entender el infinito a la vez que de atribuir un valor a esos elementos de tránsito. 
Y es que si de algo sabían los egipcios es de muerte y de umbrales
Esa colección de puertas autoenmarcadas, decoradas con mil sellos, inscripciones y signos, son aun hoy un altar a los antepasados y a las puertas mismas. El sistema de jambas y dinteles repetidos conduce a una enfilade sin espacios intermedios que, en parte, recuerda a las puertas de las iglesias románicas y góticas, donde los arcos se multiplican como salmos, a las banderas superpuestas de Jasper Johns en sus pinturas y a los marcos en eco de Frank Stella… 
Con todo, que hace cuatro mil años se emplearan las puertas para representar una distancia infinita pero posible de recorrer, ha perdido fuerza como significado. Apenas hay ninguna religión que soporte ya el símbolo del infinito, en abismo. Pero si una disciplina. 
Adivinen cual.

17 de junio de 2019

GUARDIANES DEL AIRE


Los tabiques son un invento maravilloso a pesar de no ser más que unos muros pobres y delgados. En su origen la palabra árabe “tashbik” significaba entramar o fabricar redes, cosa que le hubiese encantado saber a Semper dado su esfuerzo por localizar el origen de la arquitectura en lo ligero y lo trenzado de las ramas y los tejidos vegetales. Pero hoy los tabiques apenas conservan ese significado. Tan solo los llamados tabiques palomeros (o conejeros) mantienen ese aspecto aéreo debido a la celosía que forman sus huecos entre ladrillos. Aunque, eso sí, nadie los ve. Porque los tabiques palomeros se usan para dar forma a las cubiertas inclinadas. 
Por cierto, la historia de esos tabiques perdidos que no separan personas sino que construyen la geometría de una cubierta, es una particularidad interesante de la familia de paredes. Si en algún momento lo fueron, hoy los tabiques palomeros no son ya refugio de palomas. Son tabiques que sirven cómo cámara de aire y para adaptar la forma del exterior al interior. Es decir, pertenecen a un tipo de soluciones constructivas que permanecen ocultas, y cuyo fin es el mero fabricar huecos intermedios. Pero aun con eso, aun con ser una mera tramoya, forman las necesarias tripas de la arquitectura. Esos huecos perdidos, transfuncionales, o sea, que en apariencia sirven para muchas cosas pero que al final no sirven para casi nada, juegan un importante papel en las casas, porque son los que construyen, en buena medida, el confort interior. Por eso y aunque no se vean, son un símbolo de esa capacidad de las casas de proveer cierto sentido de refugio. 
Los insignificantes tabiques palomeros no son poca cosa. Porque aunque modestos, cuando llueve o hace frío, sustentan la pendiente de una cubierta para expulsar el agua hacia el exterior, o hacen las veces de guardianes del aire intermedio. Pero todo, como sin esfuerzo, y sin presumir de estar ahí. Sin esperar recompensa.

13 de mayo de 2019

UN POCO DE SILENCIO


Dice Álvaro Siza que todas las bibliotecas debieran tener, a su salida, grandes escaleras donde poder pensar en lo aprendido, en lo leído en su interior. En la biblioteca, los libros y la lectura crean una atmósfera de intimidad que no es sencillo conciliar con lo cotidiano. Toda biblioteca debe ofrecer, por tanto, una especie de cámara de descompresión.
Miguel Ángel nos legó, ya lo sabemos, una de esas cámaras anecoicas perfectas. El recinto de entrada a la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, podría interpretarse de ese modo. E incluso la escalera que allí se desborda, podría ser leída como ese tipo de mecanismos de silencio reclamados por Siza.
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)

(1) Sobre este paño en blanco palabras más precisas pueden ser leídas en la tesis doctoral de Colmenares Vilata, Silvia (2015). Ni lo uno, ni lo otro: posibilidad de lo neutro en arquitectura. Tesis (Doctoral), E.T.S. Arquitectura (UPM).   

