20 de noviembre de 2017

ESCALERAS PARA MATAR


Las estrechas escaleras de caracol de las antiguas fortificaciones ascendían de izquierda a derecha para que los defensores pudiesen blandir espadas y mazos con el brazo diestro desde arriba y que el enemigo no pudiese defenderse con la misma facilidad. Para colmo se intentaba además que no tuviesen pasamanos. Esas escaleras hoy sirven a los turistas que no saben de los muertos que allí se esconden gracias al invisible sentido de esas piedras. 
Las escaleras fueron desde tiempos inmemoriales un valioso instrumento de muerte. Por eso hoy, en cada escalera que se proyecta, quedan algunos rescoldos de esa capacidad de huellas y contrahuellas para convertirse en armas mortíferas. 
De las escaleras diseñadas para el bello asesinato cabe destacar las familias del peldaño suelto, desnivel homicida que permanece agazapado a la espera de lanzar un tropiezo indigno, y las de esa otra peligrosa familia que tiene la huella oblicua respecto al paso.
Ejemplos insignes de este último caso han tratado de disimular su mala intención con la excusa del dinamismo. Podemos recordar las del pabellón que Melnikov diseñara para la URSS, y lanzadas con el mismo espíritu que las de Odessa en el Acorazado Potemkin: para tener entre sus peldaños muchos cadáveres… 
O también cabe recordar el último tramo de la que existe en la casa que hiciera Robert Venturi a su madre: tramo convertido en oblicuo gracias a las paredes en escorzo, y que no es sino una declaración freudiana de rencor y odio. Por mucho que se hablase allí de posmodernidad y de inocentes guiños al pasado… 
En fin, el listado de las escaleras mortales merecería un tratado aparte y hasta una especialidad médica específica dentro de los departamentos de traumatología de los hospitales. Por eso cuando se dice que con el título de arquitecto se ofrece una licencia para matar, algunos no se lo toman en serio o piensan que el chiste de esa expresión tiene que ver con una cascada de simples responsabilidades decenales. Pero se equivocan. Es porque los arquitectos se ocupan profesionalmente de la dosificación de ese veneno contenido en las monstruosas e indomables escaleras.

13 de noviembre de 2017

ESCALERAS PARA MORIR


Desde siempre, las escaleras y la muerte guardan buenas relaciones. Y no hay más que ver estas de Niemeyer para poder imaginar los motivos. 
El estudioso del MIT, John Templer en su Studies of Hazards, Falls, and Safer Design, llegó a dolorosas conclusiones respecto a estos seres aparentemente inofensivos: todos sin excepción vamos a tropezarnos en una escalera en algún momento de nuestra vida. De hecho la probabilidad de poner mal el pie en un peldaño es una de cada 2.222 veces, (la de sufrir un accidente leve una de cada 63.000 veces, uno doloroso una de cada 734.000 veces y la de necesitar atención hospitalaria una de cada 3.616.667 veces). Las escaleras son una peligrosa epidemia. 
A pesar de todo no parecen tan amenazantes: curiosamente nos solemos culpar a nosotros mismos de los tropiezos al subir o bajar por ellas. A fin de cuentas, qué culpa tiene un ser inanimado de nuestro descuido. Pero lo cierto es que muchos de estos accidentes son provocados por un diseño asesino. 
Entre los datos más llamativos de esos accidentes provocados por las escaleras cabe destacar que los solteros se caen más que los casados (cosas de la confianza en uno mismo), que los tres primeros peldaños y los tres últimos atesoran la mayoría de los traspiés y que es mucho más peligroso bajarlas que subirlas. 
Los arquitectos saben que los pasamanos son unos salvavidas extraordinarios, pero a veces hay quien se resiste a usarlos. Cabe imaginar motivos malditamente esteticistas en la mayor parte de los casos, pero en otros, tal vez no. 
No se me ocurre ninguna buena excusa para que Niemeyer evitase un pasamanos en la suya del Palacio de Itamaraty que la de hacer una labor “pedagógica” y mostrar que las escaleras hay que usarlas con cuidado. Que solo cabe bajar despacio y en tensión. Que las escaleras matan. Y que en la suya hay que poner los pies con un cuidado extremo. Quien baja por una escalera así se vuelve extraordinariamente frágil y desvela la imagen de una heroicidad cotidiana que habitualmente permanece oculta. Es decir, lo hermoso de esas escaleras son los seres humanos que las emplean.
Porque de lo contrario, hablar exclusivamente de la belleza de esos peldaños volados es de una frivolidad nada tranquilizadora.

