La arquitectura se muestra bien dispuesta a cada transformación con ese objetivo. Aunque el nuevo morador deshaga aparentemente su lógica la arquitectura se adaptará hasta darle cabida. Tanto es así que esto sucede por mucho que se arruine lo edificado en su integridad o su coherencia, porque la vida es, también aquí, soberana. La arquitectura entonces se somete, pierde congruencia y sentido en aras de ser acogedora hasta el extremo. Aunque en apariencia se muestre hostil, fría o gris, por mucho que reniegue y se queje, la arquitectura es capaz de dejarse habitar más allá de sus propios límites; más allá de la razón, de sus capacidades y de sus goteras.
Si vienen mal dadas, si pintan bastos, la arquitectura acogerá como una madre protectora al habitante brindándole hasta su maderamen para que éste se caliente o sus rincones para que se cobije. Si vienen mal dadas y de formas impensables, se convertirá en una cuadra, un almacén u una oficina por mucho que antes fuera museo, iglesia o gasolinera. Aun vieja y transformada, la arquitectura no dejará de sorprendernos por esa extraña capacidad de dar cabida a cada habitante inesperado, por singular que éste sea.
Ningún otro invento del ser humano se ha mostrado hasta ahora capaz de tan grandes transformaciones. Por eso la arquitectura no dejará de ser necesaria, aunque el hombre llegue a ser feliz.