25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

11 de marzo de 2019

MEJOR QUE EL ÓCULO DEL PANTEÓN


Cualquiera sumergido en esa pelota de aire y luz que es el Panteón de Roma, no es de extrañar que se sienta sobrepasado. Porque es lo más cercano en arquitectura al sentimiento de enfrentarse al mar. 
Aunque a veces, como también sucede con el mar, el clima de los tiempos invite a no fijarse solamente en su grandeza. Hay generaciones, de hecho, para las que el Panteón resulta un espacio extraordinario, pero no tanto por su inmensa redondez, sino por cuestiones que suelen pasar desapercibidas. Así, y aunque doloroso esos mismos tiempos se verían capaces de prescindir de ese descomunal ojo cenital en caso de extrema necesidad. Pero serían incapaces de tapiar su puerta. 
En la puerta del Panteón se ve entonces un mecanismo de una maravillosa delicadeza, no solo formal y simbólica. Sin embargo, cuando se prefiere la puerta al resto de sus misterios, como si hubiera que elegir, podemos ver un cambio en la sensibilidad de lo más significativo. 
Está claro que la puerta, toda puerta, es la muestra de una contradicción no resuelta. Pero poner allí la atención es subrayar la contradicción mayúscula del acto de entrar. Por supuesto que no solo está el problema de penetrar en un espacio central, sino porque en el caso del Panteón, la puerta da sentido a toda la obra, incluso vale para iluminar por si misma todo su interior. (Como también sucede en el Tesoro de Atreo sin ir más lejos). 
En ese sentido las puertas del Panteón contribuyen a la construcción de una penumbra casi inapreciable que resulta muy atractiva para los tiempos que aprecian los matices de lo secundario. En esa puerta se roza un tipo de luz que acompaña al visitante antes de enfrentarle a la sorpresa del rayo de luz interior. La puerta invita a la sorpresa antes que constituirse en la sorpresa misma y he ahí su fuerza invisible. En la puerta percibimos el peso frio del bronce y la masa que rodea al que penetra al interior. Allí, las treinta y dos columnas de casi metro y medio en la base y catorce metros de altura, ocupan más de quinientos metros cuadrados. La luz de norte que entra a través del granito gris y rojo es hermosa y tan necesaria como invisible. A este derroche inapreciable se añade el volumen pesado del pronaos. Es decir, en la puerta se concentra un lujo material desmedido y sin embargo es un lujo que se pasa de largo, que se considera instrumental. 
Esa puerta, quizás como todas, ha nacido para ser dejadas atrás. Y a pesar de su tamaño, es insuficiente para epatar a quien entra por ella. Pero su insignificante papel de guía invisible es hoy quien llama nuestra atención contemporánea. Solo una vez al año, durante unas pocas horas, en abril, el óculo rinde homenaje a esa puerta y la ilumina. Como justo pago a su cotidiana invisibilidad. 
El resto del tiempo, la puerta del Panteón, con su tenue luz del norte, tímida pero cierta, solo acompaña, como un suave fantasma al interior. Luego nos despide con su contraluz de vuelta al bullicio de Roma. Pero ya distintos.

25 de febrero de 2019

LA DECADENCIA DEL PASILLO


Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas? 
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes. 
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas. 
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial. 

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

3 de diciembre de 2018

CONFORMARSE CON LAS PAREDES


Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa! 
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable. 
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.  
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado. 
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.

19 de febrero de 2018

SI TUVIESE QUE ELEGIR UNA ESCALERA EN VENECIA...


Las escaleras de Venecia son infinitas, pero entre todos sus ejemplares hay uno que merece la pena revisitar con los pies, porque a pesar de ser un ejemplar inapreciable por los miles de turistas que se acumulan sobre sus peldaños, su caminar es amable y poderoso. Son las escaleras del Ponte dell'Accademia. 
En pocos lugares como en éste se aprecia que uno de los mayores problemas a resolver por las escaleras es el del ritmo. Allí es cómodo, se alternan los pies derechos y los zurdos dejando un sutil descanso entre ellos y eso a pesar de la curva a la que deben adaptarse. Tan bien considerado está el ritmo en esos pasos, que sus peldaños se vuelven invisibles, no necesitan diseño y no reclaman atención. 
Acostumbrados a que los peldaños que dejan espacio para pasos intermedios se bajen o suban siempre con el mismo pie, ese pisar repetido nos hace un poco torpes. Igual que un profesor de baile corrige la impericia de sus aprendices, las escaleras que siempre repiten la pisada sobre el mismo lado nos hacen sentir su presencia y a nosotros mismos un poco robotizados e idiotas. Sin embargo en las escaleras del puente de la academia existe una cortesía en la distancia de sus peldaños de lo más civilizada. Se alternan los pies como en un baile invisible y con un ritmo perfecto. 
Eugenio Miozzi, un ingeniero hoy casi olvidado, se encargó en 1933 de hacer las escaleras contenidas en ese puente de madera como una solución provisional entre el derruido puente de acero y el futuro puente de piedra. El caso es que lo provisional se hizo permanente. Cuando algo está bien, el tiempo juega a su favor. Y esas escaleras lo están, y las usan millones de personas sin darse cuenta, abstraídas como están por la belleza de Venecia misma.