6 de noviembre de 2017

EL COLOR BASURA


Hoy que asistimos atónitos a una exportación del uso del color como único remedio a la austeridad, lo invisible, lo cutre y lo pobre, se hace difícil apartar los ojos del hecho de que, en realidad, la pintura fue para la arquitectura siempre un remedio más bien austero, cutre y pobre, porque apenas tuvo nunca trascendencia sobre la forma
Las arquitecturas pintadas de encantadores tonos pastel, aguamarina o tintes rabiosamente fosforitos, son hoy deliciosamente chic. Sexy, incluso. Pero amenazan con durar lo que dura el breve aleteo de las páginas de una revista de decoración y, lo que es peor, no ser capaces de avanzar, ni un ápice, en ninguna dirección en el pensamiento de la arquitectura y menos en el progreso social. Son, en resumidas cuentas lo que puede denominarse como color basura, porque se trata de pigmentos que están destinados a rellenar pero sin añadir ningún contenido. Solo aparecen con la intención de ser molonamente instagrameables. 
Sin embargo las relaciones del color con la arquitectura no siempre fueron así. Por una discusión sobre el color en la que Fernand Leger sugería que mejor harían los arquitectos en dejar sus paredes de blanco, se enemistó con la mitad de la profesión. Fue tal el lio que incluso Alfred Roth se vio obligado a escribir un libro para tratar de rebatirlo. 
Para Le Corbusier sus dos colecciones de colores de 1931 y 1959, y que llamó con el pomposo nombre de Polychromie architecturale, suponían un compendio de posibilidades combinatorias, una historia del Purismo y hasta una auténtica biografía, más precisa aun que la de sus obras completas
Antes de que Lawrence Herbert se hiciera con la firma Panthone, la historia del color estaba plagada de muertos en combate. Los más recientes por tratar de obtener el “verde Scheele” a partir de una mezcla tóxica de cobre y el arsénico. Lo cual da idea de que se trata de un territorio con el que no conviene frivolizar porque está repleto de cadáveres. 
Pero hoy el color ha perdido el peso ideológico, el pasado y hasta su peligro. Este vaciamiento del color que llamamos el color basura, sirve en la actualidad, sin más, como sistema de datación y nos permite ver, como sucede en el mundo de la moda con las hombreras o las solapas exageradas, que son de otra época. Si cada color constituyó siempre una categoría intelectual y un conjunto de símbolos en arquitectura, en la actualidad solo es el registro de una fecha. O tal vez solo un instrumento más de marketing. 
En fin, ya no hay peso en el color basura sino solamente un esfuerzo por declarar el (buen) gusto. O su ausencia, es decir, la no pertenencia al círculo de lo que está de moda. 
El problema es que si se mira desde esa perspectiva, el mundo de color basura satura nuestra vista e impide que seamos capaces de apreciar el “Azul Jujol” o el “rojo Bo Bardi” como uno de los materiales culturalmente más sofisticados y ricos de que dispone la arquitectura.

30 de octubre de 2017

LA ALTURA PERFECTA DE LAS COSAS


En arquitectura existe la altura perfecta para cada cosa. Y ese sistema de medidas ha alcanzado una precisión más allá de la tosquedad de los centímetros en no muchas ocasiones. Por mucho que Le Corbusier con su Moludor y hasta el monje Van der Laan y su número plástico se esforzaron en buscar un sistema y una regla para medir bien la arquitectura, comparados con ese otro conocimiento de la altura a la que deben estar las cosas del italiano Carlo Scarpa, aquellas se muestran como meras vulgaridades. 
Scarpa sabe de esa altura perfecta y, maravillosamente, nunca falla: una cabeza de ángel, el pomo de una puerta, sus habitantes o una virgen amputada, llegan al suelo con una extraordinaria precisión. La regla seguida por Scarpa, sin embargo, no está basada en simples números secretos, ni en áureas y majestuosas series de Fibonacci, sino en una distancia asentada en la construcción y en la materia en relación al suelo. En ese sentido, en Carlo Scarpa existe una sensibilidad semejante a la de esos pedestales empleados por Brancusi para sus esculturas, y que aún eran más importantes que ellas, pero acrecentada por el íntimo conocimiento de una misteriosa doble realidad que le es propia a la arquitectura.
Porque el mejor modo de conocer la altura perfecta de la arquitectura es sabiendo que su principal misión es acompañar dignamente a los hombres y a las cosas hasta el suelo. Por eso para Scarpa todo es pedestal. Y en ese sentido, para él, el pedestal es la distancia precisa, no sólo a la que se perciben los objetos, el paisaje o las personas, eso lo sabe cualquier mal aficionado al arte, sino a la que la materia soporta la llamada de la tierra, la pesada y densa tierra, que tarde o temprano la recibirá en su seno. Porque ninguno de esos objetos valiosos erigidos contra la lógica del peso, ni siquiera nosotros sus habitantes, somos eternos y acabaremos abrazados a ella, la tierra que nos soporta. 
Mientras, esa distancia en la que la tierra y las cosas no se sientan violentadas y en la que el hombre que las vea pueda notar el tenso hilo que las atraviesa, esa será la distancia precisa y la altura perfecta en arquitectura. 
Preguntemos por esa distancia siempre a Scarpa antes que a cualquier hermeneuta del milímetro y de la falsa precisión.

23 de octubre de 2017

PASAMANOS INQUIETANTES


Los pasamanos esconden peligros que, agazapados como los gatos, permanecen habitualmente invisibles. Hasta que los usamos. Mientras son una delicia para nuestros ojos glotones.
Este en concreto, una limpia hendidura en la piedra, es un derroche material que permite también imaginar unos generosos muros tras ellos. La entalladura resulta lujosa porque es pétrea y masiva, como de otro tiempo. Y en principio semejante pasamanos resulta atractivo y admirable. Quizás porque estamos tan exhaustos de la transparencia y de la ligereza barata, lo pesado y sin trucos se ha vuelto digno de consideración. Lo masivo se ve como de una época donde lo espléndido era simplemente fruto de la cantidad y de la nobleza de la materia misma. Si había mucha materia y se había realizado sobre ella un trabajo suficiente y digno, el resultado era notorio. En pocas ocasiones este principio fallaba, porque no se confiaba una materia costosa a manos torpes y sin oficio. Pero hoy ni siquiera lo masivo basta.
Usar un pasamanos con una entalladura sin fondo es una experiencia inquietante. Puede ser porque ante el regazo de una piedra en la que no vemos su final estamos prevenidos, como especie, a no meter la mano bajo riesgo de recibir el picotazo o el mordisco de una alimaña. O tal vez porque tiene algo de canalón a la espera de agua y en ese hueco sentimos una especie de permanente e incómoda humedad.
Por eso y si como dijo el barón de Montesquieu “la mediocridad es un pasamanos”, parece mejor caer escaleras abajo que agarrarse a semejantes agujeros sin fondo.