Sin embargo, frente a esos dos modos canónicos de destruir el muro, existe una tercera forma, generalmente desapercibida, que es la introducción de rejillas. El muro sufre entonces un fenómeno parecido al de la madera con la carcoma. Se va horadando en su seno con un elemento extraño, del que su exterior acaba siendo la vulgar superficie perforada de aluminio o acero. La función de esa rejilla es habitualmente que algo ventile. Es el final de un conducto invisible que asoma o el comienzo de un hueco que aspira a dejar pasar el aire a un lugar ignoto. Curiosamente, la rejilla, diminutivo amable de reja, cuya etimología está ligada a rēgŭla, que significa regla, y que a su vez deriva de rēx (rey) y rēgĕre, ha terminado por ser, en su mayor uso, un mordisco secreto a una pared y nada que tenga que ver con la nobleza de su origen.
Las rejillas, por mucho que se haga el esfuerzo por dotarlas de cierta dignidad, no poseen el estatus de las rejas. Son un apaño necesario, pero exigen siempre una estrategia de disimulo, un encaje con el despiece, un sobreesfuerzo en el diseño nada fácil de resolver. Las rejillas, como los virus, tienden a proliferar en el muro, haciendo de él un auténtico cuadro. Las rejillas son vocacionalmente un descontrol. Amansar su aparición, pastorearlas por el muro, requiere de una coordinación entre los oficios, de una prevención y anticipación verdaderamente sobrehumanas.
Curiosamente, nunca antes el muro ha estado tan lleno de estas rejillas en la historia como hoy en día. (Incluso los suelos y los techos están plagados, en la arquitectura contemporánea, de estas superficies que ocultan huecos como hacen los trileros). Tal vez sea cosa del mundo de nuevas disciplinas que participan del hacer de la arquitectura las causantes de su proliferación, pero el muro hoy se ve sometido a esta tercera forma de demolición tecnológica que nos hace cuestionarnos, incluso, si existe la necesidad de muros mismos. O si acaso las rejillas hacen las veces de su esquela arquitectónica.
Yet, alongside these two canonical modes of wall destruction, there exists a third form, usually overlooked: the introduction of grilles. The wall then experiences a phenomenon similar to that of wood attacked by woodworm. It becomes perforated from within by a foreign element, leaving its exterior as nothing more than the plain, pierced surface of aluminum or steel. The purpose of such a grille is usually ventilation. It is either the end of an invisible duct peeking out or the beginning of an opening that aims to let air into some unknown space. Curiously, the grille—a diminutive, gentle term derived from reja, whose etymology traces back to rēgŭla, meaning rule, itself derived from rēx (king) and rēgĕre—has come to be, in most of its uses, a secret bite into a wall, nothing to do with the nobility of its origin.
Grilles, however much effort is made to give them dignity, do not possess the status of bars. They are a necessary patch, but always demand a strategy of disguise, a careful fit with the paneling, an overexertion in design that is far from easy to resolve. Like viruses, grilles tend to proliferate across the wall, turning it into a veritable tableau. Grilles are, by vocation, an unruly element. Taming their appearance, shepherding them across the surface, requires coordination among trades, foresight, and anticipation of almost superhuman proportions.
Curiously, never before in history has a wall been so full of these grilles as it is today. (Even floors and ceilings in contemporary architecture are riddled with these surfaces, hiding openings like street magicians hiding their tricks.) Perhaps it is the influence of new disciplines participating in the making of architecture that has driven their proliferation, but today walls are subjected to this third form of technological demolition, forcing us to question whether walls themselves are even necessary. Or perhaps grilles serve as their architectural obituary.




