(Si tuviera que elegir una escalera de Venecia, y sólo una, no sería la de Scarpa). 

12 de febrero de 2018

ESCALERAS QUE SEPARAN


Si por lo general el uso más importante de las escaleras es unir dos espacios, existe una excepción particular a ese objetivo. Porque existen escaleras que han nacido para separar y crear división antes que para comunicar. 
Estas escaleras excepcionales tratan, con sus pocos peldaños, de impedir el normal flujo de circulaciones. Es decir, hacen las veces de tuberías o de carriles donde se pretende aislar recorridos o distanciar tráficos diferentes. Generalmente a esas escaleras de un solo peldaño que se extienden por las calles se las denomina con el insustancial nombre de aceras. 
Las aceras son un caso particular de las escaleras porque, a pesar de gozar de una pisa y una tabica, como el resto de esos verticales mecanismos, no aspiran a elevarse sino que permanecen apegadas al suelo, como esos pájaros pesados y de alas cortas o como las domésticas gallinas. Escalera sin verticalidad, el peldaño de las aceras es un obstáculo, un leve pliegue del suelo, casi invisible y que sin embargo, al revés de lo que sucede con el solitario peldaño de interiores, no hace tropezar. Ese peldaño nos protege de atropellos y del posible agua que corra por la calzada, delimita los usos del suelo y hasta fabrica un tipo especial de ciudadanos: los peatones. El peatón pertenece a la subespecie de los ciudadanos que caminan por la ciudad, pero que lo hacen protegidos de la feroz brutalidad del tráfico por medio del escudo que son sus aceras. 
Las aceras son parte de esa armadura invisible no portátil que ofrece la ciudad a sus moradores y sus peldaños son, por tanto, un burladero y un signo de civilización. Por eso no verán nunca una utopía que dedique una palabra a esos peldaños solitarios, pero su colocación y anchura nos invita a un ejercicio de silenciosa caballerosidad diaria. No está mal para un solo peldaño.

5 de febrero de 2018

ESCALERAS Y TUMBAS


Bernini yace a los pies de una escalera. Sin una mísera escultura que lo rememore. Invisible para cualquiera que ande distraído por la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Enterrado bajo dos peldaños después de haber construido Roma entera. ¿Quién lo diría? Aunque siendo Bernini alguien tan poco dado al descuido de la forma y del mármol, esas escaleras son un símbolo. 
El tiempo pasará, pero ese lugar de piedra donde permanecer arrodillado ante el altar mayor, no será movido de allí. Al contrario de lo que podría suceder con una silla o un mueble, Bernini sabe bien que una escalera tiene mayor capacidad de permanencia. Dos peldaños de mármol romano son un excelente reclinatorio pero también son un buen un sitio donde esperar sentado. “Juan Lorenzo Bernini, de las artes y de la Ciudad, descansa aquí humildemente”. Esos dos peldaños son un espacio de reposo de lo más discreto donde, como reza la lápida, “la noble familia Bernini, espera la resurrección”. Efectivamente, allí Bernini parece esperar, pero como el que espera a un amigo sentado en unas escaleras, en medio de la ciudad. O como el que espera el paso de un autobús. Esa escalera es, pues, el símbolo de un estar esperando, pero no por mucho tiempo. Esos peldaños anuncian una resurrección inminente. Son, por lo tanto, un acto de fe. 
Diariamente nos sentamos en mil escaleras como en un asiento informal y breve. Para esperar de ese modo no se necesitaba ninguna escultura grandilocuente. A fin de cuentas, la eternidad estaba a la vuelta. Y de hecho, ¿para qué más adornos?, cualquiera sentado en esa escalera se hace escultura viva del estar descansando de Roma.

