Se necesita mucha más materia para apear una obra que la empleada para sostenerse por sí misma. Al construir se usa más acero en los puntales o madera en las cimbras que en la obra ya inaugurada y solitaria. Entre la ruina y la construcción, la arquitectura aparece como el mágico instante de equilibrio en el que el edificio se mantiene en pie gracias, solamente, al empleo de la materia imprescindible.
Esta disciplina, llamada ancestralmente a optimizar sus recursos, salvaguarda su presencia entre la humanidad no tanto por representar y simbolizar a sus patrocinadores, sino por su condición útil más inmediata, y goza de merecida respetabilidad gracias a emplear solo la materia necesaria. Solo así podemos decir que la arquitectura es verdaderamente “sostenible”.
Esta observación que parece que atañe solo a la estabilidad, va más allá. De hecho, bastaría para excluir del estrecho perímetro de la arquitectura a todo exceso de material injustificado. La materia justa, equivalente a la literaria “mot juste”, exige más aún que calcular la sección adecuada, el recorrido de los esfuerzos y la resistencia precisa como un encadenamiento destinado a gastar lo imprescindible. En un tiempo donde el mero hecho de construir implica un consumo de recursos que en determinados círculos comienza a ser tildado de inmoral, solo el marco operativo que ofrece el empleo de la “materia imprescindible” permite, desde una dimensión social, ecológica y política comprometida, que la arquitectura sea algo más que un mal tolerable.
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