29 de enero de 2018

PORQUE IMPORTAN LAS ESCALERAS


Las escaleras importan. A pesar de que nadie se ocupe ya mucho de ellas. Y a pesar de ser objetos obsoletos y despreciados. Importan y no por simple caridad. Tampoco por un afán utilitarista, aunque sigan siendo necesarias en caso de incendio. Las escaleras importan porque constituyen el elemento conectivo más elemental de la arquitectura.
Este elemento, que es a su vez un proto-vínculo, simboliza el objetivo último del antiguo arte de la composición y representa la más básica fuente de unión entre lugares disímiles en esta disciplina. Además de poseer una extraña capacidad mágica por la que, siendo en sí un mecanismo espacial, es capaz de unir otros dos diferentes. Es decir, como los puentes hacen en horizontal al atravesar valles o ríos, las escaleras crean espacios en sus dos extremos siendo ellas un espacio particular. Son por ello, el primer y más sencillo sistema de sintaxis en arquitectura. 
Al igual que los biólogos sienten pasión por las moscas del vinagre o los genetistas por el Caenorhabditis elegans, un gusano despreciable pero modélico desde el punto de vista de la investigación celular, las escaleras son extraordinarios modelos para el desarrollo de la arquitectura, entendida ésta como problema de relaciones antes que como un problema de imagen. 
Verdaderamente las escaleras han perdido protagonismo con el trascurrir del siglo XXI, pero sin embargo, si realizásemos un exhaustivo análisis de su anatomía, darían pie a averiguar cuáles son los sistemas de vinculación primarios entre diferentes situaciones, relaciones y usos en el ecosistema edilicio. Sin estudiar a fondo ese ser unicelular que es la escalera es imposible comprender siquiera hoy lo que significa lo vertical en términos Bachelarianos, ni puede que tampoco, en otro extremo y puestos a especular, el sentido de progreso social. 
Si los laboratorios de biólogos, médicos y biotecnólogos están ocupados desvelando el genoma de gusanos, ratones y de la Arabidopsis thaliana, los investigadores de la arquitectura tal vez debieran estudiar más de cerca el genoma, no del parametricismo, o cualquier -ismo que aparezca en el calendario, sino el más útil y a la postre, más productivo, de las escaleras, ¿Por qué?. Porque son más fáciles de manipular, de trabajar y mantener que las obras completas. Porque  nada hay tan parecido a la arquitectura con una estructura celular tan sencilla. De su recombinatoria, de su producción y de su cultivo depende en buena medida, como seres testigo que son, el avance y los descubrimientos futuros en campos como el del envejecimiento y genética del desarrollo de la arquitectura.
Por eso nos apasionamos por las escaleras, ¿Acaso valen menos que gusanos o la levadura?

22 de enero de 2018

EL DESCANSILLO NECESARIO


La palabra “descansillo”, empleada en castellano para referirse a esas breves superficies horizontales que interrumpen las escaleras y que proveen cierto sosiego entre las extenuantes subidas y bajadas, difieren en fondo y espíritu de las empleadas en Inglés, donde se denominan “landing”. Curiosamente la palabra castellana habla de las consecuencias que provocan las escaleras en relación cansancio que producen. Las escaleras agotan, y por eso necesitan tramos horizontales, más amplios que los peldaños, donde aminorar la marcha, a veces cambiar de dirección, y permitir a la musculatura que el ejercicio repetitivo de subir o bajar no acabe convertido en un tropiezo
Sin embargo la palabra británica habla de su relación con el suelo, con el terreno: “land”. Para el mundo anglosajón nuestro descansillo es innecesario, se da por supuesto. O dicho de otro modo, como es evidente que por las escaleras la gente cae, debe ofrecerse un lugar de aterrizaje preferentemente antes de llegar al suelo. Aunque también, y puestos a especular, puede que se deba a algo más prosaico: para cada escalera inglesa existe la obligación de ofrecer una porción de territorio digno de ser contemplado a medio camino de su recorrido, un “landscape”, es decir, un “paisaje”. 
Es cierto que también existe en español otra palabra para denominar ese espacio plano “in media res” de las escaleras, “rellano”, que en catalán se denomina “replà”. Ambos términos hacen referencia a porciones horizontales de terreno, pero no de territorio. Aunque ambos poseen la doble connotación de planitud, no llegan a asociarse a un espacio capaz de formar un paisaje, sino más bien remiten a su geometría y al acto de redoblar un plano. El rellano, como el relleno, es una acción doble, que insiste en su reiteración de lo horizontal. 
Así pues, y detenidos brevemente en este descansillo, peculiar órgano de la anatomía de lo vertical, pensemos en lo que aún queda por bajar y en el paisaje que nos queda por delante en torno a las escaleras.